5

Caminaron durante mucho tiempo, adentrándose en un mundo cada vez más familiar a medida que la niebla iba escampando. Con todo, pensó Crispin, el paisaje había cambiado tanto que no hubiera atinado a describirlo. La ausencia del gorrión era como un gran peso que colgara de su cuello. Los campos volvían a estar cultivados, en dirección a los bosques, y oyeron el canto de un pajarillo procedente de un matorral, al sur del camino. Poco después, una visión rojiza pasó ante sus ojos como una centella. Era un zorro. Aunque no consiguieron distinguir la liebre a la que perseguía.

Al mediar la tarde hicieron un alto. Vargos desenvolvió de nuevo los víveres. Pan, queso y cerveza. Crispin bebió con ganas, mientras miraba hacia el sur. Volvían a verse las montañas, y entre nube y nube, el azul del cielo. Las cumbres estaban coronadas de nieve. El mundo parecía recobrar la luz y el color.

Advirtió que Kasia le observaba.

—El pájaro… habló —dijo. Se adivinaba una expresión de temor en su rostro, aunque había intentado disimularla bajo el manto gris de la niebla y en el bosque.

Él asintió. Durante la silenciosa caminata de la mañana se había preparado para aquel momento. Sabía que llegaría, era inevitable.

—Sí, lo oí perfectamente —repuso—. Habló, en efecto.

—¿Cómo es posible, mi señor?

Vargos les contemplaba, con la botella en la mano.

—No lo sé —mintió Crispin—. Era un talismán que me dio un hombre que se atribuía dotes de alquimista. Mis amigos querían que lo llevara a modo de protección. Creen en fuerzas que carecen del menor significado para mí…, o que carecían del menor significado hasta hoy. Si quieres que te diga la verdad…, no entiendo casi nada de lo que ha ocurrido.

Aquello no era una mentira. De hecho, la mañana parecía un recuerdo envuelto en la neblina, con una criatura en Aldwood más grande que el mundo o, por lo menos, que su propia comprensión del mismo. Si reflexionaba en ello, el único color vivo que era capaz de rememorar era el rojo de la sangre que manchaba las astas del bisonte.

—Se lo llevó a él en lugar de… a mí.

—También se llevó a Pharus —terció Vargos con serenidad, colocando de nuevo el tapón en la botella—. Hoy hemos visto a Ludan, o a su sombra. —Había algo próximo al enojo en aquel rostro marcado—. ¿Cómo vamos a rezar a Jad y a su hijo después de esto?

Aquella mañana, pensó Crispin, habían vivido algo extraordinario los tres juntos, y los recónditos senderos que les habían conducido hasta aquel claro del bosque parecían tener menos importancia de lo que nadie hubiese podido imaginar.

Tomó aliento.

—Les rezaremos como a los poderes que hablan al alma, si es que llegamos a la conclusión de que son capaces de hacerlo. —Se sorprendió a sí mismo al pronunciar esas palabras—. Elevaremos nuestras plegarias conscientes de que más allá del mundo hay otro mundo, otra dimensión, o quizá otras muchas, cuyo sentido no nos ha sido revelado. Siempre lo hemos sabido. Si ni siquiera podemos evitar que mueran los niños, ¿cómo íbamos a pretender comprender la verdad de las cosas y de lo que se oculta detrás de ellas? ¿Acaso la presencia de un poder niega la existencia de otro? —formuló la pregunta como una mera cuestión retórica, pero lo cierto es que sus palabras quedaron suspendidas del aire. Un mirlo levantó el vuelo desde un matorral y voló hacia el oeste, describiendo un arco y batiendo pausadamente las alas.

—No lo sé —contestó, por fin, Vargos—. No tengo estudios. Cuando era adolescente, por dos veces creí ver el zubir, el bisonte, pero nunca estuve seguro de ello. ¿Sería un presagio de lo que iba a suceder hoy?

—No soy el más indicado para darte una respuesta —dijo Crispin.

—¿Estamos… seguros ahora? —preguntó Kasia.

—¡Hasta la próxima! —respondió Crispin, y luego añadió con más dulzura—: Seguros respecto a nuestros perseguidores, sí, creo que sí. Y por lo que se refiere a las restantes amenazas del bosque, creo que también.

No quiere a la chica… Ha venido a por mí, había dicho el gorrión.

Necesitó cierta fuerza de voluntad, pero consiguió evitar que su mente no volviera a llamarlo en silencio. El mordaz e inflexible Linón había estado tan poco tiempo a su lado, y sin embargo nadie, ni siquiera Ilandra, había sido capaz de penetrar en su interior de aquella forma. Acuérdate de mí, amigo mío, había dicho al final.

Si no lo había interpretado mal, Linón había sido una mujer, elegida al igual que Kasia para el dios del bosque, aunque ella sí había muerto en aquel claro hacía ya mucho tiempo. Le habían arrancado el corazón y habían colgado su cuerpo de un árbol sagrado. ¿Y el alma…? El alma se la había llevado un mortal que había estado contemplando la escena —¡malsana contemplación!— mediante una especie de poder enigmático que la mente de Crispin no alcanzaba a comprender.

Inexplicablemente, recordó la expresión de Zoticus al descubrir que de entre todos sus pájaros era la voz de Linón la que había oído Crispin en su interior. Era su preferido, pensó, y sabía que era verdad.

Despídeme de él, había pedido el gorrión con la que en su día había sido su verdadera voz. Crispin meneó la cabeza. Con la arrogancia que le caracterizaba, siempre había creído saber algo del mundo de los hombres y las mujeres.

—Pronto llegaremos a una ermita —anunció Vargos.

Crispin dejó a un lado sus cavilaciones y observó que ambos le estaban mirando.

—Antes del crepúsculo —añadió Vargos—. Se trata de una capilla de verdad, no del típico santuario al borde del camino.

—En tal caso, entraremos y rezaremos —decidió Crispin.

Sería reconfortante abandonarse de nuevo a los rituales de costumbre. Un retorno a lo cotidiano, allí donde la gente vivía su vida, donde también ellos tenían que vivir la suya. El día, se dijo Crispin, había dado de sí mucho más de lo humanamente imaginable y el mundo les había revelado su verdadera esencia. Orarles tranquilizaría, les ayudaría a poner en orden las ideas, y a él, personalmente, a aprender a convivir con aquella ausencia en su cuello y en su mente, a empezar a pensar en lo que explicaría a Zoticus en su primera carta y, ¡por qué no!, en el vino y las viandas con que se regalarían por la noche en la posada de turno. Sí, en efecto, sería un retorno a los quehaceres habituales, algo semejante a lo que ocurre al regresar a casa después de un largo viaje.

Cuando el ser humano piensa de este modo, cuando la crisis y el momento del poder revelado quedan atrás, vuelve a ser tan vulnerable como siempre. Eso lo saben muy bien los buenos líderes militares al entrar en combate, así como cualquier actor o escritor de obras de teatro de talento, amén de los clérigos, los sacerdotes y, tal vez, ¡quién sabe!, los adivinos, los ocultistas, los magos… y los alquimistas. Cuando el individuo se ha sentido conmovido en lo más profundo de su ser, abre su corazón a la siguiente experiencia. No es el instante de nacer el que imprime al cachorro la visión de lo que vendrá a continuación y lo que marcará su alma, sino la experiencia que le aguarda.

Siguieron caminando. No había nadie más que ellos tres en la eterna calzada. Era el Día del Muerto. La luz otoñal se hizo más tenue a medida que el sol iba declinando hacia el oeste. Una brisa fresca empujaba las nubes, entre las que continuaban asomando, aquí y allá, pinceladas de azul. Crispin vio campos cultivados, arrendajos y una avecilla pequeña, de vuelo rápido y cola roja como la sangre, de una especie que fue incapaz de precisar. A lo lejos, las cimas nevadas de las montañas, y más allá, el mar. Habría podido embarcarse si no hubiese sido porque aquel cartero…

Por fin llegaron a la capilla de la que Vargos había hablado. Estaba emplazada detrás de unas verjas de hierro, a cierta distancia de la vía, en el lado sur, de cara al bosque. Era una capilla mucho más grande que la mayor parte de los santuarios que podían encontrarse en los caminos. Una capilla «de verdad», tal y como les había anticipado Vargos, de piedra gris, planta octogonal, provista de una cúpula de un tamaño más que considerable, rodeada de un césped bien cuidado y con un habitáculo adosado destinado a pernoctar, otras edificaciones anexas y un cementerio. Reinaba una paz maravillosa. En el prado que se extendía detrás de las sepulturas, una cabra y unas cuantas vacas pastaban.

Si hubiese sido más consciente del espacio y el tiempo, si su mente no hubiese estado tan enfrascada en un sinfín de cosas enigmáticas, habría caído en la cuenta de dónde estaban y se habría preparado como correspondía. Pero… no cayó en la cuenta.

Y no se preparó.

Ataron la mula junto al murete, cruzaron la verja y siguieron el sendero enlosado, a los lados del cual crecían flores tardías; era innegable, que alguien se encargaba de ellas y que las mimaba con esmero. Había un jardín de hierbas a la izquierda, en dirección al prado. Abrieron el pesado portón de madera y entraron en la capilla. Crispin se fijó en las paredes, a medida que sus ojos se acostumbraban a la penumbra, y luego, avanzando un poco más, contempló la cúpula.

Los cismas en el culto a Jad habían provocado incendios, torturas y guerras casi desde el principio. La doctrina y la liturgia del dios del sol, emergiendo entre los dioses y diosas promiscuos de Trakesia durante los primeros años del imperio de Rhodias, habían dado paso a innumerables divisiones y herejías, eso sin contar las frecuentes y atroces respuestas que solían desencadenar. El dios moraba en el sol, o detrás de éste. El mundo había nacido de la luz, o del hielo y la oscuridad por obra y gracia de la sagrada luz. Hubo una época en que se creía que la divinidad moría en invierno y renacía con la primavera, pero curiosamente, un Gran Patriarca de Rhodias ordenó descuartizar al clérigo que había enunciado semejante tesis. Durante un breve período de tiempo se enseñó que las dos lunas eran descendientes de Jad, una doctrina muy afín a la kindath, que las consideraba hermanas del dios e iguales a él —¡algo difícil de comprender!— a través de una compleja elucubración mística. Otra falacia que por desgracia también requirió un considerable número de muertes para ser extirpada.

Las distintas formas de creencia en Heladikos —como hijo mortal, como hijo semimortal, como dios— sólo eran los conflictos más contumaces y resistentes librados en el sagrado nombre de Jad. Los emperadores y patriarcas, primero en Rhodias y más tarde en Sarantium, las imponían un día con la mayor de las firmezas y al siguiente cambiaban su postura y con ella su tolerancia, y así, Heladikos el Auriga se aceptaba y desautorizaba constantemente, poniéndose en boga y quedando obsoleto cada dos por tres, algo muy parecido al sol asomando y ocultándose detrás de las nubes en un día de viento.

Del mismo modo, entre todas estas amargas guerras, tanto dialécticas como a sangre y fuego, la tan traída y llevada imagen de Jad se convirtió con los años en una línea de demarcación, un campo de batalla del arte y la creencia, de las diferentes maneras de concebir a aquel dios que ofrecía la luz generatriz de vida y que luchaba cada noche contra la oscuridad debajo de su mundo, mientras los hombres disfrutaban de su precario sueño.

Y aquella modesta pero bellísima capilla, construida en un paraje solitario de la antigua vía imperial en Sauradia, constituía esa línea divisoria.

No había tomado la menor precaución. Crispin dio unos pasos bajo la delicada luminosidad del santuario, admirando, ausente, los mosaicos concebidos a la antigua usanza, a base de flores entrelazadas, y luego miró hacia arriba.

Un instante después yacía en las frías piedras del suelo, respirando con dificultad y con los ojos clavados en su dios, allá en lo alto.

De haber sido más precavido, habría sabido lo que le esperaba en aquel lugar. Al salir de Varena, recordó que en aquel camino a través de Sauradia pasaría, tarde o temprano, por delante de esa capilla —ignoraba dónde estaba situada con exactitud, pero sabía que se hallaba en la vía imperial—, e incluso esperaba con ansiedad el momento de contemplar la obra que habían realizado los antiguos cortesanos con sus primitivas técnicas, honrando a Jad al estilo oriental.

Pero la intensidad y el terror de lo que había ocurrido por la mañana en el bosque le habían alejado tanto de esa idea que estaba desarmado, indefenso, totalmente expuesto a la fuerza de la obra del hombre en aquella cúpula. Después de Aldwood, del bisonte y de Linón, Crispin no tenía modo de protegerse, y el poder de la imagen divina le conmocionó, absorbiendo toda la energía de su cuerpo, hasta el punto de que cayó al suelo como una grotesca marioneta o como un borracho que se tambaleara en un callejón detrás de una caupona.

Estaba tumbado de espaldas, mirando fijamente la figura del dios, el rostro barbudo y el torso del cual ocupaban la cúpula casi en su totalidad. Era una imagen descarnada, cansada de tanta lucha, sombría, lúgubre, abatida —se fijó en la pesada capa y los hombros arqueados— por la pesadísima carga de sus responsabilidades y los severos males que aquejaban a sus hijos, y tan absoluta y terrorífica como la del propio bisonte. Su enorme y oscura cabeza destacaba sobre las pálidas tesserae doradas del sol que relucía a sus espaldas. La imagen, que parecía descender de los cielos con el aspecto de un juez sobrecogedor, constaba de la cabeza y los hombros, con las manos elevadas. No cabía nada más en la cúpula. Extendiéndose a lo largo y ancho de un espacio tenuemente iluminado, mirando hacia abajo con unos ojos tan grandes como algunas de las figuras que Crispin había diseñado en su día, era tan desproporcionado que quizá hubiese sido preferible que los artesanos hubiesen calculado previamente sus dimensiones. Aun así, Crispin jamás había visto nada que destilara tanta fuerza como aquella obra.

