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Kasia cogió la jarra de cerveza, muy poco aguada, ya que los cuatro mercaderes que estaban sentados en la mesa eran clientes habituales, salió de la cocina y se dirigió al salón.

—Gatita, cuando hayas terminado con eso, atiende a nuestro viejo amigo de la habitación de la planta superior. Deana se ocupará de tus mesas esta noche. —Morax señaló hacia arriba con el índice, con una sonrisa muy significativa. Kasia le odiaba cuando sonreía de aquel modo, pretendiendo ser amable, pues casi siempre presagiaba problemas.

Aunque esta vez quería decir algo peor.

El dormitorio en cuestión, situado justo encima de la cocina, estaba reservado para los clientes más exquisitos —o generosos— del local. Aquella noche lo ocupaba un cartero imperial de Sarnica, llamado Zagnes, que llevaba ya muchos años por los caminos, de buenos modales y conocido por ser poco exigente con las muchachas. En ocasiones, le bastaba con tener un cuerpo cálido en la cama en las noches de otoño o invierno.

Kasia, la más nueva y más joven de las chicas del servicio de aquel hostal, y a la que siempre le tocaba cargar con los clientes más abusivos, nunca había atendido a Zagnes. Cuando se alojaba allí, Deana, Syrene y Khafa se turnaban para estar con él, e incluso habían llegado a las manos para tener la oportunidad de pasar una noche tranquila con aquel cartero.

Kasia siempre cargaba con los más rudos. Teniendo como tenía una piel muy blanca, como la mayoría de los inicii, se magullaba con facilidad, y Morax podía obtener un pago adicional del caballero por los daños que le había infligido. Aquélla era una posada del Correo Imperial local; sus huéspedes tenían dinero, o una buena posición que proteger. A decir verdad, nadie se preocupaba demasiado de los cardenales causados a una chica del servicio, aunque casi todos los clientes, exceptuando los auténticos aristócratas, que no se preocupaban en absoluto, no querían parecer ordinarios o poco instruidos a los ojos de sus compañeros. Morax era muy diestro cuando se trataba de mostrarse indignado en nombre del Servicio Imperial de Correos.

Si le permitía pasar la noche con Zagnes en la mejor habitación era porque Morax se sentía intranquilo respecto a alguna cuestión relacionada con ella o, según pensó más tarde, porque no deseaba que sufriera ningún moretón en aquel preciso momento.

Durante algunos días, había advertido que los murmullos cesaban de repente cuando entraba en una estancia, al tiempo que los presentes lo miraban con atención mientras realizaba su trabajo. Incluso Deana había dejado de atormentarla. Ya habían transcurrido diez días, por lo menos, desde que habían echado comida para cerdos en la paja de su camastro, y el mismo Morax había sido excesivamente solícito desde que una noche, muy tarde ya, se presentaron algunos aldeanos en la posada.

Kasia se secó el sudor de la frente, se echó el cabello rubio hacia atrás y llevó la cerveza a los comerciantes. Dos de ellos la sujetaron, por delante y por detrás, levantándole la túnica mientras les servía, pero estaba acostumbrada a ello y les hizo reír soltando una patada al que tenía más cerca. Eran clientes habituales, que pagaban a Morax una buena cantidad de monedas por el privilegio de alojarse allí sin un permiso y que no causaban dificultades a menos que hubiesen bebido mucha más cerveza que la que llevaban consumida esa noche.

Terminó de servirles, se desasió de la mano que seguía estrujándole los senos, sin dejar de reír, y regresó a la cocina. La noche era joven, había platos y botellas que servir, que vaciar y que limpiar, y hogares cuyo fuego alimentar. Por una vez en su vida, iba a librarse de la rutina de las tareas domésticas y disfrutar de la compañía de un caballero atento en un dormitorio calentito. No sin una cierta incertidumbre, Kasia abandonó el salón y penetró en el corredor, más frío y oscuro.

Un repentino y repugnante temor se apoderó de ella mientras empezaba a subir por la escalera, bajo la parpadeante luz de las velas. No tuvo más remedio que detenerse y apoyarse en el pasamanos para controlarse. El silencio era absoluto, el ruido del salón se había disipado. Sintió un sudor frío en la frente y en el cuello y un regusto amargo en la boca y la garganta. El corazón le latía con fuerza y le costaba respirar. Las sombras borrosas de los árboles más allá de la ventana, sucia y entrecerrada, le sugirieron terrores sin nombre ni forma.

Tenía deseos de llamar a gritos a su madre, presa de un pánico infantil, irrazonable y primitivo, pero su madre estaba muy lejos, en un pueblo a tres semanas de viaje hacia el norte, en las extensas planicies de Aldwood, y por lo demás había sido ella la que la había vendido el otoño anterior.

No podía rezar. Desde luego, no a Jad, si bien la habían convertido a la fuerza, junto a las demás, en una ermita junto al camino, a instancias del tratante de esclavos karchita que las había comprado y llevado al sur. Y habida cuenta de lo que pronto iba a suceder, tampoco le servirían de nada las oraciones a Ludan del Bosque.

Se suponía que era virgen, y a fe que lo había sido en su día, pero el mundo había cambiado. Ahora, Sauradia era oficialmente jaddita, una provincia del Imperio Sarantino que pagaba impuestos para financiar dos campamentos militares y las tropas de Megarium, y aunque algunos de los antiguos ritos tribales todavía se observaban —y los sacerdotes jadditas los ignoraban si no les obligaban a hacer lo contrario—, ya nadie pensaba en ofrecer a sus hijas doncellas.

No cuando los huéspedes podían disfrutar de una prostituta del Correo Imperial local.

Era cierto, se dijo Kasia, asiendo con fuerza el pasamanos y contemplando la noche por el ventanuco. Se sintió impotente y airada. Guardaba un cuchillo en la forja del herrero, pero ¿de qué podía servirle cuando ni siquiera era capaz de dar un paso? La vigilaban a todas horas y, además, ¿adonde podía ir una esclava? ¿Al bosque? ¿Por el camino, para que la persiguieran con los perros?

No distinguía el bosque a través del sucio cristal, pero sabía que estaba allí, como una presencia cercana en medio de la oscuridad. No iban a engañarla. Los susurros, las miradas, aquellas inexplicables amabilidades, una ternura incomparable en los ojos de Deana, esa zorra, el ansia en el rostro de la obesa mujer de Morax, la patrona, que desviaba la mirada en cuanto la de Kasia se cruzaba con la suya en la cocina.

Habían proyectado sacrificarla dos días más tarde, a la hora del crepúsculo, coincidiendo con el Día del Muerto.

Crispin había utilizado su permiso para contratar un sirviente en la primera estafeta del Correo local en Sauradia, justo después de haber dejado atrás los mojones de la frontera con Batiara. Por primera vez en su vida pisaba el Imperio Sarantino. También consideró la posibilidad de alquilar una segunda mula, pero lo cierto era que no le gustaba cabalgar, y gracias a las botas que había comprado tenía los pies en perfecto estado, aun después del largo camino recorrido. Asimismo, podía alquilar una pequeña birota de dos ruedas y un caballo o una mula para tirar de ella, aunque eso habría excedido ampliamente lo que le permitía el permiso, y en cualquier caso se trataba de un vehículo incomodísimo.

Vargos, su sirviente, era un hombre corpulento y silencioso, de cabello negro —algo poco habitual entre los inicii—, con una visible cicatriz sombreada en la parte superior de una mejilla, y llevaba un cayado aún más pesado que el de Crispin. La cicatriz parecía una especie de símbolo pagano, pero Crispin no tenía el menor deseo de corroborarlo.

Haciendo caso omiso de los consejos de Martinian, había rehusado llevar consigo a alguno de los aprendices. Si iba a realizar aquel alocado viaje bajo una identidad que no era la suya para reconstruir su vida o algo por el estilo, desde luego no lo haría acompañado de un muchacho de la ciudad. Bastantes dificultades iba a tener él solo para cargar con una vida joven a lo largo de un peligroso camino al final del cual le esperaba un incierto destino.

Por otro lado, tampoco era cuestión de ser tan imbécil, como solía decir Linón, para viajar solo. No le gustaba estar fuera de las murallas de la ciudad, y aquella vía a través de Sauradia oriental que bordeaba los bosques no se parecía ni remotamente a los transitados caminos de Batiara. Tras asegurarse de que Vargos sabía cómo llegar a la frontera trakesiana, y luego de sopesar su fortaleza y su experiencia, lo tomó a su servicio previa presentación del permiso. El Correo Imperial debía de tener deudas pendientes con la oficina del canciller, pues todo discurrió con una asombrosa eficacia. Le daba mala espina el color negro que presentaba el bosque que se extendía más al norte.

Los comerciantes y su vino se habían desviado hacia el sur al llegar a la bifurcación, mucho antes de la frontera, siguiendo el sendero que había tomado Massina Baladia, que les llevaba medio día de ventaja. El clérigo, un hombre de buen carácter, había continuado el viaje hasta un refugio sagrado, antes de llegar a la frontera. Oraron todos juntos y una mañana temprano, pocos días después, se separaron; el sacerdote dio media vuelta para emprender el viaje de regreso mientras el resto del grupo seguía adelante. Crispin tendría la oportunidad de unirse a otros viajeros que marcharan hacia el este —seguro que habría algunos procedentes de Megarium— y sin duda intentaría hacerlo, aunque, por el momento, el que un hombretón caminase a su lado no daba buena impresión, sino todo lo contrario. Era una de las ventajas del sistema de Correos. Podía tomar un sirviente como Vargos y dejarlo en cualquier otro puesto que encontrara en el camino para que lo contrataran otros viajeros tanto de ida como de vuelta. En aquellos días, el Imperio Sarantino quizá no fuese tan afín a Rhodias como lo había sido en el apogeo de su gloria, pero de todos modos las cosas tampoco habían cambiado demasiado.

Y si Gisel, la joven reina de los antae, estaba en lo cierto, Valerius II deseaba restaurar el imperio de Oriente de una u otra forma.

Por lo que a Caius Crispus de Varena se refería, cualquier medida cuyo fin fuese aumentar la presencia de la civilización en lugares como aquél sería bienvenida.

Desde luego, el bosque no le gustaba para nada.

Resultaba curioso el desasosiego que le invadía a medida que transcurrían los días y seguían andando sin que el camino pareciese tener fin. Hubo de reconocer, no sin un cierto pesar, que era más de ciudad de lo que había imaginado. Las ciudades tenían murallas que protegían de las amenazas. Se suponía que todo lo salvaje, tanto animales como forajidos, moraba fuera de las murallas, y si uno tenía cuidado y procuraba no salir solo después del anochecer o aventurarse en un callejón poco recomendable, el máximo peligro con el que podía topar era un vulgar ladrón en el mercado o un santón excesivamente apasionado, esparciendo babas e imprecaciones.

Además, en las ciudades había edificios, públicos y privados. Palacios, baños, teatros, tiendas, apartamentos, capillas y santuarios con paredes, pavimentos e incluso cúpulas que a veces la gente adinerada deseaba adornar con mosaicos.

