Con una intensidad de pensamiento y de sentimiento poco habitual para una hora tan temprana, Plautus Bonosus, maestro de ceremonias, se encaminó, acompañado de su esposa y de sus hijas solteras, hacia el pequeño y selecto Santuario de las Víctimas Benditas, cercano a su casa, para realizar la invocación del alba en el segundo aniversario de la Revuelta Victoriosa que había tenido lugar en Sarantium.
Tras llegar discretamente a su residencia en la fría oscuridad de la noche, había tomado un baño para disipar el perfume de su joven amante —el muchacho insistía en perfumarse con un singular mejunje de hierbas— y se había cambiado de ropa justo a tiempo para reunirse con las mujeres de la familia en el vestíbulo poco después del amanecer. De pronto, al advertir la ramita de siempreviva que las tres lucían en el pelo por Dykania, Bonosus recordó haber hecho exactamente lo mismo, luego de una ajetreada noche con otro chico, dos años antes, la mañana del día en el que la Ciudad se cubrió de sangre y fuego. Su recuerdo era muy intenso, casi real, como si hubiese sucedido el día anterior.
De pie en aquel santuario exquisitamente decorado, participando activamente, como se esperaba de un hombre de su posición, en los cantos antifonales de la liturgia, Bonosus dejó que su mente retrocediera en el tiempo, no hasta la enfurruñada pulcritud de su amante, sino hasta el averno de dos años atrás.
Dijera la gente lo que dijese o escribieran los historiadores lo que escribiesen —o lo que ya hubiesen escrito—, Bonosus había estado allí, en el Palacio Attenine, en el salón del trono con el emperador, con Gesius el canciller, con el estratega, el maestro de ceremonias y todos los demás, y sabía quién había pronunciado las palabras que desencadenaron la marea de cuarenta y ocho horas que había anegado el Hipódromo y el Gran Santuario, y había llegado incluso a las mismísimas Puertas de Bronce del Recinto Imperial.
Faustinus, el maestro de ceremonias, había sugerido al emperador que abandonara urgentemente la Ciudad por mar, desde el muelle que quedaba oculto por los jardines, hasta el estrecho de Deápolis o más lejos aún, y que allí esperase a que remitiera el caos que había sepultado la capital.
Estaban atrapados en el Recinto desde la mañana anterior. La aparición del emperador en el Hipódromo para soltar el pañuelo en señal de que daban comienzo las carreras del Festival de Dykania no había sido recibida con la acostumbrada alegría popular, sino con un estruendo cargado de rabia que iba en aumento y que terminó con centenares de hombres abandonando el graderío y apiñándose debajo de la kathisma, vociferando y gesticulando. Exigían la cabeza de Lysippus el calisiano, el encargado de la recaudación de impuestos del Imperio, y estaban convencidos de que el emperador, el ungido de Jad, lo sabía.
Los guardias del prefecto del Hipódromo enviados para dispersar el tumulto habían sido engullidos en un instante por la turba y asesinados salvajemente. Cualquier parecido con la rutina se había disipado por completo.
—¡Victoria! —gritó alguien, alzando el brazo cercenado de un guardia como si de un estandarte se tratara. Bonosus no había olvidado aquel momento e incluso soñaba con él de vez en cuando—. ¡Victoria para los gloriosos Azules y Verdes!
Ambas facciones se habían unido en un mismo grito, al que poco a poco se fueron sumando más ciudadanos hasta retumbar por todo el Hipódromo. Los asesinatos se perpetraron justo debajo del palco imperial, y se consideró que lo más prudente era que el emperador y la emperatriz se retiraran por la parte posterior de la kathisma para regresar al Recinto a través de un corredor cerrado y elevado.
Las primeras víctimas siempre son las más duras para el populacho, pero luego están en otro país, han cruzado un umbral y la situación se descontrola y se hace extremadamente peligrosa. La sigue más sangre y poco después el fuego. Es inevitable. Ya llevaban un día y una noche así, y aquél era el segundo día.
Leontes acababa de regresar, herido de espada, luego de recorrer la Ciudad con Auxilius de los Excubitores, y había informado de que numerosas calles y el Gran Santuario estaban ardiendo. Los Azules y los Verdes marchaban codo con codo entre la humareda, cantando juntos, mientras se enseñoreaban de Sarantium. Declamaban varios nombres, dijo el alto estratega sin inmutarse, como sustitutos del emperador.
—¿Alguno de ellos está en el Hipódromo? —Valerius se hallaba de pie junto al trono, escuchando con atención. Los rasgos suaves de sus mejillas y el gris de los ojos no denotaban ninguna inquietud, sólo la intensidad con la que solía concentrarse siempre que tenía que afrontar un problema. La Ciudad está en llamas, recordó haber pensado Bonosus, y parece un académico en una de las antiguas escuelas considerando un problema de volúmenes y sólidos.
—Me temo que sí, mi señor. Uno es un senador. Symeonis —Leontes, siempre cortés, evitó mirar a Bonosus—. Algunos líderes de las facciones le han vestido de pórfido y le han coronado con una especie de collar en la kathisma. Creo que en contra de su voluntad. Lo encontraron al salir de casa. No pudo resistirse a la multitud.
—Es un hombre anciano y timorato —terció Bonosus. Eran sus primeras palabras en aquella estancia—. No tiene ambiciones. Le están utilizando.
—Ya lo sé —reconoció Valerius con serenidad.
Auxilius de los Excubitores dijo:
—Están intentando dar con Tertius Daleinus para que se una a ellos. Han entrado en su residencia, pero según se rumorea, se ha marchado de Sarantium.
—Pues claro que se ha marchado —musitó Valerius esbozando una sonrisa—. Es un joven precavido.
—O un cobarde —apuntó Auxilius. El conde de los Excubitores de Valerius era un soriyano de rostro agrio y casi siempre malhumorado, lo que no le venía nada mal habida cuenta de su oficio.
—Es posible que lo haya hecho por simple lealtad —dijo Leontes, mirando al otro soldado.
Posible, pero improbable, pensó Bonosus. El piadoso estratega era conocido por sus interpretaciones benignas de los actos de los demás, como si todo el mundo pudiera ser medido únicamente por sus virtudes. Pero a decir verdad, el hijo menor del asesinado Flavius Daleinus no era más leal al actual emperador de lo que lo había sido al primer Valerius. Y por supuesto que era ambicioso, aunque era casi imposible ganar todos los envites tan pronto en un juego de dimensiones tan desproporcionadas como aquél. Desde sus posesiones en el país vecino, Daleinoi podría evaluar con más calma el ambiente que reinaba en la Ciudad y regresar de inmediato cuando la ocasión fuese propicia.
Atenazado por el miedo, Bonosus fue incapaz de fijarse en el hombre que se sentaba a su lado, Lysippus el calisiano, cuestor de la Hacienda Imperial, que era quien realmente había provocado aquella situación.
El funcionario encargado de la recaudación de impuestos del Imperio había guardado silencio todo el rato; su cuerpo prominente presionaba los laterales del banco de madera amenazando con hacerlo añicos. La expresión de su rostro denotaba tensión y miedo, el sudor manchaba su túnica oscura y sus característicos ojos verdes saltaban de un orador a otro. Debía de ser consciente de que su ejecución pública, o incluso el ser arrojado al enfurecido gentío desde lo alto de las Puertas de Bronce, era una opción muy viable en aquel momento, aunque nadie se había atrevido a expresarla en voz alta. No sería la primera vez que se sacrificaba a un funcionario de la Hacienda Imperial para aplacar las iras del pueblo.
Valerius II no había dado signos de estar dispuesto a hacerlo. La lealtad de aquel hombre obeso tan eficaz e incorruptible había hecho posible sus proyectos de construcción y cubierto el carísimo vasallaje económico frente a varias tribus bárbaras, y no pensaba darle la espalda. Se decía que Lysippus había participado en las maquinaciones que elevaron al trono a Valerius I. Cierto o no, un emperador ambicioso necesitaba tanto un funcionario de impuestos inflexible e implacable como uno honrado, había dicho Valerius a Bonosus en una ocasión, y por otro lado, el voluminoso calisiano podría ser un depravado en sus hábitos personales, pero nunca nadie había conseguido sobornarle ni había sido capaz de poner en tela de juicio sus resultados.
Dos años después de aquello, Plautus Bonosus, que oraba junto a su esposa y sus hijas, aún recordaba la caótica mezcla de admiración y terror que había experimentado aquel día. El rugir de la muchedumbre en las puertas del Recinto había penetrado incluso hasta la estancia en la que estaban reunidos alrededor del trono de oro, entre artefactos de madera de sándalo y marfil, y pájaros artesanales de oro y piedras semipreciosas.
De haber sido suya la decisión, Bonosus no habría dudado un instante en entregar al cuestor a las facciones. Con el nivel de los impuestos subiendo cada trimestre durante los dieciocho meses anteriores, y que continuaban subiendo incluso después de los efectos debilitadores de una epidemia de peste, Lysippus habría tenido que buscar una solución alternativa a la de arrestar y torturar a dos clérigos muy apreciados por los ciudadanos por el mero hecho de haber dado asilo a un aristócrata que era buscado por no pagar sus impuestos. Una cosa era perseguir al hacendado, si bien Bonosus tenía sus propias opiniones sobre el particular, y otra muy distinta ensañarse con dos sacerdotes que velaban por el bienestar espiritual de los sarantinos.
Cualquier funcionario en su sano juicio habría anticipado la posibilidad de que se produjeran motines en la Ciudad, y sobre todo teniendo en cuenta que era la víspera del Festival de Otoño. El de Dykania era siempre un período peligroso para la autoridad. Los emperadores iban con mucho cuidado, procurando satisfacer al pueblo con juegos y obsequios, conscientes de cuántos de sus predecesores habían perdido la vista, las extremidades y la vida durante aquellos turbulentos días de finales de otoño, cuando Sarantium era una fiesta, o enloquecía por completo.
Dos años después, Bonosus dejó oír su poderosa voz, entonando:
—Concédenos tu Luz en la vida y en la muerte, Señor. Sagrado Jad, danos refugio en tus aposentos y no permitas que nos extraviemos en las tinieblas.
Se aproximaba otro invierno, los meses de la larga, húmeda y ventosa oscuridad. Pero dos años atrás, la tarde estaba iluminada…, con la luz roja del impresionante incendio del Gran Santuario, una pérdida de tan colosales proporciones que casi resultaba inimaginable.
—El ejército del norte puede estar aquí en catorce días —había murmurado Faustinus aquel día, con la aspereza y eficacia habituales—. El estratega supremo lo confirmará. Esta gentuza no tiene líder ni un propósito claro. Cualquier pelele al que aclamen en el Hipódromo estará aquejado de una debilidad extrema. ¿Symeonis como emperador? Es para echarse a reír. Marchaos ahora y podréis regresar a la Ciudad con los laureles del triunfo antes de que llegue el pleno invierno.
Valerius, con una mano apoyada en el respaldo del trono, miró primero a Gesius, el anciano canciller, y luego a Leontes, fiel compañero desde hacía ya mucho tiempo. Ambos vacilaban.
Bonosus sabía por qué. Faustinus quizá estuviese en lo cierto, pero también era probable que estuviese peligrosamente equivocado. Hasta la fecha, ningún emperador que había abandonado el país que gobernaba había regresado jamás. Además, Symeonis podría ser un títere aterrorizado, pero ¿qué impediría que otros se levantaran cuando corriera la voz de que Valerius se había marchado de Sarantium? ¿Y si el hijo de Daleinus se sentía con el suficiente coraje o alguien se lo proporcionaba?
Por otra parte, era evidente que ningún emperador derrocado por una multitud embriagada por su propio poder había conseguido gobernar. Bonosus tenía mucho que decir, pero prefirió callar. Se preguntaba si, de llegar a tal extremo, la chusma sería capaz de comprender que el maestro del Senado sólo estaba allí por motivos formales, que carecía de autoridad, que no constituía ningún peligro, que no les había infligido el menor daño y que no era sino una víctima más, desde una perspectiva financiera, del perverso cuestor de la Hacienda Imperial.
Tenía serias dudas al respecto.