Ya tenía conocimiento de la existencia de aquel trabajo y de su emplazamiento; se trataba de la más occidental de las interpretaciones de la cúpula divina con la tupida barba típicamente oriental y aquellos ojos negros y amenazadores. Jad el juez, el guerrero fatigado y asediado en un mortal combate, no la figura dorada como el sol y de brillantes ojos azules con la que Crispin estaba familiarizado, habitual en las tierras de Occidente. Pero saberlo era tan distinto de contemplarlo que una parecía el mundo y la otra la dimensión de los poderes ocultos.

Los antiguos artesanos con sus primitivas técnicas, se dijo en silencio.

Eso era lo que siempre había pensado en Varena. Crispin sintió un punzante dolor en el corazón provocado por el abismo de su propia locura, de su propia insensatez, por las limitaciones de su comprensión y su destreza. Se sentía desnudo ante aquella escena, e intuyó que, a su modo, aquella obra de hombres mortales era una manifestación de lo sagrado de la misma envergadura que el bisonte con las astas ensangrentadas en la espesura, e igualmente atroz. El poder fiero y salvaje de Ludan, que exigía un sacrificio en el claro del bosque, frente a la obra maravillosa de aquella cúpula de cristal y piedra que representaba a la deidad como un ser simple y llanamente humilde… ¿Cómo había sido posible pasar de un extremo al otro? ¿Cómo se las había arreglado la humanidad para vivir entre estos extremos?

El más profundo de los enigmas, el corazón mismo del misterio, residía en que en aquella posición yacente en que se hallaba, boca arriba, paralizado por la revelación, Crispin advirtió que los ojos eran los mismos. La tristeza del mundo que había adivinado en el zubir también estaba allí en lo alto, en el dios del sol, inyectada por artesanos anónimos cuya pureza de visión y cuya fe le habían desarmado por completo. Por un instante Crispin duró de su capacidad de ponerse de pie y recuperar la fuerza de voluntad.

Luchaba por desentrañar los elementos de aquel mosaico, por conseguir dominarlo y dominarse a sí mismo. Marrón oscuro y obsidiana en los ojos, para hacerlos más oscuros e intensos que el pelo castaño que los enmarcaba y que caía hasta los hombros. El rostro, de por sí alargado, parecía aún más largo gracias al pelo liso y la barba; las cejas, espesas y arqueadas, grabadas en la frente; otras líneas resaltando las mejillas, y la piel tan pálida, casi gris, entre la barba y el pelo. Luego, el rico y exuberante azul de la túnica del dios debajo de la capa, con una asombrosa miríada de colores que contrastaban para obtener la textura de un tapiz, y el juego y el poder de la luz en una divinidad cuya fuerza residía precisamente en ésta.

Y después, las manos, que quitaban el aliento. Sus dedos alargados sugerían un espiritualismo ascético, pero aún había más. No se trataba de unos dedos de sacerdote ni de unas manos en reposo y cruzadas en actitud de meditación, sino que ambas mostraban cicatrices. Un dedo de la mano izquierda había sido fracturado, era evidente; aparecía retorcido, con los nudillos hinchados —tesserae rojas y marrones sobre un fondo blanco y gris—. Aquellas manos habían empuñado armas, habían sufrido cortes, se habían helado, habían conocido la guerra más salvaje contra el hielo y el negro vacío en la interminable defensa de unos hijos mortales cuyo nivel de comprensión del mundo era… el de un niño, poco más.

Y la tristeza y el juicio en aquellos ojos oscuros estaban asociados a lo que les había sucedido a las manos. Crispin —el artesano que habitaba en su interior no cesaba de maravillarse— observó que los colores unían eternamente las manos y los ojos. Las vividas y poco naturales venas que sobresalían de la piel de las muñecas de las dos pálidas manos tenían los mismos colores marrón y obsidiana que los ojos, e intuyó que aquella exquisita combinación de tesserae sería única en toda la cúpula. Los ojos, con expresión de pena, acusadores; las manos, que habían conocido el sufrimiento y la guerra. Aquél era un dios que permanecía entre sus miserables hijos y la oscuridad, ofreciendo la luz del sol cada mañana en su breve periplo vital, y su propia Luz, la más pura, para quienes eran merecedores de ella.

Crispin pensaba en Ilandra, en las niñas, en los estragos que había causado la peste en todo el mundo, mientras continuaba tendido sobre el frío suelo, debajo de aquella imagen de Jad, comprendiendo lo que le decía, lo que estaba diciendo a todos cuantos se hallaban allí abajo: que la victoria de dios nunca estaba garantizada y nunca debía darse por supuesta. Era eso precisamente, descubrió, lo que los artesanos anónimos de otra época habían conseguido reflejar para sus hermanos en aquella cúpula, en la cual el gigantesco y exhausto dios destacaba sobre el suave tono dorado de su morada, el sol.

—¿Os encontráis bien, mi señor?

Crispin observó que Vargos se dirigía a él con una urgencia y una preocupación que casi resultaban divertidas después de todo lo que habían vivido aquel día. No estaba especialmente incómodo echado en las losas, aunque tiritaba de frío. Movió una mano. Seguía respirando con dificultad. Se sentía mejor cuando no miraba hacia arriba. Al volver la cabeza, vio a Kasia de pie, a cierta distancia, contemplando la cúpula.

También advirtió que Vargos conocía el lugar, no en balde había viajado innumerables veces por aquel camino durante varios años. Pero la muchacha tampoco había visto nunca aquella encarnación de Jad; lo más probable era que ni siquiera hubiese oído hablar de ella. Había llegado del norte el año anterior, condenada a la esclavitud y a abrazar la fe del dios del sol, y sólo había conocido a Jad como un joven rubio y de ojos azules, un descendiente directo de la deidad solar en el panteón de los trakesianos varios siglos atrás, aunque eso era algo que Kasia tampoco sabía.

—¿Qué miras? —le preguntó. Al hablar, hizo un sonido áspero con la garganta.

Vargos se volvió para seguir la mirada de la muchacha. Kasia le miró con angustia y luego alzó de nuevo los ojos hacia la cúpula. Estaba muy pálida.

—Yo…, no… —vaciló.

Oyeron pasos. Crispin se sentó con esfuerzo y vio a un sacerdote acercarse a ellos, con el hábito de la orden de los Insomnes. Aquélla era la razón del silencio que reinaba en el lugar. Se trataba de los santones que permanecían despiertos toda la noche rezando mientras el dios combatía contra los demonios del submundo. «La humanidad tiene responsabilidades —parecía decir la figura de las alturas—; ésta es una guerra sin fin». Aquellos hombres así lo creían, y lo encarnaban en sus rituales. La imagen de la cúpula y la orden de clérigos elevando sus preces durante las largas noches formaban una unidad, y quienes habían realizado aquel mosaico tanto tiempo atrás sin duda lo sabían.

—Dilo —conminó con calma a Kasia, mientras la figura ataviada de blanco, de cara pequeña y redonda, y barba espesa, seguía acercándose.

—Al parecer… no está convencido del triunfo —repuso ella por fin—. La batalla…

El sacerdote se detuvo al oír aquellas palabras. Observó a los recién llegados con gravedad, sin dar muestras de que le sorprendiese encontrar un hombre sentado en el suelo.

—Y no lo está —dijo el clérigo a Kasia en sarantino, que era la lengua en que ella había hablado—. Hay enemigos, y el hombre también hace el mal y les instiga. El signo de esta batalla nunca es seguro. De ahí que debamos participar en ella.

—¿Se sabe quién hizo este mosaico? —preguntó Crispin.

El sacerdote le miró asombrado; luego meneó la cabeza.

—No —respondió—. Supongo que fueron muchos. Eran simples artesanos…, y un espíritu sagrado les poseyó durante algún tiempo.

—Sí, claro —murmuró Crispin, poniéndose en pie. Dudó unos instantes antes de añadir—: Hoy es el Día del Muerto en esta región. —No sabía a ciencia cierta por qué lo había dicho. Vargos le tranquilizó sujetándole de un codo.

—Te comprendo muy bien —repuso con dulzura el clérigo, cuyo rostro era terso y afable—. Estamos rodeados de herejías paganas. Hacen daño al dios.

—¿Eso es todo lo que son para ti? —inquirió Crispin, en cuya mente resonaba la voz de una mujer joven, de un pájaro mecánico, de un alma: «Soy vuestro, señor, como siempre lo he sido desde la época en la que me trajeron aquí».

—¿Qué otra cosa podrían ser? —preguntó a su vez el clérigo, enarcando las cejas.

Era una buena pregunta, pensó Crispin. Miró a Vargos y vio una expresión de ansiedad en su mirada, por lo que decidió dejar a un lado aquel tema.

—Lamento mucho que… me hayas encontrado así —dijo—. La imagen me ha impresionado.

El clérigo sonrió.

—No eres el primero al que le ocurre. Me atrevería a decir que sois del oeste…, de Batiara tal vez.

Crispin asintió. No era tan difícil de adivinar después de todo. Le delataba el acento.

—Donde el dios es rubio y hermoso y sus ojos son azules y serenos como un cielo de verano, ¿no es así? —continuó el hombre de blanco sin dejar de sonreír.

—Sé perfectamente cómo es Jad en el oeste, si es eso a lo que te refieres. —A Crispin nunca le habían gustado los sermones.

—Y como última suposición, ¿puedo concluir que sois artesano?

Kasia le miró atónita, Vargos con precaución, pero Crispin lo hizo con frialdad.

—Muy ingenioso de tu parte —contestó—. ¿Cómo lo has sabido?

El clérigo tenía las manos cruzadas delante del cuerpo.

—Como he dicho, no sois el primer occidental que reacciona de este modo, y a menudo quienes intentan hacer cosas por el estilo son… los más afectados.

Crispin parpadeó. Podría sentirse empequeñecido por lo que había en la cúpula, pero «intentar hacer cosas por el estilo» era inaceptable.

—Estoy impresionado por tu sagacidad. Realmente se trata de una obra de arte exquisita. Cuando haya atendido ciertas solicitudes del emperador de Sarantium, me gustaría volver y restaurarla. Está en pésimas condiciones de conservación.

El clérigo se volvió y puntualizó, indignado:

—¡Este trabajo lo hicieron hombres santos con una visión santa!

—No lo dudo. Es una vergüenza que no conozcamos sus nombres para rendirles los honores que merecen, pero también lo es el que carecieran de una técnica equiparable a su visión. Como habrás observado, las tesserae han empezado a desencajarse en el lado derecho de la cúpula, mirando hacia el altar. Una parte de la capa del dios y de su antebrazo izquierdo parecen estar a punto de abandonar su augusta forma e iniciar un largo viaje… ¡hasta el suelo!

El clérigo miró hacia arriba, a regañadientes.

—Como es natural —prosiguió Crispin—, debéis tener una parábola o una explicación litúrgica para semejante hecho.

Curiosamente, aquella esgrima verbal con el religioso le estaba devolviendo el equilibrio interior. Quizá no hubiese elegido la forma más apropiada de hacerlo, pensó, pero al fin y al cabo lo necesitaba.

—¿Propondríais cambiar la figura del dios? —El clérigo parecía aterrado.

Crispin suspiró.

—Ya está cambiando. Cuando tus piadosísimos artesanos realizaron esta obra siglos atrás, Jad llevaba una túnica y tenía el brazo izquierdo, no los restos de una lechada seca.

El clérigo sacudió la cabeza. Se había sonrojado.

—¿Qué clase de hombre se atrevería a mirar la gloria y a poner sus manos en ella?

Crispin había recuperado la serenidad.

—Un descendiente en el arte de aquéllos que la diseñaron, tal vez sin su piedad, pero con un mejor conocimiento de la técnica del mosaico. Por lo demás, la cúpula también parece estar a punto de perder una parte de su reluciente sol. Compruébalo por ti mismo, allí, a la izquierda. Tendría que subirme a un andamio para estar seguro, pero por lo que puedo apreciar, algunas tesserae también han empezado a despegarse en esta zona. Si acaban cediendo, me temo que el dios no tardará en quedarse calvo. ¿Estás preparado para que Jad se te venga encima, no en un descenso atronador, sino en forma de lluvia de piedra y cristal?

—¡Es la herejía más profana que he oído jamás! —exclamó el clérigo, haciendo la señal del disco solar.

Crispin volvió a suspirar.

—Lamento que lo veas de esta forma. No quiero provocarte, o por lo menos no es eso lo único que pretendo. El lecho de mortero de la cúpula se elaboró a la antigua usanza. Una sola capa, y lo más probable es que sea de una mezcla de materiales menos duraderos que los que se usan en la actualidad. Como todo el mundo sabe, no es el sagrado Jad quien está allí arriba, sino una venerada representación hecha por mortales. Oramos al dios, no a la imagen —Hizo una pausa. En algunos círculos, aquélla era una cuestión muy polémica. El clérigo abrió la boca como si fuese a formular una pregunta, pero volvió a cerrarla. Crispin prosiguió—: Los mortales tienen sus limitaciones, como también sabemos. De vez en cuando se descubren nuevas cosas, pero eso no constituye una crítica a quienes realizaron esta cúpula por el mero hecho de desconocerlas. Son pocos los hombres capaces de preservar el trabajo de los genios. Con algunos asistentes cualificados quizá pudiera encargarme de que la imagen que nos contempla desde lo alto permaneciera en perfecto estado durante varios siglos. Me llevaría una temporada hacerlo, poco más o menos. Pero lo que sí puedo confirmarte es que, sin tal intervención, esos ojos, esas manos y ese pelo pronto empezarán a desmoronarse a nuestro alrededor. Y no sabes lo mal que me sabe tener que decirlo, porque se trata de una obra singular.

—¡No hay otra igual en el mundo!

—Seguro que no.

