Vargos de los inicii no era un esclavo.
Muchos de los sirvientes que se podían alquilar a lo largo de las principales vías imperiales lo eran, pero Vargos había elegido ese trabajo por voluntad propia, como se apresuraba en aclarar a quienes se equivocaban al dirigirse a él. Hacía tres años que había firmado su segundo contrato de cinco años con el Correo Imperial. Llevaba consigo una copia del documento que así lo atestiguaba, pese a ser analfabeto, y percibía su salario cada seis meses, además de tener el alojamiento asegurado. No era mucho, pero con el tiempo se había comprado dos pares de botas, una capa de lana, varias túnicas y un cuchillo esperanano, y podía permitirse el lujo de pagar un follis o dos por una prostituta. Lógicamente, el Correo Imperial prefería a los esclavos, aunque éstos no abundaban desde que el emperador Apius había decidido pacificar a los bárbaros del norte en lugar de someterlos. Por lo demás, hacían falta hombres corpulentos para echar una mano a los viajeros. Algunos de ellos, incluido Vargos, pertenecían a estas tribus septentrionales.
El padre de Vargos había manifestado en más de una ocasión —casi siempre dando un puñetazo en la mesa y salpicando cerveza— su punto de vista sobre el hecho de trabajar o servir como soldado para los cerdos de Sarantium, pero Vargos se había acostumbrado a mostrarse en desacuerdo con él. Y fue después de la última discusión cuando una noche se marchó de la aldea y puso rumbo al sur.
Ya no recordaba los detalles de la riña —tenía algo que ver con una superstición relacionada con arar bajo la luz de la luna llena—, pero lo cierto era que terminó con el anciano, que sangraba por la cabeza, marcando al menor de sus hijos en la mejilla con un cuchillo de caza, mientras hermanos y tíos lo sujetaban con fuerza. No obstante, después de aquel singular combate, violento y humillante, el muchacho acabó por reconocer que probablemente se había merecido aquella cicatriz. Al fin y al cabo, entre los inicii no estaba bien visto que un hijo golpeara a su padre hasta dejarlo medio muerto con un leño en el transcurso de una disputa.
Con todo, prefirió no permanecer un día más en el hogar familiar para no dar lugar a un nuevo debate o a un nuevo castigo. Un chico de su edad tenía todo un mundo maravilloso que descubrir más allá de la aldea. Se había puesto en marcha aquella misma noche de primavera, con las dos lunas casi llenas en el cielo, sobre los campos recién sembrados y los espesos bosques, dirigiéndose hacia el sur y sin volver la vista atrás una sola vez.
Quería enrolarse en el ejército imperial, pero alguien en una caupona junto al camino había mencionado que se ofrecía trabajo en las posadas del Correo, y Vargos decidió probar suerte en éste durante una o dos temporadas.
De eso hacía ya ocho veranos. Cuanto más pensaba en ello, más curioso le parecía que muchas de las decisiones que un hombre tomaba precipitadamente acabaran por convertirse en aspectos permanentes de su vida. Ni que decir tiene que desde entonces había añadido alguna que otra cicatriz a la que le dejara su padre; los caminos eran peligrosos y en Sauradia abundaban los hombres hambrientos dedicados al pillaje y a toda clase de fechorías. Aun así, a Vargos le gustaba aquel trabajo. Se sentía a gusto en los espacios abiertos, no tenía ningún patrón a quien atizarle en la cabeza y no compartía el arraigado odio de su padre hacia los imperios, tanto el sarantino como el de Batiara, más antiguo.
Aunque tenía fama de hombre solitario, a esas alturas ya contaba con conocidos en todas las posadas del Correo Imperial y en las tabernas del camino desde la frontera de Batiara hasta Trakesia, lo que le permitía disfrutar de paja o camastros limpios para dormir, un buen fuego en invierno, comida y cerveza, y algunas chicas que se mostraban amables con él cuando no tenían otra cosa que hacer. En este sentido, era importante ser un hombre libre, y siempre le sobraban un par de monedas para gastar en sus caprichos. Nunca había salido de Sauradia. La mayoría de los sirvientes del Correo Imperial permanecían en su provincia, y Vargos jamás había experimentado el menor deseo de aventurarse más allá de donde le habían llevado sus pasos ocho años atrás, con la mejilla sangrando.
Hasta aquella mañana, en el Día del Muerto, cuando el rhodiano de barba roja que le había contratado en el hostal de Lauzen, cerca de la frontera, partió de la posada de Morax, en medio de la niebla, con una muchacha esclava que había sido destinada al dios del roble.
Hacía años que Vargos había abrazado la fe jaddita, aunque eso no significaba que, siendo como era un hombre del norte de Aldwood, fuese incapaz de reconocer a alguien que había sido elegido para el ritual. Kasia también pertenecía a la tribu de los inicii, quizá de una aldea o granja próxima a la suya, y debían de haberla vendido a un traficante de esclavos. La noche anterior, Vargos había adivinado aquellos signos inequívocos en los ojos de la chica y en las miradas que tanto hombres como mujeres le dirigían en la posada. Nadie dijo una palabra, aunque no fue necesario. Sabía muy bien que el siguiente era uno muy especial.
La conversión de Vargos al culto del dios del sol, así como a una polémica creencia en la sacralidad de Heladikos, su hijo mortal, había sido sincera. Rezaba al amanecer y al atardecer, encendía velas en las capillas por las Víctimas Benditas, ayunaba los días correspondientes y desaprobaba profundamente las antiguas prácticas que había dejado atrás, tales como las relacionadas con el dios del roble, la doncella del maíz y la interminable sed de sangre y corazones humanos, aunque jamás había interferido en ellas ni lo había deseado, y eso incluía las dos veces anteriores que había estado en el hostal de Morax, en las inmediaciones del árbol sagrado que se alzaba al sur, en un día como aquél.
No era de su incumbencia, se había dicho en ambas ocasiones, en el caso de que se le hubiese ocurrido la posibilidad de intervenir o de que alguien se lo hubiese propuesto. Los sirvientes no llamaban al ejército o al clero imperial para detener un sacrificio pagano, o al menos no lo hacían si tenían la intención de seguir trabajando en aquella vía y aun de conservar la vida. Después de todo, ¿qué importaba una muchacha al año cuando había tantas? Durante dos veranos sucesivos la peste había causado estragos, y la muerte estaba presente en todas partes.
El batiarano pelirrojo no había hecho ningún comentario a Vargos; se había limitado a comprar la chica, o mejor, a conseguir que otro se la comprara, y se la llevaba con él para salvarle la vida. El hecho de haberla elegido precisamente a ella podía haber sido fruto del azar, una casualidad, pero no lo era, y Vargos lo sabía.
Habían planeado pasar dos noches en aquella venta justamente para no viajar en día tan fatídico.
Por lo menos, eso era lo que habría hecho cualquier hombre medianamente prudente en Sauradia, pero la noche anterior, antes de subir a su habitación tras el extraño incidente del robo, Martinian de Varena le había despertado —Vargos dormía en la estancia destinada a los sirvientes— y tras pedirle que se reuniera con él en el corredor, le dijo que había decidido partir antes del amanecer y que la muchacha iría con ellos.
Vargos, taciturno como era, no pudo evitar preguntar:
—¿Mañana?
El artesano, inexplicablemente sobrio a pesar del vino que había estado bebiendo en el salón, le miró largamente. El pasillo estaba casi a oscuras, por lo que resultaba difícil adivinar su expresión detrás de la tupida barba.
—Después de lo que ha sucedido, no creo que sea seguro permanecer aquí —dijo, hablando en rhodiano.
Pues fuera aún lo será menos, pensó Vargos, aunque prefirió guardar silencio. Había considerado la posibilidad de que le estuviese poniendo a prueba pero no estaba preparado para lo que vino después.
—Mañana es el Día del Muerto —prosiguió Martinian, midiendo muy bien sus palabras—. No te obligaré a que nos acompañes. No estás en deuda conmigo y no tienes por qué hacerlo. Si prefieres quedarte, rescindiremos el contrato y contrataré a otro hombre en cuanto pueda.
Mañana seguro que no, se dijo Vargos. Al día siguiente, en efecto, nadie se atrevería a viajar con el artesano por un puñado de solidi de plata.
Sin pensárselo dos veces, Vargos asintió con la cabeza.