Nadie pronunció palabra en aquel momento crucial. Por las ventanas podían ver las llamas y la densa humareda negra del Gran Santuario reduciéndose a cenizas, y oír el rumor sordo y contundente de la plebe en las puertas y dentro del Hipódromo. Leontes y Auxilius habían dicho que por lo menos el ochenta por ciento de la gente se había congregado en el Hipódromo y en sus inmediaciones, y que avanzaba hacia el foro, mientras que otros muchos deambulaban salvajemente por el resto de la Ciudad. Las tabernas y cauponae habían sido invadidas y saqueadas, dijeron. Tras sacar el vino de las bodegas, la multitud se emborrachaba en las calles.
En el salón del trono el miedo era palpable.
Plautus Bonosus, que dos años más tarde se encontraba cantando en el santuario, sabía que nunca olvidaría aquel momento.
Ningún hombre habló, pero sí la única mujer que había en la estancia.
—Prefiero morir mañana en este palacio y vestida de pórfido —anunció la emperatriz Alixiana con calma— que de vieja en el exilio. —Mientras los varones habían estado debatiendo la situación, ella había permanecido de pie junto a la ventana que daba al éste, contemplando la Ciudad en llamas más allá de los jardines y los palacios—. Todos los hijos de Jad nacen para morir. Según parece, las vestiduras imperiales están destinadas a servir de mortaja, ¿no es cierto, mi señor?
Bonosus recordó haber visto palidecer a Faustinus. Gesius abrió la boca para cerrarla de inmediato; daba la sensación de haber envejecido en cuestión de segundos, y profundas arrugas surcaban su rostro. Y también recordó que, cerca del trono, el emperador sonreía de pronto a la menuda y exquisita mujer que seguía junto a la ventana.
Entre otras muchas cosas, Plautus Bonosus se había dado cuenta con un extraño dolor de que nunca había mirado de aquella forma a un hombre o a una mujer o recibido una mirada semejante a la que la bailarina que se había convertido en la emperatriz de Sarantium había devuelto a Valerius.
—¡Es intolerable —exclamó Cleander en medio del ruido que reinaba en la taberna— que un hombre como ése pueda poseer a una mujer como ella! —Bebió y se secó el incipiente bigotito que había decidido dejar crecer.
—No la posee —replicó razonablemente Eutychus—. Es probable que ni siquiera se acuesten juntos. Y además es un hombre de una innegable distinción.
Cleander le miró mientras los demás reían.
El volumen de sonido en La Spina era más que considerable. Era mediodía, las carreras de la mañana habían terminado y las de la tarde se iniciarían después del descanso. El local de bebidas más ambicioso de todos cuantos se hallaban en las proximidades del Flipódromo estaba lleno hasta los topes de sudorosos y escandalosos seguidores de ambas facciones.
Los auténticos fanáticos de los Azules y los Verdes habían optado por dirigirse a otras tabernas y lauponae exclusivas de sus colores, aunque los sagaces dueños de La Spina habían ofrecido bebida gratis a los aurigas de ambas facciones, tanto jubilados como en activo, desde el día en que abrieron sus puertas, y el atractivo de compartir una cerveza o una copa de vino con los competidores había proporcionado un éxito espectacular al local desde su inauguración.
Afortunadamente, porque habían invertido una fortuna en él. El eje longitudinal de la taberna había sido diseñado a imagen y semejanza de la spina real, es decir, la isleta central del Hipódromo alrededor de la cual los carros daban vueltas a toda velocidad. Pero en lugar de atronadores caballos, esta spina estaba circundada por un mostrador de mármol, y los clientes podían permanecer de pie o recostarse a los lados, mientras observaban las reproducciones a escala de las estatuas y monumentos que decoraban el auténtico Hipódromo. La barra propiamente dicha, también de mármol y en cuyas inmediaciones siempre se hallaban los dueños, estaba situada junto a una de las paredes largas. Y para los más previsores —¡y solventes!—, aquéllos que habían decidido hacer una reserva con la suficiente antelación, el local disponía de aposentos reservados en la pared opuesta, que se perdían en las sombras al fondo del local.
Eutychus era previsor, y Cleander y Dorus considerablemente solventes; mejor dicho, sus padres lo eran. Los cinco jóvenes, todos ellos Verdes, tenían un acuerdo permanente con los propietarios que les permitía ocupar el segundo reservado los días en que había carreras. El primero siempre estaba destinado a los aurigas o a las autoridades ocasionales del Recinto Imperial que querían divertirse un poco entre el gentío.
—En realidad, ningún hombre posee realmente a una mujer —apostilló Gidas—. Con un poco de suerte, tiene su cuerpo por un tiempo, pero no su alma —Gidas era poeta, o soñaba con serlo.
—Eso si es que tienen alma —dijo Eutychus con ironía, tomando un sorbo de su vino cuidadosamente aguado—. Como veis, todo se reduce a una cuestión litúrgica.
—Ya no —protestó Pollon—. Así lo estableció un Consejo Patriarcal hace un siglo más o menos.
—Por un solo voto —replicó Eutychus, sonriendo. Eutychus era un auténtico erudito y no hacía el menor esfuerzo por disimularlo—. Si alguno de los augustos clérigos hubiera tenido una experiencia desafortunada con una prostituta la noche anterior, el Consejo probablemente hubiese decidido que las mujeres carecían de alma.
—Eso podría ser un sacrilegio —murmuró Gidas.
—¡Defiéndeme, oh, Heladikos! —se burló Eutychus soltando una carcajada.
—¡Esto sí es un sacrilegio! —exclamó Gidas con una amplia sonrisa.
—La verdad es que no tienen —sentenció Cleander, haciendo caso omiso del último intercambio de frases—. No tienen alma. O por lo menos ella no la tiene. ¿Cómo, de lo contrario, si no permitiría que la cortejara ese sapo de cara gris? Me devolvió el regalo, ¿sabéis?
—Lo sabemos, Cleander. Ya nos lo has contado… una docena de veces —repuso Pollon en tono cariñoso, mientras le pasaba una mano por el pelo y se lo alborotaba—. Olvídala. Está fuera de tu alcance. Pertennius tiene un puesto en el recinto Imperial y en el ejército. Sapo o no, es la clase de hombre que se acuesta con una mujer como ella…, a menos que alguien con un rango superior lo eche de la cama de un empujón.
—¿Un puesto en el ejército? —La voz de Cleander denotaba una creciente indignación—. ¡Por la verga de Jad! ¡Esto es una broma de mal gusto! Pertennius de Eubulus no tiene sangre en las venas, es el secretario lameculos de un pomposo estratega cuyo coraje incluso es inferior al suyo desde que se casó y decidió que prefería las camas blandas y el oro.
—¡Baja la voz, idiota! —Pollon sujetó a Cleander por el brazo—. Eutychus, por favor, águale el vino antes de que medio ejército se nos eche encima.
—Demasiado tarde —dijo Eutychus, apenado. Los demás siguieron su mirada hacia la marmórea spina que discurría por el centro de la estancia. Un hombre corpulento que vestía el uniforme de oficial se había olvidado por un instante de la segunda estatua de los Verdes dedicada al auriga Scortius que estaba contemplando, se había vuelto hacia ellos y les estaba observando con una expresión adusta. Quienes se hallaban a su lado, que no eran soldados, también se habían vuelto para ver lo que ocurría, pero enseguida recuperaron su posición de cara al mostrador para dar buena cuenta de sus respectivas bebidas.
Con la mano de Pollon asiendo con fuerza su brazo, Cleander guardó silencio, aunque volvió a mirar al soldado hasta que éste decidió dar por zanjado el asunto. Cleander olisqueó el aire.
—Os lo dije —repuso con tranquilidad—. Un ejército de inútiles estafadores vanagloriándose en campos de batalla imaginarios.
Eutychus meneó la cabeza. Aquella situación le resultaba divertida.
—Eres un imprudente, repollito, ¿lo sabías?
—No me llames así.
—¿Cómo…? ¿Imprudente?
—No, lo otro. Ya tengo diecisiete años y no me gusta.
—¿Tener diecisiete?
—¡No! Ese nombre. Déjalo ya, Eutychus. Tampoco eres tan mayor.
—No, pero no voy por el mundo como un crío con su primera erección. Si no tienes cuidado, cualquier día alguien te partirá en dos.
Dorus hizo un gesto.
—Eutychus.
De repente, una figura apareció junto a su reservado. Era un sirviente. Llevaba una jarra de vino.
—Saludos del oficial de la spina —dijo el sirviente, lamiéndose nerviosamente los labios—. Os invita a brindar con él por la gloria de Leontes, el estratega supremo.
—No bebo vino bajo condiciones —exclamó Cleander—. Lo puedo comprar siempre que me apetece.
El soldado no se había vuelto. El sirviente parecía disgustado.
—Eh…, bueno…, me ha ordenado que os diga que si no bebéis y brindáis con su vino se va a enojar y expresará su enfado… colgando del clavo que hay junto a la puerta principal, por la túnica, al más bocazas del grupo. —Hizo una pausa—. No queremos problemas, ¿sabéis?
—¡Que le jodan! —dijo Cleander en voz alta.
Transcurrieron unos instantes antes de que el oficial los mirara.
Esta vez también lo hicieron los dos hombretones que le flanqueaban. Uno tenía el pelo y la barba rojos, y era de origen indeterminado; el otro procedía de algún puerto del norte, probablemente bárbaro, aunque llevaba el pelo muy corto. El ruido en el local seguía siendo ensordecedor. El sirviente miró desde el reservado a los tres hombres de la spina y les indicó con un ademán que tuvieran paciencia.
—Ya está bien —dijo el soldado con gravedad. Alguien que estaba junto al mostrador, algo más alejado, se volvió al oír aquellas palabras.
—Los chicos que llevan el pelo como los bárbaros a los que nunca han tenido ocasión de enfrentarse y que visten como los basánidas a los que jamás han visto hacen lo que les manda un soldado del Imperio. —Dicho esto, se encaminó poco a poco hacia el reservado con expresión amable en el rostro—. Os dejáis el pelo como los vrachae. Si el ejército de Leontes no estuviera en las fronteras septentrional y occidental, un lancero vrachae podría haber escalado las murallas y amenazaros por la espalda en este preciso instante. ¿Sabéis lo que les gusta hacer con los niños que capturan durante la batalla? ¿Queréis que os lo cuente?
Eutychus levantó una mano y sonrió tímidamente.
—No en un día como éste, gracias. Estoy seguro de que es muy desagradable. ¿Te propones empezar una pelea sobre Pertennius de Eubulus? ¿Le conoces?
—En absoluto, pero sí por los insultos a mi estratega. Os he dado una alternativa. Es un buen vino. Bebed a la salud de Leontes y me uniré a vosotros. Luego brindaremos también por los viejos aurigas de los Verdes y alguno de vosotros me explicará cómo se las ingeniaron los jodidos Azules para quitarnos a Scortius.
Eutychus esbozó una sonrisa sardónica.
—Por lo que veo, apostaría a que sois un seguidor de los gloriosos Verdes, ¿no es así?
—De toda la vida —respondió el soldado, devolviéndole una sonrisa irónica.
Eutychus rio con ganas e hizo espacio para que el oficial se sentara. Sirvió el vino que les había ofrecido y brindaron por Leontes. De hecho, a ninguno de ellos les disgustaba demasiado. Incluso a Cleander le resultaba difícil adoptar una actitud genuinamente desdeñosa hacia aquel hombre, a pesar del comentario que había realizado minutos antes acerca de su secretario.
Agotaron la jarra de vino en un abrir y cerrar de ojos y, luego, otras dos brindando por una larga lista de aurigas Verdes de las ciudades de todo el Imperio y por los tres últimos emperadores. Los cinco jóvenes nunca habían oído hablar de la mayoría de ellos. Entretanto, los dos amigos del soldado les observaban desde la spina, con la espalda apoyada en ésta, y se unían de vez en cuando en los brindis. Uno de ellos sonreía, el otro tenía una expresión insondable.
Entonces, uno de los dueños de la taberna hizo sonar los cuernos, imitando los que señalaban la procesión de las cuadrigas en el Hipódromo, y todos empezaron a pagar la cuenta y a armar alboroto mientras una estruendosa riada de gente se precipitaba a la calle, bajo el ventoso sol otoñal, uniéndose a las multitudes procedentes de otras tabernas y baños públicos, y atravesaba el foro para acceder de nuevo al Hipódromo y gozar de las carreras de la tarde. La primera después del descanso del mediodía era la más importante del día, y nadie quería llegar tarde.