Una buena forma de ganarse la vida para un hombre con experiencia y una cierta técnica.

Pero tanto en aquel bosque como en las tierras agrestes que había más al sur el talento de Crispin carecía de la menor utilidad. Las belicosas tribus sauradíes habían sido un sinónimo de ferocidad bárbara desde los primeros días del Imperio Rhodiano. En efecto, la peor derrota jamás sufrida por un ejército rhodiano antes del lento declive y desastre final del imperio tuvo lugar no lejos de allí, un poco más al norte, cuando toda una legión enviada para sofocar la insurrección de unas tribus se vio atrapada entre las marismas y los bosques, y fue hecha pedazos.

Según se decía, las legiones enviadas en represalia tardaron siete largos años en alzarse con la victoria. Sauradia no era un lugar adecuado para combatir en falanges y columnas, y los enemigos, que se habían fundido con los bosques como si de espíritus se tratara y descuartizaban y devoraban a sus cautivos en ceremonias sangrientas, eran capaces de inspirar temor incluso en los soldados más disciplinados.

Pero los rhodianos no habían conquistado la mayor parte del mundo conocido mostrándose reacios al empleo de medidas severas, y además disponían de los extraordinarios recursos de un imperio. Por fin, los árboles de los bosques sauradíes fueron el pudridero de los cuerpos muertos de los guerreros tribales, así como de sus mujeres e hijos, que acabaron colgando de las ramas sagradas de su pelo rubio y grasiento, luego de que les hubiesen arrancado las extremidades.

No se trataba, pensó Crispin una mañana, de una historia que contribuyera a tranquilizarlo, por muy lejos que hubiese ocurrido. Incluso Linón guardaba silencio. Los lúgubres bosques se extendían junto a la vía, muy cerca en aquel punto, y daban la sensación de ser interminables tanto al frente y al este como, mirando hacia atrás, al oeste. Entre robles, fresnos, serbales, hayas, otros árboles que no conocía, hojas caídas o cayendo, se elevaban de vez en cuando columnas de humo negro procedentes de los hornos de carbón vegetal. Al sur, el terreno formaba pequeñas elevaciones que ascendían hacia la barrera de montañas que ocultaba la costa y el mar. Unas pocas cabañas y algunos perros, cabras y ovejas fueron todo el signo de vida humana que vio. El día era gris, caía una lluvia fina y helada, y las cumbres montañosas aparecían cubiertas por las nubes.

Bajo la capucha de su capa, Crispin hizo un esfuerzo por recordar la razón por la que estaba haciendo aquello. Tuvo muy poco éxito.

Intentó evocar espléndidas imágenes de Sarantium, las legendarias glorias de la Ciudad Imperial, el centro de la creación de Jad, el ojo y el ornamento del mundo, como decía una frase popular. Pero no pudo. Estaban demasiado lejos, era demasiado desconocido para él. El bosque negro, la niebla y la lluvia fría consumían una presencia asfixiante, y la ausencia de murallas, de calidez, de gente, de comercios, de mercados, de tabernas, de baños y de imágenes artificiales de bienestar aislaban toda belleza.

Era un hombre de ciudad y no había más que hablar. Aquel viaje le estaba obligando a aceptar, no sin arrepentimiento, todos los conceptos acerca de la decadencia, la debilidad, la corrupción y el lujo exagerado, últimas caricaturas sardónicas de Rhodias antes de desmoronarse: los aristócratas amanerados e indiferentes que contrataban bárbaros para que lucharan en su lugar y se sentían desvalidos cuando regresaban sus propios mercenarios. Pensándolo bien, él y Massina Baladia, con su litera acolchada, su exquisita túnica de viaje, su perfume y sus uñas pintadas tenían más cosas en común de las que quizá estaría dispuesto a aceptar. Las murallas definían el entorno del mundo de ambos. Si tenía que ser sincero consigo mismo, lo que más deseaba en aquel momento era un baño, un buen masaje con aceite y, luego, un vaso de vino tibio en una taberna caldeada, recostado en un diván y charlando civilizadamente. Se sentía angustiado y confuso, indefenso en aquellos parajes desconocidos, y lo peor de todo es que aún le quedaba un largo trecho por recorrer.

Afortunadamente, la siguiente cama no estaba lejos. Un paso constante bajo una lluvia constante, con un breve alto a mediodía para comer un poco de pan y queso, y una botella de vino agriado en la mugrienta y ahumada taberna de una aldea, les condujo a última hora de la tarde hasta las inmediaciones de la estafeta del Correo Imperial local. Había dejado de llover y el cielo empezaba a escampar al sur y al oeste, aunque no sobre los bosques. Distinguió la cima de algunas montañas. Detrás de ellas debía de estar el mar. Si el cartero hubiese llegado a tiempo habría podido cubrir el trayecto navegando, pero ya no tenía sentido seguir pensando en ello.

De no haber sido por la epidemia que había asolado su hogar todavía tendría una familia.

Cuando Crispin, Vargos y la mula llegaron a otro grupo de viviendas, el sol hizo acto de presencia por primera vez aquel día, pálido y bajo, iluminando a sus espaldas las laderas montañosas, reflejándose en las espesas nubes de las cumbres, centelleando en los charcos de agua de lluvia que se habían formado en la zanja que bordeaba el camino. Pasaron por delante de una herrería, de una tahona y de dos hostales de mal aspecto, haciendo caso omiso de las miradas de un corrillo de gente y la ordinaria invitación de una enjuta prostituta apostada en la entrada del sendero que conducía a la segunda posada. No era la primera vez que Crispin daba gracias al cielo por el permiso que guardaba doblado en una cartera de piel ensartada en el cinturón.

El puesto de Correos estaba situado al éste de la aldea, tal y como indicaba el mapa. A Crispin le encantaba su mapa. Todos los lugares por los que pasaba figuraban en él. Era un alivio.

La hostería era grande, con el establo, la forja y el patio interior de costumbre, y sin rimeros de desperdicios podridos junto a la puerta. Más allá de una cancela, hacia la parte posterior del edificio, se veía un huerto bien cuidado de verduras y hortalizas. Al fondo, un prado en el que pastaban algunas ovejas y una choza de pastores. ¡Larga vida al Imperio Sarantino!, se dijo Crispin con ironía, ¡y al glorioso Correo Imperial! El humo que salía por las anchas chimeneas era una promesa de calidez en el interior.

Nos quedaremos dos noches, dijo Linón.

El pájaro volvía a colgar del cuello de Crispin. Había permanecido en silencio desde la mañana. Aquellas súbitas y categóricas palabras le sobresaltaron.

¿Ah, sí? ¿Por qué? ¿Tan cansado estás?

¡Ratones y sangre! Eres demasiado estúpido para salir a la calle sin una niñera. Acuérdate del calendario y de lo que te dijo Zoticus. Estás en Sauradia, imbécil. ¡Y mañana es el Día del Muerto!

Lo había olvidado por completo, y se maldijo por ello. Le irritaba sobremanera que Linón tuviese razón. Era una reacción visceral.

¿Y qué pasa?, preguntó agriamente. ¿Me echarán a la sopa si me pillan por el camino y enterrarán mis huesos en una encrucijada?

El gorrión ni siquiera se molestó en responder.

Malhumorado, Crispin ordenó a Vargos que cuidara de la mula y de sus pertenencias mientras se encaminaba hacia la puerta de la posada, pasando junto a dos perros que ladraban y unas cuantas gallinas que correteaban en un patio cubierto de charcos de agua. Entró en el local y se dirigió al mostrador para enseñar su permiso y ver si podía tomar un baño caliente a costa del Imperio.

El acceso principal estaba limpio, era espacioso y de techo alto. A la izquierda, una puerta conducía al salón, en el que había dos hogares encendidos. Enseguida llegó a sus oídos un animado murmullo de conversación en innumerables acentos. Después de pasarse todo el día caminando, resultaba muy seductor. Se preguntó si alguien sabría cocinar bien en aquel lugar. En los bosques cercanos seguro que había ciervos, jabalíes y tal vez los célebres y esquivos bisontes sauradíes; una fuente de carnes bien adobadas y media botella de vino, o quizá dos, podían reconfortarle en un abrir y cerrar de ojos.

Advirtió también que el suelo de baldosas estaba seco y recién barrido. En efecto, aquél podía ser un sitio más que apropiado para dar descanso a sus pies durante un par de días y otras tantas noches. Zoticus se había mostrado muy ambiguo al aconsejarle que permaneciera bajo techo el Día del Muerto. A pesar de su actitud eminentemente escéptica ante esa clase de cosas, tampoco era cuestión de hacer una estupidez sólo para llevar la contraria a un pájaro artificial. En cualquier caso, pensó de pronto, Linón constituía una prueba palpable de que la otra dimensión existía.

La idea no era precisamente tranquilizadora.

Esperó al posadero, permiso en mano, con la esperanza de relajarse y disfrutar del vino y la cálida atmósfera del lugar. Oyó un sonido que procedía del fondo del local, detrás de la escalera, y se volvió con expresión altiva. Era consciente de que su aspecto no resultaba demasiado halagüeño en aquellos momentos y que tampoco decía mucho en favor de su posición económica el hecho de viajar a pie con un sirviente temporal, aunque como ya había descubierto, un permiso perfectamente redactado con su nombre en él, o mejor dicho, el de Martinian, y el sello y la firma personales nada más y nada menos que de una figura tan relevante como el canciller imperial podían obrar milagros y convertirle en todo un personaje.

Pero no fue el posadero quien se presentó, sino una rubia y delgaducha chica del servicio, ataviada con una túnica marrón cubierta de manchas que le llegaba a la altura de las rodillas, con los pies descalzos, llevando una jarra de vino, llena a rebosar, demasiado pesada para ella. Al verle, se detuvo de inmediato, mirándole fijamente y con los ojos como platos.

Crispin le dirigió una breve sonrisa, sin hacer caso de la suspicacia que revelaba su mirada.

—¿Cómo te llaman, muchacha?

Ella tragó saliva, bajó los ojos y murmuró:

—Gatita —respondió.

Crispin no pudo contener una risita nerviosa.

—¿Y eso?

La chica volvió a tragar saliva, parecía tener dificultades al hablar.

—No lo sé —repuso por fin—. Supongo que alguien pensó que lo parecía.

Tras lanzarle una breve mirada, no volvió a levantar los ojos del suelo. Crispin se dio cuenta de que no había hablado con nadie en todo el día, exceptuando algunas instrucciones a Vargos.

A decir verdad, no sabía muy bien qué pensar al respecto, aunque lo único que quería era un baño, no un poco de charla con una chica del servicio.

—Pues no. ¿Y cuál es tu nombre verdadero?

La muchacha levantó la mirada al oír aquella pregunta y volvió a bajarla.

—Kasia.