—Si mal no recuerdo, necesitabais un hombre que os llevara hasta la frontera trakesiana. Estaré listo con la mula antes de las plegarias matutinas. Al despuntar la luz de Jad, estaremos en camino.
El batiarano no era un individuo de sonrisa fácil, pero había sonreído brevemente y apoyado una mano en el hombro de Vargos antes de encaminarse hacia la escalera.
—Gracias, amigo —dijo.
En ocho años, nadie le había ofrecido la oportunidad de librarse de sus obligaciones de aquella forma ni le había agradecido la simple decisión de cumplir con el servicio contratado. Por muy hombre libre que fuese, no dejaba de ser un sirviente contratado por un corto plazo de tiempo.
Eso significaba dos cosas, concluyó Vargos, mientras se acostaba de nuevo en su camastro y apartaba el codo de un trakesiano que roncaba y había invadido su parte del lecho. Una era que Martinian sabía exactamente qué estaba haciendo cuando solicitó al comerciante que le comprara aquella chica. Y la otra, que Vargos era su hombre.
Y entonces le habló el valor. El valor de Jad en su carro luchando contra el frío y la oscuridad cada noche durante su periplo por debajo del horizonte; el de Heladikos elevándose con su cuadriga para llevar a la humanidad el fuego de su padre; y el de un simple viajero que arriesgaba su propia vida por salvar la de una esclava destinada a sufrir un horrendo final al día siguiente.
Vargos había visto a algunos hombres de prestigio durante su carrera profesional. Príncipes y aristócratas de la remota Sarantium, ataviados de blanco y oro; soldados con armadura de bronce y los colores de su regimiento; y figuras austeras e inmensamente poderosas del clero. Años atrás, el mismísimo Leontes, estratega supremo de todos los ejércitos del Imperio, había pasado con una compañía de guardias elegidos, de regreso al este procedente de Megarium. Se dirigían al campamento militar cercano a Trakesia y luego hacia el norte y el éste, para combatir a las inquietas tribus moscovitas. Vargos, entre una muchedumbre de hombres y mujeres, sólo consiguió ver fugazmente su cabeza descubierta, su cabello rubio, mientras la gente gritaba enfervorizada junto al camino. Fue un año después de la gran victoria contra los basánidas, más allá de Eubulus, y de la celebración que el emperador ofreció a Leontes en el Hipódromo. Incluso en Sauradia se había oído hablar de ello. Desde los años de Rhodias, ningún emperador había homenajeado a un estratega con un desfile en su honor.
Pero era un artesano de Varena, un descendiente de las legiones, de los rhodianos, cuya estirpe tanto había odiado Vargos, quien estaba protagonizando la mayor hazaña de que tuviera noticia. Y estaba dispuesto a seguirle.
Con todo, lo más probable era que no llegaran muy lejos, pensó con preocupación. «Al despuntar la luz de Jad, estaremos en camino», había dicho por la noche en el corredor de la posada. No había luz de la que hablar cuando sacaron la mula del patio rodeados por una niebla espesa. El pálido sol del otoño pronto se levantaría, pero ellos no se darían cuenta.
Los tres salieron del patio en medio de un silencio sepulcral. Varios hombres, o sus siluetas borrosas, les estaban observando. Nadie se ofreció a ayudarles, a pesar de que Vargos los conocía perfectamente. Sabía cuál era la razón, pero aún no estaba seguro de que Martinian lo supiera.
Kasia iba descalza, envuelta en la segunda capa del artesano, con el rostro oculto bajo la capucha. No había más viajeros preparándose para emprender la marcha; los comerciantes de Megarium se habían marchado más temprano, en plena noche, transportando al herido en una litera. Vargos les había visto partir mientras cargaba la mula a la luz de una antorcha. No iban a recorrer un trecho demasiado largo aquel día, pero no tenían más opción. Debían abandonar la posada a toda costa. Allí de donde procedía Vargos, un ladrón sorprendido en plena tarea habría sido un excelente candidato a morir ahorcado en el Árbol de Ludan.
En donde se encontraba ahora, no estaba seguro de que no ocurriese otro tanto. Ya habían seleccionado a una muchacha, pero se verían obligados a elegir otra, o tal vez no renunciaran a ella, temiendo un año de mala suerte si lo hacían. En el sur las cosas eran diferentes. Se habían establecido diversas tribus, cada una con sus propias tradiciones. ¿Le darían muerte junto al batiarano que había osado llevarse a Kasia? Era lo más probable, en el caso de que quisieran capturarla y ambos se resistieran. Aquel sacrificio constituía el rito más sagrado del año en la antigua religión, y quienes interferían en él se arriesgaban a perder la vida.
Vargos estaba casi seguro de que Martinian opondría resistencia.
Le sorprendió descubrir que también él estaba dispuesto a hacerlo. La ira superaba con creces al miedo. Al salir del patio, pasaron por delante de Pharus, el capataz, una figura fornida y corpulenta en la niebla. Les miraba con desprecio, y aunque Vargos le conocía desde hacía años, no vaciló un instante. Se detuvo frente al hombretón y, sin mediar palabra, le golpeó con fuerza en la entrepierna con el extremo inferior de su grueso cayado. El capataz dejó escapar un agudo quejido y cayó en el lodo, llevándose las manos a sus doloridos genitales.
Vargos se inclinó y le susurró al oído:
—Es una advertencia. Dejadla en paz. Buscad a otra, Pharus.
Se incorporó y siguió andando sin volver la vista atrás. Nunca volvía la vista atrás, al menos desde que se había marchado de su casa. Vio que Martinian y la muchacha le miraban, como dos sombras envueltas en sendas capas. Se encogió de hombros y dijo:
—Asuntos privados. —Sabía que no iban a creerle, pero había aprendido que de algunas cosas era mejor no hablar en voz alta. Sin ir más lejos, por ejemplo, no les había dicho que esperaba morir antes del mediodía.
Su madre solía llamarla erimitsu, que en su dialecto significaba «inteligente»; su hermana era calamitsu, «hermosa»; y su hermano, por supuesto, sangari, «amado». Su hermano y su padre habían muerto el verano anterior, con el cuerpo cubierto de llagas negras que reventaban y supuraban. Al expirar, y mientras intentaban en vano gritar, un chorro de sangre había brotado de sus bocas. Los enterraron en la fosa común, con los demás. En otoño, con la proximidad de la estación fría, la inminente hambruna y dos hijas, la madre vendió a una de éstas a los traficantes de esclavos. Se había decidido por la dotada de la suficiente inteligencia, quizá, para sobrevivir en el cruento mundo, lejos del hogar.
En efecto, Kasia se había hecho merecedora de una reputación que tornaba muy difícil, por no decir imposible, que un hombre quisiera casarse con ella. Era demasiado ingeniosa y demasiado delgada para pertenecer a una tribu en la que se apreciaba a las mujeres por sus voluminosas caderas y por la extremada redondez de su cuerpo, toda una promesa de bienestar y tibieza en invierno y facilidad para dar a luz. Su madre había tomado una cruel y amarga resolución, aunque no fue la única aquel año cuando en las montañas empezaron a caer las primeras nieves. Durante toda la temporada, los traficantes de esclavos karchitas recorrieron los pueblos del norte de Trakesia y luego Sauradia, comprando lo que la gente estuviera dispuesta a venderles.
Después de las dos primeras noches viajando hacia el sur con grilletes en las muñecas, Kasia comprendió que el mundo era un valle de dolor que no cambiaría por muchas lágrimas que derramase. El ser humano había nacido para sufrir, y las mujeres lo sabían mejor que nadie. Una noche perdió la virginidad a manos de dos tratantes, en el frío suelo, mientras observaba las últimas chispas de la fogata.
Un año en la posada de Morax no había conseguido cambiar su mentalidad, a pesar de que no había pasado hambre y había aprendido cómo comportarse para no recibir palizas demasiado a menudo. Estaba viva, algo que era imposible asegurar de su madre y su hermana. En ocasiones, los hombres le pegaban, aunque no siempre; la mayoría de ellos no lo hacían. Con el tiempo aprendió también a disimular su inteligencia y a desarrollar una resistencia impasible. Y así fueron pasando los días y las noches, el primer invierno en el sur, la primera primavera, el primer verano y, luego, de nuevo el otoño, con la caída de la hoja y los recuerdos que no quería evocar.