El religioso vaciló. Crispin observó que Kasia y Vargos le miraban boquiabiertos, y se le ocurrió que hasta ese momento ninguno de ellos había tenido un solo motivo para pensar que fuese bueno para algo. En realidad, un mosaiquista tenía pocas oportunidades de demostrar su talento o sus conocimientos mientras caminaba a través de Sauradia.

En aquel preciso instante, en una intervención que Crispin hubiese podido catalogar de divina, se oyó un tintineo en el suelo. Esbozó una sonrisa y dio unos pasos. Se arrodilló, mirando con cuidado, y no tardó en encontrar una tessera marrón. Le dio la vuelta. El dorso estaba reseco, quebradizo, y al frotarlo con la yema del dedo quedó reducido a polvo. Se puso en pie y se acercó de nuevo al clérigo, a quien entregó el trozo de mosaico.

—¿Un mensaje divino —preguntó con sarcasmo— o un simple fragmento de piedra oscura procedente de… —miró hacia arriba— la túnica, a la derecha?

El clérigo abrió la boca y volvió a cerrarla, tal y como lo había hecho antes. Era evidente, pensó Crispin, que lamentaba que aquél hubiese sido su día de vela diurna y le hubiera tocado departir con los visitantes de la capilla. Por su parte, Crispin miró de nuevo la severa majestad de la cúpula y se arrepintió de su tono burlón. Le había dolido aquello de «intentar hacer cosas por el estilo», pero en realidad no había sido nada personal. Debería acostumbrarse a estar por encima de semejantes naderías, sobre todo ese día y en lugar como aquél.

A los hombres, pensó, y muy especialmente a aquel hombre, Caius Crispus de Varena, parecía resultarles difícil librarse de las preocupaciones y de las ofensas triviales que los asaltaban a diario. Pero sin duda, en un día tan señalado como ése, debería haber sido capaz de ir más allá. Aunque ¿no sería, tal vez, porque había ido demasiado lejos en su deseo de ir más allá y de dejar atrás el hipotético significado de la simple palabrería, y ahora necesitaba encontrar el camino de regreso de aquel modo?

Miró al clérigo y luego de nuevo al dios. La imagen del dios. Con trabajadores competentes, se podía conseguir, aunque no en menos de medio año para ser realista. De repente, decidió pasar la noche allí. Hablaría con el prior de aquella sagrada orden y eso le daría la ocasión de corregir su ironía y ligereza. Si era capaz de hacerle comprender lo que estaba ocurriendo en la cúpula, quizá cuando Crispin llegara a la Ciudad llevando una carta de la orden, al canciller o a otra persona —¿el maestro artesano imperial del mosaico?— le seduciría la idea de intentar preservar semejante esplendor. Se lo había tomado a broma, pensó, demasiado a la ligera, y tal vez consiguiera reparar el daño causado restaurando el mosaico en recuerdo de aquel día y, quién sabe, quizá también de su propia muerte.

Pero en la vida de un hombre, en el devenir de los acontecimientos, intervenían muchísimos factores, y al igual que no había tenido la oportunidad de ver su antorcha de Heladikos, en el santuario de los alrededores de Varena, centelleando bajo la luz de las velas, tampoco iba a realizar jamás aquella tarea, a pesar de que sus intenciones en ese momento eran sinceras, casi piadosas. De hecho, ni siquiera acabaría pasando la noche en el dormitorio de aquella antigua capilla.

El clérigo guardó la tessera marrón en uno de los bolsillos de su hábito, pero antes de que nadie pudiera decir palabra, oyeron en la distancia un atronador galope de caballos aproximarse rápidamente por el camino.

El religioso se volvió sobresaltado hacia las puertas. Crispin cambió una rápida mirada con Vargos. Poco después, una poderosa voz daba la orden de alto. El ruido de los cascos cesó de inmediato y dio paso al de cascabeles, botas en el sendero y voces masculinas.

Las puertas se abrieron de par en par, dejando entrar un rayo de sol y media docena de soldados de caballería. Siguieron avanzando, mientras clavaban los tacones con rudeza en el suelo. Ninguno de ellos miró hacia la cúpula. Su capitán, muy alto, musculoso y de pelo negro, con el casco debajo del brazo, se detuvo frente a los cuatro. Saludó al clérigo con una leve inclinación de cabeza y miró fijamente a Crispin.

—Carullus, tribuno del Cuarto de Sauradia. Mis respetos. He visto la mula. Estamos buscando a alguien en este camino. ¿Te llamas por casualidad Martinian de Varena?

Crispin, incapaz de concebir en una buena razón para hacer lo contrario, asintió en señal de saludo. Lo era, en efecto; sobraban las palabras.

La expresión formal de Carullus se transformó en una mezcla de desprecio y triunfo —una combinación verdaderamente singular, todo un desafío para cualquier artesano que pretendiera representarla en un mosaico—. Alzó el índice y le señaló:

—¿Dónde coño te habías metido, babosa rhodiana de mierda? ¿Has estado follando con todas las putas sifilíticas del camino, en lugar de viajar por mar? Hace semanas que su tres veces exaltada majestad, su Imperial Magnificencia, el puto emperador Valerius II, te espera en la puta Ciudad, ¿me oyes, cerdo? ¡No hay duda de que eres el más idiota de todos los rhodianos!

Aquellas palabras evocaron en Crispin un recuerdo inesperado que iba tomando forma poco a poco, procedente de algún rincón perdido de la infancia. Era asombroso el poder de la mente, y se manifestaba en el momento más inesperado. A los nueve años quedó inconsciente jugando al «asedio de la fortaleza» con sus amigos, alrededor y en lo alto de una leñera. No había conseguido repeler el feroz asalto de los bárbaros protagonizado por dos muchachos mayores y se había precipitado desde el tejado, golpeándose la cabeza con unos leños.

Desde aquella mañana hasta que los guardias de la reina Gisel le pusieron un saco de harina en la cabeza y le obligaron a rendirse, la experiencia no había vuelto a repetirse.

Pero ésta era la segunda vez en la misma estación otoñal. Crispin se sintió confuso. Por un instante atribuyó a Linón las palabras obscenas que acababa de oír. Pero Linón era sardónico, no profano; le llamaba imbécil, no idiota; hablaba rhodiano, no sarantino; y además se había marchado para siempre.

Abrió los ojos. ¡Fue una temeridad! Todo daba vueltas a su alrededor. Volvió a cerrarlos, tambaleándose, a punto de perder el equilibrio.

—¡Un loco como no hay dos! —prosiguió, implacable, la voz—. ¡Un peligro público! ¡No deberían dejarle salir solo a la calle! ¿Qué mierda crees que puede ocurrir cuando un extranjero, un miserable rhodiano como éste, insulta a un tribuno de la caballería sarantina en presencia de sus propios hombres llamándole «follacabras cara de culo», eh? ¿Qué crees que puede ocurrir?

No era Linón. Era el soldado.

Carullus. Del Cuarto de Sauradia. Ése era el nombre de aquel gusano.

Y el gusano siguió hablando, ahora en un tono de exagerada paciencia.

—¿Tienes la menor idea de la disposición en que me has puesto? El ejército imperial se basa exclusivamente en el respeto a la autoridad… y en una paga regular, como es lógico… Casi no me has dejado alternativa. No podría desenvainar la espada en una ermita, ni asestarte un puñetazo, pues sería concederte demasiada dignidad. Me conformaré con zurrarte con el casco, pero no temas, no te daré con demasiada fuerza. Da gracias a dios de que sea un hombre generoso y de buen talante, rhodiano imbécil, y de que tengas barba, ya que disimulará los cardenales. Seguirás siendo tan feo como siempre, ni más ni menos.

Acto seguido, Carullus del Cuarto le dio un fuerte golpe en el rostro con el casco. Y luego otro. Crispin sólo recordaba un brazo ágil y robusto dirigiéndose hacia él, y en su extremo un casco. Intentó mover la mandíbula arriba y abajo, y luego de un lado a otro. Un intenso dolor le hizo gritar, pero al parecer podía moverla. A continuación, abrió lentamente los ojos, aunque el mundo se obstinaba en girar en torno a él. Se sentía mareado y con náuseas. Estaba tumbado en una camilla.

—Nada roto —anunció Carullus—. Ya te lo dije; soy un hombre de buen carácter. Malo para la disciplina, pero qué le vamos a hacer. Dios me hizo así. Ni se te ocurra pensar que pueden andar por los caminos del Imperio Sarantino insultando, aunque con ingenio, lo reconozco, a los oficiales del ejército en presencia de su tropa, mi querido amigo del oeste. Conozco a tribunos y chiliarchus que te habrían arrastrado fuera de la capilla y te habrían dado muerte en el cementerio, abandonando tu cadáver en cualquier lugar. Por lo que a mí respecta, no suscribo el odio general y el desprecio moralista y cobarde que la mayoría de los soldados del imperio profesan hacia esos mierdas de rhodianos catamitas. En ocasiones, tu gente incluso me resulta divertida. Como ya dije, y vuelvo a repetir, soy un buen hombre. Y si no, pregúntaselo a mi tropa.

Al parecer, a Carullus, del Cuarto de Sauradia, le gustaba la cadencia de su propia voz. Crispin se preguntaba cómo y cuándo tendría ocasión de matar a aquel hombre.

—¿Dónde se supone que…? —La mandíbula le dolía horrorosamente.

—En una litera. Viajando hacia el este.

Aquella información no le alivió demasiado. Era como si el mundo no parara de subir y bajar, y no por efecto del golpe que le habían atizado.

Había algo urgente que decir; pero ¿de qué se trataba? ¡Ah, sí! Obligó una vez más a sus ojos a abrirse, recordando por fin a Carullus cabalgando junto a él en un caballo tordo.

—¿Y el hombre que me acompaña —preguntó Crispin, moviendo lo menos posible la mandíbula—, Vargos?

Carullus asintió. Su boca era como una finísima línea en un rostro perfectamente rasurado.

—A los esclavos que atacan a un soldado, a cualquier soldado, oficial o no, se les ejecuta públicamente. Todo el mundo lo sabe. A punto estuvo de dejarme sin sentido.

—¡No es un esclavo, hijo de puta!

—Ten cuidado —dijo Carullus en un tono de voz moderado—. Mis hombres podrían oírte y tendría que responder a tus palabras. Ya sé que no es un esclavo. Vi su documentación. Será azotado y castrado cuando lleguemos al campamento, pero no morirá descuartizado.

Crispin sintió que su corazón latía cada vez con más fuerza.

—Es un hombre libre, un ciudadano imperial y el sirviente que he contratado —replicó—. Corres un grave riesgo si le pones un dedo encima. Ya sabes lo que quiero decir. ¿Dónde está la muchacha? ¿Qué le habéis hecho?

—Es una esclava de una posada, y bastante joven, por cierto. Nos servirá en el campamento. Me escupió en la cara, ¿sabes?

Crispin se obligó a conservar la calma. Mostrarse furioso no le serviría de nada.

—Me la vendieron en la posada —señaló—. Me pertenece. Lo sabrás muy bien, excrecencia pustulenta, si es que también has estado fisgando estos papeles. Si la tocáis o le hacéis daño, y eso también vale por Vargos, mi primera solicitud al emperador será que te corte los testículos, que los recubra de bronce fundido y los convierta en dados. ¡Tenlo por seguro!

A Carullus le parecía divertirse todo aquello.

—Eres más idiota de lo que pensaba. Aunque debo reconocer que lo de «excrecencia pustulenta» ha sido muy ocurrente. ¿Cómo vas a decirle algo al emperador si le informamos de que hemos encontrado vuestros cadáveres en el camino, de que unos bandoleros desconocidos os han robado, violado sexualmente de mil y una formas, y asesinado de manera brutal? Vuelvo a repetírtelo, el hombre y la chica serán tratados como de costumbre.

Crispin, que seguía haciendo lo imposible por no perder los nervios, replicó:

—Aquí sólo hay un idiota, pero no va en una litera sino a lomos de un caballo. El emperador recibirá el informe exacto de nuestro encuentro por boca de los Insomnes, junto con su ruego encarecido de que regrese para supervisar la restauración de la imagen de Jad de la cúpula, que es precisamente de lo que estábamos hablando cuando llegasteis. Ni nos robaron ni nos asesinaron. Simplemente fuimos asaltados en un lugar sagrado por unos jinetes al mando de un incompetente tribuno con cara de boñiga, y un hombre convocado a Sarantium personalmente por Valerius II fue agredido con un arma. ¿Qué prefieres tribuno, una reprimenda atenuada por mi sincero reconocimiento de haberte provocado, o la castración y la muerte? ¡Tú decides!

Se produjo un silencio más que satisfactorio. Crispin se llevó una mano a la mandíbula y se la frotó.

Miró al jinete, entornando los ojos; le deslumbrada la luz. Veía manchas y colores extraños danzando alocadamente.

—Claro que —añadió—, podrías regresar al oeste, matar a los clérigos, a todos, puesto que a estas horas todos ellos conocen la historia, y afirmar que fueron robados, violados y asesinados por unos perversos malhechores. En efecto, podrías hacerlo, boñiga de rata.

—Deja ya de insultarme —replicó Carullus, pero sin fuerza esta vez. Se alejó un poco, en silencio—. Había olvidado al jodido clérigo —agregó, por fin.

—También olvidaste quién firmó mi permiso —puntualizó Crispin— y quién me pidió que fuera a la Ciudad. Has leído los documentos. Veamos, tribuno, dame media razón para ser tan olvidadizo. Deberías ir considerando la posibilidad de suplicar clemencia.

Pero no fue así, sino que en un ataque de rabia Carullus del Cuarto Sauradí soltó una sarta de exabruptos. Fue un espectáculo impresionante. Al final, se apeó, hizo una señal a alguien que Crispin no pudo ver y entregó las riendas al soldado que acudió raudo a su llamada. Echó a andar junto a la litera en que iba Crispin.