—Bueno, Kasia, entonces, ¿por qué no vas a buscar al posadero? Estoy empapado por fuera y seco por dentro, y lo peor que podría pasarme en este momento es que no hubiera ninguna habitación libre.

La chica no se movió. Continuó mirando el suelo, agarrando con fuerza la pesada jarra de vino. Era bastante joven, muy delgada y tenía los ojos azules. Era evidente que procedía de una tribu del norte, la de los inicii tal vez. Crispin se preguntó si lo habría comprendido bien; al fin y al cabo, ambos hablaban en rhodiano. Estaba a punto de repetir su pregunta en sarantino cuando Kasia dijo, con extraordinaria claridad:

—Mañana me asesinarán. —Volvió a mirarle. Sus ojos eran enormes y profundos como un bosque—. ¿Me llevaréis con vos?

Zagnes de Sarnica no se había mostrado amable ni comprensivo.

—¿Eres boba o qué? —le habría gritado la noche anterior. En su agitación, había propinado un brusco empellón a Kasia y ésta se había caído de la cama, dando con sus huesos en el suelo. Estaba frío, a pesar de que en la planta inferior, justo debajo de aquel dormitorio los fuegos de la cocina seguían encendidos—. ¡Por el sagrado nombre de Jad! ¿Qué se supone que podría hacer con una prostituta de Sauradia?

—Haría todo lo que os gustase —había dicho ella, arrodillándose junto a la cama y haciendo un esfuerzo por contener las lágrimas.

—Por supuesto que lo harías. ¿Y qué más harías? ¡Ésa no es la cuestión, demonios! —Zagnes estaba fuera de sí.

No fue la solicitud de comprarla y llevársela. Los carteros imperiales estaban acostumbrados a esa clase de ruegos. Debió de haber sido su motivación, sí, aquella motivación tan urgente y tan especial. Seguro que le habló de ello, de lo contrario ni siquiera la habría tomado en consideración. Estaba acostumbrado a peticiones como ésa, por algo decían de él que era un hombre cordial…

Aunque no demasiado, por lo que parecía. O no lo bastante loco. El cartero estaba pálido; Kasia le había infundido un profundo temor. Él era un hombre calvo, barrigón, maduro ya, sin el menor instinto de crueldad, que se negaba prudentemente a involucrarse en la vida subterránea de una aldea sauradí, aunque ello implicara el sacrificio prohibido de una inocente muchacha a un dios pagano. Quizá fuese eso lo que más le preocupaba. ¿Qué sucedería si relataba aquella historia a los sacerdotes o en el campamento situado un poco más al éste? Se llevaría a cabo una investigación, se formularían preguntas, probablemente preguntas dolorosas, incluso fatales, como ocurría cuando se trataba de cuestiones relacionadas con la fe sagrada. ¿Medidas expeditivas contra un renaciente paganismo? ¿Clérigos enardecidos, soldados acuartelados en el pueblo, impuestos de venganza? Morax y otros más serían severamente castigados; el posadero sería relevado de su cargo, le partirían la nariz, le cortarían las manos…

Y adiós al trato más exquisito, a las habitaciones más cálidas en aquel o en cualquier otro puesto del Correo Imperial en Sauradia para Zagnes de Sarnica. El rumor se extendería por las principales vías de la región, y nadie, en ninguna parte, sentía simpatía hacia un delator. Era un cartero imperial, sí, pero pasaba la mayor parte de los días —y de las noches— lejos de Sarantium.

¿Y todo por una chica del servicio? ¿Cómo se le había ocurrido pensar que estaría dispuesto a ayudarla?

En realidad, no lo había hecho, pero no quería morir, y por el momento sus opciones eran más bien escasas.

—Métete de nuevo en la cama, anda —dijo Zagnes de mala gana—. De lo contrario te congelarás y no me servirás para nada. Siempre tengo frío en esta época del año —añadió, con una risa un poco afectada—. Demasiado tiempo viajando con la lluvia y el viento calándome los huesos. Ya va siendo hora que me jubile.

»Y lo haría, si no fuese porque mi mujer está en casa —otra risa poco convincente—. Chiquilla, estoy seguro de que ves fantasmas y estás asustada por nada. Conozco a Morax desde hace muchos años. Sus chicas siempre tienen miedo de las sombras cuando se acerca ese día… tan absurdo.

Kasia se acostó en silencio y se deslizó a su lado, desnuda bajo la sábana. Zagnes se apartó ligeramente. No era de extrañar, pensó ella con amargura: ¿qué hombre sensato se llevaría a la cama a una chica destinada a ser sacrificada en honor de Ludan del Bosque?

Se arriesgaba a verse alcanzado por la muerte sagrada.

Aunque aquél no era el caso, concluyó. Zagnes parecía ser un tipo de hombre más vulgar.

—Tienes los pies fríos, niña. Si te apetece, puedes frotarlos con los míos. Y las manos también —agregó—. Siempre estoy helado.

Kasia esbozó una sonrisa involuntaria, o tal vez fuese un rictus provocado por el pánico. Obediente, frotó los pies contra los de su compañero de lecho, intentando calentárselos y a su vez hacer lo propio con los de éste. Oyó el viento y una rama golpear contra el muro. Se había nublado y llovía. Las lunas no brillaban.

Iba a pasar toda la noche con él. Zagnes no se atrevería a ponerle un dedo encima. Permanecería allí, a su lado, acurrucado como un niño. Ella no conseguiría conciliar el sueño, escuchando el viento, la rama y la lluvia. Llegaría la mañana, y luego la noche, y al día siguiente moriría. Le parecía increíble estar pensando en ello, y se preguntó si sería posible asesinar a Deana antes de que la atraparan y golpearan hasta dejarla inconsciente. Habría deseado rezar, pero no le habían educado en la veneración a Jad del sol, y ninguna de sus invocaciones le resultaba sencilla. Por otra parte, ¿cómo rezarle al dios al que iba a ser inmolada? ¿Qué podía pedir a Ludan? ¿Estaría muerta antes de que la descuartizaran o le hicieran lo que era costumbre allí en el sur? No lo sabía.

Se levantó antes del alba; el cartero todavía dormía. Aún era de noche y hacía frío. Se puso la ropa interior y la túnica, temblando, y bajó a la cocina. No había parado de llover. Kasia oyó ruidos en el patio. Los mozos de cuadra estaban arreando las nuevas monturas para los carteros imperiales y los caballos y las mulas que habían traído o habían solicitado otros huéspedes. Cogió un haz de leña del fondo de la estancia, regresó en busca de otros dos, y luego se arrodilló para encender el hogar. Bajó Deana, bostezando, e hizo lo mismo con las dos chimeneas del salón delantero. Tenía otro cardenal en una mejilla, según advirtió Kasia.

—¿Has dormido bien, putita? —preguntó Deana al entrar de nuevo en la cocina—. Pues te aseguro que ha sido la última vez, créeme.

—Me dijo que estabas tan gorda por abajo como por arriba —murmuró Kasia sin molestarse en mirarla. Se preguntaba si Deana le atizaría. Por si acaso, tenía un leño un la mano.

Pero al parecer no tenía ninguna intención de pegarle. Incluso podía resultar divertido… decirle de todo a la cara durante todo el día sin temor a recibir un bofetón.

Deana permaneció inmóvil por unos instantes y después pasó junto a ella sin rozarla siquiera.

La observaban con atención. Kasia se apercibió de ello al hacer un alto en su trabajo, dejando por un instante de vaciar los orinales y saliendo al porche posterior del hostal para respirar un poco de aire fresco. La niebla envolvía las montañas. Seguía lloviendo y soplaba una leve brisa. El humo de la chimenea ascendía casi vertical, confundiéndose con el gris plomizo del cielo. Apenas distinguía el huerto y las ovejas que pastaban en las laderas. Los sonidos llegaban amortiguados hasta sus oídos.

Pero casualmente, Pharus, el capataz, estaba apoyado contra un pilar del otro extremo del porche, afilando una rama con un cuchillo, en tanto que Rugash, el viejo pastor, había dejado su rebaño al cuidado de los niños y permanecía de pie en el umbral de la cabaña, más allá del huerto. Al advertir que la muchacha le miraba, se volvió y escupió en el lodo a través de un hueco entre los dientes.

Estaban convencidos de que intentaría escapar, y la vigilaban. Pero ¿adonde podía ir una esclava? ¿Montaña arriba con los pies descalzos? ¿Adentrarse en la espesura de los bosques de Aldwood? ¿Sería preferible morir de frío o devorada por los animales? ¿O acaso darían con ella los demonios o el muerto y reclamarían su alma para la eternidad? Kasia se estremeció. Un temor sin sentido, ya que jamás se le ocurriría huir al bosque o a las colinas. Además, si lo hacía, le seguirían la pista y no tardarían en encontrarla, ya que contaban con perros.

Khafa asomó por la puerta, a sus espaldas. Kasia reconocía sus pasos sin necesidad de volverse.

—Le diré a la patrona que te azote por holgazana —masculló—. Ha ordenado que sólo se hable en rhodiano y que lo aprendas.

—Que te jodan —le espetó Kasia con desgana. Pero entró de nuevo, pasando junto a Khafa, que quizá fuese la más persona de aquéllas en que podía confiar.

Llevó los orinales a las habitaciones y a continuación regresó a la cocina para terminar de lavar los platos de la mañana. El fuego estaba demasiado bajo, y siempre que el fuego estaba demasiado bajo, o demasiado alto, en cuyo caso se consumía demasiada leña, la azotaban o la encerraban en la bodega, entre las ratas. Lo alimentó. El escozor del humo le hizo saltar las lágrimas. Se secó las mejillas con el dorso de las manos.

Había ocultado aquel cuchillo en el cobertizo del herrero, junto a los establos, y decidió que iría por él más tarde. Tal vez tuviese el valor de cortarse las venas por la noche, si es que no se le ocurría otra cosa mejor. Negarles lo que tanto deseaban sería una especie de triunfo al fin y al cabo.

Pero no tuvo ni un minuto para ir a buscarlo. Otro grupo de comerciantes llegó a la posada antes de lo previsto a causa de la lluvia. Naturalmente, carecían de permisos, pero después del acostumbrado intercambio verbal en privado, pagaron a Morax para alojarse aunque fuese de forma ilegal. Se sentaron junto a un hogar en el salón y en poco rato ingirieron una más que considerable cantidad de vino. Luego, tres de ellos querían chicas con las que pasar una tarde entretenida. Kasia subió con uno de ellos, un karchita; Deana y Syrene se ocuparon de los otros dos. El karchita olía a vino, a cuero mojado y a pescado, y tan pronto como llegaron al dormitorio, la tumbó en la cama, boca abajo, y le levantó la túnica, sin molestarse en quitarse la ropa. Al concluir, se quedó profundamente dormido, despatarrado sobre la muchacha. No sin esfuerzo, Kasia consiguió librarse de él. Miró por la ventana. Llovía menos; pronto pararía.