—Compiten los cuatro colores —explicó Carullus, mientras se apresuraban por el foro—. Ocho cuadrigas, dos de cada color. Hay una considerable bolsa en juego. La única tan grande es la última del día, en la que los Rojos y los Blancos no participan; sólo los Verdes y los Azules con un tiro de dos caballos por carro. Es una carrera más limpia; ésta es más salvaje, y probablemente veamos algún que otro reguero de sangre en la pista —añadió con una sonrisa burlona—. Quizá alguien consiga por fin hacer papilla a ese bastardo de piel morena de Scortius.
—¿Te gustaría? —preguntó Crispin.
Carullus meditó la respuesta durante unos segundos.
—En realidad, no —contestó al fin—. La carrera en sí misma ya es diversión más que suficiente, aunque estoy seguro de que se gasta una fortuna cada año para protegerse contra las lápidas malditas y los hechizos. Muchos Verdes estarían encantados de verle arrastrado y pisoteado por el mero hecho de haberse vendido a los Azules.
—¿Los cinco con los que hemos estado bebiendo?
—Al menos uno de ellos. El más ruidoso.
Los cinco jóvenes se habían separado de ellos en el Foro del Hipódromo y se habían encaminado hacia las puertas de los patricios, donde tenían sus asientos reservados.
—¿Quién era la mujer de la que hablaba?
—Una bailarina. Siempre es una bailarina. La última niña mimada de los Verdes. Según parece, se llama Shirin. Es guapísima. Casi siempre lo son. Los jóvenes aristócratas se pasan la vida abriéndose paso a codazos para ver quién es capaz de llevarse a la cama a una bailarina o a una actriz de la escena actual. Es una larga tradición. No en vano el propio emperador se casó con una de ellas.
—¿Shirin? —Crispin se lo estaba pasando en grande. Llevaba anotado aquel nombre en la bolsa, en un trozo de pergamino.
—Sí, ¿por qué?
—Es curioso. No sé si se tratará de la misma persona, pero se supone que tengo que hacer una visita a una tal Shirin en Sarantium. Debo entregarle un mensaje de su padre. —Al principio, Zoticus le había dicho que era una ramera.
Carullus le miró asombrado.
—¡Por el fuego de Jad, rhodiano, no dejas de sorprenderme! No se lo digas a mis nuevos amigos. El más joven sería capaz de cortarte el cuello con un cuchillo…, o contratar a alguien para que lo hiciera, si se enterara de que tienes acceso a ella.
—O ser mi amigo para toda la vida si le invitaba a acompañarme.
Carullus soltó una carcajada.
—Un chico rico. Un amigo útil —Ambos intercambiaron una mirada irónica.
Vargos, al otro lado de Crispin, escuchaba con atención, pero en silencio, y Kasia se había quedado en la posada en la que habían alquilado una habitación la noche anterior. Le habían invitado a ir con ellos —bajo el reinado de Valerius y Alixiana las mujeres podían entrar en el Hipódromo—, pero había mostrado signos de angustia desde que habían penetrado en el caos abrumador de la Ciudad. Vargos tampoco se sentía demasiado feliz, pero había estado en una ciudad amurallada en otras ocasiones y sabía a qué atenerse.
Lo cierto era que Sarantium superaba cualquier expectativa, aunque ya les habían advertido al respecto.
El día anterior, el largo camino desde las murallas hasta la posada, cerca el Hipódromo, había inquietado a Kasia. Se celebraba una fiesta; el ruido y la cantidad de personas en las calles eran inimaginables. Habían pasado por delante de un obelisco triunfal en cuya cúspide se sostenía en precario equilibrio un asceta medio desnudo, cuya larga barba blanca oscilaba con la brisa. Predicaba sobre las iniquidades de la Ciudad a un grupo de gente. Alguien dijo que ya llevaba tres años allí arriba. La mejor forma de mantener el equilibrio era situándose de cara al viento, añadió.
Algunas prostitutas aprovechaban la ocasión para ofrecerse entre los varones de la pequeña congregación. Carullus le guiñó el ojo a una de ellas y luego soltó una risotada cuando ésta le correspondió con una sonrisa burlona mientras se alejaba lentamente, contoneando las caderas. El tribuno comentó que la huella de sus sandalias en el polvo no dejaba lugar a dudas, estaba diciendo: «Sígueme».
A Kasia no le hizo ninguna gracia, recordó Crispin, y ese día había preferido quedarse en la posada en lugar de enfrentarse de nuevo a la multitud que poblaba las calles.
—¿De verdad te habrías peleado con ellos? —preguntó Vargos a Carullus. Eran las primeras palabras que pronunciaba esa tarde.
El tribuno le miró.
—Naturalmente que sí. Un amanerado muchachito esnob de la Ciudad, que ni siquiera es capaz de dejarse crecer el bigote, había calumniado a Leontes.
Crispin intervino:
—Pues tendrás que pelearte muchísimo si mantienes esta actitud. Sospecho que los sarantinos son libres de expresar sus opiniones.
—¿Pretendes decirme cómo es la Ciudad, rhodiano? —preguntó Carullus tras soltar un gruñido.
—¿Cuántas veces has estado aquí?
—Bueno, si he de serte sincero, dos, pero… —repuso Carullus, que parecía disgustado.
—En ese caso me temo que conozco bastante mejor que tú los asuntos urbanos, soldado. Varena no es Sarantium, y Rhodias ya no es lo que era, pero lo único que sé es que si te empeñas en responder a todas las opiniones manifestadas en voz alta tal y como podrías hacerlo en el campamento, no conseguirás sobrevivir.
Carullus frunció el ceño.
—Estaba atacando al estratega, mi comandante. Luché bajo las órdenes de Leontes contra los basánidas más allá de Eubulus. ¡Por el nombre del dios! ¡Sé muy bien cómo es! Esta chinche que se pavonea con el dinero de papá y su estúpida túnica oriental ni siquiera tiene derecho a pronunciar su nombre. Me pregunto dónde estaría ese crío hace dos años, cuando Leontes aplastó la Revuelta Victoriosa. ¡Aquello sí que era valor, por la sangre de Jad! Sí…, les hubiese dado una buena paliza. Era… una cuestión de honor.
Crispin enarcó una ceja.
—Una cuestión de honor —repitió—. En efecto. En tal caso, no deberías de haber tenido tantas dificultades para comprender lo que hice ayer en las murallas, al entrar.
Carullus volvió a gruñir.
—Una cosa no tiene nada que ver con la otra. Podían haberte partido la nariz por declarar un nombre distinto del que figura en tu permiso. Era un delito usar aquellos papeles. ¡Por el nombre de Jad, Martinian…!
—Crispin, por favor. Me llamo Crispin.
Un grupo de excitados y poco sobrios Azules se abrieron paso a empujones frente a ellos, precipitándose hacia la puerta. Vargos resultó zarandeado, pero consiguió mantenerse en pie.
—Preferí entrar en Sarantium como Caius Crispus —dijo Crispin—, el nombre con que me bautizaron mi padre y mi madre, no con uno falso. —Miró al tribuno—. Una cuestión de honor.
Carullus meneó la cabeza enfáticamente.
—La única razón por la que el guardia no se fijó en la documentación y te detuvo al no coincidir los nombres fue porque ibas conmigo.
—Ya lo sé —admitió Crispin, esbozando una repentina sonrisa burlona—. Confiaba en ello.
Vargos no pudo reprimir una carcajada.
—¿Piensas dar tu propio nombre en las Puertas de Bronce? —preguntó Carullus—. ¿En el Palacio Attenine, acaso? ¿Quieres que antes te presente a un notario para que se encargue de redactar tus últimas voluntades y puedas así disponer como mejor te plazca de tus propiedades terrenales?
Las legendarias puertas del Recinto Imperial se divisaban desde un extremo del foro del Hipódromo, y más allá, las cúpulas y los muros de los palacios imperiales. No estaba muy lejos, al norte del foro, andamios, piedra y argamasa rodeaban el nuevo y enorme edificio que Valerius II había destinado al Santuario de la Sagrada Sabiduría de Jad. Crispin —o Martinian— había sido convocado para tomar parte en su construcción.
—Todavía no lo he decidido —respondió el artesano.
Y era cierto. No lo había hecho. La declaración en la puerta de la aduana había sido totalmente espontánea. Aun siendo la primera vez que pronunciaba en voz alta su nombre desde que había salido de casa, concluyó que al estar acompañado —virtualmente custodiado— de media docena de soldados, el atareadísimo guardia probablemente no examinaría sus papeles. No en balde se celebraba el Festival de Otoño y la riada de gente era interminable. Y así fue. Aunque la virulenta interrogación de Carullus poco después, cuando el guardia ya no podía oírle, era una consecuencia a todas luces previsible.
Crispin demoró la explicación hasta haber reservado las habitaciones en una posada próxima al Hipódromo y al nuevo Gran Santuario que Carullus conocía. Los soldados del Cuarto Sauradí fueron enviados a uno de los campamentos de la Ciudad, y uno de ellos se encaminó al Recinto Imperial para anunciar que el maestro mosaiquista rhodiano había llegado a Sarantium.
En el hostal, mientras saboreaban un pescado hervido y, de postre, queso fresco con higos y melón, Crispin contó a sus tres acompañantes la historia de su viaje con un permiso imperial ajeno, o mejor dicho, los aspectos evidentes del mismo. El resto, es decir todo lo relacionado con la muerte y una reina bárbara, era de su exclusiva pertenencia.
Carullus, absorto, había comido y escuchado sin interrumpirle. Cuando Crispin terminó, se limitó a anunciar:
—Me gustan las apuestas y no me asustan las probabilidades, pero no apostaría un folie de cobre por tu supervivencia un solo día en el Recinto Imperial como Caius Crispus, teniendo en cuenta que el invitado del emperador era un tal Martinian. En esta corte no gustan las sorpresas. Piensa en ello.
Crispin prometió que lo haría. No le resultó difícil. Llevaba reflexionando en ello desde que se había marchado de Varena… y aún no había llegado a ninguna conclusión.
Mientras cruzaban el foro del Hipódromo, con el Santuario a sus espaldas y el recinto Imperial a la derecha, un hombre calvo, en cuclillas, detrás de un mostrador plegable y montado apresuradamente, recitaba de carrerilla una serie de nombres y números a medida que iba pasando la gente. Carullus se detuvo frente a él.
—¿Conoces las posiciones de la primera carrera? —preguntó.
—¿De todos?
—¡No hombre, no! De Crescens y Scortius.
El vendedor de información confidencial sonrió con picardía, mostrando una negra dentadura.
—Sexta y octava. Hoy Scortius corre por fuera.
—No ganará en la octava calle. ¿Cuánto das por Crescens de los Verdes?
—¿Para un honrado oficial? Tres a dos.
—¡Vete a follar con tu abuela! Dos a uno.
—Por dos a uno ya lo hago, en su tumba, pero…, de acuerdo. Aunque no por menos de un solidas de plata. No cruzo apuestas para tomar un par de cervezas, ¿sabes?
—¿Un solidas? Soy un soldado, no un apostador empedernido.
—Y yo tengo un negocio de apuestas, no un dispensario militar. Tienes dinero…, ¡pues apuesta! De lo contrario, márchate y no me molestes.
Carullus se mordió el labio inferior. Era una pequeña fortuna.
Hurgó en su bolsa, sacó una pieza de plata —la única que tenía, según intuía Crispin— y se la dio. A cambio, recibió un resguardo con el nombre «Crescens» escrito sobre el del corredor de apuestas, que había marcado minuciosamente el número de la carrera, la cantidad apostada y las probabilidades acordadas al dorso.
Siguieron caminando entre una marea de gente. Carullus permaneció en silencio mientras se aproximaban a las imponentes puertas del Hipódromo. Al cruzarlas, pareció resucitar. En la mano, apretaba con fuerza el resguardo de la apuesta.
—Es el octavo, el que va por la calle exterior. Es imposible ganar corriendo por fuera.
—¿Es mucho mejor hacerlo en la sexta? —preguntó Crispin pecando de una cierta imprudencia.