Procuraba no pensar nunca en su hogar, en la posibilidad de ser libre para salir del local una vez terminado el trabajo y seguir el arroyo, colina arriba, hasta algún lugar en el que sentarse a solas, bajo los halcones que volaban en círculo y entre las pequeñas y ágiles criaturas del bosque, y escuchar los latidos del mundo, soñando de día, con los ojos abiertos. En la posada no podía soñar. Se limitaba, simplemente, a resistir. ¿Quién había dicho que la existencia humana ofrecía algo más?
Hasta el día en que descubrió que iban a matarla, y se dio cuenta, con verdadero asombro, de que quería sobrevivir, de que de algún modo la vida continuaba ardiendo en sus entrañas, como los irreductibles y contumaces rescoldos de un fuego más salvaje que el deseo o el sufrimiento.
En el camino casi invisible, mientras avanzaba hacia el este en compañía de dos hombres rodeados por la niebla impenetrable del Día del Muerto, Kasia advirtió el pulso que mantenían contra el miedo y la evidencia del peligro, y fue incapaz de negar el sentimiento de gozo que llenaba su corazón. Se esforzó por ocultarlo, al igual que había hecho con todas sus emociones durante un largo año. Si sonreía, temía que la tomaran por boba o loca, de modo que optó por permanecer junto a la mula, intentando que su mirada no se cruzara con la de sus compañeros de fatigas cuando la niebla se abría y dejaba al descubierto sus rostros.
Quizá los estuvieran siguiendo. Quizá murieran en el camino. Era un día de sacrificio y la muerte se respiraba en el aire. Tal vez hubiera demonios acechando aquí y allá, en busca de almas mortales. Por lo menos, así lo creía su madre. Pero antes del alba Kasia había ido en busca, sin que nadie lo advirtiese, del cuchillo que había escondido en el taller del herrero. Mataría a alguien o se quitaría la vida antes de que la apresaran para sacrificarla a Ludan.
Al abandonar la posada había distinguido la silueta de Pharus, el capataz, en el patio; la observaba como lo había hecho durante los dos días anteriores, y aunque el manto gris prácticamente ocultaba sus ojos, podía sentir su furia incontenible, preguntándose incluso si no sería él el sacerdote que debía hacer la ofrenda del corazón de la víctima.
Luego, Vargos, que hasta ese momento no había sido sino uno más de los innumerables sirvientes que prestaban sus servicios a lo largo de aquella vía, un hombre que había pernoctado muchas noches en el hostal sin cruzar una sola palabra con ella, se detuvo frente a Pharus y le golpeó en la entrepierna con el cayado.
Y cuando el capataz se derrumbó, Kasia tuvo que contenerse para no dar saltos de alegría. A medida que avanzaban rodeados por una niebla que impedía ver a diez metros de distancia, se sentía renacer, resurgir, resucitar.
Estaba equivocada y lo sabía. En un día como aquél, la muerte se hallaba en todas partes y nadie medianamente cuerdo se atrevía a salir. Era evidente que la muerte había sido convocada y que la había estado esperando en la posada. Otra cosa sería que lograra dar con ella. Comoquiera que fuese, Kasia estaba decidida a aprovechar la oportunidad que se le había presentado. Además, se acordó que llevaba consigo su pequeño cuchillo.
Vargos iba delante y el rhodiano detrás. Caminaban en silencio, sólo se oía el jadeo sordo de la mula y el crujido de la carga que transportaba en su lomo. Permanecían alerta. El mundo parecía haberse encogido hasta el punto de que ya casi no quedaba nada de él. Seguían andando, prácticamente a ciegas, por la vía que los rhodianos habían construido cinco años atrás en el apogeo de la excelsa gloria del Imperio.
Kasia pensó en el artesano que seguía sus pasos. Después de lo que había hecho, estaba dispuesta a morir por él, y lo más probable era que tuviese que hacerlo. Con todo, era la erimitsu y se había acostumbrado a pensar en sí misma antes que en los demás, o por lo menos eso solía decir su madre, y también su padre, y sus hermanos, sus tíos…, en fin, todos los que la conocían.
No estaba segura del motivo por el que no la había tocado la noche anterior. Tal vez le gustasen los chicos, o le pareciese demasiado delgada, o sencillamente estuviese cansado. También cabía la posibilidad de que hubiese querido mostrarse amable. La amabilidad era algo de lo que había disfrutado contadas ocasiones, y no sabía muy bien en qué consistía.
A medianoche, el artesano había gritado un nombre. Ella dormía en el camastro, completamente vestida, y había despertado sobresaltada. No recordaba el nombre; lo cierto era que no estaba despierta del todo. Aun así, esperó un rato, aguzando el oído.
La otra cosa que tampoco comprendía era cómo se le había ocurrido correr hasta el patio en lugar de subir por la escalera con todos los demás al oírla gritar. Si no lo hubiese hecho, el ladrón habría escapado y, puesto que la habitación estaba a oscuras, ella habría sido incapaz de identificarlo. Caminando junto a la mula, Kasia le daba vueltas y más vueltas a aquel rompecabezas, hasta que al final se dio por vencida. Se arrebujó en la capa de Martinian. Hacía un frío húmedo y penetrante. Iba descalza, pero estaba acostumbrada. Miró a derecha e izquierda. Era imposible ver nada más allá del camino; apenas distinguía el suelo bajo sus pies. En realidad, sería muy fácil caer en las zanjas que flanqueaban la vía. Sabía que el bosque quedaba a la izquierda y que, a medida que fuesen avanzando hacia el este, se aproximaría paulatinamente.
Calculó que sería media mañana cuando llegaron a una de las pequeñas ermitas que había junto al camino. Kasia ni siquiera la había visto. Vargos dijo algo en voz baja y se detuvieron. Ella escudriñó entre la niebla y al fin descubrió su oscura silueta. De no haber sido por él, habrían pasado de largo sin darse cuenta. Martinian propuso hacer un alto y descansar un poco. Permanecieron de pie, atentos todavía al menor ruido, comieron unos mendrugos y bebieron un poco de cerveza, y compartieron un buen pedazo de queso que Vargos había cogido de la mesa de los sirvientes. Al terminar, Vargos dirigió una mirada interrogativa a Martinian, que vaciló por un instante y luego asintió. Entraron en la ermita para la invocación de Jad. No había nadie. A aquellas horas, el sol ya se habría levantado en algún lugar. Kasia oyó a los dos hombres recitar deprisa la letanía y se unió a ellos en las respuestas que le habían enseñado: «Que haya Luz en nuestra vida, Señor, y Luz eterna cuando vayamos hacia ti».
Luego de eso salieron, desataron la mula y reemprendieron la marcha. No había absolutamente nada que ver. El mundo de la muchacha finalizaba un poco más allá de Vargos. Era como caminar en un sueño, sin que transcurriera el tiempo, sin sentido del movimiento, andando sin parar.
Kasia tenía un oído muy fino y advirtió las voces antes de que lo hicieran sus dos compañeros.
Se volvió, tocó a Martinian en el brazo y señaló en la dirección de que procedían. Al mismo tiempo, Vargos dijo en un susurro:
—Vienen hacia aquí. A la izquierda, hacia allí, crucemos.
Un pequeño puente salvaba la zanja y conducía hacia los campos. Kasia no lo había visto. Pasaron con la mula y recorrieron un breve trecho por el lodo, rodeados por la niebla impenetrable. Al cabo de unos momentos se detuvieron. Aguzaron el oído. El corazón de la muchacha latía con fuerza. Sin duda venían en su búsqueda. Lo más probable era que no se hubiesen detenido a orar, pensó.
Que haya Luz, repitió en silencio. Pero no la había. Ni un mínimo destello.
Martinian estaba de pie al otro lado de la mula, con la barba y el pelo pelirrojos apagados por el color gris que presidía el ambiente. Kasia advirtió que vacilaba. Luego lo vio desenfundar una vieja y pesada espada, que colgaba del costado de la mula. Vargos le miró. De pronto oyeron las voces con claridad; los hombres que se aproximaban hablaban a voz en cuello, para infundirse valor. Poco después, percibieron sus pisadas en el camino —¿eran ocho?, ¿tal vez diez?—, cada vez más cercanas, justo al otro lado de la zanja. Kasia entornó los ojos para ver mejor; era incapaz de rezar. Si la niebla se disipaba, aunque sólo fuera por un instante, estarían perdidos.