Bajó a la planta baja. El karchita roncaba tanto que se le podía oír desde el corredor. Nada le obligaba a permanecer en la habitación. Morax, que en ese momento cruzaba la estancia delantera, la observó detenidamente descender por la escalera, asegurándose sin duda de que no tenía ninguna moradura, y con un gesto le indicó que se dirigiera a la cocina. Era la hora de empezar a preparar la cena. Otro grupo de hombres estaba bebiendo en el salón. La posada iba a estar repleta esa noche, y al día siguiente los huéspedes se mostrarían nerviosos, excitados, deseosos de vino y compañía. Al otro lado del umbral, Kasia vio a tres aldeanos con un cuarto vaso en la mesa. Morax había estado con ellos.

Deana llegó un poco más tarde, andando con sigilo, como si le dolieran las entrañas. Se colocaron de espaldas, mondando patatas y cebollas, y llenando de aceitunas unos pequeños cuencos. La patrona las estaba observando; nadie pronunciaba palabra. La esposa de Morax tenía la costumbre de pegar a las chicas si hablaban durante el trabajo. Dijo algo a la cocinera, aunque Kasia no consiguió oírlo. Era consciente de que la patrona seguía mirándola. Siempre con la cabeza gacha, preparó los cuencos de las olivas y las cestas del pan, y luego los llevó a las mesas que había junto a las tinajas de aceite. Aquél era un hostal del Correo local; se ofrecía un buen servicio y todas las distracciones posibles… previo pago del correspondiente precio, por supuesto Al entrar Kasia, los tres aldeanos estaban enfrascados en una animada charla y ni siquiera la miraron cuando dejó las aceitunas y el pan sobre la mesa. Había que alimentar los dos fuegos, pero ése era trabajo de Deana.

En la cocina, entretanto, la cocinera cortaba pollos y echaba los pedazos en la olla, con las patatas y las cebollas, para preparar un estofado. Quedaba poco vino. El día era frío y húmedo, y los hombres no paraban de beber. A una señal de cabeza de la patrona, Kasia se encaminó de nuevo hacia la parte trasera de la posada, donde estaba la bodega, llave en mano. Abrió la pesada trampilla que había en el suelo, tiró de ella y sacó una tinaja, recordando que un año atrás, cuando Morax la compró al traficante de esclavos, apenas era capaz de moverlas. Le dieron una buena paliza. La gran tinaja, con tapa, seguía siendo muy pesada y le resultaba difícil cargar con ella. Cerró la bodega, regresó al corredor y vio a un hombre solo, de pie junto a la puerta del salón delantero.

Según decidió más tarde, aquél era su aspecto más salvaje, con la espesa barba pelirroja y el pelo revuelto al echarse hacia atrás la capucha de la embarrada capa. Tenían unas manos grandes, hábiles al parecer, con pelos rojos en el dorso, y llevaba las ropas exteriores, marrones, empapadas y largas hasta las rodillas, atadas alrededor de la cintura. Unas botas caras y un grueso cayado completaban el cuadro. En aquella vía frecuentada por grupos de mercaderes y de sirvientes civiles, de oficiales del ejército uniformados y de carteros imperiales, ese viajero solitario le recordó a uno de aquellos hombres duros de su lejana patria septentrional.

Había una extraña ironía en todo ello, aunque, por supuesto, la muchacha no podía saberlo.

Allí estaba, de pie, solo, sin acompañante o sirviente a la vista. Se dirigió a ella en rhodiano. Kasia apenas le oyó, ni tampoco su propia respuesta, cuando al fin consiguió balbucear algo inteligible. Le había preguntado su nombre. Ella permanecía con la vista baja. Notaba un extraño zumbido en los oídos, como si soplase un fuerte viento en la estancia. Tenía miedo de caer o de que la tinaja de vino se le escurriera entre los dedos y se rompiera en mil pedazos. De pronto, se le ocurrió que no perdían nada con intentarlo. ¿Qué podían hacerle?

—Mañana me asesinarán —dijo. Alzó los ojos. El corazón le latía como un tambor del norte—. ¿Me llevaréis con vos? —añadió.

El hombre no se enfureció como Zagnes ni la miró estupefacto o con aire de incredulidad, sino fijamente, con los ojos, azules y fríos, entornados.

—¿Por qué? —preguntó con cierta aspereza.

Kasia presentía las lágrimas y se esforzaba por contenerlas.

—El… el Día del Muerto —tartamudeó. Era como si tuviera la boca llena de cenizas—. El… dios del roble… Ellos van a…

La muchacha oyó pasos. Claro, el tiempo había transcurrido. Nunca disponía del tiempo suficiente. De haber perecido de peste, al igual que su padre y su hermano, o de inanición el invierno siguiente, su madre no la habría vendido para poder comer. Pero no fue así. La había vendido y allí estaba. Una esclava. Y el tiempo había transcurrido. Calló bruscamente y bajó de nuevo la mirada, aferrando la endiablada tinaja. Morax apareció procedente del salón.

—Justo a tiempo, posadero —dijo el hombre con una serenidad asombrosa—. ¿Sueles tener a los clientes esperando en el salón delantero?

—¡Gatita! —rugió Morax—. ¡Puta infame!, ¿cómo no me has avisado de la llegada de un huésped tan distinguido?

Aún con los ojos fijos en el suelo, Kasia imaginó la ensayada mirada del posadero sopesando al recién llegado. Morax recuperó su tono de voz habitual.

—Buenos días señor, ésta es una posada del Correo Imperial local. Ya debéis de saber que para alojarse en ellas se requiere un permiso.

—Confío en ello para tener la seguridad de que los demás huéspedes serán respetables —respondió el hombre con frialdad.

Kasia los observaba por el rabillo del ojo. Desde luego, no era del norte. Era imposible con aquel acento. En ocasiones, la muchacha se comportaba como una estúpida. Había hablado en rhodiano y estaba mirando sombríamente a Morax. El posadero echó una rápida ojeada al atestado salón.

—Es asombroso comprobar la cantidad de gente con permiso que viaja al extranjero en esta época del año —añadió el hombre—, sobre todo en los días de lluvia. Imagino que el servicio será excepcional.

Morax se ruborizó.

—Así pues, disponéis de permiso. Estaré encantando de atenderos como os merecéis.

—Aquí está. Y deseo que tus atenciones en verdad lo sean. Quiero la habitación más caliente que tengáis, para dos noches, un camastro limpio para el hombre que me acompaña, con los sirvientes, y que suban agua caliente, aceite y toallas de inmediato. Tomaré un baño antes de cenar. Mientras lo preparan, decidiremos lo relativo a la comida y el vino. ¡Ah!, y deseo una chica para que me unte el aceite y me lave. Ésta me servirá.

Morax parecía acongojado. Lo fingía a la perfección.

—Justamente en estos momentos estamos preparando la comida, caballero. Como veréis, hoy el local está repleto y tenemos muy poco personal. Siento deciros que nos será imposible disponeros el baño hasta más tarde. Éste es un humilde hostal rural, buen señor. Gatita, lleva el vino a la cocina. ¡Ahora!

El hombre de la barba pelirroja levantó una mano. Kasia advirtió que en ella sostenía un papel y una moneda.

—Todavía no me has pedido el permiso, posadero. Echale un vistazo. Léelo. Sin duda reconocerás la firma y el sello del mismísimo canciller de Sarantium. Claro que, como es lógico, muchos de tus clientes es probable que dispongan de permisos firmados personalmente por Gesius.

Morax palideció.

Casi resultaba divertido, aunque Kasia temía que se le cayera el vino en cualquier momento. Los permisos estaban firmados por funcionarios imperiales de diversas ciudades o por cadetes de los campamentos militares, pero nunca por el canciller imperial. La muchacha había quedado boquiabierta. ¿Quién era ese hombre? Cambió la posición de las manos para sujetar la tinaja por debajo. Le temblaban los brazos a causa del peso… Morax se acercó y cogió el papel… y la moneda. Desplegó el permiso y lo leyó, moviendo ligeramente los labios al hacerlo. Levantó la mirada, incapaz de continuar. Poco a poco iba recuperando el color. La moneda había contribuido a ello.

—Habéis dicho que… vuestros sirvientes esperan fuera, ¿verdad, mi señor?

—Uno solo. Lo contraté en la frontera para que me condujera a través de Trakesia. Gesius y el emperador tienen sobrados motivos para que viaje discretamente. Administras una posada del Correo Imperial, ¿no es así? En tal caso te resultará fácil de comprender. —Sonrió brevemente y luego se llevó un dedo a los labios.

Gesius. El canciller. Aquel hombre acababa de referirse a él por su nombre y tenía un permiso con su sello y su firma.

Kasia empezó a rezar en silencio, a ningún dios en concreto, pero con toda el alma. Le seguían temblando los brazos. Morax le había ordenado que fuese a la cocina. Se volvió para marcharse.

Observó de nuevo el permiso. La moneda se había esfumado. Con el tiempo que ya llevaba en aquel local, aún no había conseguido descubrir el fugaz movimiento con que su patrón recogía las propinas. Morax dio una zancada y detuvo a la muchacha, poniéndole una mano en el hombro.

—¡Deana! —gritó, al verla cruzar el gran salón. Ella dejó de inmediato el montón de leña que llevaba a cuestas y acudió rauda a su llamada—. Lleva esta tinaja a la cocina y dile a Breden que suba la bañera más grande a la habitación del piso superior. Y tú, Gatita, encárgate del agua caliente de la tetera. ¡Rápido! Llenad la bañera. Y hacedlo deprisa, para que no se enfríe. Después, regresa enseguida con su señoría, Gatita. Si tiene alguna queja, te encerraré en la bodega y pasarás allí la noche, ¿he hablado con la suficiente claridad?

—Te ruego que no me llames su señoría —dijo el recién llegado, sin inmutarse—. Recuerda que si viajo así es por alguna razón.

—Por supuesto —exclamó Morax—. ¡Por supuesto! ¡Perdonadme! Pero ¿en qué estaría yo…?

—Bastará con Martinian —le interrumpió el hombre—. Martinian de Varena.

¡Ratones y sangre! ¿Se puede saber qué estás haciendo?

No estoy muy seguro, contestó Crispin con franqueza, pero necesito tu ayuda. ¿Crees que es verdad lo que ha contado la muchacha?

Linón se tranquilizó de inmediato y, tras un inesperado silencio, repuso:

Sí. Pero lo más cierto de todo es que no debemos implicamos en este asunto. No hay que tomarse a broma el Día del Muerto, Crispin. Nunca se dirigía a él por su nombre. Su tratamiento preferido era «imbécil».

Ya lo sé. Confía en mí… y échame una mano, si puedes.

Echó un vistazo al rechoncho posadero de hombros caídos y dijo en voz alta:

—Bastará con Martinian. Martinian de Varena. —Hizo una pausa y añadió con firmeza—: Te recompensaré por tu discreción.

—¡Naturalmente! —gritó el posadero—. Yo me llamo Morax y estoy a vuestra entera disposición, su… ¡digo, Martinian! —Le guiñó un ojo. ¡Tan codicioso y mezquino como siempre!