—¡Por el dios! ¡Una mañana en las carreras y el arrogante rhodiano con una falsa identidad cree saberlo todo del Hipódromo! Cierra la boca, artesano del demonio, y presta atención, como Vargos. ¡Con un poco de suerte incluso es posible que aprendas algo! Si te comportas, por la noche te compraré tinto sarnicano con mis ganancias.
A Bonosus le gustaban bastante las carreras de cuadrigas.
Asistir al Hipódromo representando al senado en la kathisma imperial era uno de los deberes de su cargo que le producían un verdadero placer. Las ocho carreras de la mañana habían sido muy emocionantes, y Azules y Verdes se habían repartido los honores a partes iguales: dos triunfos para Crescens, el nuevo héroe Verde, y otros dos para Scortius. La sorpresa saltó en la quinta, cuando un aguerrido representante de los Blancos adelantó en la última curva al segundo auriga de los Verdes y se hizo con la victoria en una carrera que tenía prácticamente perdida. Los partidarios de los Azules consideraron aquel triunfo de su segundo color como una deslumbrante gesta militar. Las rítmicas y coordinadas provocaciones de los humillados Verdes y Rojos desencadenaron varios combates a puñetazo limpio ante los ojos de los hombres del Prefecto del Hipódromo, enviados para mantener separadas a las facciones. A Bonosus le pareció muy atractivo el rostro arrebolado y exultante del joven auriga Blanco bajo su melena rubia mientras daba la habitual vuelta de honor. Según se enteró, se llamaba Witticus y era karchita. Tomó nota de su nombre, inclinándose para aplaudir educadamente con los demás en la kathisma.
Aquellas cosas eran las que hacían del Hipódromo un lugar incomparable por su espectacularidad, tanto si se producía una victoria imprevista como la caída de un competidor en la arena, con el cuello roto, una víctima más de la tenebrosa figura a la que denominaban el Noveno Auriga. Con la intensidad de las carreras los ciudadanos se olvidaban del hambre, los impuestos, la edad, los hijos ingratos y las desdichas del amor.
Bonosus sabía que el emperador veía las cosas de otro modo. Siempre que tenía la oportunidad, Valerius evitaba asistir al Hipódromo, enviando en su lugar a un grupo de dignatarios cortesanos y embajadores extranjeros, aprovechando su visita a Sarantium. El emperador, por lo general tan sereno, solía decir, echando chispas, que era un hombre demasiado ocupado para pasarse un día entero viendo correr alocadamente a un montón de caballos, y cuando no tenía más remedio que hacerlo, por la noche no se acostaba; de este modo recuperaba el tiempo perdido.
Los hábitos de trabajo de Valerius eran bien conocidos desde el reinado de su tío. Desde entonces conseguía llevar a sus secretarios y sirvientes civiles a un estado de histeria y terrorífico desconsuelo. Le llamaban el Emperador de la Noche, y había quienes aseguraban haberle visto pasear de madrugada por los salones y corredores de algún palacio, dictando correspondencia a un tambaleante secretario mientras un esclavo o un guardia caminaba a su lado sosteniendo en lo alto un farol que proyectaba sombras en las paredes y los techos. Algunos inclusos decían que se podían ver extrañas luces o apariciones fantasmagóricas, pero Bonosus no daba crédito a semejantes afirmaciones.
Se recostó de nuevo en su asiento acolchado de la tercera fila de la kathisma y alzó una mano para que le trajeran una copa de vino, esperando que diera comienzo el programa de la tarde. En aquel momento oyó un rumor muy revelador a sus espaldas, y se puso de pie de inmediato. Los Excubitores de guardia abrieron la puerta posterior del Palco Imperial, y aparecieron Valerius y Alixiana, acompañados del maestro de ceremonias, Leontes, y su nueva esposa, una mujer muy alta, y una docena de servidores de la corte. Bonosus, al igual que quienes como él habían llegado más pronto, se arrodilló y se inclinó tres veces.
Valerius, que no ocultaba su mal humor, pasó por delante de ellos a grandes zancadas y se detuvo junto al trono elevado, a la vista de la multitud. No había hecho acto de presencia por la mañana y no era cuestión de hacer lo mismo por la tarde. Al menos en un día como aquél, el último del Festival, la última jornada de carreras del año y, sobre todo, con el recuerdo de lo que había sucedido en aquel lugar sólo dos años antes. Tenía que dejarse ver en aquel lugar.
Aunque hasta cierto punto era perverso, todos los poderosos y divinos emperadores de Sarantium estaban esclavizados por la tradición del Hipódromo y su fuerza casi mística. El emperador era el sirviente amado y el regente mortal del Sagrado Jad, el dios que conducía su fogoso carro por el cielo durante el día y, luego, a través de la oscuridad, por debajo del mundo, en su combate cotidiano con la noche. En el Hipódromo, los aurigas luchaban en un homenaje mortal a la gloria del dios y sus guerras.
La relación entre el emperador de Sarantium y los hombres que guiaban las cuadrigas y bigas en la arena había sido plasmada por los maestros del mosaico, los poetas e incluso los clérigos durante cientos de años, si bien estos últimos también atacaban con dureza la pasión del pueblo por los aurigas y su consiguiente falta de asistencia a las capillas. Una cuestión, pensó Bonosus con ironía, que de una u otra forma se venía arrastrando durante muchísimo más tiempo que unos pocos cientos de años, incluso desde antes de que surgiera la fe de Jad en Rhodias.
Pero este vínculo subyacente entre el trono y los aurigas estaba muy arraigado en el alma sarantina, y por mucho que Valerius se lamentara del tiempo perdido en papeleo y planificación, su presencia en el Hipódromo iba más allá de lo diplomático para entrar en la esfera de lo sagrado. El mosaico que había en el techo de la kathisma mostraba a Saranios el Fundador en un carro tirado por cuatro caballos, con una corona de laurel en la cabeza, una corona de triunfo, no una corona imperial. Valerius conocía muy bien el mensaje que se escondía en aquella representación. Podría quejarse, pero allí estaba, entre sus ciudadanos, viendo correr los carros en el nombre del dios.
El mandator —el heraldo imperial— levantó su báculo desde el lado derecho del palco. Al instante, se produjo un rugido ensordecedor; ocho mil gargantas vociferando al unísono. Habían estado mirando a la kathisma, a la espera de este momento.
—¡Valerius! ¡Valerius! —gritaban los Verdes, los Azules, toda aquella muchedumbre apiñada de hombres, mujeres, aristócratas, artesanos, obreros, aprendices, comerciantes e incluso esclavos, que disfrutaban de un día libre en Dykania. La voluble ciudadanía de Sarantium había decidido en los dos últimos años que volvía a amar a su emperador. El malvado Lysippus se había marchado, Leontes había ganado una guerra y conquistado tierras hasta los remotos desiertos de Majriti, en el sur y el oeste, restaurando la memoria de Rhodias en su esplendor—. ¡Ave al tres veces ensalzado! ¡Ave a nuestro tres veces glorioso emperador! ¡Ave a la emperatriz Alixiana!
¡Qué curioso!, pensó Bonosus, también saludan a la emperatriz, aun después de haber sido la más igual a ellos de todos cuantos están en la kathisma. Un símbolo viviente de hasta donde puede llegar el ser humano, pese a haber salido de un tugurio infestado de ratas en los sótanos del Hipódromo.
Con un amplio gesto de benevolencia, Valerius II de Sarantium saludó al pueblo que le daba la bienvenida y ordenó que entregaran un pañuelo a la emperatriz para que señalase el comienzo de la procesión y de las carreras de la tarde. Uno de los secretarios ya estaba agachado, oculto del gentío por las barandillas de la kathisma, preparándose para cumplir el torrente de instrucciones que iba a dictar el emperador a partir de aquel instante. Valerius podía acceder a las exigencias que le venían impuestas por aquel día tan especial y aparecer ante su pueblo, uniéndose a él en el Hipódromo para rendir homenaje al deporte y al valor de los aurigas, espejos de Jad en su carro dorado, pero desde luego no estaba dispuesto a desperdiciar toda una tarde.
Bonosus observó cómo Alixiana aceptaba el blanco pañuelo de seda. Estaba majestuosa…, como siempre. Nadie lucía —¡nadie estaba autorizado a lucir!— las joyas en el pelo, en los brazos y en el cuello como ella. Su perfume era único, inconfundible. Ninguna mujer podía soñar siquiera en imitarlo, y sólo a otra le estaba permitido usar aquella fragancia, un regalo que Alixiana había realizado la primavera anterior y que fue muy comentado en la Ciudad.
La emperatriz alzó un esbelto brazo. Bonosus recordó haber visto el mismo ademán teatral quince años antes, cuando bailaba casi desnuda en un escenario.
«Según parece, las vestiduras imperiales están destinadas a servir de mortaja, ¿no es cierto, mi señor?», había dicho en el Palacio Attenine dos años atrás. Un papel de protagonista en un escenario muy diferente.
Me estoy haciendo viejo, pensó Plautus Bonosus, restregándose los ojos. El pasado incidía cada vez con más fuerza en el presente. Todo lo que veía ahora estaba acompañado de imágenes de otras cosas que había visto con anterioridad. Demasiados recuerdos… El día menos pensado moriría y entonces todo se convertiría en ayer —en la dulce Luz de dios, si Jad era misericordioso.
Alixiana soltó el pañuelo, que descendió como un pájaro herido hasta la arena. El viento soplaba de izquierda a derecha. Bonosus sabía que aquello era una profecía y que los adivinos no tardarían en darle un sinfín de interpretaciones controvertidas. Vio que las puertas se abrían en el extremo opuesto, oyó los cuernos, el sonido agudo y penetrante de las flautas, luego los címbalos y los marciales tambores mientras las bailarinas y los actores conducían los carros hasta el interior del Hipódromo. Un malabarista hacía maravillas con mazas encendidas, al tiempo que brincaba y danzaba por la arena. Bonosus recordó otras llamas.
—¿Cuántos hombres necesitarías —había preguntado Valerius dos años antes, tras el terrible silencio que siguió a las palabras de la emperatriz— para abrir un camino hasta la kathisma en el Hipódromo? ¿Es viable?
Sus ojos grises estaban clavados en Leontes; el brazo, apoyado en el respaldo del trono. De sobra sabía el emperador que había un pasadizo elevado y cubierto desde el Recinto Imperial hasta el Hipódromo y que terminaba en la kathisma.
En aquel momento, todos los presentes contuvieron la respiración. Bonosus advirtió que Lysippus, el funcionario encargado de la recaudación de impuestos, miraba al emperador por primera vez.
Leontes sonrió, con una mano apoyada en el puño de la espada.
—¿Para detener a Symeonis?
—Sí. Es el símbolo inmediato. Manda apresarlo, oblígale a deponer su actitud. —El emperador hizo una pausa—. Y supongo que con unas cuantas ejecuciones zanjaremos el asunto.
Leontes asintió.
—Bien, bajaremos y arremeteremos contra la chusma. —Hizo una pausa para reflexionar—. No, primero flechas. Serán incapaces de evitarlas. Ni armas ni armaduras. Sería absurdo que se nos echaran encima. Crearía el caos. Cundiría el pánico. —Asintió—. Se podría hacer, mi señor. Dependiendo, claro está, de lo inteligentes que sean en la kathisma y de si la han bloqueado con barricadas. Auxilius, si consigo entrar con treinta hombres y sembrar el desconcierto, ¿podrías llegar con los Excubitores hasta dos de las puertas del Hipódromo y acceder al interior cuando la multitud se precipite hacia las salidas?
—Lo haré o moriré en el intento —repuso Auxilius, con renovados bríos—. Te saludaré desde la arena del Hipódromo. Son esclavos y plebeyos…, y rebeldes que se han levantado contra el ungido de Jad.
El ungido de Jad se dirigió hacia la ventana, junto a la cual la emperatriz contemplaba las llamas. Lysippus, respirando con pesadez, continuaba sentado en su sobrecargado banco.