—¡Que se te pudran los ojos, rhodiano! —exclamó—. ¡No podemos tolerar que haya ciudadanos, sobre todo si son extranjeros, que vayan por ahí insultando a los oficiales del ejército!, ¿lo entiendes? El imperio lleva seis meses de atraso en las pagas. ¡Seis meses y con el invierno a la vuelta de la esquina! Todo se va en construcciones. —Pronunció esta palabra como si de una obscenidad se tratara—. ¿Tienes alguna idea de qué clase de moral es ésta?

—El hombre. La muchacha —dijo Crispin, sin hacer caso de sus observaciones—. ¿Dónde están? ¿Les habéis hecho daño?

—¡Están aquí!, ¡están aquí! Ella está intacta, no hemos tenido tiempo de jugar. Ya te dije que llegas tarde. De ahí que saliéramos en tu búsqueda. Una orden indigna y maldita por Jad, si es que realmente la hubo alguna vez.

—¡Vete al carajo! ¡Fue el cartero el que llegó tarde! ¡Resolví los asuntos que tenía pendientes y salí cinco días después! Ya no zarpaba ningún barco. ¿Crees que gusta ir por este camino? Encuéntrale y hazle algunas preguntas. Se llama Titaticus o algo así. Es un imbécil de nariz roja. Destrózalo con tu casco. ¿Cómo está Vargos?

Carullus miró hacia atrás por encima del hombro.

—A caballo.

—¿Montado?

El tribuno suspiró.

—Atado al lomo de uno. Nos… costó un poco. Me golpeó cuando caíste al suelo. ¡No puede hacer eso!

Crispin intentó sentarse, pero no lo consiguió. Cerraba los ojos y volvía a abrirlos de vez en cuando.

—Escúchame con atención —dijo—. Si le habéis herido de gravedad, me encargaré de que pierdas la graduación y la pensión, si no la vida. ¡Te lo juro! Ponlo en una camilla y ordena que le asistan. ¿Dónde está el médico más próximo que no se dedique a matar a la gente?

—En el campamento. ¡Me golpeó! —repitió Carullus, lamentándose. Pero instantes más tarde se volvió e hizo otro gesto. Un nuevo soldado se acercó a la carrera y el tribuno murmuró una rápida retahíla de instrucciones, en voz demasiado baja como para que Crispin pudiera oírlos. El jinete se mostró decepcionado, pero se retiró dispuesto a obedecer.

—Ya está hecho —anunció Carullus, volviéndose hacia Crispin—. Dicen que no tienen ningún hueso roto. Le resultará difícil caminar o mear por un tiempo, pero se le pasará. ¿Amigos?

—¡Métete la espada por el culo! ¿A qué distancia está el campamento?

—Llegaremos mañana por la noche. Te aseguro que está bien.

—Veo que te cagas por la pata abajo cuando descubres que has cometido el error de tu vida.

—¡Por la sangre de Jad! ¡Perjuras más que yo! Reconócelo, Martinian, ambos hemos tenido parte de culpa. Estoy tratando de ser razonable.

—Sí, claro, pero sólo porque un santón presenció lo sucedido, pedo de mula, bufón de tres al cuarto.

Carullus soltó una risotada.

—Es verdad. Cuéntalo entre las mayores bendiciones de tu vida. Da limosna a los Insomnes hasta el día de tu muerte. Por cierto, lo de «pedo de mula» tampoco ha estado nada mal. Me gusta. Lo usaré. ¿Quieres algo de beber?

La situación era indignante, vergonzosa, y las palabras del tribuno no le habían convencido demasiado del perfecto estado de salud de Vargos, aunque después de todo, Carullus del Cuarto Sauradí no parecía ser el patán que había imaginado en un principio. Por lo demás, le apetecía un trago.

Crispin asintió, lentamente, para que no le doliese la cabeza.

Les trajeron una botella. Más tarde, aprovechando un alto para descansar un poco, un ayudante del tribuno limpió la mejilla y la mandíbula manchadas de sangre de Crispin. Fue entonces cuando éste vio a Vargos. No cabía la menor duda de que le habían zurrado a conciencia, aunque evidentemente habían preferido reservar un castigo más sustancial para cuando hubiesen llegado al campamento; de ese modo, todos podrían disfrutar del espectáculo. Vargos estaba despierto. Tenía el rostro hinchado por los golpes y un corte profundo en la frente, pero ya lo habían colocado en una litera. Kasia le precedía, aparentemente intacta, aunque de nuevo con aquella mirada furtiva en los ojos, como si se hubiese visto atrapada por la luz de las antorchas de una partida de caza nocturna, quedando inmóvil, petrificada, confusa. Recordó la primera vez que la vio. El día anterior, aproximadamente a la misma hora, en la estancia delantera de la posada de Morax. ¿Ayer?, se preguntó en silencio Crispin. ¡Era increíble! Desde luego, si pensaba demasiado en ello, le daría otro ataque de migraña. Era un idiota, un imbécil.

Linón se había ido con su dios en el silencio de Aldwood.

—Nos escoltarán hasta el campamento militar —dijo Crispin a sus dos compañeros de fatigas, sin atreverse aún a mover excesivamente la mandíbula—. He llegado a un acuerdo con el tribuno. No nos harán más daño. Como contrapartida, le permitiré que siga conservando su dignidad como hombre y como soldado. Lamento el que os hayan herido o atemorizado. Según parece, van a acompañarme durante el resto del viaje hasta Sarantium. Mi presencia en la Ciudad era más urgente de lo que daban a entender los documentos. Vargos, me han prometido que mañana por la noche, al llegar al campamento, te atenderá un médico. Una vez allí, te liberaré de la prestación de servicios que pactamos en su día. El tribuno me ha prometido que nadie volverá a ponerte una mano encima, y creo que es de fiar. Un auténtico cerdo, pero de fiar.

Vargos sacudió la cabeza y musitó algo que Crispin no comprendió. La hinchazón de los labios era más que considerable y en consecuencia sus palabras eran poco menos que ininteligibles.

—Quiere ir con vos —murmuró Kasia en voz baja. El sol declinaba a sus espaldas, y el frío iba en aumento—. Dice que, después de lo que ha sucedido esta mañana, ya no podrá volver a trabajar en esta vía. Le matarán si lo hace.

Tras unos momentos de reflexión, Crispin comprendió que tenía toda la razón del mundo, sobre todo al recordar el golpe que había asestado al capataz en la oscuridad del patio de la posada, y también había intervenido en aquella infame carnicería. Todo parecía indicar, pensó, que su vida no era la única que estaba experimentando un cambio radical. Bajo los últimos rayos del sol reflejándose en las nubes, Crispin miró atentamente al hombre que yacía en la otra litera.

—Así pues, si no estoy equivocado, deseas que siga utilizando tus servicios hasta llegar a la Ciudad, ¿no es cierto?

Vargos asintió.

—Sarantium es otro mundo, ¿sabes? —añadió Crispin.

—Lo sé —respondió Vargos; esta vez le oyó con claridad—. Soy tu hombre.

En aquel instante Crispin sintió algo inesperado en su interior, una especie de poderoso y cálido rayo de luz. Tardó un poco en descubrir que se trataba de felicidad. Tendió una mano desde su litera y Vargos hizo lo propio desde la suya. Se tocaron.

—Ahora descansa —dijo Crispin, haciendo un esfuerzo por mantener los ojos abiertos. Le dolía muchísimo la cabeza—. Todo irá bien. —No estaba seguro de creer que en efecto sería así, pero al poco observó que Vargos, siguiendo su consejo, cerraba los ojos y procuraba dormir. Volvió a acariciarse el mentón magullado y contuvo un bostezo. Le dolía horrores cuando abría la boca. Miró a la muchacha—. Hablaremos esta noche —susurró—. También tú debes poner orden en tu vida.

Una vez más, adivinó aquel fugaz destello de recelo en la expresión de Kasia, aunque en realidad no era de extrañar habida cuenta de la vida que había llevado, de lo que le había ocurrido aquel año y aquella mañana. Carullus se acercaba a lomos de su montura; su larga sombra se proyectaba en el camino. En el fondo no era mala persona. Tenía la risa fácil y sentido del humor. Al fin y al cabo, Crispin le había provocado…, delante de sus soldados. No podía negarlo. Quizá con el tiempo acabara reconociendo que se había comportado como un insensato. O quién sabe, tal vez no…

Se quedó dormido antes de que el tribuno llegara junto a su litera.

—¡No le hagas daño! —exclamó Kasia a Carullus, aunque Crispin no pudo oírla, y corrió a interponerse entre la litera y el tribuno.

—No podría hacérselo, chiquilla —repuso Carullus, desconcertado—. Tiene mis pelotas en un yunque de herrero y una maza en la mano.

—¡Estupendo! —exclamó la muchacha—. No lo olvides ni por un segundo. —Su expresión era de fiereza, típica de la gente del norte; la mirada de conejito asustado se había desvanecido por completo.

Carullus soltó una estruendosa carcajada.

—Que Jad maldiga el momento en que os vi a los tres en aquella capilla —masculló—. Ahora, hasta las esclavas inicii me dicen cómo debo actuar. ¿Qué diablos hacíais en un país extranjero en el jodido Día del Muerto? ¿No sabéis que es una fecha peligrosa en Sauradia?

Kasia palideció, pero no respondió. A Carullus no le pasó por alto su reacción. Su instinto le decía que había gato encerrado en todo aquello y que, desde luego, no iba a descubrir de qué se trataba por mucho que se empeñase. Hubiese podido pegarle por su falta de respeto, pero de sobra sabía que sería incapaz de hacerlo. No hay duda de que soy un hombre de buen corazón, se dijo. Qué poco sabía aquel rhodiano lo afortunado que había sido.

Por otro lado, el tribuno también tenía la sensación —una leve sensación, a decir verdad— de que su propio futuro podía verse comprometido como resultado de aquel encuentro en el santuario. Había visto, aunque un poco tarde, el permiso del rhodiano y quién lo había firmado, y había leído los términos específicos del llamamiento del emperador requiriendo la presencia de un tal Martinian de Varena.

Un artesano. Nada más que un artesano, pero invitado personalmente a la Ciudad para poner su «experiencia y sus conocimientos extraordinarios» al servicio del nuevo Santuario de la Sagrada Sabiduría de Jad. Otra construcción. Otra maldita construcción.

La sabiduría, ya fuese sagrada o práctica, aconsejaba a Carullus actuar con cautela en este caso. Aquel mosaiquista parecía sentirse muy seguro de sí mismo al hablar, y además tenía documentos que le respaldaban, incluidos los que demostraban que era propietario de la muchacha, aunque sólo desde la noche anterior. El tribuno sabía muy bien que nunca llegaría a conocer la totalidad de aquella historia. Kasia seguía mirándole con sus típicos ojos del norte. Tenía un rostro severo e inteligente, y el pelo amarillo como el trigo maduro.

Si el clérigo no hubiese visto lo que había sucedido, Carullus habría podido ordenar que les asesinaran a los tres y echaran sus cadáveres en una acequia. Era demasiado blando, se dijo; ni siquiera se había atrevido a romperle el maxilar a aquel rhodiano con el casco. ¡Qué vergüenza! Las nuevas generaciones habían perdido el antiguo respeto por la milicia. ¿Culpa del emperador? Quizá, pero si se iba de la boca corría el riesgo de que lo degradaran y le partieran la nariz. En esos días el dinero se destinaba a los monumentos, a los artesanos rhodianos, a los ignominiosos pagos que se satisfacían a los malditos basánidas del éste, en lugar de a los honrados soldados que mantenían a salvo la Ciudad y el imperio. Incluso se decía que el mismísimo Leontes, el bienamado del ejército, el rubicundo estratega supremo, pasaba todo el tiempo en Sarantium, en el Recinto Imperial, bailando en los salones de palacio en las fiestas que organizaban el emperador y la emperatriz, distrayéndose con un deporte que se practicaba a caballo, con mazos y bolas, en lugar de aplastar a los basánidas o a los enemigos septentrionales…, ¡pura chusma! Pero no, se había echado una esposa rica. Otra recompensa. Las esposas podían traer un sinfín de problemas a un soldado, pensó Carullus, que siempre había estado convencido de ello. Las prostitutas, si eran limpias, resultaban muchísimo menos molestas.

La parada se estaba haciendo ya demasiado larga. Hizo una señal a su segundo en el mando. Estaba anocheciendo y la siguiente posada aún quedaba lejos. Por si fuera poco, tenían que avanzar a paso lento a causa de los heridos. Auparon las literas sobre los caballos y emprendieron la marcha. La chica dirigió una última mirada de desafío al tribuno y echó a andar entre los dos hombres dormidos, descalza, bajo la última luz del crepúsculo, envuelta en una túnica excesivamente grande que le confería un aspecto frágil, diminuto. Era bastante atractiva, delgada para su gusto, pero enérgica. No se podía tener todo. De poco iba a servirle el artesano aquella noche. Había que hacer gala de cierta discreción con las esclavas personales del prójimo, aunque Carullus se preguntaba hasta qué punto podría resultar persuasiva la mejor de sus sonrisas. Intentó llamar su atención, pero sin éxito.

Vargos tenía todo el cuerpo dolorido, a pesar de que en su día tanto su padre como sus hermanos le habían propinado palizas más contundentes que aquélla, pero era un hombre que por naturaleza no se sentía inclinado a sentir pena de sí mismo o a rendirse ante el malestar. Había golpeado en el pecho a un tribuno del ejército y a punto había estado de derribarlo. Tenían derecho a ajusticiarlo por aquel acto. Y bien sabía que estaban dispuestos a hacerlo en cuanto llegaran al campamento, pero Martinian había intervenido. Martinian hacía… cosas inesperadas. En la oscuridad de la atestada habitación de la planta principal de la posada Vargos meneó la cabeza. ¡La de cosas que habían acontecido desde la noche anterior en la venta de Morax!