El mejor dormitorio se encuentra sobre la cocina, dijo Linón en silencio. Está haciendo lo que le has pedido.

¿Conoces este hostal?

Conozco la mayor parte de los hostales de esta vía, imbécil. Navegamos por aguas peligrosas.

Rumbo a Sarantium, como bien sabes, replicó Crispin con ironía. Linón resopló y no dijo nada más. Otra chica, con una moradura en la mejilla, había cogido la tinaja de vino de manos de la muchacha rubia. Las dos se apresuraron a cumplir las órdenes de su patrón.

—¿Puedo sugeriros nuestro mejor vino tinto candariano para la cena? —preguntó el posadero, entrelazando las manos del modo en el que todos los posaderos solían hacerlo—. Lleva un pequeño suplemento, claro, pero…

—¿Tienes vino de Candaria? Excelente. Tráemelo sin mezclar, con una jarra de agua. ¿Qué hay de cenar, amigo Morax?

¡Mira que eres arrogante…!

—Tenemos unas exquisitas salchichas que hacemos nosotros mismos o estofado de pollo. En este momento están preparándolo.

Crispin se decidió por el estofado.

Mientras subía a su habitación intentó comprender por qué había hecho lo que acababa de hacer, pero no se le ocurrió ninguna respuesta convincente. En realidad, no había hecho nada… todavía. Sin embargo, recordó haber visto aquella mirada de terror en el rostro de su hija mayor, cuando su madre yacía vomitando sangre poco antes de morir. Fue incapaz de hacer nada, enfurecido, casi enloquecido de dolor, impotente.

—¿Esta abominación se practica en toda Sauradia?

Estaba desnudo en el dormitorio, dentro de la bañera metálica, con las rodillas flexionadas. A fin de cuentas, la bañera más grande de la posada no resultó ser especialmente grande. La muchacha de pelo rubio le había untado aceite sin una excesiva pericia, y le frotaba la espalda con un paño áspero, a falta de algo mejor. Linón estaba posado en el alféizar.

—No, no, mi señor. Sólo aquí, en el sur del Viejo Bosque…, de Aldwood, como decimos…, y en la región septentrional. Hay dos robledos consagrados a Ludan, el… dios del bosque —dijo en voz baja, casi en un susurro. Las paredes eran muy delgadas. Hablaba un rhodiano más que aceptable, aunque no fluido.

—¿Eres jaddita, muchacha? —inquirió Crispin en sarantino.

—El año pasado me convirtieron a la Luz —respondió Kasia tras vacilar un instante.

Por obra de algún traficante de esclavos, sin duda.

—Sauradia es jaddita, ¿verdad?

Kasia vaciló de nuevo.

—Sí, mi señor. Por supuesto, mi señor.

—Y a pesar de todo, ¿estos paganos siguen…, haciendo todo eso con las chicas? ¿En una provincia del imperio?

Crispin, es mejor que no sepas eso.

—En el norte no, mi señor —contestó Kasia, frotándole las costillas—. Allí a los ladrones y a las mujeres adúlteras se les ahorca en el árbol del dios. Sólo se les ahorca. Sólo… eso. Nada más.

—¡Ah! Un barbarismo más moderado, por lo que veo. ¿Y cuál es la diferencia? ¿Acaso no hay ladrones ni mujeres adúlteras con los que ensañarse?

—No lo sé. —La muchacha no reaccionó a su sarcasmo; Crispin se dio cuenta enseguida de que aquella observación había estado fuera de lugar—. Estoy segura de que no es por eso, mi señor. En realidad…, Morax lo utiliza para estar en paz con la aldea. Autoriza a alojarse en el hostal a viajeros sin permiso, sobre todo en otoño e invierno. Así ha conseguido hacerse muy rico. Pero las posadas del pueblo pierden clientes. Quizá ésta sea la forma de compensarles…, entregándoles a una de sus esclavas. Para Ludan, supongo.

—Ya basta. Es evidente que nadie te ha enseñado jamás a frotar el cuerpo. ¡Por la sangre de Jad! ¿Cómo es posible que no haya un paño decente en una posada del Correo Imperial? Alcánzame una toalla seca, chiquilla. —A pesar de la furia que empezaba a apoderarse de él, hizo un esfuerzo por mantener un tono calmo de voz—. Las relaciones con los vecinos son un buen motivo para matar a una esclava, desde luego.

Ella se levantó y se apresuró a coger una toalla que había sobre la cama; aún no habían traído las que había solicitado. Aquel hostal no se parecía en nada a los baños públicos de Varena. La habitación era anodina, pero de unas dimensiones aceptables, y de la cocina de la planta baja subía un ligero calorcillo. Crispin había reparado en que la puerta disponía de una moderna cerradura de hierro, con una llave de cobre. A los comerciantes les encantaba. Al parecer, Morax conocía bien su negocio, tanto los aspectos lícitos como los ilícitos. Sí, tal vez fuese rico o estuviese a punto de serlo.

Crispin controló su malhumor reflexionando en lo que había sucedido al llegar.

—¿Tenía razón al decir lo que dije? ¿Hay huéspedes sin permiso esta noche?

Se puso en pie y salió de la pequeña bañera, goteando. Kasia estaba avergonzada por la reprimenda que le había dado, y visiblemente atemorizada, lo que no hizo sino irritarlo aún más. Cogió la toalla, se frotó el pelo y la barba, y luego se envolvió para resguardarse del frío. A continuación, soltó una maldición al sentir la picadura de algún insecto oculto entre los pliegues de la toalla.

Ella permanecía de pie, a su lado, sin saber qué hacer con las manos y mirando el suelo, con expresión de abatimiento.

—¿Y bien? —insistió Crispin—. Responde. ¿Tenía o no razón?

—Sí, mi señor —contestó ella en sarantino, una lengua que comprendía mucho mejor. Daba la sensación de ser inteligente teniendo en cuenta su posición, y cuando el terror se disipó, sus ojos azules se llenaron de vida—. La mayoría de ellos son ilegales. En otoño suele haber poco movimiento, y si se presentan recaudadores de impuestos o soldados, los soborna. Por lo demás, los carteros imperiales van y vienen con demasiada frecuencia como para quejarse…, siempre que no les molesten los demás clientes. Morax cuida muy bien a los carteros.

Estoy seguro de ello. Conozco a estos tipos. Son capaces de todo por dinero.

Con aire ausente, Crispin asintió con la cabeza, mostrando así su acuerdo con el comentario del pájaro, y luego recobró la calma. Empezó a vestirse, cogiendo ropa seca de la bolsa que le habían llevado mientras ponían a secar la suya junto a uno de los hogares de la planta baja.

Tranquilo, Linón. ¡Estoy pensando!

¡Que los poderes del cielo nos protejan!

Cada vez le resultaba más fácil hacer caso omiso de aquella clase de observaciones. No obstante, ese día Linón se mostraba extraño, aunque Crispin decidió dejar aquella cuestión para más tarde, al igual que la otra, mucho más grave y profunda, relacionada con el motivo por el cual se estaba involucrando en semejante situación. Cada día morían un sinfín de esclavas en el imperio, y otras eran sometidas a prácticas abusivas, azotadas, vendidas… ¡o convertidas en salchichas! Crispin meneó la cabeza. ¿Iba a ser tan idiota para permitir que el que una chica aterrorizada le recordara a su hija le condujese a un mundo en el que no había ningún lugar seguro para él? Otra cuestión esencial…, que también dejaría para más tarde.

En los días en que aún era capaz de disfrutar de las cosas, solía destacar por poseer una habilidad especial para resolver rompecabezas. Tanto en el trabajo como en el juego. Diseñando un mosaico o cruzando apuestas en los baños públicos. En ese instante, mientras se vestía con rapidez a causa del frío, tenía en las manos un montón de piezas de información, como tesserae, con las que debía realizar una obra maestra. Habría de darles vueltas y más vueltas para captar todos los ángulos de luz posibles e intentar que encajasen.

¿Qué harán con ella?, preguntó impulsivamente.

Linón tardaba tanto en responder que llegó a pensar que no le prestaba atención. Se calzó las sandalias, esperando. La voz que oyó en su mente fue glacial, sin inflexiones, a diferencia de la de Kasia.

Por la mañana, añadirán zumo de adormidera en lo que tenga por costumbre tomar. La entregarán a quienes vengan a reclamarla, probablemente de la aldea, y se la llevarán. Unas veces, las aparean con un animal, en homenaje a los campos y los cazadores; otras, lo hacen los hombres, uno detrás de otro, ocultando el rostro con máscaras de animales. Más tarde, un sacerdote de Ludan le extraerá el corazón. Puede ser un herrero o un panadero del pueblo. El posadero está al pie de la escalera. Se supone que no sabemos nada de todo esto. Si vive hasta que le arrancan el corazón, se considera un buen augurio. Lo entierran en el campo. Luego, la despellejan y la queman como si fuera escoria, y, por último, la cuelgan del pelo en el roble sagrado al ponerse el sol, para que Ludan disponga de ella.

—¡Por el venerado Jad! ¿Acaso no puedes ser más…?

¡Cállate, imbécil! ¡Ya te dije que era mejor que no lo supieras!

La muchacha había levantado los ojos, sobresaltada. Crispin la miró y ella los bajó de nuevo, aunque a él le dio tiempo de adivinar una clase de miedo diferente esta vez.

Asqueado e incrédulo, Crispin se concentró de nuevo en la resolución del rompecabezas, intentando serenarse y dando la vuelta a los pedacitos de cristal con la intención de aportar un poco de luz a su mente, por muy débil que fuera, como la de unas velas parpadeando en la brisa o la del sol invernal a través de una estrecha saetera.

No puedo permitir que hagan eso con ella, dijo a Linón en silencio.

¡Ah! ¡Que suenen los tambores por Caius Crispus de Varena, el osado héroe de una edad tardía! ¿No puedes? Pues no veo por qué. Se limitarán a sustituirla por otra… y a asesinarte a ti por entrometido. ¿Quién eres tú, artesano, para interferir entre un dios y su sacrificio?

Crispin había terminado de vestirse. Se sentó de nuevo en la cama, que crujió.

No sabría responder a esta pregunta.

Pues claro que no.

—Mi señor —susurró Kasia—. Haré siempre todo lo que queráis.

—¿Qué otra cosa podría hacer una esclava? —dijo él ásperamente, con aire distraído. Ella se estremeció, herida por sus palabras, y suspiró.

Necesito tu ayuda, dijo Crispin en silencio dirigiéndose al pájaro. El rompecabezas había formado un diseño, aunque no demasiado brillante. Se inclinó. La cama volvió a crujir. Escucha con atención. Te contaré lo que he decidido hacer

Instantes después explicó a la muchacha cómo debería actuar si pretendía librarse de aquella situación. Lo hizo como si supiera perfectamente de qué estaba hablando, como si el plan no pudiese fracasar. Lo insufrible fue la expresión que adquirieron los ojos de Kasia mientras él hablaba, al comprender que intentaría salvarle la vida. Aquella muchacha poseía un instinto de supervivencia extraordinario. El deseo de vivir ardía en sus entrañas.