—Sea pues —dijo el emperador con serenidad—. Lo haréis antes del ocaso. Dependemos de vosotros dos. Ponemos nuestras vidas y nuestro trono en vuestras manos. Entretanto —se volvió hacia el canciller y el maestro de ceremonias—, anunciad desde las Puertas de Bronce que el cuestor de la Hacienda Imperial ha sido cesado de su cargo y desposeído de su rango por exceso de celo, y que ha sido exiliado a las provincias. El mandator también lo hará público en el Hipódromo, si es que hay alguna posibilidad de que se lo oiga. Que vaya contigo, Leontes. Faustinus, distribuye a tus espías por las calles. Gesius, informa al patriarca Zakarios. El y los demás clérigos deberán promulgarlo en los santuarios ahora y esta noche. Si los soldados hacen su trabajo, la gente se refugiará en ellos. Si el clero no está con nosotros, todo se vendrá abajo. ¡Ah! Leontes…, nada de crímenes en las capillas.
—Por supuesto que no, mi señor —respondió el estratega, un hombre muy piadoso.
—Todos somos tus servidores. Será como digas, tres veces glorioso señor —dijo Gesius, el canciller, haciendo una reverencia con una agilidad impropia de su avanzada edad.
Bonosus observó que los demás empezaban a moverse, a reaccionar, a ponerse en marcha, pero él se sentía paralizado por la gravedad de la decisión que se acababa de tomar. Valerius iba a luchar por el trono con un puñado de hombres. Era consciente de que caminando una corta distancia al oeste del palacio, bajo la tranquilidad otoñal de los jardines, el emperador y la emperatriz podían haber descendido por una escalera de piedra tallada en el acantilado, subido a bordo de una elegante embarcación y estar en alta mar antes de que nadie se hubiera dado cuenta. Si los informes eran correctos, en aquellos momentos había más de ciento cincuenta mil personas en las calles. Leontes había pedido treinta arqueros. Auxilius se las arreglaría con sus Excubitores. Dos mil hombres, como máximo. Miró a la emperatriz, que permanecía erguida, inmóvil como una estatua, delante de la ventana. No era casual aquella postura, sospechó. Sabría perfectamente qué porte debía mostrar en todo momento para causar el mejor efecto. «Las vestiduras imperiales. Una mortaja».
Recordó al emperador mirando a su corpulento y sudoroso funcionario de impuestos. Desde hacía un tiempo, circulaban rumores de lo que Lysippus había hecho a los dos sacerdotes en una de sus estancias subterráneas. Historias muy desagradables. En su día, Lysippus el calisiano había sido un hombre muy respetado, recordó Bonosus. Rasgos duros, un tono de voz distinguido, los ojos de un verde inusual. Sin embargo, durante un largo período de tiempo tuvo un poder extraordinario. Era incorruptible e insobornable, de aquello no había duda, pero todo el mundo sabía que la corrupción podía adoptar… otras formas.
Bonosus era el primero en admitir que en ocasiones sus propios hábitos llegaban a los límites de lo apenas aceptable, aunque las depravaciones de aquel hombre obeso con niños, esposas forzadas, delincuentes peligrosos y esclavos le daban asco. Además, las reformas tributarias y la persecución de las clases adineradas habían costado a Bonosus sumas muy sustanciales en el pasado. No sabía a ciencia cierta cuál de todos aquellos aspectos le escandalizaba más. Lo que sí sabía, pues así se lo habían comentado en más de una ocasión, era que en aquella revuelta se escondía algo más que la simple rabia ciega de la gente corriente. A muchos de los patricios de Sarantium y de las provincias no les disgustaba la idea de perder de vista a Valerius de Trakesia para que ocupara el Trono de Oro alguien más… acomodaticio.
Bonosus advirtió que el emperador susurraba algo al hombre que estaba sentado a su lado. Lysippus levantó la mirada de inmediato, enrojeció e hizo un esfuerzo para erguirse. Valerius esbozó una sonrisa y se alejó. Bonosus nunca supo lo que le había dicho. Reinaba un gran ajetreo en aquel momento, y el golpeteo en las puertas, desde el exterior, era incesante.
Tras haber sido convocado a la reunión por pura formalidad de procedimiento, ya que oficialmente el Senado seguía aconsejando al emperador en nombre del pueblo, Bonosus se puso en pie, indeciso y atemorizado. Se hallaba entre un árbol de plata exquisitamente forjado y la ventana que daba al oeste, que estaba abierta. La emperatriz volvió la cabeza y al reparar en él, sonrió.
Sentado tres filas más atrás de la posición que ocupaba Alixiana en la kathisma, con el rostro arrebolado por el recuerdo, Plautus Bonosus evocó las palabras de su emperatriz en un tono íntimo, como si estuviesen compartiendo el mismo diván en el banquete de algún embajador:
—Decidme, senador, satisfaced mi curiosidad femenina. ¿Es el hijo de Regalius Paresis tan hermoso desnudo como cuando está vestido?
A Taras, el cuarto auriga de los Rojos, no le gustaba su posición. No le gustaba en absoluto. De hecho, para ser todo lo sincero que un hombre debe ser consigo mismo y con su dios, la odiaba.
Mientras los mozos sujetaban sus nerviosos caballos detrás de la barrera de hierro, Taras evitó las letales miradas que le dirigía el auriga de su izquierda verificando el nudo de las riendas en la espalda. Tenían que estar bien atadas, pues era muy fácil que se soltaran de la mano en el fragor de una carrera. A continuación, palpó el mango del cuchillo que llevaba al cinto. El Noveno Auriga se había apoderado de más de un competidor por haber sido incapaz de cortar las riendas al volcar el carro y ser arrastrado como un muñeco de paja detrás del tiro. Las carreras son una sucesión de desastres, pensó Taras. Siempre es así.
Reflexionando un poco más llegó a la conclusión de que ese concepto resultaba especialmente aplicable a su situación en aquella primera carrera de la tarde. Corría por la séptima calle, una mala posición, aunque en realidad no tendría que importarle demasiado. Competía por los Rojos y nadie esperaba que venciera estando presentes el primero y segundo aurigas de los Azules y los Verdes.
Al igual que todos los participantes Blancos y Rojos, tenía una función a cumplir en cada carrera, aunque en este caso resultaba extremadamente compleja si se consideraba que los participantes de la sexta y octava calles tenían las máximas probabilidades de triunfo, a pesar de que se trataba de las calles exteriores, y las esperanzas de las casi ochenta mil almas que llenaban los graderíos estaban divididas entre ambos.
Taras asió el látigo con fuerza. Los dos rivales que le flanqueaban lucían el casco ceremonial de plata que les identificaba como el primer auriga de cada color. Por el rabillo del ojo, Taras observó que se lo habían quitado. Las últimas notas de la marcha de la procesión daban paso a los últimos preparativos previos a la carrera. A su izquierda, y un poco retrasado, en la sexta calle, Crescens de los Verdes se ajustó el casco de cuero mientras un mozo sujetaba delicada y reverencialmente —casi acunaba— entre sus brazos el de plata. Crescens dirigió una mirada fugaz a Taras, que no tuvo tiempo de desviar la suya.
—Si llega antes que tú a la línea, gusano, dentro de poco, estarás paleando estiércol en algún hipódromo de tercera categoría en la helada frontera de Karch. Sólo es una advertencia. Sin rencores. ¡Juego limpio!
Taras tragó saliva con dificultad y asintió. ¡Oh, sí, desde luego!, pensó con amargura, ¡Juego limpio! ¡Muy limpio! Pero no abrió la boca. Miró más allá de la barrera…, hacia la pista. La línea, marcada con yeso en la arena, se hallaba a unos doscientos pasos de distancia. Hasta ese punto, todos los carros tenían que correr por la calle que les había sido asignada para que la posición escalonada inicial surtiese efecto y evitar colisiones en los cajones de salida. A partir de la línea blanca, los aurigas que corrían por el exterior podían empezar a adelantar a los demás y a cortarles el paso…, si es que había espacio para ello, claro.
En aquel momento, Taras habría dado media vida por seguir compitiendo en Megarium. El pequeño hipódromo de su patria natal, en el oeste, tal vez no fuese muy importante —de hecho, era diez veces más pequeño que el de la Ciudad—, pero allí había sido Verde, no Rojo, había guiado una poderosa cuadriga como segundo auriga del equipo y con buenas expectativas de conseguir el casco de plata al término de la temporada, había dormido en su casa y había comido los guisos de su madre. Una vida regalada que se había ido a pique el día en que un agente de los Verdes de Sarantium había viajado al oeste, le vio correr y le reclutó. Competiría por los Rojos un tiempo, dijo a Taras, empezando como casi todo el mundo en la Ciudad. Si tenía éxito…, bueno…, bastaba con echar un vistazo a la vida de todos los grandes aurigas del Hipódromo para saber hasta dónde podía llegar.
Si uno se consideraba bueno y quería triunfar, dijo el agente de los Verdes, tenía que ir a Sarantium. Así de simple. Taras sabía que era cierto. Era joven. Una buena oportunidad para él. Rumbo a Sarantium, solían llamarlo cuando alguien aprovechaba una oportunidad como aquélla. Su padre se había sentido orgulloso, su madre lloró y le preparó el equipaje: una túnica nueva y dos ánforas selladas con el remedio de su propia abuela para todos los males, la pócima más repugnante del mundo. Desde que había llegado a la Ciudad, Taras tomaba una cucharada diaria. En verano, a través del Correo Imperial, le enviaría otras dos jarras.
Y allí estaba, sano como un potro, en el último día de su primera temporada en la capital, sin haberse roto un hueso en todo el año y con unas pocas cicatrices de más; consecuencia de una caída grave que le provocó vértigo durante algunos días. No había sido una mala temporada, pensó, habida cuenta de que los caballos de los Rojos y los Blancos, sobre todo los de sus últimos aurigas, eran irremisiblemente débiles cuando tenían que medirse en la gran arena con los de los Azules y los Verdes. Taras era una persona de trato fácil que trabajaba duro, aprendía rápido y que había evolucionado más de lo acostumbrado —o por lo menos eso era lo que le había dicho su factionarius para animarle— en las tareas que debía desempeñar como auriga de los colores de segunda fila, que siempre eran las mismas en todas las carreras, es decir, bloqueos, frenadas, faltas menores (las mayores podían costarle a un auriga el liderazgo de su color, una suspensión y un latigazo en la espalda o en la cara por parte del primer auriga, más tarde, en los vestuarios), incluso caídas cuidadosamente calculadas para impedir que te adelantara un equipo rival. En este caso, el truco consistía en hacerlo sin sufrir fracturas… o sin perder la vida en el intento, naturalmente.
Había ganado tres carreras de segundo orden en las que tomaban parte los Rojos, los Blancos y aurigas de categoría inferior de los Verdes y Azules. El público se divertía muchísimo con este tipo de espectáculos, con los carros corriendo a lo loco, luchando las curvas sin la menor prudencia, peligrosos amontonamientos y los jóvenes y exaltados aurigas azotándose los unos a los otros mientras se esforzaban por destacar. En Sarantium, tres victorias era un resultado muy decente para un jovencísimo cuarto auriga de los Rojos.
El problema era que en ese momento no bastaba un resultado muy decente. Por un verdadero cúmulo de razones, la carrera que iba a dar comienzo era de una importancia capital, y la maldita fortuna de Taras le había colocado entre el feroz Crescens y el torbellino de Scortius. Ni siquiera debería haber participado en ella, pero el segundo auriga de los Rojos había sufrido una caída por la mañana y se había dislocado un hombro, y el jactionarius había decidido reservar al tercero para la siguiente, en la que tendría posibilidades de ganar.
En consecuencia, Taras de Megarium, de diecisiete años, estaba allí, en la línea de salida, detrás de un tiro de caballos que apenas conocía, emparedado entre los dos mejores aurigas del día, con uno de ellos dejándole muy claro que si no cortaba el paso al otro, su breve estancia en la Ciudad habría llegado a su fin.
Y todo por no tener el suficiente dinero para comprar una adecuada protección contra las lápidas malditas, pensó Taras; pero ¿qué podía hacer?
Sonó la primera trompeta, anunciando el inminente inicio de la carrera. Los mozos se retiraron. Taras se inclinó hacia adelante, hablando a sus caballos, metió los pies en las vainas metálicas de la base del carro y miró nerviosamente a la derecha y al frente. Scortius, conteniendo a su experimentado tiro sin la menor dificultad, le sonrió. El ágil soriyano de piel morena tenía una sonrisita burlona que las mujeres de la Ciudad encontraban irresistible.