Después de darle vueltas y más vueltas al asunto, concluyó que lo que había visto aquella mañana era el antiguo dios. Ludan disfrazado de zubir, en Aldwood. En un claro sagrado de Aldwood. Había estado allí, arrodillado…, y había conseguido salir indemne y regresar al campo cubierto de niebla porque Martinian de Varena llevaba consigo una especie de pájaro mágico colgando del cuello.

El zubir. Ante tamaño recuerdo, ¿qué significaban unos cuantas moraduras, una boca hinchada u orinar un poco de sangre? Había visto lo que había visto y seguía con vida. ¿Acaso estaría bendito? ¿Era eso posible en un hombre como él? ¿O había sido una advertencia para que abandonara al otro dios, el que se ocultaba detrás del sol, Jad, y a su hijo, el auriga?

Por otro lado, ¿no tendría razón Martinian cuando decía que un poder no tenía por qué negar al otro? Vargos no conocía a ningún clérigo que aceptara aquel postulado, pero a esas alturas ya había decidido que merecía la pena prestar atención a las palabras del rhodiano y permanecer a su lado, y durante el resto del camino hasta Sarantium, al parecer. Se estremeció sólo de pensarlo. La urbe más grande que Vargos había visitado hasta el momento era Megarium, en la costa oriental de Sauradia, y no le había gustado. Las murallas, las calles atestadas, mugrientas y ruidosas, los carros atronando toda la noche, el vocerío de las peleas al cerrar las tabernas. La quietud brillaba por su ausencia incluso cuando las lunas presidían el cielo. Por lo demás, recordaba todo lo que le habían contado de Sarantium. Tan distinta era de Megarium como Leontes, estratega imperial, lo era de Vargos de los inicii.

Pero no podía permanecer allí, pensó. La noche anterior, en la posada de Morax, había tomado una decisión, y la había sellado con un bastonazo en el patio, antes del alba, entre las antorchas y la niebla. «Cuando no puedes volver atrás ni tienes la posibilidad de permanecer inmóvil, sigues adelante con determinación, sin pensar en nada, convencido de lo que estás haciendo». Era la clase de cosas que su padre solía decir mientras apuraba la enésima botella de cerveza casera, secándose el bigote con la manga húmeda y gesticulando para que las mujeres le trajeran la enésima más una. En cierto modo, no era una decisión difícil, sobre todo si se tenía en cuenta que había conocido a un hombre al que valía la pena seguir aun con los ojos cerrados y a quien esperaba un destino.

En la posada en la que se habían detenido para pasar la noche, la siguiente al éste de la de Morax, Vargos yacía en un catre espléndido, mientras oía el ronquido de los soldados y las risas procedentes del salón. Martinian y el tribuno continuaban bebiendo.

No lograba conciliar el sueño, y volvió a pensar en Aldwood, en el zubir en medio de la vía imperial, en medio de la niebla, y un instante después apareciendo junto a ellos en el campo. Era algo que no olvidaría mientras viviese, al igual que la imagen de Pharus tendido en el camino al regresar.

El capataz había perecido antes de que los tres se adentraran en el bosque, pero luego, al detenerse junto a su cadáver, descubrieron horrorizados lo que realmente había sucedido. Vargos se atrevería a jurar por la vida de su madre y por su propia alma que nadie se había aproximado al lugar en que yacía. Ignoraba qué había reclamado su corazón, pero fuera lo que fuese no era mortal.

Había oído a un pájaro inanimado hablarle al zubir con voz de mujer; había logrado conducir a Martinian y a Kasia a través de Aldwood y sacarlos de allí; e incluso —por primera vez Vargos esbozó una sonrisa— había golpeado a un oficial sarantino, un tribuno, y sólo le habían magullado un poco, y luego le habían trasladado a una litera, ¡una litera!, y llevado hasta el hostal, porque el singular artesano los había puesto entre la espada y la pared. Atesoraría el recuerdo de todo aquello para siempre. ¡Cuánto le habría gustado que su padre, que Jad lo maldijese, hubiese visto apearse a los soldados para conducirle hasta el camino imperial como si de un senador o un príncipe mercader se tratara!

Vargos cerró los ojos. Era una idea absurda. Esa noche no había lugar en su alma para el orgullo. Intentó elevar una plegaria a Jad y a su hijo, el mensajero del fuego, pidiéndoles guía y perdón. Sin embargo, la imagen del tórax abierto de un desdichado al que había conocido hacía tiempo y el zubir negro con la cornamenta ensangrentada no lo abandonaba. ¿A quién debía rezar?

Se dirigía a la Ciudad, a Sarantium, donde estaban el Palacio Imperial y el emperador, así como las Triples Murallas y el Hipódromo, un centenar de santuarios, según había oído, y medio millón de habitantes, aunque no daba crédito a esto último. Ya no era un rústico del norte al que cualquiera podía embaucar con relatos exagerados. Los hombres mentían cuando les dominaba la soberbia.

De niño, nunca se había imaginado viviendo en un lugar que no fuera su aldea. Más tarde, cuando todo aquello cambió una desagradable noche de primavera, se había propuesto pasar los días yendo y viniendo a lo largo de la vía imperial, en Sauradia, hasta estar demasiado viejo para eso y aceptar un trabajo en el establo o la herrería de cualquier posada.

La vida es una sucesión de constantes sobresaltos, se dijo Vargos. Nunca sabes lo que va a ocurrir mañana. Tomas una decisión, u otro la toma por ti, y allí estás, navegando a merced de las mareas. Oyó un sonido que le resultaba familiar —un roce, un susurro— seguido de un gruñido y un suspiro; alguien estaba con una mujer en el extremo opuesto de la habitación. Con cuidado, volvió de lado. Le habían arreado un buen número de patadas en la riñonada, por eso orinaba de color rojo y le dolía tanto al volverse.

En la vía imperial era muy popular la frase «navega rumbo a Sarantium» para referirse a quien se exponía a un peligro evidente y extremo, arriesgándose al máximo, como un jugador de dados desesperado que apostara todas sus pertenencias en una sola tirada. Pues bien, eso era precisamente lo que estaba haciendo, lo cual, teniendo en cuenta su carácter era completamente inesperado. Y excitante, debía admitirlo. Intentó recordar la última vez en la que se había sentido excitado. Quizá con una chica, aunque aquello era diferente. Con todo, la experiencia le estaba resultando de lo más atractiva. Vargos lamentaba no estar en mejores condiciones. Conocía a un par de muchachas bastante guapas en aquel hostal que estaban encantadas con él. Por otro lado, había soldados. Seguro que las dos estarían muy ocupadas toda la noche. En esta ocasión le venía de perlas, ya que necesitaba dormir y descansar.

En el salón seguían riendo. Alguien se puso a cantar. Se sentía confuso. Oyó las voces de Martinian y el corpulento tribuno. ¡Quién lo hubiera dicho! Sí, la vida era una serie de sobresaltos.

Esa noche soñó que volaba por encima del camino bajo las dos lunas y las estrellas del firmamento. Primero al oeste, sobre la capilla de los Insomnes, oyendo su lento cántico y observando las velas ardiendo a través de las ventanas de la cúpula. Pasó por delante de la imagen del sagrado Jad y luego giró hacia el norte, en dirección a Aldwood.

Legua a legua, fue sobrevolando todo el bosque, siempre al norte, más y más al norte, al norte…, al norte, contemplando los árboles negros acariciados por la tenue luz de la luna bajo un frío intenso. Legua a legua, la gran espesura fue desfilando ante sus ojos, mientras se preguntaba cómo era posible que alguien pudiera rezar a un poder distinto del que moraba en aquel tenebroso paraje.

Después, de nuevo hacia el oeste, sobre las crestas cubiertas de hierba de suaves colinas y el ancho y cansino río que serpenteaba hacia el sur junto al camino. Otro bosque en la otra orilla de la plateada corriente, tan negro y extenso que parecía no tener fin, siempre al norte, más y más al norte en la clara y gélida noche. Vio que terminaban los robles y empezaban los pinos, y luego por fin una cordillera que conocía a la perfección, y voló más bajo sobre los campos que había labrado en la infancia, el arroyo en el que había nadado un sinfín de veranos y el primer grupo aislado de casitas de la aldea, su hogar, cerca del pequeño santuario, y la casa de sus antepasados, y más tarde divisó el cementerio y la tumba de su padre.

No era habitual que un hombre viajara con una esclava, pero había llegado hasta los oídos de los soldados del Cuarto Sauradí que el artesano la había conseguido la noche anterior en una especie de apuesta, según se rumoreaba. Lo que no tenía nada de extraño era que un hombre quisiera gozar de la calidez de un cuerpo femenino en la cama en las ventosas noches otoñales. ¿Por qué pagar por una ramera cuando tienes una mujer que satisface tus necesidades? La muchacha era demasiado flacucha para dar realmente calor, pero era joven y rubia, y probablemente tuviera otros talentos.

Los soldados ya se habían enterado de que el rhodiano era más importante de lo que aparentaba y de que, por muy curioso que pareciera, había hecho migas con su tribuno durante la cena, lo cual era lo bastante asombroso para suscitar respeto. La chica había sido escoltada, sin que nadie le hubiese puesto un dedo encima, hasta la habitación asignada al artesano. Las órdenes habían sido terminantes. Carullus, a quien le gustaba describirse como un alma generosa a cualquiera que estuviese dispuesto a escucharle, había mandado lisiar a muchos hombres y expulsado de su compañía a otros tantos por haber infringido sus instrucciones o no haberlas cumplido a pie juntillas. Su principal centurión era el único que sabía que sólo lo había hecho en una ocasión, poco después del ascenso de Carullus al rango de tribuno y de serle entregado el mando de quinientos soldados. El centurión tenía órdenes de asegurarse de que todos los nuevos reclutas conocieran aquella historia con lujo de detalles. Siempre era útil que los soldados tuviesen cierto miedo de sus oficiales.

Kasia, a punto de quedarse dormida bajo un techo diferente del de la posada de Morax por primera vez en un año, se había acurrucado junto al hogar de la habitación, alimentándolo de vez en cuando mientras esperaba al que se había convertido en su nuevo dueño. La estancia era más pequeña que la mejor de las de la posada de Morax, aunque tenía chimenea. Se sentó sobre su capa, la capa de Martinian, y miró las llamas. Su abuela se había ganado un merecido prestigio interpretando el futuro en ellas, pero Kasia carecía de ese don y su mente vagaba a la deriva mientras contemplaba el fuego. Estaba muerta de sueño, pero no había ningún camastro adicional en el dormitorio, sólo la cama para el huésped de turno, y no tenía ni idea de lo que iba a ocurrir cuando llegara el rhodiano. Oía cantar en la planta baja; Martinian y el tribuno que le había dejado inconsciente de un casquetazo. ¡Qué extraños eran los hombres! Se acordó de la noche anterior en la posada de Morax, cuando Martinian le había enviado a delatar la presencia de un ladrón en su habitación y su vida había dado un vuelco. Ya la había salvado de morir en dos ocasiones. Primero en la posada, y más tarde en Aldwood, valiéndose de una especie de gorrión hechizado.

Ese día había estado en Aldwood.

Había percibido el poder del bosque, ese poder que sólo conocía a través de los cuentos que le había contado su abuela junto a otro hogar mucho más al norte. Caminó desde el claro sagrado, por la negra arboleda, viva, pues no había sido sacrificada, hasta descubrir que era otra la persona a quien le habían arrancado el corazón, un hombre al que conocía muy bien y con el que no había tenido más remedio que acostarse en más de una ocasión. Mientras contemplaba los restos de Pharus, tuvo una horrenda sensación de pánico, y fue incapaz de recordarlo gozándola. La niebla que lo cubría todo, su mano acariciando la mula, voces, los perros siguiendo su rastro, Martinian desenvainando la espada…

Curiosamente, los hechos que habían tenido lugar en el bosque se desvanecían poco a poco en su memoria, perdiéndose en una especie de niebla —¡la omnipresente niebla!— demasiado difícil de dominar o retener. ¿Realmente había visto un zubir? ¿Eran sus ojos tan negros y su tamaño tan monstruoso como creía recordar? Kasia, amodorrada y medio hipnotizada por el fuego, tenía la extraña sensación de que a esas horas ya debería estar muerta, de que todo su ser debería emitir una luminosidad espectral. Una chispa voló desde la hoguera y aterrizó en la capa; la frotó enseguida para extinguirla. ¿Acaso era posible conocer el futuro de alguien como ella? ¿Habría podido vislumbrar algo su abuela en aquel fuego o había quedado reducida a un simple vacío eterno e insondable en el que debería vagar para siempre? ¿Un fantasma viviente, quizá? ¿O tal vez se habría liberado de su sino fatal gracias a ello? «Hablaremos esta noche —le había dicho Martinian en la litera, antes de volver a dormirse—. También tú debes poner orden en tu vida».

Su vida. Fuera soplaba viento del norte. Hacía una noche clara, pero muy fría; detrás del viento se escondía el crudo invierno. Puso más leña en el fuego. Le temblaban las manos. Apoyó una palma en el pecho intentando sentir el latido de su corazón. Poco después, advirtió que tenía las mejillas húmedas, y se enjugó las lágrimas.

Se había sumido en un sueño ligero e irregular, pero armaron un gran estrépito al subir la escalera, hasta el punto de que uno de los comerciantes que ocupaba la habitación del otro extremo del pasillo gritó exigiendo silencio. Uno de los soldados aporreó la puerta del ofendido huésped, provocando nuevas risotadas entre sus compañeros. Kasia estaba de pie en medio de la estancia cuando empujaron la puerta y Martinian entró, tambaleándose, apoyándose en dos soldados del Cuarto Sauradí. A decir verdad, más que apoyarse en ellos, eran ellos los que cargaban con él. Les seguían otros dos.