Días atrás Crispin le había confesado a Martinian que no le apetecía nada, ni siquiera vivir. Es posible, pensó, que aquello le hubiese convertido en el hombre perfecto para acometer semejante locura.

Envió a la muchacha de regreso a la cocina. Kasia se arrodilló ante él. Parecía como si quisiera decir algo, pero él se lo impidió con una mirada y señaló la puerta. Una vez que se hubo marchado, Crispin se puso en pie. Tenía mucho que hacer en la habitación.

¿Estás enfadado?, preguntó a Linón de pronto, pillándole por sorpresa.

, respondió el gorrión.

¿Vas a decirme por qué?

No.

¿Me ayudarás?

Como alguien dijo en una ocasión, no soy más que un artilugio de cuero y metal. Puedes dejarme ciego, sordo y mudo sólo con pensarlo. ¿Qué otra cosa puedo hacer?

Mientras bajaba por la escalera para dirigirse al cálido y ruidoso salón de la posada, Crispin echó un vistazo al exterior. Era noche cerrada y la oscuridad impedía distinguir el bosque. Las nubes habían cubierto el cielo; no se veían lunas ni estrellas. Debería haberse olvidado de todo aquello por un rato y disponerse a disfrutar de un buen vino de Candaría y un estofado caliente, pero era imposible. Cada movimiento en las sombras que se extendían más allá de las ventanas estaba envuelto en un aura de terror. Si vive hasta que le arrancan el corazón, se considera un buen augurio, recordó.

Se había comprometido y no iba a echarse atrás. Llevaba la llave de cobre al cinto, pero había dejado la puerta de la habitación entornada, como un rhodiano insensato y poco habituado a la brutal realidad de los viajes y a los peligros del camino.

A esas alturas, todos los presentes en el salón ya sabían que aquel rhodiano de barba pelirroja, capaz de ingerir una considerable cantidad de vino caro e incluso de compartirla con sus compañeros de mesa, viajaba a Sarantium con un permiso firmado por el canciller imperial. En cuanto se presentaba la ocasión mencionaba el nombre de Gesius, lo que habría resultado irritante de no haberse mostrado… y tan generoso. Al parecer, se trataba de un artesano, un ciudadano de Varena convocado para colaborar en uno de los proyectos del emperador.

A Thelon de Megarium le gustaba hurgar a fondo a aquella clase de individuos y de paso ver si podía sacar algo de provecho. Ante todo, era evidente que Martinian, como había dicho que se llamaba, no llevaba dinero encima, lo que significaba que tanto el permiso como las monedas que le habían anticipado o que había traído consigo desde Batiara —una suma a todas luces suficiente para permitirse el lujo de saborear un vino candariano— estarían en su habitación, a menos que los hubiera escondido en la ropa interior. Thelon se regocijaba ante la idea de presentar un papel arrugado y manchado de orines en el siguiente puesto del Correo local. No, apostaría cualquier cosa a que Martinian no llevaba encima el permiso imperial.

Y de haber tenido la ocasión, no habría dudado un instante en hacerlo. Thelon era un hombre sin recursos que se había enrolado en la expedición mercantil de su tío gracias exclusivamente al buen corazón de éste, como por cierto solía recordarle. Regresaban a casa, a Megarium, tras llevar a cabo en el campamento militar de Trakesia, donde estaban acuarteladas la Primera y la Cuarta legiones sauradianas, algunas interesantes transacciones. Interesantes para el tío Erytus, claro está, ya que Thelon no participaba en los beneficios. Ni siquiera recibía un salario. Sólo había ido hasta allí para conocer el trayecto, había dicho Erytus, y a las personas con las que había que tratar, así como para demostrar que era capaz de comportarse de la forma debida entre una clase de gente superior a la plebe.

Si se esmeraba en aprender con rapidez, el tío Erytus le permitiría entrar en el negocio con un salario justo y realizar algunas expediciones de segundo orden. Y quizá, con el tiempo, una vez que hubiese demostrado la suficiente madurez, tendría la oportunidad de asociarse a su tío y a sus primos.

La madre y el padre de Thelon habían alabado al tío Erytus mostrándose vergonzosamente agradecidos, aunque sus acreedores, entre quienes figuraban varios jugadores de dados que solían cruzar sus apuestas en una caupona del puerto, no experimentaron el mismo entusiasmo.

Teniendo en cuenta las circunstancias, Thelon no podía por menos de admitir que aquél había sido un viaje muy oportuno, a pesar de que el tiempo no acompañaba, de que su tío y sus primos se tomaban más a pecho que la mayoría las invocaciones del alba, y de que fruncían el entrecejo sólo con mencionar a las rameras. No obstante, Thelon había sopesado a conciencia la mejor manera de concertar un rápido encuentro, para aliviar las tensiones, con la preciosa chica rubia que estaba de servicio esa noche, cuando las volubles indiscreciones del artesano de la mesa contigua hubiesen orientado sus pensamientos en la dirección opuesta.

Lamentablemente, ciertos hechos eran inevitables. En pocos días estaría en casa, y algunos grupos ya le habían anticipado que si deseaba seguir gozando del uso de sus piernas, mejor sería que saldase su deuda de juego. El tío de Thelon, cuya actitud era tan estúpidamente testaruda con respecto a los juegos de azar como a las prostitutas, no estaba dispuesto a anticiparle dinero alguno, a pesar del buen humor de que daba muestras después de sus excelentes operaciones comerciales con los soldados, a quienes había vendido capas y demás pertrechos, y de la compra de objetos religiosos toscamente tallados en una ciudad situada al este del campamento. En Megarium la demanda de discos solares trakesianos de madera era extraordinaria, según había comentado Erytus, y aún mayor en la bahía de Batiara. ¡Se trataba de un negocio redondo, pues dejaba un quince por ciento de beneficio neto! Thelon había hecho un esfuerzo heroico para no bostezar.

No obstante, mucho antes ya había decidido no polemizar con su tío, quien, a pesar de su piedad y sus escrúpulos, no desaprovechaba la menor oportunidad de sobornar a los posaderos —daba la impresión de conocerlos perfectamente a todos— para que les permitiesen alojarse ilícitamente en varios hostales del Correo local a lo largo del camino. No es que se quejara, pero en el fondo de todo aquello había una especie de principio oculto. No sabía exactamente dónde, pero estaba seguro de que lo había. Todo era cuestión de encontrarlo.

—¿Sería un atrevimiento —estaba diciendo el tío Erytus, inclinándose hacia el hombre de la barba roja— pediros que me hicierais el honor de permitirme echar un vistazo al ilustre permiso con que os han honrado?

Thelon se moría de vergüenza ante un lenguaje tan adulador y empalagoso. Su tío era un consumado maestro en el arte de dorar la píldora.

El rostro del artesano se ensombreció.

—¿Acaso dudáis que lo tenga? —gruñó, indignado.

Thelon alzó una mano para ocultar una sonrisita de complicidad. Erytus se puso tan rojo como el vino que con tanta cortesía le había ofrecido Crispin.

—¡No, no, en absoluto! Estoy seguro de ello…, es sólo que nunca he tenido la oportunidad de ver el sello o la firma del augusto y célebre canciller Gesius. ¡Ha servido a tres emperadores! ¡Sería un verdadero honor para mí, buen señor! Sólo un vistazo a la caligrafía de tan glorioso personaje…; será un ejemplo para mis hijos.

Su tío, reflexionó Thelon con amargura, poseía todas las cualidades necesarias para escalar en la jerarquía social propias de un comerciante de provincias de cierto éxito. Si conseguía ver aquel permiso, no pararía de hablarle de ello a su familia y era probable que también encontrara alguna moraleja religiosa, como la relativa a la virtud y sus innegables recompensas. Thelon se divertía imaginando que sus sobrinos lo considerarían el ejemplo del perfecto eunuco.

—De acuerdo —dijo el artesano de Batiara con un ademán caballeresco con el que a punto estuvo de tirar la última botella de vino—. Mañana te lo mostraré. Lo tengo en la habitación, que es la mejor del hostal, por cierto, justo encima de la cocina. ¡Está demasiado lejos para ir a buscarlo esta noche! —Rio, considerando extremadamente jocosa su observación.

El tío Erytus, visiblemente aliviado, también soltó una carcajada tan sonora como falsa, concluyó Thelon. El hombre de la barba pelirroja se puso en pie y sirvió un poco más de vino a Erytus. Luego levantó la botella con expresión interrogativa; los primos de Thelon se apresuraron a cubrir sus copas con la mano, y a él no le quedó más remedio que hacer lo mismo para no desentonar. Era una decisión difícil de tomar. ¿Le ofrecían vino candariano y estaba obligado a rehusarlo? ¡Increíble! Allí estaba, en medio de ninguna parte, sin una sola moneda en el bolsillo, a pocos días de poner en peligro sus piernas… y sólo Jad sabía qué otras cosas más. Y tomó la decisión. Acababa de tener la confirmación de lo que había supuesto unos minutos antes. Aquel hombre estaba loco de remate.

—Te ruego que me excuses, tío —dijo Thelon, poniéndose de pie y llevándose una mano al vientre—. Demasiadas salchichas. Me temo que tendré que purgarme.

—La moderación es una virtud esencial tanto en la mesa como en cualquier otro lugar —repuso Erytus, como era de esperar y alzando el índice en señal de reprobación.

—¡Sabias palabras! —exclamó el mosaiquista, que sin duda había bebido más de la cuenta.

¡Será todo un placer!, pensó Thelon mientras se dirigía hacia el salón delantero, sumido en la penumbra. No fue a los servicios, sino que cruzó el corredor y subió por la escalera con sigilo. Se le daban bastante bien las cerraduras.

Pero aquella vez no le hizo ninguna falta poner a prueba su habilidad.

Estate atento, dijo Crispin mentalmente. Creo que ha picado un pez.

Qué marinero estás hecho, replicó Linón con sorna. ¿Cómo lo prefieres, en salsa o a la sal?

Nada, de bromas, por favor. Te necesito.

¿Me pongo serio, entonces?

Crispin hizo caso omiso de aquel comentario.

Ahora mismo mandaré arriba a la muchacha.

—¡Gatita! —llamó en un tono de voz excesivamente alto, arrastrando las palabras; el vino estaba surtiendo efecto—. ¡Gatita!

Kasia acudió al instante, con expresión de ansiedad en los ojos azules y secándose las manos en la túnica. Crispin le dirigió una mirada breve pero directa, y luego se inclinó, derramando un poco más de vino al sacar del cinturón la llave de la habitación.

En realidad, no tenía ni idea de quién mordería el anzuelo que estaba lanzando…, la puerta abierta, la borrachera, las burdas insinuaciones sobre la cena y el vino… En efecto, cabía la posibilidad de que nadie sucumbiera a la tentación, en cuyo caso carecería de plan alternativo. Una puerta insensatamente entrecerrada y unas palabras descuidadas acerca de la bolsa que guardaba en la habitación… era todo lo que había sido capaz de urdir.