Esta vez, Taras no desvió la mirada. No quería dar la impresión de sentirse intimidado.
—Vaya posición deprimente, ¿verdad? —dijo el primer auriga de los Azules en tono comprensivo—. No te preocupes demasiado. En el fondo, Crescens es un buen chico. Sabe perfectamente que no puedes correr lo suficiente para bloquearme el paso.
—¡Y una mierda! —espetó Crescens desde el otro lado—. Tengo que ganar esta carrera, Scortius. Quiero terminar la temporada con setenta y cinco triunfos y sólo me falta uno. Óyeme bien, Baras, o comoquiera que te llames, mantenle por las calles exteriores o vete acostumbrando al olor de estiércol de caballo en el pelo.
Scortius rio con ganas.
—Pero hombre…, todos estamos acostumbrados a esto, Crescens —Hizo chasquear la lengua para mantener a raya a sus cuatro caballos.
El de mayor alzada, el majestuoso bayo de la izquierda, era Servator, y Taras soñaba en que algún día tendría la oportunidad de conducir un carro detrás de aquel espléndido animal, aunque sólo fuese una vez en la vida. Todos sabían que Scortius era excepcional, pero también sabían que una buena parte de su éxito, atestiguado por las dos estatuas que habían sido erigidas en la spina antes de cumplir los treinta, se debía a Servator, que hasta este año también había tenido su propia estatua en el patio exterior del salón de banquetes de los Verdes, aunque ese invierno decidieron fundirla. Al perder el auriga, perdieron el caballo, pues a tenor de lo estipulado en el último contrato, Servator no era propiedad de la facción, sino de Scortius.
En invierno se había unido a los Azules, por una suma y unas condiciones que nadie conocía, aunque corrían rumores para todos los gustos, algunos astronómicos. El musculoso y bravucón Crescens había llegado procedente del norte, de competir como primer auriga de los Verdes en el hipódromo de Sarnica —la segunda ciudad del Imperio—, célebre por su dureza y sus caídas a menudo mortales, y había logrado mitigar un tanto el profundo pesar que sentían los partidarios de su facción con su coraje, su rudeza, su agresividad y ganando carreras. Setenta y cinco sería una cifra excelente para la primera temporada del nuevo abanderado de los Verdes.
«¡Setenta y cuatro también!», estuvo a punto de decir Taras, con desesperación, pero no lo hizo.
Su caballo de la derecha estaba muy impaciente y necesitaba atención. Sólo había guiado aquel tiro en una ocasión, en verano. El trompetero encargado de dar la salida ya estaba en posición. Un mozo se acercó a toda prisa y ayudó a Taras a sujetarlo. No miró a Crescens, pero oyó gritar al feroz amoriano:
—¡Una caja de tinto de las que tengo en casa si mantienes al bastardo soriyano a raya durante una vuelta, Karas!
—¡Se llama Taras! ¡Taras! —replicó Scortius, de los detestados Azules, sin dejar de sonreír, en el preciso instante en que sonaba la trompeta y saltaban las barreras, dejando la pista libre como una emboscada o un sueño de gloria.
—¡No te pierdas la salida!
Carullus asió el brazo de Crispin, gritando por encima de los gritos de la multitud, mientras los treinta y dos caballos se situaban junto a las barreras y se oía el primer toque de trompeta de aviso. Crispin observaba con atención todo cuanto sucedía. El y Vargos habían aprendido muchas cosas durante la mañana. Carullus era todo un experto y hablaba por los codos. La salida constituía casi media carrera, sobre todo cuando los mejores aurigas estaban en la pista, pues era poco probable que cometieran errores en las siete vueltas alrededor de la spina. Si el primero de los Azules o de los Verdes se ponía en cabeza al llegar a la primera curva, había que apelar a la suerte o a un esfuerzo supremo para superarle en una pista atestada de competidores.
Pero el dramatismo alcanzaba cotas insospechadas, como en ese momento, cuando los dos mejores aurigas corrían por calles tan exteriores que les resultaba materialmente imposible ganar a menos que lo hicieran viniendo desde atrás, luchando contra los bloqueos y los ardides de los Blancos y los Rojos.
Crispin tenía la mirada clavada en los competidores exteriores. La sustancial apuesta de Carullus era razonable, pensó; la posición de Scortius de los Azules era nefasta, sobre todo si se tenía en cuenta que a su izquierda se hallaba al auriga Rojo, cuya única misión, según se enteró por la mañana, consistía en impedir durante todo el tiempo que le fuera posible que el campeón de los Azules le adelantara. Aquellas carreras tan largas eran durísimas para los caballos. Crescens de los Verdes tenía a su propio compañero de equipo a la izquierda, otro factor afortunado, a pesar de que su posición de salida también era exterior. Si Crispin no había entendido mal los intríngulis de aquel deporte, el segundo de los Verdes saldría disparado y empezaría a presionar a la izquierda, hacia las calles interiores, abriendo un espacio para que Crescens pudiera cerrar el ángulo de su trayectoria una vez rebasada la línea de yeso que señalaba el comienzo de la spina y el punto en el que se iniciaba el caos de maniobras.
Nunca hubiese imaginado que las carreras de cuadrigas pudieran entusiasmarle tanto, pero lo cierto era que el corazón le latía con fuerza y ya durante la mañana se había sorprendido a sí mismo gritando en diversas ocasiones. Ochenta mil personas vociferando al mismo tiempo excitaban a cualquiera. Nunca había estado entre tanta gente en toda su vida. Crispin empezaba a descubrir que las multitudes tenían un poder muy especial; eran capaces de llevarle a uno en volandas.
Y por si fuera poco, la presencia del emperador añadía un nuevo elemento al ardor reinante en el Hipódromo. Aquella figura distante vestida de pórfido, en el extremo occidental de las tribunas, justo donde los aurigas negociaban la primera curva de la carrera, representaba otra dimensión de poder. Los hombres de la arena, en sus frágiles carros, látigo en mano y con las riendas anudadas alrededor del cuerpo, era la tercera. Crispin elevó la vista al cielo por un instante. El sol estaba en lo alto; hacía un día despejado y ventoso…, el dios montado en su propio carro, cabalgando sobre Sarantium. Poder arriba, poder abajo y poder en todas partes, pensó.
Cerró los ojos, el sol era deslumbrante, y entonces, sin la menor advertencia, como una lanza surcando el aire o un rayo de luz, acudió a su mente una imagen. Inmensa, radical e inolvidable, totalmente inesperada…, un don divino.
Y también una carga, como siempre habían sido para él aquellas imágenes. La terrible distancia que mediaba entre el arte concebido en el ojo de la mente y lo que realmente se podía esperar ejecutar en un mundo falible, con herramientas falibles y las propias y dolorosas limitaciones humanas.
Pero allí, sentado en los bancos de mármol del Hipódromo sarantino, invadido por el tumulto y el griterío enfervorecido de la muchedumbre, Caius Crispus de Varena supo, con una certeza atroz, lo que le gustaría hacer en la cúpula de algún santuario de aquella Ciudad si la ocasión era propicia. ¡Lo sería! Habían pedido un maestro mosaiquista. Tragó saliva, la garganta se le había secado repentinamente y le temblaban las manos. Abrió los ojos y se las miró, cubiertas de cicatrices y arañazos.
Sonó el segundo toque de trompeta. Levantó la cabeza en el preciso momento en que caían las barreras y los carros brincaban hacia adelante como un trueno de guerra, relegando la imagen interior a un segundo plano, aunque no demasiado lejos…, no demasiado.
—¡Vamos, maldito Rojo! ¡Vamos! —Carullus se desgañitaba, y Crispin sabía por qué. Se concentró en la progresión de los carros exteriores y vio que el auriga Rojo había salido a una asombrosa velocidad, el primero según sus cálculos. Crescens era casi tan rápido como él, y el segundo auriga Verde, en la quinta calle, azotaba a sus caballos con frenesí, preparándose para conducir a su campeón hacia la cuerda de la spina tan pronto como cruzaran la línea blanca. En la octava calle, la trompeta había pillado por sorpresa a Scortius de los Azules, o por lo menos eso le parecía a Crispin; se había vuelto un instante para decir algo a alguien.
—¡Corre! —gritaba Carullus—. ¡Adelante! ¡Dales fuerte! ¡Eres genial, Rojo!
El auriga Rojo ya había dado alcance a Scortius a pesar de la ventaja que había gozado el carro interior en la salida escalonada. Ya lo había dicho el tribuno aquella mañana. La mitad de las carreras se decidían antes de la primera curva. En este caso, todo parecía indicar que iba a ser así. Con el Rojo a su lado, y aprovechando la inercia de la salida para adelantarle, al campeón Azul le resultaba imposible cruzar a la derecha desde su posición tan exterior. Sus compañeros, en las calles interiores, tendrían que esforzarse mucho para impedir que Crescens tomara la cuerda o bloquearle, sobre todo con el segundo auriga Verde dispuesto a abrirle paso.
Los primeros carros llegaron a la línea de yeso. El auriga Rojo, por la séptima calle, fue el primero en cruzarla; hacía restallar el látigo con una inusitada rapidez, con un movimiento borroso. Crispin sabía que lo importante no era el puesto que ocupara al final, sino mantener a Scortius por fuera durante el máximo trecho posible.
—¡Lo ha conseguido! —aulló Carullus, apretando con fuerza el brazo izquierdo de Crispin.
Los dos carros Verdes cruzaron la línea blanca y empezaron a cerrar su trayectoria. Tenían espacio suficiente. El carro Blanco, en la cuarta calle, no había salido lo bastante rápido para eludirlos. Pero aun en el caso de que el auriga Blanco obstruyera al Verde y ambos alcanzaran la cuerda, eso no haría sino abrir más espacio para Crescens. La maniobra era excelente. Incluso Crispin fue capaz de advertirlo.
Pero también advirtió otra cosa.
Scortius de los Azules, en la peor posición, la más exterior, con un auriga Rojo fieramente determinado a fustigar a sus caballos hasta la desesperación con tal de mantenerse siempre por delante… ¡dejó que le rebasara por completo!
Luego, se inclinó rápidamente a la izquierda, asomando el tronco fuera de la plataforma del carro, y desde esta posición enarboló el látigo por primera vez y azotó el caballo de la derecha. Al mismo tiempo, el gran bayo de la izquierda del tiro, Servator, tiró bruscamente hacia la izquierda y el carro Azul casi pivotó en la arena, mientras Scortius impulsaba el cuerpo de nuevo hacia la derecha para conservar el equilibrio. Parecía imposible que pudiera permanecer de pie mientras los cuatro caballos pasaban por detrás del auriga Rojo, que seguía avanzando en su alocada carrera, en un ángulo increíblemente cerrado, perpendicular a la pista, hasta colocarse detrás del carro de Crescens.
—¡Quejad pudra su alma! —exclamó Carullus como si estuviese al borde de la muerte—. ¡No puedo creerlo! ¡No puedo creerlo! ¡Todo ha sido un truco! ¡Esta salida ha sido deliberada! ¡Quería hacer esto! —Agitó los puños en el aire, su pasión era ilimitada—. ¡Oh, Scortius, corazón mío!, ¿por qué nos abandonaste?
En todo el Hipódromo, incluso en las gradas destinadas a quienes no estaban alineados formalmente con ninguna facción, hombres y mujeres chillaban igual que el tribuno. Tan asombroso y espectacular había sido aquel movimiento. Crispin oyó a Vargos y se oyó a sí mismo gritar con todos ellos, como si su propio espíritu estuviese allí, en el carro de aquel hombre de túnica azul. Los cascos de los caballos retumbaron en su primer paso por debajo del Palco Imperial. Remolinos de polvo, un ruido colosal. Scortius estaba detrás de su rival; su tiro casi rozaba el borde posterior del carro de Crescens, cuyos aliados no podían bloquearle sin obstaculizar asimismo el paso del auriga Verde o acosarle de lado de un modo tan flagrante que supondría la descalificación de su color.