Dando tumbos, al fin consiguieron echarlo sobre la cama. Estaban de buen humor, se lo pasaban en grande a pesar de otra furiosa sarta de improperios procedentes de la habitación del fondo, o a causa, quién sabe de qué. Era muy tarde ya y el escándalo no tenía visos de terminar. Kasia se lo sabía de memoria. Por ley, las posadas imperiales tenían la obligación de dar alojamiento gratuito hasta un máximo de veinte soldados a la vez, redistribuyendo a los huéspedes de pago de dos en dos para hacerles sitio. Pero una cosa era tragar con la incomodidad de compartir una habitación y otra muy distinta «disfrutar» del jaleo nocturno que solía producirse por la noche.

Uno de los soldados, que por el color de la tez debía de ser soriyano, miró a la muchacha bajo el parpadeo de la luz del hogar.

—Es todo tuyo —dijo, señalando al hombre que yacía despatarrado en la cama—, aunque no creo que esté en condiciones de hacerte gozar. ¿Quieres venir abajo con nosotros? Los hombres capaces de aguantar el vino, también aguantan otras cosas.

—¡Cállate, imbécil! —terció otro—. Recuerda las órdenes.

Por un instante, dio la impresión de que el soriyano iba a poner alguna objeción a la observación de su colega, pero justo entonces Martinian, con bastante claridad, aunque con los ojos cerrados, dijo:

—Todos los eruditos coinciden en que la retórica de Kallimarchos desempeñó un papel decisivo en el inicio de la Primera Guerra Basánida. Partiendo de esta proposición, ¿es lícito que las generaciones posteriores echen la culpa al filósofo de tantas muertes cruentas al pie de su sepultura? Desconcertante pregunta, en verdad.

Se produjo un silencio, y luego dos de los soldados se echaron a reír.

—Duérmete ya, rhodiano —dijo uno de ellos—. Con un poco de suerte, mañana por la mañana tu cabeza volverá a funcionar. Hombres mejores que tú se han derrumbado ante la fuerza de los músculos del tribuno o intentando beber más que él.

—Pero a pocos les han ocurrido las dos cosas —apuntó el soriyano—. ¡Salve al rhodiano! —Más carcajadas. El soriyano sonreía satisfecho. Salieron de la habitación dando un portazo.

Kasia se estremeció, luego se dirigió hacia la puerta, corrió el pestillo y oyó que los cuatro soldados aporreaban, por turnos, la del mercader y a continuación descendían a la planta baja, donde se hallaba la estancia que tenían asignada.

Vaciló por un instante, se acercó a la cama y observó al artesano con incertidumbre. El fuego del hogar proyectaba sombras irregulares en la habitación. Un leño se movió con un brusco sonido. Martinian abrió los ojos.

—Empiezo a preguntarme si nací para actuar —dijo en sarantino y con su voz normal—. Ya es la segunda noche que debo hacerlo. ¿Crees que tendría futuro en el teatro?

Kasia parpadeó.

—¿No estáis… borracho, mi señor?

—En absoluto.

—Pero…

—Es importante dejar que me ganen en algo. Por otro lado, Carullus aguanta todo el vino que le echen. Nos habríamos pasado la noche allí abajo, y yo necesito dormir.

—¿Que os ganen en algo? —repitió Kasia con una voz que su madre y otros en la aldea habrían reconocido—. Os dejó sin sentido y casi os rompe la mandíbula.

—Eso no tiene importancia. Bueno, para él sí. —Martinian se frotó la barbuda mejilla—. Tenía un arma; ¡así cualquiera! Pero fíjate bien, Kasia, me han traído hasta aquí, y también han traído a un sirviente que agredió a un oficial del ejército. Les obligué a hacerlo. El tribuno ha perdido mucho prestigio, aunque para ser un soldado imperial, es un hombre muy decente. ¡Qué sueño tengo! —Se quitó las botas—. Decían que mi padre era capaz de tumbar a cualquiera bebiendo, tanto en las tabernas como en los banquetes. Me pregunto si lo habré heredado de él. —Se quitó la túnica por la cabeza. La muchacha guardó silencio. Los esclavos no hacían preguntas—. Está muerto —añadió—. En una campaña contra los inicii. En Ferrieres.

Kasia se dio cuenta de que no estaba del todo sobrio. Había consumido una cantidad impresionante de vino. Tenía el torso desnudo; una mata de rizos pelirrojos le cubría el pecho. Ya lo había advertido el día anterior al bañarlo.

—Yo soy… inicii —dijo al rato.

—Ya lo sé. Y también Vargos, aunque no lo parece.

—En Sauradia, las tribus son… diferentes de las que emigraron al oeste, hacia Ferrieres. Son más… salvajes.

—También lo sé.

Se hizo el silencio. El artesano se incorporó sobre un codo y miró la estancia.

—Un fuego —dijo—. ¡Qué bien! Atízalo un poco, Kasia. —Nunca la llamaba «Gatita». Ella se levantó de inmediato y se arrodilló, puso otro leño y lo empujó con la vara—. Veo que no te han traído una cama —prosiguió desde el extremo opuesto de la habitación—. Deben de suponer que sólo te he comprado por una razón. Por cierto, abajo me han contado que las chicas inicii, sobre todo las delgaditas, tienen un genio de mil demonios y tiran el dinero a manos llenas. ¿Es verdad? Carullus me propuso acostarse contigo esta noche, para que no tuviera que hacerlo yo mientras estoy dolorido. Todo un detalle por su parte, pensé. Habrían tenido que poner un camastro.

Kasia no se movió de donde estaba, mirando fijamente el fuego. A veces, era difícil clasificar e interpretar los tonos de voz de Martinian.

—Puedo dormir sobre vuestra capa —dijo por fin—. Aquí, junto al hogar. —Recogió las cenizas y las echó a la chimenea. Es probable que le gusten los hombres, concluyó. Se decía que los rhodianos de pura sangre tenían esta inclinación, al igual que los basánidas. Eso le haría más fácil las noches.

—Kasia, ¿dónde está tu casa? —preguntó Crispin.

La muchacha tragó saliva con dificultad. Martinian la había pillado por sorpresa.

Se volvió, aún arrodillada, para mirarle.

—Al norte, mi señor, muy cerca de Karch.

Crispin había terminado de desnudarse y se había metido en la cama, sentado, con los brazos en torno a las rodillas. La luz del hogar proyectaba su sombra en la pared de la cabecera.

—¿Cómo te capturaron? ¿O quizá te vendieron?

Kasia apoyó las manos en el regazo.

—Me vendieron —respondió—. El otoño pasado. La peste se llevó a mi padre y a mi hermano. Mi madre no tenía elección.

—No estoy de acuerdo —replicó Martinian—. Siempre se tiene elección. ¿Vender a una hija para comer? ¡Qué poco civilizado!

—No —dijo la muchacha, crispando las manos—. Ella…, bueno, nosotras…, lo estuvimos hablando cuando llegó la caravana de los mercaderes de esclavos. Si no hubiese sido yo, habría sido mi hermana; de lo contrario habríamos muerto todos de hambre en invierno. Es difícil que lo podáis comprender. No había hombres suficientes para labrar la tierra o cazar. No se había cosechado nada. Compraron seis chicas de mi aldea, con grano y monedas. La epidemia… cambia mucho las cosas.

—Desde luego que lo sé —repuso él en voz baja. Hizo una pausa y añadió—: ¿Y por qué tú y no tu hermana?

Otra pregunta inesperada. Nadie se había interesado jamás por esas cuestiones.

—Mi madre pensó que yo era la que… tenía más probabilidades de casarme…, si bien no tenía otra cosa que ofrecer que mi propia persona.

—¿Tú también lo creías?

Kasia volvió a tragar saliva. La barba y la luz tan tenue hacían que fuese imposible distinguir la expresión del artesano.

—¿Qué… importancia tiene todo esto? —se atrevió a preguntar.

—Tienes razón —admitió él con un suspiro—. Ninguna. ¿Quieres volver a tu casa?

—¿Cómo?

—Me refiero a tu aldea. A estas alturas ya debes de imaginar que voy a liberarte. No necesito ninguna chica en Sarantium, y después de lo que… ha ocurrido hoy, no tengo la menor intención de tentar a los dioses aprovechándome de ti. —La voz de un rhodiano; una habitación iluminada por las llamas de la lumbre. De noche, a punto de empezar el invierno. El mundo se reconstruía una vez más—. No creo que… sea lo que sea lo que hayamos visto hoy… —prosiguió— salvara tu vida para que limpiaras la casa o calentaras el agua del baño en mi lugar. Tampoco tengo idea de por qué salvó la mía. Pero ¿acaso no deseas volver a tu…? ¡Oh, por la sagrada sangre de Jad! ¡Basta ya de lloriqueos, chiquilla!

Ella lo intentó con todas sus fuerzas, mordiéndose los labios, secándose las lágrimas con el dorso enhollinado de las manos, pero ¿cómo era posible no llorar en una situación como aquélla? Justo la noche anterior se había enterado de que ese día iba a morir.

—Te lo advierto, Kasia —añadió Crispin—. ¡Te echaré escalera abajo para que los hombres de Carullus hagan contigo lo que les venga en gana! ¡Detesto a las mujeres que lloran!

La muchacha estaba convencida de que no lo haría, que sólo pretendía mostrarse enojado. Era de lo único de lo que estaba segura. En ocasiones, las cosas sucedían demasiado deprisa. ¿Acaso el árbol hendido por un rayo comprende lo que acaba de suceder?

Kasia se había quedado dormida junto a los rescoldos del hogar. No se había quitado la túnica, estaba envuelta en una capa, mientras otra hacía las veces de almohada y se cubría con una de las mantas de Martinian. Habría podido dejar que se metiese en la cama, pero desde la muerte de Ilandra se había acostumbrado a dormir solo, y no era cuestión de romper un hábito tan arraigado aquella misma noche y con la esclava que había comprado la noche anterior.

Aunque a decir verdad, era injusto tildarla de esclava. Un año atrás había sido tan libre como él, una víctima de la misma epidemia veraniega que arruinó su propia vida. En realidad, la vida podía verse arruinada de innumerables formas, reflexionó.

Sabía que Linón le habría llamado imbécil por permitir que la chica durmiera junto al fuego. Pero Linón no estaba allí. Lo había dejado sobre la hierba húmeda, en el claro de un bosque aquella mamna, y luego se había marchado. Acuérdate de mí, le había dicho el gorrión.

¿Qué le sucedía al alma cuando el cuerpo y el corazón eran sacrificados a un dios? ¿Conocería Zoticus la respuesta a esa pregunta? ¿Y qué le ocurría al alma cuando al final el dios la reclamaba? ¿Podía saberlo un alquimista? Sería difícil escribir aquella carta. Despídeme de él, había dicho también Linón.

Un postigo golpeaba contra la pared. Era una noche ventosa. Al día siguiente haría frío cuando se pusieran en camino. La muchacha iría con él hacia el este. Al parecer, los dos inicii lo acompañarían. Qué extraños son los círculos que describe la vida…, o que parece describir, se dijo. ¿No serían acaso autoimposiciones de los hombres en aras de una reconfortante ilusión de orden?

Les había oído hablar en una tienda de alimentos siendo aún un niño. La cabeza de su padre se separó por completo de los hombros. Un hachazo. Fue a caer a cierta distancia mientras del extremo superior de aquel cuerpo descabezado manaba la sangre. «Como un torrente rojo», comentó uno de ellos, turbado. La muerte del albañil Horius Crispus había sido lo bastante espantosa para convertirse en leyenda.

Crispin tenía diez años cuando se enteró. Había sido un hacha inicii. Las tribus que se habían establecido en el oeste, hacia Ferrieres, eran las más salvajes. Todo el mundo lo sabía. La misma Kasia se lo había recordado esa noche. Hacían constantes incursiones en Batiara, atacando las granjas y las aldeas septentrionales. Una vez al año los antae enviaban ejércitos a Ferrieres, incluyendo la milicia urbana. Sus campañas solían tener éxito, y a su regreso las tropas traían esclavos. Pero había bajas. Siempre. Los inicii, aun viéndose superados en número, sabían luchar. Un torrente rojo. Ojalá no hubiese estado allí para oírlo. No a los diez años. Desde aquel día, y durante mucho tiempo, tuvo pesadillas que fue incapaz de contar a su madre. Estaba seguro de que los hombres de la tienda se habrían sentido consternados si hubiesen sabido que el hijo de Horius había oído su conversación.

Al cesar las lágrimas, la explicación de Kasia había sido lo suficientemente clara. En su casa nunca más volvería a haber un lugar para ella. Una vez vendida como esclava y enviada de habitación en habitación, de hombre en hombre, no tenía la menor esperanza de rehacer su vida entre su gente. Era un camino sólo de ida. Le sería imposible regresar, casarse, establecer una granja y compartir las tradiciones de su tribu, que no dejaban el menor resquicio para aquello en lo que se había visto obligada a convertirse, independientemente de lo que hubiera sido antes de la peste, cuando tenía un padre y un hermano que la protegían.

Un hombre capturado y esclavizado podía escapar y volver a su aldea con honor y posición social, como un emblema viviente del valor, pero no ocurría lo mismo con una mujer vendida a los traficantes de esclavos a cambio de grano con que alimentarse en invierno. El pueblo de su infancia le estaba vedado; era una puerta cerrada al fondo de un largo corredor hacia el pasado…, y no tenía llave para abrirla. A veces, era fácil sentir pena por el dolor ajeno, pensó Crispin, despierto y escuchando el viento.

En las atestadas y malolientes calles de Sarantium, entre las arcadas, las tiendas, los santuarios y tanta gente de tantas procedencias quizá podría empezar una nueva vida. No sería fácil siendo mujer, pero era joven, inteligente y enérgica. Nadie tenía por qué saber que había sido prostituta en una posada de Sauradia, y si se enteraban… bueno…, después de todo, la emperatriz Alixiana había sido más o menos lo mismo en su día. Más cara, pero de la misma calaña, si es que los rumores que circulaban eran ciertos.