Súbitamente oyó un gruñido y un ladrido seco. Claro, habían llevado los perros, que conocían perfectamente su olor. Estaban perdidos.
Kasia apoyó una mano en el lomo de la mula e intentó tranquilizarla, pues parecía nerviosa. Buscó el cuchillo. Se quitaría la vida antes de que la capturaran. Tenía ese derecho, ya que no otro. Sus absurdas esperanzas se habían desvanecido como un pájaro en la niebla que les rodeaba.
Pensó en su madre, un año atrás, sola en un sendero cubierto de hojarasca, con una bolsita de monedas en la mano, observando cómo el traficante de esclavos se llevaba a su hija. Hacía un día radiante, la nieve centelleando en los picos montañosos, el canto de las aves, las hojas rojas y doradas…
Crispin se consideraba un hombre locuaz y aceptablemente instruido. Durante muchos años, después de la muerte de su padre y ante la insistencia de su madre y de su tío, había tenido un tutor con el que estudió los autores clásicos de la retórica y la ética, así como los dramas trágicos de Arethae, la mayor de las ciudades-estado de Trakesia, mil años de confrontaciones entre los hombres y los dioses escritas en una forma de lenguaje casi olvidada que ahora llamaban sarantino; obras de otro mundo, antes de que la severa Rhodias hubiese modelado su imperio y las ciudades trakesianas quedaran reducidas a islotes de filosofía pagana, y más tarde, cuando se cerraron las Escuelas, ni siquiera a eso. Con el tiempo se había convertido en una de tantas provincias de Sarantium, con tribus bárbaras en el norte y más allá de sus fronteras septentrionales, y Arethae era un pueblo acurrucado bajo el esplendor de sus ruinas.
Pero había algo aún más importante que su educación, pensó Crispin. Quince años de trabajo con Martinian de Varena bastaban para aguzar la facultad intelectiva de cualquier hombre. Sencillo y cordial como su antiguo colega, Martinian era un genio incansable a la hora de extraer conclusiones de un intercambio dialéctico. Crispin había aprendido —¿qué otra cosa podía hacer?— a dar lo mejor de sí y a descubrir cierto placer en dominar las palabras para elevar las premisas a la categoría de resoluciones. Su mayor goce en el mundo siempre había sido el color, la luz y la forma, el reino de su propio talento, aunque se sentía muy orgulloso de ser capaz de ordenar y formular sus ideas.
De ahí que aquella mañana hubiese comprendido, no sin un profundo malestar, que carecía de palabras para expresar la inquietud que experimentaba caminando en medio de la niebla. Le resultaba imposible manifestar hasta qué punto deseaba estar en cualquier otro lugar que no fuese Sauradia. En un camino casi invisible. Más que miedo ante la inminencia del peligro, se sentía desasosegado por hallarse en un mundo que se le antojaba equivocado.
Y eso aun antes de oír a los hombres y los perros.
En ese instante se encontraba en un campo yermo, guardando silencio. Sabía que Kasia estaba a su lado, acariciando a la mula para serenarla, mientras Vargos, un poco más adelante, semejaba una especie de sudario espectral, empuñando el cayado. De repente, Crispin se volvió y desenvainó lentamente la espada de las cuerdas que la retenían a los lomos del animal. Daba la impresión de sentirse torpe e incómodo con el acero en la mano, y de estar realmente asustado. Al verlo nadie había dicho que Caius Crispus de Varena era un consumado espadachín…, ¡y es que no lo era!
Esperaba que Linón, que colgaba de su cuello, hiciera algún comentario cáustico, pero el pájaro había permanecido callado desde que habían despertado por la mañana.
Había decidido llevarse la espada en el último momento antes de partir, y sólo porque había pertenecido a su padre e iba a emprender un viaje a tierras lejanas. Su madre, que no dijo nada al respecto, pero cuya expresión fue por demás elocuente, envió a un sirviente a buscar el pesado acero que había llevado el soldado de infantería Horius al ser llamado a cumplir los deberes de la milicia.
Al regresar el sirviente con la espada, Crispin la extrajo de la vaina y descubrió con sorpresa que tanto la hoja como la propia funda estaban engrasadas y en perfecto estado de conservación, aun después de veinticinco años. Alguien la había cuidado con esmero durante todo aquel tiempo. No hizo ningún comentario al respecto, sino que se limitó a enarcar las cejas y dar unos cuantos floreos, burlándose de sí mismo, en el recibidor de la casa de su madre, adoptando una postura marcial y apuntando con el arma a un cuenco de manzanas que había sobre la mesa.
Avita Crispina sintió vergüenza ajena y murmuró ásperamente:
—Procura no hacerte daño, querido.
Crispin soltó una carcajada, envainó la espada y bebió un poco de vino.
—Se supone que deberías desearme que volviera a casa con ella o sobre ella —repuso indignado.
—Eso es lo que suele decirse de un escudo, no de una espada —señaló su madre en tono cariñoso.
No tenía escudo ni sabía a ciencia cierta cómo se usaba una espada. Por si fuera poco, los cazadores habían llevado los perros. ¿Sería suficiente la niebla para desorientarlos? ¿Bastaría el agua de la zanja para obstaculizarles el paso? ¿O se limitarían a seguir el rastro de la muchacha a través del pequeño puente y conducirían a los hombres directamente hasta ellos? Los ladridos eran cada vez más estridentes. Alguien gritó, casi frente a ellos.
—¡Han cruzado por aquí! ¡Se han ocultado en el campo! ¡Vamos!
La respuesta a su pregunta estaba servida. Crispin inspiró profundamente y blandió el acero de su padre. No rezaba. Sólo pensaba en Ilandra, como siempre había hecho. Vargos separó los pies y alzó el cayado por encima de la cabeza.
¡Está aquí!, exclamó Linón de pronto, en un tono que Crispin nunca antes había oído en él. ¡Oh, dios de los mundos! ¡Lo sabía! ¡No te muevas, Crispin! ¡Diles que se estén quietos!
—¡No os mováis! —dijo instintivamente a Vargos y a Kasia.
En aquel momento sucedieron varias cosas a la vez. La maldita mula rebuznó; el ladrido triunfal de los perros se convirtió en un agudo gañido de pánico, y el hombre que había gritado chilló aterrorizado al oír tan espeluznante sonido surgir del abismo gris.
La niebla se arremolinó en el camino y escampó por unos segundos.
Y en aquel instante Crispin tuvo una visión imposible. Una forma emergió como de un sueño atormentado, una espantosa pesadilla, mientras su mente se negaba desesperadamente a dar crédito a sus ojos. Oyó a Vargos recitar algo que debía de ser una plegaria. Luego, el manto neblinoso volvió a caer como un telón y la visión se desvaneció. En el camino seguían oyéndose horribles alaridos. La mula se estremeció y empezó a orinar. Los perros gemían igual que niños atemorizados y echaron a correr hacia el oeste como alma que lleva el diablo.
A continuación se oyó un ruido sordo, que parecía salido de la misma tierra. Crispin contuvo la respiración. Más allá, uno de los cazadores dejó escapar un alarido pavorosamente agudo y luego el rumor cesó. Crispin oyó correr a los hombres, que no dejaban de gritar, mientras el lamento de los perros se alejaba rápidamente. Vargos se había arrodillado en el barro y el cayado le había resbalado entre los dedos. La muchacha estaba abrazada a la trémula mula, intentando dominarla, y Crispin advirtió que la mano con que empuñaba la espada temblaba sin que pudiera hacer nada por evitarlo.
¿Qué es esto, Linón? ¿Qué está ocurriendo?
Antes de que el gorrión atinase a responder, la niebla volvió a escampar frente a ellos, revelando la angosta zanja por primera vez aquella mañana. Crispin vio con absoluta claridad lo que había sucedido. Su comprensión del mundo y del otro mundo cambió para siempre en aquel momento, mientras también él se hincaba en el lodo y dejaba caer el acero de su padre. Kasia permaneció de pie junto a la mula, transfigurada. Por mucho que viviera, jamás olvidaría lo que acababa de presenciar.