Los carros avanzaban ahora por delante de las gradas opuestas, mientras Crispin y los demás hacían lo indecible para no perder el hilo de los acontecimientos detrás de la spina y sus monumentos. El segundo auriga de los Azules había aprovechado su posición interior para mantenerse en cabeza, llegando primero en la segunda vuelta y esforzándose para evitar que sus caballos se desviaran hacia el exterior. Detrás de él, pisándole los talones, el joven auriga Rojo de la calle séptima. ¡Asombroso! Tras haber fracasado en su intento de bloquear a Scortius, había optado por desplazarse hacia la cuerda, sacando partido de su espectacular —y espectacularmente insatisfactoria— salida de las barreras.
El primero de los siete hipocampos de bronce se inclinó y se precipitó en el depósito de agua situado en uno de los extremos de la spina. En el extremo opuesto, el marcador ovalado se puso en marcha. Habían completado una vuelta. Faltaban seis.
Pertennius de Eubulus había realizado la crónica más completa de los sucesos de la Revuelta de la Victoria. El secretario militar de Leontes era un adulador nato, aunque astuto y observador y con una buena formación académica. Bonosus, que había estado presente en muchos de los acontecimientos relatados por el eubulano, podía dar fe de su exactitud. En realidad, Pertennius era capaz de convertirse en un ser gris, anodino, discreto, casi invisible, lo que le permitía oír y ver cosas a las que otros no tenían acceso. Le encantaba hacerlo, quizá de un modo demasiado evidente, soltando pequeños fragmentos de información ocasional a la espera de verse recompensado con confidencias mucho más sabrosas. A Bonosus le caía fatal.
No obstante, se sentía inclinado a creer su versión de los hechos acontecidos en el Hipódromo dos años antes. En cualquier caso, disponía de muchas y buenas fuentes para corroborarlos.
El trabajo subversivo llevado a cabo por los hombres que Faustinus había infiltrado entre la multitud había conseguido que los Azules y los Verdes terminasen enfrentados al finalizar el día. Los ánimos se estaban exaltando y la alianza entre las facciones parecía debilitarse por momentos. Todos sabían que la emperatriz favorecía a los Azules, pues había sido una de sus bailarinas, y no fue difícil generar entre los Verdes un estado de ansiedad y sospecha que les llevaba a pensar en la posibilidad de ser las primeras víctimas de cualquier respuesta a los sucesos que se habían desencadenado en el transcurso de los dos últimos días. El miedo podía unir a los hombres, pero también separarlos.
Leontes y sus treinta arqueros de la Guardia Imperial atravesaron sigilosamente el corredor cerrado desde el Recinto hasta la parte posterior de la kathisma. Una vez allí, se produjo un incidente ambiguo con varios hombres del prefecto del Hipódromo, que vigilaban el corredor para proteger a los ocupantes del palco, supuestamente indecisos respecto a sus lealtades inmediatas. En el relato de Pertennius, el estratega pronunció un discurso bastante apasionado en la penumbra del pasadizo y logró decantarlos de nuevo hacia el bando del emperador.
Bonosus no tenía ninguna razón especial para dudar del informe, aunque tanto la elocuencia del discurso como su duración parecían inapropiadas dada la situación.
Acto seguido, los hombres del estratega, armados de arco y espada, irrumpieron por la puerta trasera de la kathisma, acompañados de los soldados del prefecto, que se habían sumado a su causa, descubriendo a Symeonis sentado en el asiento imperial, un hecho plenamente corroborado; todos cuantos se hallaban en el Hipódromo le habían visto allí, aunque más tarde argumentaría en su favor que no había tenido alternativa…, y quizá fuese cierto.
El propio Leontes se encargó de hacer añicos la corona improvisada y la túnica pórfida del aterrorizado senador, que se arrodilló y abrazó las piernas del estratega supremo, que le perdonó la vida; a la postre, su abyecta y pública obediencia fue un símbolo muy útil en aquel momento crítico, pues lo que estaba sucediendo podía verse con claridad desde todos los rincones del Hipódromo.
Los soldados redujeron sin la menor dificultad a quienes se hallaban en la kathisma y habían situado a Symeonis en la silla del emperador. La mayoría de ellos eran agitadores populares, aunque no todos. Cuatro o cinco de los que estaban con Symeonis en el palco eran aristócratas interesados en la designación de un emperador independiente para hacerse con los poderes que subyacían detrás de un títere entronizado.
Luego, lanzaron a la arena sus cuerpos despedazados y ensangrentados, yendo a parar sobre las cabezas de la turba, que estaba tan apiñada que la gente apenas podía moverse.
Ni que decir tiene que aquélla fue la causa principal de la matanza que se produjo a continuación.
Leontes ordenó al mandator que proclamara el exilio del detestado funcionario encargado de la recaudación de impuestos, un discurso al que Pertennius también concedió una considerable longitud en su crónica, si bien, tal y como Bonosus interpretaba los acontecimientos, seguramente nadie, o casi nadie, lo oyó.
¿El motivo? Mientras el mandator hacía pública la decisión del emperador, el estratega dio a sus arqueros la orden de disparar. Algunas saetas apuntaron directamente al pie de la kathisma; otras, más alto, para que cayeran como una lluvia mortal sobre la indefensa ciudadanía. En la arena, nadie tenía armas o armaduras. Las flechas, lanzadas al azar, con pericia y regularidad, provocaron una reacción inmediata de pánico e histeria colectivos. En el caos, la gente caía al suelo y moría pisoteada mientras se golpeaban los unos a los otros en un intento desesperado de escapar del Hipódromo por alguna de sus salidas.
Fue en este momento, según Pertennius, cuando Auxilius y sus dos mil Excubitores, divididos en dos grupos, se apostaron en el extremo opuesto de los accesos. Uno de éstos —su relato permanecería en el recuerdo con un eco sin par— fue la Puerta de la Muerte, por la que se evacuaba a los aurigas muertos o heridos.
Los Excubitores habían bajado la visera de sus cascos y desenvainado las espadas. Lo que siguió fue una pavorosa carnicería. Los amotinados formaban una riada tan compacta que ni siquiera eran capaces de levantar los brazos para defenderse. La matanza se prolongó hasta la puesta del sol, con lo que la oscuridad otoñal añadió una nueva dimensión al terror. Morían de espada, de flecha y de asfixia bajo las sandalias de sus correligionarios.
Hacía una noche clara, dejó constancia Pertennius en su relato; las estrellas y la luna presidían el firmamento. Durante la tarde y la noche murió una cantidad asombrosa de gente en el Hipódromo. Al término de la Revuelta, la arena estaba saturada de un río negro de sangre bajo la luz de la luna.
Dos años más tarde, Bonosus observaba los carros correr a toda velocidad alrededor de la spina y sobre aquella misma arena. Un nuevo caballito de mar se sumergió en el agua —hasta hacía poco tiempo habían sido delfines— y apareció otro nuevo. Ya habían completado cinco vueltas. Se acordaba de la luna blanca suspendida en la ventana oriental del salón del trono mientras Leontes, ileso, relajado como quien se halla en sus baños favoritos, con el pelo rubio ligeramente alborotado, regresaba al Palacio Attenine con un Symeonis paralizado y que farfullaba atropelladamente. El anciano senador se arrojó a los pies de Valerius, llorando de espanto.
El emperador, que se había sentado en el trono, le miró.
—Según dices, te obligaron a hacerlo por la fuerza —murmuró mientras Symeonis no paraba de lamentarse y de golpear la cabeza contra el suelo.
Bonosus lo recordaba muy bien.
—¡Sí! ¡Oh, sí, mi querido y tres veces ensalzado señor! ¡Así fue!
Bonosus adivinó una expresión extraña en el rostro suave y redondo de Valerius. No era un hombre al que le gustara matar a la gente. Incluso había mandado modificar el Código Judicial, suprimiendo la ejecución como pena para innumerables delitos.
Y en realidad, Symeonis era una víctima patética y senil de la chusma. Bonosus está dispuesto a apostar cualquier cosa a favor del exilio del Senador.
—Mi señor… —Alixiana no se había movido de la ventana. Valerius se volvió hacia ella sin haber dicho aún una sola palabra—. Mi señor —repitió la emperatriz con absoluta serenidad—. Ha sido coronado y vestido de pórfido por el pueblo. Voluntaria o involuntariamente. Ahora, en este salón, en esta Ciudad, hay dos emperadores. Dos emperadores… vivos.
Incluso Symeonis guardó silencio, recordó Bonosus.
El eunuco del canciller dio muerte al anciano aquella misma noche. A la mañana siguiente, su cuerpo desnudo y humillado fue expuesto públicamente para que todos pudieran verlo, colgado de la muralla, junto a las Puertas de Bronce, para su vergüenza.
También por la mañana llegó la renovada proclamación en todos los lugares sagrados de Sarantium de que el emperador ungido de Jad había cumplido la voluntad de su amadísimo pueblo exiliando al odiado Lysippus.
Los dos clérigos arrestados, que seguían con vida aun después de su trágico encuentro con el cuestor de la Hacienda Imperial, fueron puestos en libertad, no sin antes mantener una reunión con el maestro de ceremonias y Zakarios, el Sacratísimo Patriarca de Oriente de Jad, en la que se acordó que jamás revelarían los detalles precisos de lo que les habían hecho. En cualquier caso, ninguno de ellos parecía tener demasiados deseos de insistir en el tema.
Como siempre, era importante contar con la participación del clero de la Ciudad a la hora de restablecer el orden entre los ciudadanos, a pesar de que su cooperación solía tener un precio muy elevado en Sarantium. La primera declaración formal acerca de los planes extremadamente ambiciosos del emperador respecto a la reconstrucción del Gran Santuario se realizó en aquella reunión.
Hasta entonces, Bonosus no sabía cómo se las había ingeniado Pertennius para saberlo, aunque se hallaba en disposición de confirmar otro aspecto de la crónica histórica de la Revuelta. Las cifras del servido civil sarantino siempre habían sido exactas. Los agentes del maestro de ceremonias y del prefecto urbano hicieron gala de una extraordinaria diligencia en sus cálculos y observaciones. Bonosus, como líder del Senado, había tenido acceso al mismo informe de Pertennius.
Treinta y una mil personas habían perecido en el Hipódromo dos años atrás bajo la luz de la luna blanca.
Después del estallido de emoción inicial, se habían completado cuatro vueltas sólo con algunos cambios sin importancia en las posiciones. Las tres cuadrigas que habían salido por las calles interiores habían cruzado la línea de yeso con la suficiente celeridad para mantener sus puestos, y habida cuenta de que eran el Rojo, el Blanco y el segundo auriga de los Azules, su ritmo no era especialmente rápido. Crescens de los Verdes iba detrás de ellos, pisando los talones a su propio segundo, que le había conducido hasta la cuerda durante las primeras maniobras. Los caballos de Scortius continuaban detrás del carro de su rival. Cuando los competidores pasaron como una exhalación por delante de sus asientos en la quinta vuelta, Carullus se aferró de nuevo al brazo de Crispin y dijo con voz ronca:
—¡Espera y verás! ¡Está dando órdenes!
El artesano, haciendo un esfuerzo para ver, a través del remolino de polvo, lo que estaba sucediendo, advirtió de que Crescens gritaba algo a su izquierda, y que el número dos de los Verdes le franqueaba el paso.
Al iniciarse la sexta vuelta, justo al salir de la curva, el carro Rojo, el aliado de los Verdes, que marchaba en segunda posición, volcó inesperadamente, arrollando la cuadriga del segundo de los Azules en una explosión de polvo y alaridos.
Se había desprendido una rueda que seguía girando por la pista. El incidente tuvo lugar delante mismo de Crispin, quien lo único que sacó en claro de aquel caos fue la de una rueda que seguía dando vueltas como si nada hubiese sucedido, a pesar de la carnicería que acababa de dejar atrás. Vio cómo continuaba girando sin que ninguno de los carros restantes, dando saltos y virando con brusquedad, chocaran contra ella. Finalmente, se detuvo en el borde exterior de la pista.