Crispin supuso que por decir aquello le partirían la nariz, o algo peor. Fuera, el viento soplaba cada vez con más fuerza. El postigo seguía golpeando contra la pared. El Día del Muerto. ¿Viajaría en el viento?

El fuego del hogar había caldeado un poco la habitación, y además Crispin se había tapado con dos buenas mantas. Sin saber por qué, acudió a su mente la imagen de la reina de los antae, joven y asustada. Recordó el modo en que hundió los dedos en su cabello cuando se arrodilló ante ella. Hacía años que nadie lo acariciaba de ese modo.

Estaba cansado y le dolía la mandíbula. No debería haberse quedado a beber con los soldados. Había sido una estupidez, aunque Linón habría preferido llamarlo imbecilidad. Sin embargo, ese Carullus del Cuarto era un hombre decente, pensó. Asombroso. Le gustaba cómo sonaba su voz. Aquella imagen del dios en la cúpula de la capilla. La habían hecho mosaiquistas como él, aunque no estaba muy seguro de ello. Debía de haber algo más oculto en aquel prodigio artístico. Ojalá supiera cómo se llamaban. Le escribiría a Martinian para preguntárselo. Intentó poner orden en sus ideas. Visualizó los ojos del dios. Parecían reales. La niebla matinal impedía ver nada. Recordó las voces de sus perseguidores, los perros, el hombre muerto. El bosque y lo que les llevó a internarse en él. Siempre había temido aquellos bosques sólo con verlos, y aun así se había adentrado en Aldwood; árboles negros, de tupido follaje, hojas que caían, un sacrificio en un claro… No, en realidad no. El final de un sacrificio incompleto.

¿Cómo se podía hacer frente a tantas cosas en tan poco tiempo? ¿Bebiendo vino con un grupo de soldados? Tal vez. El más antiguo de los refugios o, por lo menos, uno de los más antiguos. ¿Tirando de las mantas en la cama hasta el rostro magullado y conciliando el sueño, a resguardo del cuchillo del viento y de la noche? Quizá, pero no de aquella noche que parecía interminable.

Caius Crispus también soñó con la fría oscuridad, pero en su sueño no voló. Se vio caminando por los corredores de un palacio vacío; sabía cuál era y dónde se hallaba. Había estado allí con Martinian, años atrás. Se trataba del Palacio Patriarcal en Rhodias, el emblema más resplandeciente en aquellos días del poder religioso —y de la riqueza— del imperio.

Lo habían visitado mucho después de que los antae lo saquearan y conquistaran. Estaba en ruinas y la mayoría de sus estancias se hallaban desiertas. Un clérigo de aspecto cadavérico que no paraba de toser les acompañó hasta un famoso mosaico mural antiguo que un mecenas quería reproducir en su casa de verano en Baiana, junto al mar. Gracias a una carta, y probablemente una buena suma de dinero de su cliente, les habían permitido acceder, bien que a regañadientes, al eco y el polvo de aquel destartalado lugar.

El Gran Patriarca vivía, era venerado y dictaba su incesante flujo de correspondencia a todos los rincones del mundo conocido en las dos plantas superiores y casi nunca salía de allí, salvo en los días sagrados, cuando cruzaba el puente cubierto sobre la calle para dirigirse al Gran Santuario y oficiar los servicios en nombre de Jad, cuya representación en oro presidía el recinto desde la cúpula.

Los tres hombres atravesaron interminables corredores completamente vacíos en la planta baja —sus pisadas resonaban con una especie de reproche— hasta llegar a la estancia en que estaba la obra que debían copiar. Era un salón de recepciones, según musitó el clérigo, rebuscando entre un aro repleto de llaves que colgaba de su cinturón. Probó con varias, tosiendo, antes de dar con la correcta. Los artesanos entraron a paso lento y luego abrieron las contraventanas, aunque ya habían advertido que había muy poco que hacer.

El mosaico, que cubría toda una pared, del suelo al techo, era una ruina, pero no a causa del tiempo o de los efectos de una técnica inadecuada, sino de las mazas, las hachas, las dagas, las espadas, los arietes, los tacones de las botas y los arañazos de las uñas. En su día había sido un paisaje marino, de eso no había duda. Conocían la obra que les habían encargado, aunque no los nombres de sus artífices. El nombre de los mosaiquistas, al igual que el de los demás artesanos, no se consideraba lo bastante valioso como para preservarlo.

Tonos de azul oscuro y un espléndido verde continuaban allí como un vestigio del trazado original, cerca de los paneles de madera del techo. Debieron de haber usado piedras preciosas para los ojos de un hipocampo, las relucientes escamas de los peces, los corales, las conchas, el brillo de las anguilas o la vegetación subacuática. Durante el saqueo el mosaico quedó destruido. Por lo que se podía ver, se había producido un incendio en algún punto de la estancia. Las paredes chamuscadas eran la prueba silenciosa de ello.

Permanecieron inmóviles durante un rato, sin pronunciar palabra, entre el polvo que se había levantado con su llegada y danzaba bajo los rayos del sol. Después, cerraron de nuevo las contraventanas y recorrieron los mismos laberínticos pasillos hasta salir a los vastos y casi desérticos espacios de la ciudad que en su día fuera el centro del mundo, de un imperio.

En su sueño, Crispin estaba solo en el palacio, y éste era incluso más oscuro y estaba más vacío que aquella vez, aunque ese episodio de su vida ya se le antojaba pavorosamente remoto. Acababa de casarse, se estaba ganando una buena reputación en el gremio, sus ingresos iban en aumento y se sentía feliz al lado de la maravillosa mujer con la que había contraído matrimonio un año antes y que tanto le amaba. En los corredores del sueño, caminaba por un palacio buscando a Ilandra, aunque sabía que había muerto.

Abría una tras otra las puertas con la pesada llave de hierro que llevaba consigo, y en todas las estancias encontraba lo mismo: el recuerdo ennegrecido de un incendio. Nada más. Le pareció percibir el gemido del viento y el destello azulado de la luna a través de unas lamas rotas en las contraventanas. Rumores en la distancia. ¿Un festejo? ¿El saqueo de la ciudad? Desde lejos, pensó en sueños, todos los sonidos eran similares.

Salón tras salón, dejaba la huella de sus pisadas en la gruesa capa de polvo acumulado con los años. No había nadie, sólo aquellos sones en el exterior. El palacio era increíblemente vasto y su estado de abandono era absoluto. Espectros, recuerdos, ruidos. Ésta es mi vida, pensó mientras seguía avanzando. Estancias, corredores, de un lado a otro, al azar, sin nada capaz de aportar vida, luz o la mera idea de una carcajada en aquellos espacios huecos, mucho más extensos de lo necesario.

Abrió otra puerta, igual que las demás, y entró en otro salón. Se detuvo. Allí estaba el zubir.

Detrás, vestida para un banquete con una túnica de color marfil rematada con una banda azul marino en el cuello y el orillo, con el cabello negro adornado con gemas y luciendo el collar de su madre, se hallaba su esposa, Ilandra.

Aun en sueños, Crispin lo comprendió.

Los mensajes oníricos no eran complejos, sutiles ni tenebrosos, ni hacía falta contratar los servicios de un adivino para interpretar su significado. No podía pasar. Ilandra se había marchado al igual que lo estaba haciendo su juventud y que lo hicieran su padre, la gloria de aquel palacio en ruinas y de la mismísima Rhodias. Se había marchado para siempre. A otro lugar. Así lo proclamaba el zubir de Aldwood, un coloso salvaje que se interponía entre ambos, completamente negro, con el pelaje enmarañado, la cabeza y las astas imponentes, y unos ojos negros que llevaban miles de años proclamando aquella verdad. Era imposible superarlo. Procedías de él y regresabas a él, y te reclamaba o te dejaba libre durante un período, tiempo que era imposible medir.

Luego, mientras Crispin reflexionaba e intentaba imponer la paz en su sueño con aquellas verdades recientemente aprendidas, y empezaba a alzar una mano para despedirse de su amada, que permanecía detrás del dios del bosque, el zubir desapareció, dejándolo confuso una vez más.

Se desvaneció como lo había hecho en el camino, tragado por la niebla, pero en esa ocasión no volvió a reaparecer. Crispin contuvo el aliento, sintiendo que su corazón latía con un ritmo frenético, con un martilleo constante, sin advertir el grito que había lanzado en la fría habitación, en plena noche sauradí.

En el palacio, Ilandra sonreía. Estaban solos. Sin barreras. Su sonrisa le heló el alma. Habría podido ser un cadáver yaciendo en un camino, con el pecho desgarrado. Pero no lo era. En su sueño le vio avanzar lentamente hacia él. Nada se interponía entre ellos, nada podía separarles.

—Hay pájaros en los árboles —dijo su difunta esposa, acurrucándose en sus brazos— y somos jóvenes. —Se puso de puntillas y le besó en la boca. Él notó un sabor a sal y se oyó decir algo terriblemente importante, pero no logró articular una sola palabra.

Despertó con el silbido del viento, un hogar extinguido y una muchacha inicii —una sombra, un peso— sentada en su cama, a su lado, envuelta en su capa, abrazándose los codos con las manos.

—¿Qué…? ¿Qué ocurre? —exclamó, confuso, dolorido y con el pulso acelerado. ¡Kasia le había besado…!

—Estabais gritando, mi señor —susurró la muchacha.

—¡Oh, santo Jad! ¡Oh, Jad! Anda, duérmete… —Crispin hizo un esfuerzo por recordar su nombre. Se sentía obnubilado, lento, quería regresar a aquel palacio. Lo deseaba tanto como algunos hombres deseaban el zumo de adormidera…, por encima de todo.

Ella guardó silencio, sin moverse.

—Tengo miedo —dijo por fin.

—Todos tenemos miedo. Ve a dormir.

—No es eso. Quiero decir que podría consolarte, pero tengo miedo.

—¡Vaya! —Era injusto, pero no tenía más remedio que ordenar sus ideas para regresar a la vida real; le dolía la mandíbula y también el corazón—. Las personas a las que amé ya han muerto. No puedes consolarme. Ve a dormir.

—¿Vuestros… hijos?

Cada palabra lo alejaba un poco más del palacio.

—Mis hijas. El verano pasado. —Tomó aliento—. Estoy avergonzado de estar aquí. Las dejé morir —Crispin nunca lo había dicho, pero era verdad. Les había fallado… y él había sobrevivido.

—¿Les dejasteis morir… de peste? —preguntó ella con incredulidad—. Nadie puede salvar a nadie de la peste.

—Ya lo sé, ¡oh, Jad!, ya lo sé. Déjalo, ¿qué más da?

Poco después, ella volvió a la carga:

—¿Y vuestra…, su madre?

Crispin meneó la cabeza.

La maldita contraventana seguía empeñada en aquel incesante martilleo. Sentía deseos de salir, de arrancarla de la pared y acostarse con Ilandra bajo el viento helado de la noche.

—Kasia —dijo el artesano. En efecto, así se llamaba la muchacha. Aquél era su verdadero nombre—. Vete a dormir. No es tu obligación consolarme.

—No es ninguna obligación —respondió ella.

Crispin se enfureció.

—¡Por la sangre de Jad! ¿Qué te propones? ¿Transportarme a un mundo de felicidad con tus técnicas sexuales?

Kasia lo miró con expresión de estupor.

—¡No, no, no! Nada de eso…, no tengo ninguna técnica. Lo que quería decir es que…

Crispin cerró los ojos. ¿Por qué tenía que estar discutiendo de aquellas cosas precisamente en un momento, tras ese sueño tan real y maravilloso? Ilandra estaba entre sus brazos, con un batín, según recordaba, el collar, su perfume, la suavidad de sus labios entreabiertos.

Estaba muerta, era un fantasma, un cadáver en una sepultura. «Tengo miedo», había dicho Kasia de los inicii. Crispin dejó escapar un suspiro. Aquella maldita contraventana no se cansaba de golpear contra la pared. Una y otra vez, una y otra vez, de un modo vano, fútil… vulgar.

—Está bien…, si lo deseas, puedes dormir aquí —dijo al fin—. No hay nada que temer. Lo que ha sucedido hoy es agua pasada. —Es mentira. Sólo terminará con tu muerte, pensó. La vida es una emboscada y tarde o temprano te espera el horror.

Se puso de lado, mirando hacia la puerta, para hacerle espacio, dándole la espalda. Al principio, Kasia no se movió, pero luego él advirtió que se deslizaba bajo las mantas. Rozó sus pies; los retiró de inmediato, pero por su tacto helado Crispin advirtió que debía de haber pasado mucho frío con el fuego apagado. Era noche cerrada. ¿Habría espíritus en el viento? ¿Almas? Cerró de nuevo los ojos. Yacían juntos, compartiendo una calidez mortal. A veces, en las noches de invierno, los hombres pagaban a las chicas de las tabernas sólo para estar así, acostados el uno junto al otro.

El zubir había estado en el palacio y luego se había disipado. No había barreras. Nada se interponía entre ellos. ¿O sí…? ¡Por supuesto que sí! «Imbécil —le dijo una voz en su interior—. Imbécil». Crispin permaneció inmóvil durante largo rato. Después, lentamente, se volvió.

La muchacha yacía boca arriba. Estaba despierta, con los ojos abiertos, asustada. Era consciente de que durante muchas horas había tenido la seguridad de que ese día iba a morir, y que lo haría de una forma brutal. Crispin intentó imaginar cómo sería esperar algo así. Moviéndose como si estuviera bajo el agua, o en un sueño, puso una mano en su hombro y luego en su cuello, apartando de la mejilla algunos mechones de su larga melena rubia. Era tan joven… Volvió a tomar aliento. Aun ahora se sentía inseguro, medio perdido en otro lugar, pero entonces tocó un seno pequeño y firme a través de la fina tela de la túnica. Ella seguía con los ojos abiertos.