En aquel preciso instante, muy lejos hacia el oeste, el sol otoñal hacía ya algunas horas que se había levantado sobre los bosques próximos a Varena. El cielo era azul y la luz del astro reflejaba el rojo de las hojas de roble y de las últimas manzanas que aún colgaban de los árboles en un huerto simado junto a un camino que, un poco más al sur, desembocaba en la gran vía de Rhodias.
Junto a la puerta de la granja contigua al huerto había un anciano sentado en un banco de piedra, envuelto en una capa de lana para resguardarse de la fría brisa y disfrutando de la luz y los colores matutinos. Sostenía un cuenco de barro entre las manos, con una infusión de hierbas. Un sirviente, refunfuñando algo entre dientes, daba de comer a las gallinas. Dos perros dormitaban al sol junto a la cancela abierta. En un campo distante se veían algunas ovejas, pero no a su pastor. Al norte y al oeste se divisaban los torreones de Varena. Un pájaro trinaba en el tejado de la granja.
Zoticus se puso en pie de un salto y dejó el cuenco en el banco, derramando un poco de su contenido. Cualquiera hubiese podido adivinar que le temblaban las manos, pero el sirviente estaba distraído en sus quehaceres. El alquimista dio un paso en dirección a la cancela y luego se volvió hacia el este con una expresión grave y circunspecta en el pálido rostro.
—¿Qué es esto, Linón? —inquirió en voz alta—. ¿Qué está ocurriendo?
No era consciente de estar repitiendo la pregunta que acababa de formular otro hombre. Como es lógico, no hubo respuesta. No obstante, uno de los perros se levantó y ladeó un poco la cabeza con aire interrogativo.
Zoticus permaneció así durante un largo rato, inmóvil, como escuchando algo. Tenía los ojos cerrados. El sirviente no le hizo el menor caso, ya estaba acostumbrado a esa clase de actitudes. Terminó de dar de comer a las gallinas y luego a la cabra. Acto seguido, ordeñó la vaca, recogió los huevos, seis aquella mañana, y los llevó a la cocina. Durante todo ese tiempo el alquimista no abrió los ojos ni por un instante. Un perro se acercó perezosamente a su amo y se echó a su lado, mientras su compañero permanecía echado junto a la cancela.
Zoticus esperó, pero no recibió más mensajes del mundo, o del otro mundo, después de aquella brusca vibración en el alma, en la sangre, lo que constituía un don —o un castigo— para alguien que había caminado y visto entre unas sombras que la mayoría de los mortales desconocían.
—Linón —repitió por fin, aunque ahora en un susurro. Abrió los ojos, observando los lejanos árboles del bosque más allá de la cancela. En esta ocasión, los dos perros se sentaron, expectantes. Se agachó sin mirar y acarició al que tenía junto a la rodilla. Poco después, se dirigió de nuevo hacia la casa, dejando olvidado el cuenco en el banco de piedra. El sol siguió elevándose en aquel intenso cielo azul de otoño.
Dos veces en toda su vida Vargos creyó haber visto un zubir, aunque nunca llegó a estar completamente seguro de ello. Una visión fugaz a media luz, nada más que eso, de un bisonte sauradí, el señor de Aldwood y de todos los grandes bosques, el emblema de un dios.
La primera fue un verano, al ponerse el sol, mientras trabajaba solo en el campo de su padre: levantó la mirada, entornó los ojos y divisó una enorme figura peluda en la linde del bosque. Aun cuando la luz se había atenuado y la distancia era más que considerable, no le cupo duda de que algo gigantesco se había movido contra el oscuro telón de fondo de los árboles, para desaparecer casi de inmediato. Podía tratarse de un ciervo, pero en tal caso debía de ser colosal y, por lo demás, no distinguió su cornamenta.
Su padre le atizó con el mango de un hacha al sugerir que aquel atardecer probablemente había visto una de las bestias sagradas del bosque. Ver un zubir era algo formidable, reservado a los sacerdotes y a los guerreros consagrados a Ludan. En la concepción del mundo de los inicii, y muy especialmente del padre de Vargos, los chicos de catorce años con una mentalidad irreverente no eran dignos de tales dones divinos.
De la segunda vez hacía ocho años, cuando, furioso y con una mejilla marcada, emprendió su solitario viaje hacia el sur. Se había quedado dormido con el aullido de los lobos y se despertó bajo la luz de la luna, al oír una especie de bramido en la espesura, que parecía aproximarse lentamente. Los ruidos del bosque y la luna azul hacían difícil distinguir algo en la noche. Aun así, Vargos vio una figura de gran tamaño moverse en el límite del bosque; poco después, se desvaneció. Permaneció despierto, alerta, pero el bramido no se repitió y no vio ninguna otra cosa extraña mientras la luna azul continuaba su curso hacia el oeste, siguiendo los pasos de la blanca, y luego se ponía, dejando un cielo salpicado de estrellas, el aullido de los lobos en la lejanía y el murmullo de un arroyuelo.
En dos ocasiones, pues, y ambas dudosas.
Pero esta vez no había duda. Vargos sintió que el miedo se hundía en su corazón como un cuchillo entre dos costillas. Envuelto en la niebla y con la humedad calándole los huesos, en el Día del Muerto, en un campo de rastrojos entre la vieja vía rhodiana que conducía a Trakesia y las estribaciones más meridionales del más antiguo de los bosques, no había podido evitar caer de rodillas ante lo que vieron sus ojos al levantarse la niebla.
Tendido en el suelo había un cadáver. Los demás perseguidores habían salido zumbando, al igual que los perros. Era Pharus, el capataz de la posada de Morax. Yacía boca arriba, en medio de un charco de sangre, con los brazos y las piernas abiertos, como un muñeco roto. Incluso desde allí se podía advertir que tenía el vientre y el tórax brutalmente desgarrados, y las entrañas esparcidas en torno a él.
Pero aquello no fue lo que hizo doblar las rodillas a Vargos —por desgracia, no era la primera vez que veía morir a un hombre—, sino la criatura que había en el camino, la causante de semejantes destrozos, el zubir que constituía mucho más que un emblema —lo sabía perfectamente—, por muy formidable y extraordinario que fuese en sí mismo. Las ideas de fe y poder que pudiese abrigar Vargos se desmoronaron en aquel campo frío y embarrado.
Había abrazado las enseñanzas del dios del sol, había orado e invocado a Jad y a su hi]o, Heladikos, casi desde que había llegado al sur, abandonando a los dioses de su tribu y los rituales sanguinarios del mismo modo que había abandonado su hogar.
Y ahora, Ludan, el Antiguo, el dios del roble, se había materializado ante sus ojos, en un remolino de niebla, en la gran vía imperial, adoptando una de sus formas conocidas. Zubir. El bisonte. El señor del bosque.
Y aquél era un dios que exigía sangre. Y aquello había acontecido el día del sacrificio. Vargos sintió que el corazón le latía frenéticamente. Le temblaban las manos, pero no se sentía avergonzado de ello. Sólo asustado. No era más que un mortal en un lugar en el que jamás debería de haber estado.
La niebla volvió a envolver el camino. El descomunal bisonte desapareció, aunque de algún modo estaba en el campo, junto a ellos, enorme y negro, una presencia abrumadora, un olor repugnante a animal y a sangre, a piel mojada y tierra descompuesta, dejando al muerto solo en el camino desierto, destripado, con el corazón al aire.
Sin apartar la mano del cuello de la mula, temblorosa y asustada, Kasia vio disiparse la niebla, y a continuación lo que había sucedido en la calzada, y por un brevísimo instante dejó atrás el miedo que le atenazaba.
En una especie de trance, asistió de nuevo al descenso de aquel espeso velo gris, sin que diera muestras de sorprenderse cuando el zubir se apareció en el campo, muy cerca de ellos. Vargos había caído de rodillas.
¿Por qué debería asombrarse, pensó Kasia, de lo que era capaz de hacer un dios? De repente advirtió que la mula había dejado de temblar y permanecía completamente inmóvil, algo fuera de lo común teniendo en cuenta el olor y la presencia de aquella monstruosa criatura a menos de diez pasos. Pero ¿por qué extrañarse después de haberse desviado de la ruta conocida para aventurarse en el mundo de los poderes? Frente a ellos había un bisonte, una bestia tan grande que bien hubiese ocupado la mitad del camino que habría divisado desde donde se hallaba si no hubiese estado cubierto por aquella niebla pertinaz. Tres hombres podían sentarse entre sus astas agudas y curvadas. Estaban ensangrentadas, y una sustancia viscosa goteaba de ellas. Había visto al capataz en el camino, destrozado, con las vísceras fuera del cuerpo.