Crescens, con el otro Verde a su lado, logró evitar el desastre, al igual que Scortius, que se desvió rápidamente a la derecha. Pero el segundo tiro de los Blancos no consiguió maniobrar con la suficiente agilidad. El caballo interior colisionó con la maraña de carros amontonados y el auriga cortó furiosamente las riendas que llevaba atadas a la cintura mientras volcaba su plataforma. Salió disparado hacia el interior, dando vueltas sobre la pista en dirección a la spina. Los que venían detrás de él, con más tiempo para reaccionar, eludieron el obstáculo. Una vez libre de las riendas, el auriga no corría peligro. Sin embargo, uno de los caballos interiores relinchaba enloquecido sin poder ponerse en pie; era evidente que se había roto una pata. Además, el segundo auriga de los Azules yacía muy cerca de la pista.
Crispin vio que el personal del Hipódromo, vestido de amarillo, corría para retirar al herido y los caballos antes de que los carros que aún seguían en carrera pasaran de nuevo por aquel lugar.
—¡Lo ha hecho adrede! —gritó el tribuno, contemplando el caos de caballos, hombres y carros—. ¡Bien hecho! ¡Mira el callejón que ha abierto a Crescens! ¡Adelante, Verdes!
Cuando Crispin desvió la mirada del montón de carros y el auriga inconsciente para concentrarse en las cuadrigas que se dirigían como una centella hacia el palco del emperador, advirtió que el segundo auriga de los Verdes, que después del accidente se había situado en segunda posición, empujaba su tiro hacia el exterior mientras Crescens, detrás de él, azotaba con energía a sus caballos. La sincronía era soberbia, como en una danza. El campeón Verde superó a su compañero y se colocó detrás del equipo Blanco, que había liderado la carrera hasta aquel momento, y luego lo adelantó por fuera, aunque apenas a un palmo de distancia, en un estallido de nervios y velocidad, antes de que el auriga de los Blancos pudiera reaccionar y desviarse de la barrera para obligarle a abrirse un poco al entrar en la curva.
Pero pese a que Crescens le había adelantado con una asombrosa facilidad, acelerando en el viraje, el auriga Blanco no hizo el intento de ralentizar el paso, sino todo lo contrario, azotando más y más a sus caballos, mientras sujetaba con fuerza las riendas y los mantenía pegados al raíl de la cuerda…, ¡y allí estaba Scortius!
El espléndido bayo del campeón de los Azules, el de la derecha, contactó lateralmente con el de la izquierda del tiro del equipo Blanco, hasta el punto de que las ruedas de ambas plataformas se confundieron durante unos segundos. En aquel instante, Crispin se puso en pie para unirse al griterío del Hipódromo.
Crescens marchaba en cabeza al pasar debajo del Palco Imperial, pero su extraordinario impulso de aceleración había obligado a sus caballos a abrirse en la curva, y Scortius de los Azules, inclinándose completamente a la izquierda mientras el maravilloso bayo tiraba de los otros tres hacia el interior, se había colado por el interior, situándose a sólo medio largo de Crescens en el preciso instante en que salían de la curva y afrontaban la recta ante ochenta mil personas puestas en pie y gritando.
Los dos campeones iban en cabeza.
Medio afónico de tanto desgañitarse, entornando los ojos para distinguir lo que ocurría al otro lado de la spina, entre obeliscos y monumentos, Crispin vio que Crescens fustigaba a sus caballos inclinándose, casi sobre las colas, y no tardó en llegar hasta sus oídos el tremendo rugido de las gradas de los Verdes cuando los animales respondieron a la perfección, distanciándose un poco de los Azules.
Pero aquí, un poco podía ser suficiente. Un poco podía significar la carrera. En efecto, tras recuperar el medio largo, Crescens se inclinó hacia la izquierda y, lanzando una mirada hacia atrás, sacrificó una centésima de velocidad en favor de un brusco movimiento hacia el interior, colocándose otra vez en la cuerda.
—¡Lo ha conseguido! —aulló Carullus, dando una palmada a Crispin en la espalda—. ¡Vamos, Crescens! ¡Adelante, Verdes! ¡Adelante!
—¡Todavía no! —exclamó Crispin, sin dirigirse a nadie en especial. Scortius estaba azotando de nuevo a su tiro, que parecía responder a sus exigencias mientras evolucionaban por la recta del lado opuesto del Hipódromo. Los caballos Azules ganaron terreno hasta situarse junto al carro de Crescens…, pero era demasiado tarde, estaban corriendo por el exterior. El auriga Verde se había pegado de nuevo a la barrera con aquel magnífico movimiento de inclinación del tronco a la izquierda en la curva, y a estas alturas, todo parecía estar decidido.
—¡Santo Jad! —exclamó de pronto Vargos desde el otro lado del tribuno—. ¡Oh, por Heladikos, mirad! ¡Lo hizo a propósito! ¡Una vez más!
—¿Qué? —preguntó Carullus.
—¡Ahí! ¡Frente a nosotros! ¡Oh, Jad! ¿Cómo lo sabía?
Crispin miró en la dirección que señalaba Vargos y también gritó, azorado, incrédulo, estático. Asió el brazo de Carullus, oyó un rugido suspendido entre la angustia y la locura, y luego simplemente se limitó a observar, con la consternada fascinación con la que uno podría contemplar una figura distante dirigiéndose a la velocidad del rayo hacia un acantilado.
El personal de la pista, dependiente de la oficina civil del Prefecto del Hipódromo y, por consiguiente, imparciales, no asociados a ninguna facción, siempre efectuaban sus tareas con destreza exquisita. Entre ellas se incluía cuidar del estado de la pista, de las barreras de salida, de la validez de la propia salida, la apreciación de las posibles faltas y obstrucciones cometidas durante la competición y la vigilancia de las cuadras, para impedir el envenenamiento de los caballos o las agresiones a los aurigas, por lo menos en el interior de las instalaciones. Lo que pudiera acontecer fuera del Hipódromo no era de su incumbencia.
Una de las actividades más duras consistía en despejar la pista después de una colisión. Estaban entrenados para retirar con rapidez un carro, los caballos y el auriga lesionado, ya fuese hacia la spina o cruzando la arena en dirección a las gradas. Eran capaces de desenredar un par de cuadrigas entrelazadas, liberar a los caballos y sacar las ruedas sueltas de la pista antes del siguiente paso de los carros supervivientes.
Sin embargo, tres cuadrigas volcadas y destrozadas, doce animales enmarañados, incluyendo uno con una pata rota, el de los Blancos, que había arrastrado consigo a su compañero, que yacía sobre un costado, y un auriga inconsciente y gravemente herido constituía un verdadero problema.
Llevaron al herido en litera hasta la spina, liberaron a los seis caballos interiores cortando las correas, quitaron la yunta a otros dos pares de animales, arrastraron un carro lo más hacia las gradas posible; y estaban trabajando en los otros dos, haciendo un esfuerzo titánico para desenyuntar al aterrorizado caballo sano del que tenía la pata rota, cuando les avisaron de que los líderes se aproximaban a toda velocidad, con lo que no tuvieron más que correr para ponerse a salvo.
El accidente se había producido en las calles interiores. Había mucho espacio para que las cuadrigas pasaran por el exterior.
O… el suficiente para que pasara una en caso de que corrieran de dos en fondo y el auriga que iba por fuera se negara a permitir que el que iba por dentro también lograra pasar sin mayores problemas.
En efecto, allí estaban, casi de dos en fondo. Scortius de los Azules iba por fuera, ligeramente retrasado, cuando las dos cuadrigas salieron de la curva y el hipocampo se sumergió indicando la última vuelta. A medida que se acercaban al estrechamiento de la pista, se desplazó suavemente hacia el exterior, lo justo para que su cuadriga pudiera superar los carros siniestrados y los dos caballos entrelazados.
Crescens de los Verdes disponía de apenas un instante para tomar una decisión entre tres desagradables alternativas: destruir su tiro y quizá también él mismo arremetiendo contra la obstrucción; cortar el paso a Scortius, intentando abrirse camino por la izquierda e incurriendo en una inevitable descalificación y una suspensión para el resto del día; o, si lograba refrenar a sus enérgicos caballos, dejar pasar a Scortius y situarse detrás de él, admitiendo su derrota a falta de una sola vuelta.
Era un hombre valeroso. La carrera había sido clamorosa.
Intentaría superar el obstáculo por el interior.
Los dos caballos que yacían en la arena estaban lo bastante lejos, y cerca de la barrera de la spina sólo había un carro volcado. Crescens fustigó al caballo de la izquierda, lo condujo hacia la cuerda y reunió a sus cuatro animales. El izquierdo contactó con la barrera; el exterior pisó una rueda, pero continuaron avanzando. El carro del campeón de los Verdes dio un brinco, pareció volar por un instante, como una imagen de Heladikos, pero se las ingenió para pasar. Aterrizó, conservando el equilibrio y sin perder el látigo ni las riendas.
Después de semejante demostración de valor y pericia, fue una auténtica fatalidad que la rueda exterior del carro se desprendiera.
Por muy diestro o aguerrido que uno fuera, resultaba imposible competir con un carro de una sola rueda. Crescens cortó las riendas, se mantuvo brevemente erguido en la plataforma inclinada, levantó el cuchillo en un breve pero visible saludo a Scortius y saltó.
Dio varias vueltas por la arena, tal y como todos los aurigas habían aprendido a hacer en su juventud, y luego se puso en pie, se quitó el casco de cuero e hizo una reverencia ante el palco del emperador, ignorando los demás equipos que ya estaban luchando en la curva. A continuación extendió los brazos en señal de resignación y se inclinó ante las gradas de los Verdes.
Acto seguido cruzó la pista hasta la spina, aceptó una botella de agua que le ofreció un miembro del personal, dio un largo sorbo y se echó el resto en la cabeza, permaneciendo inmóvil entre los monumentos con el fuego profano y apasionado de su frustración, mientras Scortius llegaba a la meta y daba la vuelta de honor, recogiendo la correspondiente corona de laurel, al tiempo que el delirio estallaba entre los Verdes y en la kathisma el indiferente emperador que no favorecía a ninguna facción y al que ni siquiera le gustaban las carreras, alzaba una mano saludando al auriga vencedor cuando éste pasó por delante del palco.
Scortius no mostró la menor actitud de soberbia ni de celebración exagerada. Nunca lo hacía. No lo había hecho jamás en el transcurso de doce años y mil seiscientos triunfos. Se limitaba a correr, ganar y pasar las noches agasajado en algún palacio o cama aristocrática.
Crescens había tenido acceso a los libros de contabilidad de la facción y sabía la cantidad que los Verdes habían gastado en lápidas malditas contra Scortius a lo largo de los años, e imaginaba que los Azules habrían hecho otro tanto.
Odiar a Scortius sería un placer, pensó Crescens, mientras se limpiaba el barro y el sudor del rostro y la frente entre los monumentos del Hipódromo en la última carrera de su primera temporada en Sarantium. No tenía ni idea de cómo se las había arreglado para adivinar que los carros y los caballos accidentados seguirían en la pista. Al fin y al cabo, sólo habían chocado dos cuadrigas. No se lo preguntaría jamás, aunque quería saberlo con toda su alma. Le había «permitido» meterse por el interior en el último viraje, y así lo hizo, como un chiquillo comiéndose un dulce cuando cree que su maestro no puede verle.
Recordó, no sin sarcasmo, que el auriga de los Rojos de la séptima calle, Karas, Varas o comoquiera que se llamara, el que había sido embaucado por Scortius en la línea de salida, había logrado dar caza al tiro Blanco al encarar la última recta, entrar en segunda posición y embolsarse un premio más que considerable. Un resultado extraordinario para un joven segundo auriga de los Rojos, evitando además que los Azules y los Blancos barrieran en la carrera.
Crescens decidió que dadas las circunstancias era inapropiado amonestar a su compañero, y que lo mejor era olvidar el asunto. Aún quedaban otras siete carreras aquel día, participaría en cuatro de ellas y seguía manteniendo su objetivo de setenta y cinco victorias.
De regreso a los vestuarios, situados debajo de los graderíos, para descansar un poco antes de su segunda aparición de la tarde, se enteró de que Dauzis, el segundo auriga de los Azules, había muerto en la colisión, rompiéndose el cuello en la caída o al moverlo.
El Noveno Auriga nunca estaba lejos y hoy había asomado el rostro.
En el Hipódromo corrían en honor del dios del sol y del emperador, y para divertir a la ciudadanía; algunos lo hacían para homenajear al galante Heladikos. Pero todos eran conscientes de que cada vez que se situaban detrás de sus caballos podían morir.