—Las técnicas apenas tienen importancia —dijo Crispin. Su propia voz le sonó extraña. La besó con toda la suavidad de que fue capaz.

Volvió a notar el sabor salado que había percibido en sueños. Se apartó un poco para contemplarla; estaba llorando. Pero ella alzó una mano, le acarició el pelo y luego dudó, como si no supiese a ciencia cierta lo que debía hacer a continuación, cómo debía comportarse, cómo debía ser en ese momento que tenía la posibilidad de elegir. El sufrimiento de otros, pensó Crispin. La negra noche, con el sol en las profundidades de la tierra, debajo del mundo. Se aproximó muy lentamente a ella y volvió a besarla, luego bajó la cabeza hasta rozar el pezón con los labios, a través de la tela. La mano de Kasia se estremeció sin dejar de acariciarle. El sueño era un refugio, pensó, al igual que las paredes, el vino, la comida, la calidez y… aquello. Aquello. Cuerpos mortales en las tinieblas.

—No estás en la posada de Morax —dijo Crispin, que sentía el corazón de la muchacha latir vertiginosamente. Las consecuencias de un año atroz, de mano en mano. Quería ser cuidadoso, paciente, pero hacía tanto tiempo que no disfrutaba de la compañía de una mujer… Su propia urgencia le sorprendió y luego acabó dominándole por completo. La estrechó entre sus brazos. Su cuerpo era más blando de lo que había imaginado, y sus manos, que se aferraban a su espalda, poseían una fuerza extraordinaria. Se quedaron dormidos durante un rato, así, abrazados. Más tarde, poco antes del amanecer, al despertar, Crispin dirigió sus movimientos con mayor atención, hasta notar cómo ella iniciaba su propia secuencia de descubrimientos, gemido tras gemido, como un escalador alcanzando una cumbre e inmediatamente después otra más alta, antes de que por fin la divinidad solar empezara a asomar por el horizonte, atestiguando las infinitas batallas libradas y ganadas en la noche.

El médico castrense del campamento era basánida y todo un experto en sus menesteres. Lo primero iba en contra del reglamento, y lo segundo era tan poco habitual —y a la vez tan valioso— que el gobernador militar al mando de la región meridional de Sauradia hacía caso omiso de la burocracia y los reglamentos. Desde luego, no era el único oficial imperial de alta graduación con semejante punto de vista. En todo el ejército había médicos abiertamente paganos, basánidas que adoraban a Perun y a Anahita, y kindaths que rendían culto a sus deidades lunares. Pero entre hacer cumplir la ley y disponer de un buen médico… la elección era evidente.

Por desgracia, al menos desde un punto de vista práctico, tras una levísima amonestación, el médico examinó con cuidado al sirviente inicii, analizó una muestra de orina y declaró que no estaría en condición de cabalgar durante dos semanas. Eso significaba que tendrían que alquilar un carro para él. Y teniendo en cuenta que la muchacha los acompañaría en su viaje hacia el este y que las mujeres no montaban a caballo, el carro debería ser lo bastante espacioso para ambos.

Y claro, el artesano no tardó demasiado en anunciar que detestaba cabalgar, y dado que iban a usar un vehículo, pues…

El gobernador militar ordenó a su secretario que firmara los papeles pertinentes, sin invertir más tiempo del estrictamente necesario en la tarea. El emperador, en su suprema sabiduría, quería contar con aquel hombre para algo relacionado con el nuevo santuario que se construiría en Sarantium. El nuevo y execrablemente caro santuario. A través del despacho del canciller, había ordenado a una compañía de buenos soldados que buscaran a un artesano rhodiano en el camino. Al fin y al cabo, un carruaje militar para cuatro personas no era más que otro insulto sin importancia. El enésimo.

Dadas las circunstancias, el gobernador se mostró dócil ante la tímida, aunque locuaz, sugerencia de uno de los tribunos del Cuarto Sauradí, el que había encontrado al extraviado.

Carullus se ofreció para acompañar al artesano, aunque precedido de una carta urgente del gobernador con la petición directa al maestro de ceremonias y a Leontes, el estratega supremo, de que se procediera a satisfacer cuanto antes las pagas atrasadas. Carullus podría irse de la lengua, pensó el gobernador mientras dictaba la misiva, con evidente desánimo, al mensajero militar.

Por otro lado, el rhodiano había respondido con rapidez a la invitación. Incomprensiblemente, el correo encargado de llevar los documentos imperiales había tardado más de lo acostumbrado en llegar a Varena. Como era preceptivo, su nombre y su número de servicio civil figuraban en el sobre, debajo del sello roto, y el secretario del gobernador había tomado buena nota de ellos. Tilliticus. Pronobius Tilliticus.

El gobernador se entretuvo unos instantes preguntándose qué clase de madre sería aquélla que había puesto a su hijo un nombre casi idéntico al que se usaba en el argot militar para designar los genitales femeninos. Al término del escrito, añadió una posdata, sugiriendo al maestro de ceremonias que se reprendiera al cartero en cuestión. Tampoco resistió la tentación de añadir que sería preferible encomendar al ejército las comunicaciones importantes enviadas al oeste, al reino de los antae en Batiara. A pesar de sus dolores de estómago, que desde hacía un tiempo eran crónicos, el gobernador sonrió con sarcasmo mientras dictaba esa parte de la carta. Acto seguido, ordenó al mensajero que se pusiese en marcha.

Haciendo caso omiso de las recomendaciones del médico, que les había prescrito un período de reposo más prolongado, Crispin y sus dos compañeros sólo permanecieron dos noches en el campamento, y durante su breve estancia un notario registró y archivó entre sus expedientes, a instancias del rhodiano, los documentos que daban fe de que la mujer, Kasia de los inicii, había obtenido la libertad, facilitándole una copia para que la presentase en el registro civil de la Ciudad.

Al mismo tiempo, el centurión de reclutamiento de la caballería del Cuarto Sauradí se encargó de realizar los protocolos necesarios para la conscripción del varón, Vargos, un trámite que le liberaba de su contrato con el Correo Imperial y le confería el derecho inmediato a percibir todo el dinero que se le adeudaba. Asimismo, se cumplimentó todo el papeleo indispensable para ordenar la transferencia de dicha suma al pagador militar en la Ciudad, lo que satisfizo plenamente al centurión, pues… las relaciones entre el ejército y el servicio civil eran tan cordiales allí como en cualquier otro lugar, es decir, ¡espantosas!

Sin embargo, a la hora de firmar la baja de Vargos tras un período transitorio, muy transitorio…, demasiado transitorio —¡apenas unas horas!— de servicio militar obligatorio, no se mostró tan entusiasmado. De no haber recibido instrucciones explícitas, habría puesto serios reparos. Era un hombre muy fuerte y, una vez recuperado de sus lesiones, se habría convertido en un excelente soldado. Las deserciones iban en aumento, pues se adeudaban las pagas de medio año, y todas las unidades se hallaban bajo mínimos.

Pero no pudo ser. Tanto Carullus como el gobernador parecían ansiosos por ver partir al rodhiano de barba roja y a su séquito. Los documentos imperiales firmados por el canciller Gesius habían tenido la culpa, supuso el centurión. El gobernador estaba a punto de jubilarse y no podía permitirse el lujo de desatender las órdenes de Sarantium.

Carullus, por su parte, conduciría al artesano hasta la Ciudad, encabezando la escolta, aunque el centurión desconocía el motivo.

En realidad, las razones eran diversas, pensaba el tribuno del Cuarto Sauradí durante los días que duró el viaje hacia el este y luego, una vez en Trakesia, torciendo poco a poco hacia el sur. Un tribuno al mando de quinientos hombres era mucho más significativo que cualquier mensajero llevando otra carta de reclamación. Por lo menos, tenía una expectativa legítima de ser recibido y obtener una respuesta formal respecto a las pagas que se debían a las tropas sauradíes. Era probable que el maestro de ceremonias se limitara a soltarle un discurso plagado de tópicos, pero Carullus tenía esperanzas de ver a Leontes en persona o a un miembro de su oficialidad y sacar algo en claro sobre el particular.

Además, hacía años que no pisaba Sarantium y la posibilidad de visitar la Ciudad era demasiado atractiva para desaprovecharla. Había calculado que llegarían, aún a marcha lenta, antes de que finalizara la temporada de las carreras en el Hipódromo, durante el Festival de Dykania. Desde siempre le habían apasionado las cuadrigas y sus venerados Verdes, y en las lejanas tierras de Sauradia no había nada de todo aquello.

Por lo demás, sentía un aprecio casi genuino por el rhodiano al que había atizado con el casco, lo cual era impensable un par de días antes. Martinian de Varena no parecía un hombre especialmente simpático o que le gustase conversar, pero tenía casi tanta resistencia al vino como un soldado, conocía innumerables canciones occidentales de una asombrosa obscenidad y no mostraba la típica arrogancia de que hacían gala la inmensa mayoría de los rhodianos cuando se enfrentaban con un honrado soldado imperial. Y por si fuera poco, insultaba con una inventiva que merecía la pena emular.

¿Eso era todo? ¡No! Muy a pesar suyo, el tribuno se había dado cuenta de que, a fuerza de mirar de un lado a otro para determinar el paradero de otro de los miembros del grupo, un sentimiento completamente nuevo se estaba adueñando de su corazón.

Era lo más inesperado que le había sucedido jamás.

Durante siglos, los periódicos y la correspondencia de los viajeros experimentados habían recalcado en innumerables ocasiones que la forma más impresionante de contemplar Sarantium por primera vez era desde la cubierta de una embarcación al atardecer.

Navegando hacia el este, el sol a la espalda iluminaba las cúpulas y las torres, brillaba en las murallas de la costa y los acantilados que se alineaban a los lados del infame canal —el Diente de Serpiente— y conducían hasta el famoso puerto. Era imposible, aseguraban los viajeros, escapar al sobrecogimiento y la majestuosidad que evocaba la Ciudad. Ojo del mundo, ornamento de Jad, según rezaba una frase popular.

Los jardines del Recinto Imperial y el churkar, donde los emperadores jugaban o asistían a competiciones de un deporte basánida que se practicaba con caballos y mazos, se podían divisar desde mar adentro, entre los palacios Traversite, Attenine y Baracian, todos ellos de oro y bronce. Un poco más allá, se hallaba el colosal Hipódromo, y desde allí, a través del foro, en aquel año del reinado del excelso, glorioso y bienamado de Jad, el tres veces ensalzado Valerius II, emperador de Sarantium, heredero de Rhodias, se veía la gigantesca cúpula dorada, la última maravilla del mundo, alzándose por encima del nuevo Santuario de la Sagrada Sabiduría de Jad.

Desde el mar, rumbo a la mítica Ciudad, todo aquello y mucho más se extendía ante el viajero como un festín para el ojo hambriento, demasiado deslumbrante, diverso e intenso como para poder abarcarlo. Se había dado el caso de hombres que se cubrían el rostro, que cerraban los ojos, que se volvían de espaldas, que se arrodillaban en la cubierta del barco para rezar y llorar, estremecidos ante semejante espectáculo. «¡Oh, Ciudad, Ciudad! —decía un salmo—, mis ojos nunca están secos cuando te recuerdo; mi corazón es un pájaro que vuela hacia su hogar».

Luego, las pequeñas embarcaciones portuarias salían al encuentro de los recién llegados, los funcionarios subían a bordo para verificar la documentación del pasaje, efectuar los trámites aduaneros, examinar la carga y recaudar los tributos correspondientes. Por fin, les autorizaban a seguir navegando hasta el recodo del Diente de Serpiente —las monumentales cadenas que se retiraban en tiempos de paz, como en ese momento—, y al pasar entre los estrechos acantilados, contemplaban las altísimas murallas con guardias a cada lado y pensaban en el Fuego Sarantino que se vertía sobre los desventurados enemigos que pretendían tomar la sagrada Ciudad de Jad. El respeto reverencial daría paso a una buena dosis de pánico. Sarantium no era un puerto para los débiles.

El viraje se realizaba siguiendo las instrucciones del jefe del puerto, que se valía para impartirlas de gritos, señales de cuernos y destellos luminosos. Más tarde, después de echar anclas y de someterse a un nuevo examen de los papeles, los viajeros podían desembarcar en los abarrotados y ruidosos muelles de Sarantium. Era difícil mantener el equilibrio después de tanto tiempo en el mar y adentrarse en la Ciudad que era, desde hacía más de doscientos años, la gloria coronada de Jad y el lugar más sórdido, peligroso, superpoblado y turbulento de la tierra.

Todo aquello si se llegaba por vía marítima.

Pero si se llegaba por tierra, a través de Trakesia, tal y como se decía que el propio emperador había hecho treinta años atrás, lo primero que veían los ojos del viajero era la Triple Muralla.

No obstante, también había disidentes, como suele suceder entre los viajeros, inclinados a mostrarse en desacuerdo y a expresar sus opiniones de forma agresiva sin el menor reparo. Éstos aseguraban que aquellas murallas titánicas, que relucían con un brillo cegador en el ocaso, acentuaban el poderío y la magnitud de Sarantium hasta límites abrumadores. Y eso fue ni más ni menos lo que pensó Caius Crispus de Varena una buena mañana, exactamente seis semanas después de haber salido de su casa para responder a una invitación del emperador dirigida a otro hombre, mientras intentaba encontrar una razón para vivir, si es que antes no le ajusticiaban por impostor.

Y lo cierto era que existía una paradoja oculta en aquella situación, pensó al tiempo que contemplaba las murallas que protegían el acceso terrestre al promontorio en el que se levantaba la Ciudad. Pero en aquel momento no estaba para paradojas; por fin había llegado a Sarantium. Ya no podía echarse atrás. Muy pronto sabría lo que le depararía el destino.