Y aquella misma mañana Kasia había concebido la idea absurda de que conseguiría escapar.
Súbitamente comprendió que nadie podía escapar de Ludan. No de aquel modo, ayudada por un ingenioso rhodiano con un no menos ingenioso plan. No una muchacha elegida para el dios, por muy injusta y cruel que hubiese sido semejante elección. No había… lugar para la crueldad en aquel campo. Era un término vacío de significado, fuera de contexto. Allí sólo imperaba el dios, que hacía lo que se le antojaba.
En aquel estado de calma extática, Kasia miró a los ojos al zubir, unos ojos de un pardo tan oscuro que parecían negros, y mientras lo hacía rindió su voluntad mortal y el verdadero significado de su alma al antiguo dios de su pueblo. ¿Qué hombre y, con más razón, qué mujer había logrado alguna vez escapar a su destino? ¿Hacia dónde echar a correr cuando se estaba predestinado para un dios? El sacerdote pagano secreto, los aldeanos que murmuraban, la obesa esposa de Morax, de ojos pequeños…, nada importaba. A todos los esperaba su propio destino o ya lo habían encontrado. Sólo Ludan trascendía, y lo tenía ante sí.
Cuando el bisonte empezó a encaminarse hacia el bosque, Kasia estaba serena, sin oponer resistencia, como alguien a quien hubiesen narcotizado con el zumo de la adormidera. La bestia volvió la enorme y lanuda cabeza para mirarles. La muchacha creyó comprender por qué la habían elegido. Todas las sendas de la tierra la habrían conducido hasta allí. Echó a andar tras los pasos del bisonte, descalza, sobre el barro y en la hierba aplastada. El miedo había quedado atrás, en otro mundo. Se preguntó si tendría tiempo de decir una oración por su madre y su hermana, si le sería concedido tal deseo, si aún vivirían, si el sacrificio tendría algún poder en su persona. Estaba segura, sin necesidad de volverse, de que sus dos compañeros iban tras ella. No había alternativa para ninguno de los tres. No podían elegir.
Se adentraron en Aldwood el Día del Muerto, siguiendo al zubir, y los árboles negros les engulleron aún más de lo que lo había hecho la niebla.
«Lo sobrenatural —había escrito el filósofo Archilochus de Arethae nueve siglos atrás— no se puede percibir directamente. Si los dioses quieren destruir a un hombre, les basta con materializarse ante él».
Crispin se esforzaba por resguardar su alma detrás de la antigua sabiduría, la evocación desesperada de la imagen de un pórtico de mármol bajo la luz del sol, una túnica blanca, un maestro de barba también blanca iluminando plácidamente el mundo para sus atentos discípulos en la más célebre de las ciudades-estado de Trakesia.
Pero fracasó. El terror le consumía, reafirmando su dominio, mientras seguía a Kasia y a aquella increíble criatura que excedía su comprensión. ¿Se trataba acaso de un dios? ¿De la encamación de uno de ellos, tal vez? ¿De lo sobrenatural? El viento soplaba hacia él, trayendo un hedor insoportable. Una sustancia que no atinaba a identificar se deslizaba por el grueso y apelmazado pelaje que le colgaba del mentón, por la nuca, por el lomo, incluso por las piernas y el pecho. Era un bisonte gigantesco, más alto que Crispin, ancho como una casa, con una portentosa y atroz cabeza astada. Con todo, al adentrarse en el bosque el animal se movía con agilidad entre los pinos negros que semejaban centinelas, sin volver a mirar atrás después de aquella primera y única vez, seguro de que lo seguían.
Y así era. De haber tenido la posibilidad de elegir, Caius Crispus de Varena, hijo de Horius Crispus, el albañil, no habría dudado en morir en aquel campo frío y reunirse con su esposa y sus hijas en el más allá, fuera éste lo que fuese, en lugar de penetrar en Aldwood como un simple mortal. El bosque siempre le había atemorizado aun de día, desde la seguridad que le ofrecía el camino en Batiara. Sin embargo, aquella mañana de otro mundo en Sauradia, habría preferido estar en cualquier lugar antes que allí, en aquella inhumana jungla inexplorada en la que bastaba oler el aire para horrorizarse.
La tierra del dios. ¿De qué dios? ¿Qué poder gobernaba el mundo tal y como creía que era? O tal y como era en realidad; no en vano, aquella criatura que había surgido de la niebla había cambiado por completo y para siempre sus ideas acerca del mismo. Crispin volvió a hablar en silencio con el gorrión, pero Linón había enmudecido como la muerte; colgaba del cuello igual que un vulgar amuleto, una pequeña y rudimentaria creación artesanal de cuero y metal que lleva encima por motivos sentimentales.
Instintivamente alzó una mano y tocó la obra del alquimista. Se estremeció. El pájaro quemaba al tacto. Y aquello, aquel cambio donde se suponía que ningún cambio era posible, fue lo que por fin le decidió a aceptar que había abandonado el mundo que conocía y que probablemente nunca regresaría a él. La noche anterior había tomado una decisión que interfería en los designios del dios. Linón se lo había advertido, pero él había hecho caso omiso a su advertencia. De pronto, pensó en Vargos y se lamentó con amargura. No se merecía aquello. Lo había contratado al azar en una posada de la frontera para que lo acompañara hasta Trakesia.
Nadie merecía un destino tan funesto, se dijo Crispin. Tenía la garganta seca; le resultaba difícil tragar. Los árboles desaparecían tragados por la niebla y luego volvían a aparecer, y las hojas y la tierra húmedas trazaban un interminable sendero serpenteante. El bisonte continuaba avanzando; el bosque los engullía poco a poco, como las fauces de un ser vivo. El tiempo se difuminó, al igual que lo había hecho una buena parte del mundo. Crispin no tenía ni idea del camino que habrían recorrido; era imposible saberlo. Alzó de nuevo la mano y volvió a tocar a Linón, pero fue incapaz de asirlo. El calor ya le había atravesado la capa y la túnica. Lo sentía en el pecho como un carbón ardiente.
¿Linón?, repitió, pero sólo pudo oír el silencio de su propia mente.
Entonces, sin saber por qué, lleno de estupor, empezó a orar a Jad del Sol, sin palabras, por su alma, por la de su madre y por la de sus amigos, y también por las almas de Ilandra y de las niñas, que ya reposaban en su morada, pidiendo Luz para ellas y para sí mismo.
Poco más de dos semanas había dicho a Martinian que ya no deseaba nada en la vida, que no le apetecía viajar, que no tenía la menor intención de descubrir nuevos lugares en un mundo dividido por un sinfín de luchas intestinas. En consecuencia, no debería estar temblando como una hoja ni sentir una aprensión tan profunda por las sombras que se movían constantemente a su alrededor, por la pegajosa niebla que se adhería a su rostro como unos dedos largos y finos, y por la criatura que les conducía cada vez más lejos, sino estar dispuesto a morir allí mismo si todo lo que había dicho era cierto. Entonces Crispin descubrió que en realidad no lo era, y esa verdad destrozó las ilusiones que había atesorado y que le alimentaban desde hacía más de un año. Al parecer, había olvidado que en su vida mortal aún le quedaban cosas por hacer.
Sin embargo, al mismo tiempo sabía de qué se trataba. Caminando por un mundo en el que apenas se podía ver nada —troncos y ramas retorcidas en medio de la bruma gris, una cortina de hojas mojadas, la voluminosa figura negra del bisonte abriendo la marcha—, era capaz de distinguir cuanto quisiera, como si lo iluminase el resplandor de una hoguera. Aun asustado, era un hombre demasiado inteligente como para no captar la ironía de aquella situación. Pero en lo más profundo de su corazón ignoraba qué deseaba hacer, e independientemente de su inteligencia, era lo bastante sensato para no negar las evidencias.
En lo alto de una cúpula hecha con cristal, piedra y gemas que relucían bajo el alud de luz que se filtraba por las ventanas y el intenso fulgor de miles de velas, Crispin deseaba obtener algo que superara cualquier belleza imaginable y que fuese eterno.