Pero al parecer alguien había considerado más que atractivo el señuelo. Crispin se negó a evaluar la ética de lo que estaba haciendo cuando el hosco sobrino al que llevaba tiempo observando le miró con excesivo desparpajo y se excusó.

Bizqueando como una lechuza al levantar la mirada, señaló a Erytus de Megarium con un dedo titubeante y dijo a la muchacha:

—Este buen amigo mío desea ver mi permiso, así como el sello de Gesius. Está en la bolsa de piel, sobre la cama. Ya sabes qué habitación es, la que está sobre la cocina. Ve y tráelo. Y, Gatita… —Hizo una pausa, desviando el dedo hacia ella—. Sé exactamente cuántas monedas hay en la bolsa, ¿me comprendes?

El mercader megariano intentó protestar, pero Crispin le guiñó un ojo y aprovechó para pellizcar las nalgas de Kasia al entregarle la llave.

—La habitación no está demasiado lejos para unas piernas jóvenes —rio—. Más tarde te dejaré que las entrelaces con las mías.

Uno de los hijos del comerciante no pudo reprimir una sonrisita nerviosa antes de ruborizarse bajo la severa mirada de su padre.

En la mesa de enfrente, un karchita soltó una sonora carcajada levantando su jarra de cerveza a su salud. La primera vez que entró en el salón, Crispin había imaginado que algún miembro de aquel grupo se dejaría llevar por la codicia y subiría a su habitación. Había hablado lo bastante alto para que le oyeran…, pero al parecer llevaban empinando el codo desde hacía demasiado tiempo y dos de ellos se habían dormido, con la cabeza sobre la mesa, y los demás tampoco estaban en condiciones de andar sin tambalearse.

El aburrido y enojado sobrino de Erytus, con su lengua de víbora y sus deditos largos, había dicho que iba al servicio, pero Crispin estaba seguro de que mentía. ¡El pez había picado!

Si entra en la habitación con la intención de robar, se dijo, merecerá cargar con las consecuencias. Sin embargo, a pesar de las apariencias, el artesano estaba completamente sobrio, tras haber derramado o compartido la casi totalidad del vino, y por más vueltas que le daba a tan compleja situación, no conseguía convencerse del éxito de su plan. De pronto, antes de apartar de una vez por todas aquella idea de su mente, se le ocurrió que era muy probable que una madre, en algún lugar, amara profundamente al joven en cuestión.

Aquí está, dijo Linón desde el dormitorio.

La muchacha subió por la escalera; al pasar rápidamente por delante de las antorchas de la pared, su sombra proyectó una luminiscencia inusual sobre ésta. Llevaba la llave. Su corazón palpitaba con fuerza, pero de un modo diferente del anterior, pues una leve llama de esperanza comenzaba a arder dentro de ella. Donde antes reinaba la más tenebrosa de las oscuridades, aquel mínimo resplandor parecía cambiar por completo el mundo que la rodeaba. No había nada que ver por las ventanas, pero podía oír el rumor del viento.

Llegó a la planta superior, se encaminó hacia la última habitación, la que estaba justo encima de la cocina. La puerta estaba entornada. Crispin ya le había avisado al respecto, aunque sin explicarle el porqué. Lo único que le dijo era que si veía a alguien al subir, quienquiera que fuese, hiciera lo acordado.

Abrió la puerta, se detuvo en el umbral, distinguió una silueta que se volvía en la penumbra y oyó un juramento, aunque fue incapaz de saber de quién se trataba a ciencia cierta.

Y gritó con todas sus fuerzas, siguiendo al pie de la letra las instrucciones recibidas.

El terrible alarido resonó en todo el local. A pesar del ruido que había en el salón, nadie dejó de oírlo. Tras un tenso silencio Kasia gritó de nuevo:

—¡Hay un ladrón! ¡Socorro! ¡Socorro!

—¡Que Jad le pudra los ojos! —rugió el mosaiquista, que fue el primero en reaccionar, poniéndose de pie de un brinco. Morax salió a toda prisa de la cocina y corrió escalera arriba. Pero Crispin, que se le había adelantado, fue, curiosamente, en sentido contrario, cogió un grueso cayado que había junto a la puerta principal y salió de la posada como alma que llevaba al diablo.

¡Ratones y sangre!, había exclamado Linón en silencio inmediatamente después del grito de la muchacha. ¡Estamos saltando!

¿Adonde?, preguntó Crispin mientras bajaba de nuevo por la escalera y echaba una maldición a los clientes que llenaban el salón.

¿Adonde crees, imbécil? ¡Al patio, por la ventana! ¡Date prisa!

El pavoroso aullido de Kasia llevaba implícita una advertencia. Había sido demasiado fuerte, demasiado escalofriante, demasiado… real. Algo extraño e imprevisto había sucedido después de descubrir al ladrón. Thelon no tuvo tiempo de reflexionar, de decidir que lo que debía hacer, una vez sorprendido, era volverse tranquilamente hacia ella y, riendo, ordenarle que encendiera la luz para poder encontrar el permiso imperial a fin de que el rhodiano se lo mostrase a su tío, tal y como se lo había prometido que haría. Con aquella sencilla y serena explicación —fundamentada en el deseo de ser útil— habría justificado su presencia en el dormitorio. Al fin y al cabo, era un hombre respetable que viajaba con un distinguido grupo de comerciantes. ¿Quién habría imaginado siquiera que estaba haciendo otra cosa?

Esa habría sido la actitud más prudente.

Sin embargo, el pánico se apoderó de él ante la presencia de aquella chica. De modo que agarró la bolsa de piel que estaba sobre la cama, junto con los papeles, las monedas y todo lo que consideró que tendría algún valor, rompió el cristal de la ventana, se sentó en el alféizar y saltó.

Se necesitaba valor para precipitarse al vacío en plena oscuridad. No tenía ni idea de lo que encontraría en el suelo del patio. Habría podido fracturarse una pierna o el cuello de haber dado contra un tonel. Pero tuvo suerte, aunque no pudo evitar perder el equilibrio y caer de rodillas en el lodo. Sin soltar la bolsa, se levantó rápidamente y echó a correr hacia el granero. Se le agolpaban las ideas. Si escondía el botín entre la paja, podría rodear el edificio, entrar de nuevo por la puerta principal e incluso encabezar la persecución del ladrón que aseguraría haber visto al regresar del servicio, tras oír el grito de la chica. Más tarde, antes de marcharse de la posada, recuperaría la bolsa, o lo que hubiese quedado de ella.

Era una buena idea, fruto de una mente ágil y la urgencia del momento.

De no haber recibido un porrazo que le dejó sin sentido al desviar su pasos para encaminarse hacia el granero a oscuras, bajo un cielo en el que las nubes parecían tener una prisa desmesurada y empezaban a asomar algunas estrellas, el plan habría resultado un éxito.

¡Imbécil! ¡Casi le matas!

Lo siento, no podía verle con la suficiente claridad, musitó Crispin, sin aliento, y no quería que se escabullese.

A través de las ventanas del salón se proyectaba una luz débil.

—¡Aquí! ¡Ya lo tengo! —gritó—. ¡Traed una antorcha, por el nombre de Jad!

Un grupo de hombres gritando en diversas lenguas, incluido algún dialecto desconocido, salió corriendo de la posada. Una antorcha apareció en la ventana de su habitación. Oyó pisadas que se acercaban. Aquella noche de otoño estaba resultando de lo más emocionante.

Crispin permaneció en silencio, mirando al suelo bajo el tenue resplandor de la única antorcha, y luego bajo el brillo anaranjado, cada vez más potente, mientras se formaba un corro a su alrededor; algunos hombres llevaban faroles y antorchas.

El sobrino del comerciante yacía a sus pies, en el barro; un líquido negro, que bien podía ser sangre, brotaba de su sien. La correa de la bolsa de Crispin aún estaba entrelazada en una de sus manos.

—¡Que el sagrado Jad nos ampare! —exclamó Morax, sin resuello. Había subido y bajado corriendo por la escalera. En las posadas, los robos no eran infrecuentes, pero aquello era diferente. No se trataba de un sirviente o un esclavo. Crispin, consciente de que aquello sólo era el principio de su plan, se volvió y vio que la atemorizada mirada de Morax se desviaba rápidamente de la suya para clavarse en la de Erytus, que se hallaba de pie junto al cuerpo inconsciente de su sobrino.

—¿Está muerto? —preguntó por fin Erytus. Crispin advirtió que no se había arrodillado para comprobarlo.

¿Qué ocurre? ¡No veo nada! ¡Me ha metido en la bolsa!

Entonces, escucha. Hay poco que ver, pero estate tranquilo. Ahora tengo que proceder con cuidado.

¿Ahora, que casi estoy hecho trizas, tienes que proceder con cuidado?

Cállate, amigo, por favor.

Crispin, sorprendido, cayó en la cuenta de que nunca le había hablado así a un pájaro. Por su parte, Linón estaba pensando lo mismo. Guardó silencio.

Uno de los sobrinos se arrodilló, inclinando la cabeza hacia el hombre que seguía en el suelo.

—No, aún vive —dijo mirando a su padre.

Crispin cerró los ojos durante unos segundos; le había dado un buen golpe, aunque no con toda la fuerza de la que era capaz. Aún sujetaba el cayado.

Hacía frío en el patio. Soplaba viento del norte. Ninguno de los allí reunidos había tenido tiempo de ponerse una capa o un manto. Crispin estaba sobre un charco de lodo resbaladizo. Ya no llovía, aunque aquel viento presagiaba tormenta. La una permanecía oculta; sólo unas pocas estrellas se encendían y apagaban a medida que las veloces nubes continuaban su camino hacia el sur, en dirección a las montañas.

Crispin respiró hondo. Había llegado el momento de seguir adelante con el plan, y necesitaba público. Miró a Morax y, con voz glacial, la que solía emplear para aterrorizar a los aprendices en Varena, dijo:

—Quiero saber, posadero, si este grupo de comerciantes dispone, como supongo, de los permisos que les autorizan a alojarse en un hostal del Correo Imperial. Y quiero saberlo ahora mismo.

Se hizo el silencio. Morax quedó estupefacto. Aquello no era lo que había esperado. Abrió la boca, pero no logró articular palabra.

Se oyeron otras voces. Se aproximaba más gente al círculo de antorchas. Crispin alzó la mirada y vio que dos sirvientes salían de la posada sujetando a Kasia por los codos.

¿Qué sucede? ¡No veo nada!

Han traído a la chica.

Conviértela en una heroína.

Por supuesto. ¿Por qué crees que le ordené que subiese?

¡Ah! Esta noche estás pensando demasiado.

Sí, y eso me alarma.

—¡Soltadla enseguida! ¡Quitadle vuestras sucias manos de encima! —exclamó en dirección a los hombres que la retenían—. A esta muchacha le debo mi permiso y mi bolsa.