Una creación que anunciase a los cuatro vientos que el mosaiquista Caius Crispus de Varena había nacido, había vivido y por fin había logrado comprender una porción de la naturaleza del mundo, de lo que subyacía tras los actos de las mujeres y los hombres, y tras la belleza y el dolor de su corta existencia bajo el sol.
Quería hacer un mosaico que perdurara para siempre, que quienes vivieran en el futuro supieran que lo había hecho él y le rindiesen los honores correspondientes. Y eso, pensó, debajo de los árboles negros, caminando sobre el tapiz de hojas descompuestas de aquel bosque, significaría que había conseguido dejar su huella en el mundo.
Era tan extraño darse cuenta de todo aquello precisamente cuando se hallaba al borde del abismo, en el umbral de la oscuridad o de la luz del dios sagrado, que resultaba muy fácil aceptar los anhelos del corazón en el mundo, en la vida.
Crispin descubrió que su terror se había desvanecido. Contempló las lóbregas sombras del bosque y no le infundieron ningún temor. Todo lo que sus ojos distinguían no era ni la mitad de sobrecogedor que la criatura que encabezaba aquella fantasmagórica procesión. En lugar de miedo, sentía una pena que iba más allá de las palabras, como si todos los seres humanos nacidos y condenados a morir hubiesen emprendido aquel misterioso viaje junto a él, cada cual añorando algo que nunca llegaría a conocer. Por tercera vez, tocó el pájaro y sintió su calor, como un hálito de vida. No brillaba. Nunca antes había visto a Linón tan oscuro y apagado como en ese momento. Nada brillaba en Aldwood, sólo el ser que les precedía entre los árboles altos y añosos durante lo que parecía una eternidad, hasta llegar a un claro en el que fueron penetrando uno a uno. Crispin supo enseguida que aquél era el lugar elegido para el sacrificio. Archilochus de Arethae, pensó, aún no había nacido cuando los hombres y las mujeres morían por Ludan en aquella arboleda.
El bisonte se volvió.
Los tres se detuvieron y permanecieron inmóviles frente a él, en hilera. Kasia estaba entre los dos hombres. Crispin respiró hondo y cambió una mirada con Vargos. La niebla parecía haberse disipado. Hacía un día gris y frío, pero la visibilidad era perfecta en aquel paraje, Crispin adivinó el miedo en los ojos de su compañero, así como los esfuerzos titánicos que estaba haciendo para combatirlo. Lo admiró por eso.
—Lo siento —murmuró. ¡Eran las primeras palabras que se pronunciaban en aquel bosque! Se trataba de algo familiar, procedente del mundo que había más allá de aquel claro en el que las hojas seguían cayendo en silencio sobre la hierba húmeda. Vargos asintió.
La muchacha se arrodilló. Parecía muy pequeña, casi una niña, perdida dentro de su segunda capa. Crispin sintió lástima por ella. Miró la criatura que tenían enfrente, miró sus ojos oscuros, enormes antiguos, y dijo en tono impasible:
—Ya has obtenido sangre y una vida en el camino. ¿Es preciso pues que te lleves también la suya, la nuestra?
Sus palabras no habían sido premeditadas. Oyó que Vargos contenía el aliento. Crispin se preparó para morir. La tierra comenzó a temblar como antes. Estaba dispuesto a sentir en su carne el poder destructor de aquella prodigiosa cornamenta. No desvió la mirada de los ojos del bisonte, lo que constituyó la acción más heroica de su vida.
Pero lo que vio en ellos no fue furia o amenaza, sino derrota.
Y fue entonces cuando Linón se decidió por fin a hablar.
No quiere a la chica, dijo el gorrión en silencio, con suavidad, casi con ternura. Ha venido a por mí. Déjame en el suelo.
—¿Qué? —exclamó Crispin en voz alta, azorado.
El bisonte seguía inmóvil, observándole, aunque a decir verdad no le estaba mirando a él, sino al pequeño pájaro que llevaba colgado del cuello.
Hazlo, amigo. Según parece, estaba escrito desde hace muchísimo tiempo. No eres el primer mortal del oeste que intenta arrebatar un sacrificio a Ludan.
¿Cómo? ¿Zoticus? ¿Qué hizo…?
Mientras la mente le daba vueltas como una peonza, Crispin recordó de pronto aquella larga conversación en casa del alquimista, con una taza de infusión de hierbas entre las manos, escuchando al anciano decir: «He descubierto… lo que estoy convencido de que es el único acceso a una determinada clase de poder. Fue durante mis viajes, en un… lugar celosamente protegido… y de cierto riesgo».
Empezaba a comprenderlo. Una niebla muy diferente empezó a dispersarse lentamente. Podía sentir el latido de su corazón, de su vida.
Claro, Zoticus, dijo Linón sin abandonar su dulce tono de voz. Piensa, amigo mío, piensa. ¿Por qué crees que conozco los ritos? No hay tiempo, Crispin. Sigue dudando. Está esperando. Pero no olvides que éste es un lugar de sangre. Déjame en el suelo. ¡Venga! Luego, llévate a los demás. Me has traído de vuelta. Creo que permitirá que os marchéis.
A Crispin se le había secado de nuevo la boca. Notaba un sabor a ceniza. Desde que Kasia se había arrodillado, nadie se había movido. Advirtió que en el claro no soplaba el viento; la niebla flotaba por encima de sus cabezas, a la altura de las ramas de los árboles, y las hojas, al caer, parecían descender de las nubes. De los ollares del bisonte salían grandes chorros de vapor blanco.
¿Y tú?, preguntó Crispin en silencio. ¿Acaso debo salvarla a ella y abandonarte a tu suerte?
Oyó risas en su interior.
Te lo agradezco de veras, Crispin, pero mi cuerpo llegó al final de su camino en este mismo lugar cuando aún eras un chiquillo. Él pensó que sería capaz de absorber el alma liberada una vez consumado el sacrificio, en el momento de desencadenarse ese asombroso poder. Por lo visto, estaba en lo cierto y se equivocaba al mismo tiempo. No sientas lástima por mí. Pero díselo a Zoticus.
Y dile también que para mí ha sido… Hizo una pausa y añadió: No es necesario. Sabrá perfectamente lo que quería decir. Despídeme de él. Y ahora, déjame en el suelo, por favor. Tenéis que marcharos sin demora o será demasiado tarde.
Crispin miró al bisonte. Continuaba inmóvil. Incluso en aquel momento, su mente era incapaz de comprender el auténtico alcance de un poder tan salvaje e inconmensurable. Aunque tenía las astas manchadas de sangre, sus ojos pardos seguían mostrando una profunda tristeza. Soltó un suspiro, sujetó al gorrión con ambas manos y lo liberó del cordón. Luego, se arrodilló —le pareció apropiado hacerlo— y lo depositó con delicadeza en el frío suelo. Observó que ya no quemaba, aunque conservaba la tibieza de un ser vivo. Era un sacrificio. Sufría por él. Siempre había pensado que nunca volvería a sentir el dolor que había experimentado con ocasión de la muerte de Ilandra y de sus dos hijas. Pero no era así.
Al dejarlo sobre la hierba húmeda, Linón dijo en voz alta, en un tono femenino, a la vez grave y sereno, que Crispin no había oído jamás:
—Soy vuestro, señor, como siempre lo he sido desde la época en la que me trajeron aquí.
A continuación, se produjo un terrible silencio, como si el tiempo se hubiera detenido. Luego, el bisonte bajó la cabeza y volvió a subirla en señal de asentimiento, y el tiempo reanudó su marcha. Kasia no pudo reprimir un leve gemido. Detrás de ella, Vargos, en un gesto casi infantil, le tapó la boca con una mano.
Marchaos enseguida. Llévatelos de aquí cuanto antes…, y acuérdate de mí.
Linón le habló con la misma vocecita dulce de la muchacha que había sido sacrificada en aquel lugar mucho tiempo atrás; la habían abierto en canal, la habían desollado y le habían arrancado el corazón, mientras el alquimista lo observaba todo desde un escondite cercano y después ejecutaba un acto, o un arte, que Crispin no alcanzaba a comprender. ¿Maligno? ¿Benigno? ¿Qué sentido tenían en ese lugar semejantes palabras? Una cosa en otra, la muerte en vida, el movimiento de las almas, había dicho Zoticus. Pensó en él, en un valor que apenas lograba imaginar y una presunción que iba más allá de toda creencia.
Se puso de nuevo en pie, tambaleándose. Vaciló por un instante, pues desconocía las reglas y rituales de ese otro mundo en el que había penetrado, pero luego se inclinó ante la espantosa y maloliente criatura, el dios del bosque o el símbolo viviente de un dios. Cogió a Kasia del brazo y tiró de ella con suavidad. La muchacha le miró, sin dar crédito a todo lo que estaba aconteciendo. Luego, Crispin miró a Vargos, que se sentía confuso, y le hizo una seña con la cabeza.
—Llévanos de vuelta al camino —le dijo aclarándose la garganta. Sin la ayuda de Vargos se habría extraviado en la espesura tras dar apenas diez pasos.
El bisonte permanecía inmóvil. El pájaro estaba posado en la hierba. Unos finos hilillos de niebla se arremolinaron en el aire. Cayó una hoja, luego otra y otra más.
Adiós, dijo Crispin en silencio. Nunca te olvidaré. Estaba llorando. Era la primera vez que lo hacía en más de un año.
Abandonaron el claro. Vargos iba delante. El bisonte volvió lentamente su enorme cabeza y les vio alejarse, con una expresión insondable en los ojos. No hizo otro movimiento. Los tres siguieron caminando, dando traspiés, hasta perderse de vista.
Vargos no tardó en encontrar el sendero, y ningún depredador, ninguna alimaña, ningún demonio o espíritu del aire o de las tinieblas, se interpuso en su paso. Volvió a caer la niebla, y con ella la sensación de movimiento sin transcurso del tiempo. Aun así, consiguieron salir del bosque y llegar al campo, donde les esperaba la mula, que no se había movido de donde la habían dejado. Crispin se agachó y recogió la espada del suelo, mientras Vargos hacía lo propio con su cayado. De nuevo en el camino, tras cruzar la zanja por el pequeño puente, se detuvieron junto al cadáver de Pharus, y Crispin observó que tenía el tórax completamente abierto, y que el corazón había desaparecido. Kasia, que no pudo resistir aquella espeluznante visión, se volvió y vomitó en la zanja. Vargos, al que también le temblaban las manos, le ofreció agua. La muchacha bebió un poco y se secó el rostro, agradeciéndoselo con un leve movimiento de cabeza.
Echaron a andar, solos en la calzada, a través de aquel mundo invariablemente gris.
Poco después, la densa bruma empezó a desvanecerse y los débiles rayos de un sol invernal empezaron a filtrarse entre la fina capa de nubes por primera vez aquel día. Se detuvieron sin decir palabra, mirando hacia el cielo, y en aquel preciso instante, desde el bosque, al norte, llegó hasta sus oídos un sonido agudo y nítido como una melodía entonada por una voz de mujer.
¿Eres tú, Linón?, gritó mentalmente Crispin, desesperado, sin poder evitarlo. ¿Eres tú?
No hubo respuesta. El silencio interior era absoluto. Aquella nota sostenida y sobrenatural parecía flotar en el aire, entre el bosque y el campo, la tierra y el cielo. Luego, se desvaneció como la niebla.
Próximo ya el ocaso, un hombre de pelo y barba grises conducía un carro en dirección a las murallas de la ciudad de Varena.
El granjero, después de que su pasajero hubiese curado a más de uno de sus animales, se sentía feliz de complacerle llevándole a la ciudad siempre que era necesario. A pesar de ello, el pasajero no parecía feliz ni halagado, sino preocupado. Al aproximarse a las murallas y mezclarse con el tráfico que entraba y salía de la metrópoli antes de que se cerraran las puertas al anochecer, varias personas reconocieron al solitario pasajero. Unos le saludaron con un respeto reverencial; otros se apartaron rápidamente de su camino o refrenaron el paso para quedarse atrás, mientras hacían el símbolo del disco solar. Aquel anciano pasajero era alquimista, se llamaba Zoticus, estaba acostumbrado a ambas clases de respuesta y sabía cómo reaccionar ante cada una de ellas, aunque ese día apenas les había prestado atención.
Por la mañana había sufrido una fuerte impresión que había minado de un modo extraordinario la irónica indiferencia con que solía contemplar el mundo, y aún estaba dándole vueltas, aunque sin lograr un resultado que lo satisficiera por completo.
Creo que deberías ir a la ciudad, había dicho el halcón a primera hora de la mañana. Al absorber su alma, decidió llamarlo Tiresa. Será lo mejor para ti esta noche.
Ve a casa de Martinian y Carissa, terció la pequeña Mirelle. Puedes hablar con ellos.
Se oyó un murmullo de aprobación entre los demás, que sonó como un rumor de hojas en su mente.
—Puedo hablar con vosotros, ¡diantre! —exclamó él, enojado. Le ofendía el que los pájaros se mostrasen solícitos y protectores, como si se estuviera volviendo frágil con la edad y necesitase que alguien le cuidara. No tardarían en recordarle que se calzara las botas.
No es lo mismo, apuntó Tiresa con energía, y lo sabes muy bien.
Era cierto, pero aun así le disgustaba.
Intentó leer un poco —Archilochus, naturalmente—, y al advertir que no conseguía concentrarse resolvió dejarlo para otro momento. Salió a dar un paseo por el huerto. Sentía una especie de vacío interior, como si Linón se hubiese ido. ¡Vaya noticia! ¡Pues claro que se había ido! ¡Con Crispin! Aun así, era… diferente. En realidad, nunca había dejado de lamentar el habérselo regalado a aquel artesano que iba a emprender un largo camino hacia el este, o mejor, hacia Sarantium, la Ciudad, en la que jamás había estado ni estaría ya. Había descubierto un genuino poder en su vida, había sido capaz de reclamar para sí un don sin igual, ¡sus pájaros! Al parecer, otras cosas le habían sido vedadas.
Bien mirado, los pájaros no eran sus pájaros. Aunque si no lo eran, ¿cómo podía catalogarlos entonces? ¿Y dónde demonios estaba Linón? ¿Cómo había oído su voz esa mañana desde tan lejos?
¿Y qué estaba haciendo allí, temblando de frío en el huerto, sin capa y sin cayado, en un día de otoño tan gélido y ventoso? Por lo menos, llevaba puestas las botas.
Entró de nuevo en la casa y envió a Clovis con un encargo para Silavin, el granjero —que lo cumplió a regañadientes, como siempre—. Después de todo, había decidido seguir el consejo de las aves.
No podía hablar con sus amigos de lo que tanto le inquietaba, aunque en ocasiones charlar de otras cosas, disfrutar del verdadero timbre de las voces humanas, de la sonrisa de Carissa, de la sabiduría de Martinian, de la calidez compartida de un hogar, de la cama que le ofrecían para pasar la noche y de la visita matutina al bullicioso mercado obraban milagros en su estado de ánimo.
La filosofía era un consuelo, un intento de explicar y comprender el lugar que ocupaba el hombre en la creación divina, aunque no siempre daba resultado. A veces, sólo era posible hallar solaz en una risa de una mujer, en el rostro y en la voz de un amigo, en el cotilleo acerca de lo que ocurría en la corte de los antae, incluso en algo tan sencillo como un cuenco caliente de sopa de guisantes en buena compañía.
En efecto, cuando las sombras del otro mundo se aproximaban demasiado y ejercían una presión excesiva, era necesario recurrir a este mundo.
Dejó a Silavin en las puertas de la ciudad, dándole las gracias, y se encaminó hacia la casa de Martinian, donde le recibieron con los brazos abiertos. Sabía que sería así. Sus visitas eras escasas; hacía vida fuera de las murallas. Le invitaron a pasar la noche e hicieron todo lo posible para demostrarle que si aceptaba se sentirían muy honrados. Enseguida adivinaron que algo le preocupaba, pero siendo sus amigos como eran, procuraron no hablar de ello y se limitaron a ofrecerle todo lo que estaba en sus manos, que ya era mucho, por cierto.
A medianoche despertó en una cama extraña, en la oscuridad, y se acercó a la ventana. En las plantas superiores del palacio se veían luces, donde sin duda estaría sitiada la joven y atribulada reina. Al parecer, no era el único que permanecía despierto a esas horas, aunque no era su problema. Dirigió la mirada hacia el este. El cielo de Varena estaba despejado y cubierto de estrellas, cuyo brillo se desvaneció poco a poco mientras seguía allí, de pie, evocando los años de la infancia.