La dejaron en libertad de inmediato. Crispin observó que estaba descalza, como la mayoría de los sirvientes, por otra parte.

Se volvió deliberadamente hacia Morax.

—No he oído ninguna respuesta a mi pregunta, posadero.

Morax hizo un gesto de impotencia y luego juntó las manos en ademán de súplica. Detrás se hallaba su mujer, cuyos ojos brillaban con furia.

—Yo responderé a eso. No tenemos permiso, Martinian. —Era Erytus, el tío de Thelon; su rostro enjuto estaba pálido como la nieve—. Es otoño, y Morax suele tener la excepcional amabilidad de abrirnos su corazón y sus habitaciones cuando la posada no está tan concurrida como hoy.

—Pues me temo que esa amabilidad de la que hablas tiene un precio —replicó Crispin—, y que el precio no redunda en beneficio del Correo Imperial. ¿Acaso tendré que pagar una cantidad adicional por tu sobrino?

¡Bien dicho!

¡Cállate, Linón!

La bolsa continuaba atrapada por la mano de Thelon y nadie se atrevía a tocarla. El ladrón, tumbado de espaldas en el lodo, ni siquiera había parpadeado desde que Crispin le había golpeado, si bien respiraba con regularidad. El mosaiquista se sintió aliviado. Darle muerte no entraba en sus planes, aunque era consciente de que sí entraba en los planes de otro individuo. En el norte, a los ladrones se los ahorca colgándolos del árbol del dios, había dicho Kasia. Se dirigía rápidamente hacia allí, disponía de poco tiempo para reflexionar y menos para comprender sus recónditas motivaciones.

Erytus tragó saliva con dificultad y no dijo nada. Morax se aclaró la garganta, miró al comerciante y luego de nuevo a Crispin. Su esposa, lo percibía, seguía detrás de él. El posadero tenía los hombros hundidos. Parecía una alimaña acorralada.

Crispin se despojó de su disfraz de pescador con caña y anzuelo, y armándose de un arco de cazador, dijo con frialdad:

—Es evidente que este deleznable ladrón se alojaba ilícitamente con el beneplácito del posadero de un hostal del Correo Imperial. ¿Cuánto te pagan, Morax? Es probable que Gesius quiera saberlo. O quizá Faustinus, el maestro de ceremonias.

—¡Mi señor! ¿Vais a contárselo? —La voz del posadero era como un chirrido. Habría resultado cómica en otras circunstancias.

—¡Óyeme bien, desgraciado! —A Crispin no le fue difícil adoptar un tono de furia—. Alguien que está aquí a causa de tu codicia me ha robado el permiso y la bolsa, ¿y aún te atreves a preguntarme si voy a presentar una queja? Todavía no te he oído pronunciar una palabra de arrepentimiento. ¡Lo único que he visto es cómo maniatabais a la chica que ha tratado de impedir semejante delito! ¡De no haber sido por ella, este reptil inmundo se habría dado a la fuga! ¿Qué hacen con los ladrones aquí en Sauradia, Morax? ¡Dímelo! ¡Lo que sí sé es lo que hacen en la Ciudad a los posaderos que infringen la confianza del Emperador para beneficiarse! ¿Me estás oyendo, imbécil?

Ve con cuidado. Podría asesinarte. Su medio de vida está en juego.

Ya lo sé. Pero hay muchos testigos.

Por desgracia, Crispin sabía perfectamente que en aquel patio no contaba con ningún aliado. La mayoría de ellos eran huéspedes ilícitos y sin duda deseaban seguir disfrutando de ese privilegio. No era Morax el único que se sentía amenazado.

—Lo único que puedo decir, mi señor, es que en otoño y en invierno casi todas las posadas imperiales dan acogida a los viajeros honrados. Es una muestra de cortesía.

—A los viajeros honrados, sí, lo estoy viendo con mis propios ojos. No te preocupes, si el canciller me lo pregunta le daré esta excusa en tu defensa. Si mal no recuerdo, te he preguntado otra cosa. ¿Qué hacen aquí con los ladrones? ¿Y cuál es la recompensa que se otorga a los clientes agraviados que se alojan legítimamente?

Crispin advirtió que Morax, a punto de derrumbarse, miraba de nuevo a Erytus. Y fue el comerciante quien contestó:

—¿Qué recompensa desearías, Martinian? Asumiré todas las responsabilidades por la infame acción de mi sobrino.

Crispin, que había mencionado adrede la recompensa en la esperanza de oír exactamente aquello, se volvió hacia Erytus y, mostrándose más tranquilo, repuso:

—Es muy honorable por tu parte, pero ¿es mayor de edad, o todavía no? Si lo es, responderá personalmente de lo que ha hecho.

—Debería hacerlo, pero… sus defectos son de todos conocidos en esta región, lo cual constituye una verdadera deshonra para sus padres, y también para mí, os lo aseguro. ¿De qué serviría entonces?

—En mi país, a los ladrones los ahorcamos —exclamó uno de los karchitas.

Crispin le miró. Era el que antes había levantado la jarra de cerveza a su salud. Sus ojos brillaban ante la expectativa de una pelea que aportara un poco de diversión a una noche aburrida.

—¡Aquí también les colgamos! —intervino otro.

Se oyó un murmullo generalizado. La gente estaba excitada. El círculo de antorchas se cerraba cada vez más.

—O se les cortan las manos —terció Crispin con indiferencia, apartando una antorcha que se había aproximado demasiado a su rostro—. Poco me importa lo que dicte la ley. Haced con él lo que queráis. Eres un hombre honrado, Erytus. No puedes compensarme por el riesgo que ha corrido mi permiso, pero iguala la suma de dinero que llevo en la bolsa, es decir, la que sin duda habría perdido si este ladrón hubiese escapado, y estaremos en paz.

—Hecho —respondió el comerciante de inmediato. Quizá fuese un hombre sin pizca de sentido del humor, pero no podía negarse que poseía un extraordinario talento para negociar.

—Y además —añadió Crispin—, cómprame la muchacha que ha salvado mi bolsa. Dejaré que seas tú quien fije el precio con el posadero. ¡Ah! Y no permitas que te estafe.

—¿Cómo? —exclamó Morax.

—¿La chica? —preguntó su mujer—. Pero…

—¡Hecho! —dijo de nuevo Erytus, sin inmutarse, con una expresión de ligera desaprobación y de alivio al mismo tiempo.

—Necesitaré sirvientes cuando llegue a la Ciudad —explicó Crispin—, y estoy en deuda con ella. —Pensarían que era un cerdo avaricioso. ¡Muy bien! ¡Que lo pensaran! Se inclinó y recogió la bolsa que Thelon tenía sujeta con una mano. Volvió a incorporarse y miró a Morax—. Ya sé que no eres el único posadero que consiente esta clase de prácticas, ni yo soy un delator. Te recomendaría que fueses extremadamente justo con Erytus de Megarium al establecer el precio. Como contrapartida, estoy dispuesto a informar de que las cosas no fueron a más gracias a la intervención de unas de tus honradas y disciplinadas chicas del servicio.

—Así pues, ¿no habrá ahorcamiento? —protestó el karchita, a quien Erytus miró boquiabierto.

Crispin esbozó una sonrisa.

—Ignoro qué van a hacer con él, y me tiene sin cuidado, ya que no estaré aquí para verlo. El emperador me ha llamado y no pienso entretenerme, ni siquiera para presenciar un ajusticiamiento.

»Y ahora, estoy seguro de que el generoso Morax, profundamente arrepentido de que sus clientes hayan tenido que permanecer a la intemperie durante tan largo rato, les ofrecerá una copa de vino de Candaría para que entren en calor, ¿no es así, posadero?

Al instante se produjo un estentóreo estallido de risas y de asentimiento entre quienes le rodeaban. La sonrisa de Crispin se ensanchó ante semejante reacción de júbilo.

¡Enhorabuena una vez más! ¡Ratones y sangre! ¿Acaso no tendré más remedio que acabar respetándote?

¡Cielos! ¡Sería espantoso!

—¡Esposo! ¡Esposo! —exclamó la mujer de Morax. Tenía el rostro enrojecido bajo la luz de las teas y no apartaba la mirada de Kasia. La muchacha parecía asombrada, como si no comprendiese nada de lo que estaba sucediendo. O eso, o se trataba de una actriz consumada.

Morax no hizo caso de los requerimientos de su mujer, inspiró profundamente y cogió a Crispin por el codo y se lo llevó aparte.

—¿Y qué hay del canciller y del maestro de ceremonias…? —susurró.

—Tienen otras preocupaciones más acuciantes. No pienso importunarles con esto. Erytus me ha recompensado y tú me venderás la esclava con toda la documentación en regla. Sé justo con el precio, Morax.

—Mi señor, ¿de verdad queréis… precisamente a esa muchacha? Estaría dispuesto a cambiárosla por todas las demás.

—De nada me servirían. Ésta es la que ha salvado lo que me pertenece. —Volvió a sonreír—. ¿Acaso es tu favorita?

El posadero vaciló por un instante.

—A decir verdad, sí, mi señor.

—Pues bien —replicó Crispin enérgicamente—. Algo tienes que perder en este asunto, aunque sólo se trate de una muchacha que sabe colmar tus más inconfesables apetitos en la cama. Elige a otra para gozar mientras tu esposa duerme plácidamente. —Hizo una pausa y su sonrisa se desvaneció—. Y ten presente que estoy siendo muy generoso.

Era verdad, y Morax lo sabía.

—No lo dudo…, pero ella no… Mi mujer… —balbuceó y ensayó una sonrisa—. Bien, ya me arreglaré con las otras.

Crispin sabía perfectamente a qué se refería.

Te lo dije, terció Linón.

Me da igual, replicó Crispin en silencio. En todo aquel asunto había algunas cuestiones que ni siquiera deseaba plantearse.

—Lo dicho, Morax…, un precio justo para Erytus. Y sírvele vino.

El posadero tragó saliva y asintió con desgana. Crispin tenía la conciencia limpia. La única pérdida real del posadero sería aquel vino caro. Por lo demás, Crispin necesitaba que el resto de la clientela se sintiera agradecida hacia él y que Morax se diera cuenta de ello.

Empezó a llover. Crispin levantó la vista hacia el cielo, que estaba cubierto de negros nubarrones. Al norte, muy cerca de allí, la presencia del bosque era casi palpable. Alguien se aproximó a ellos; una figura fornida y que traía la capa de Crispin en la mano. Éste le sonrió.

—Gracias, Vargos, pero vamos a entrar.

El sirviente asintió con expresión de alerta.

Los hombres habían levantado a Thelon de Megarium y se lo llevaban. Su tío y sus sobrinos iban a su lado, seguidos de los sirvientes, que portaban antorchas. Kasia se entretuvo un poco, sin saber muy bien qué debía hacer, y lo mismo hizo la mujer del posadero, que seguía observándola con ojos envenenados.

¿Qué ocurre?

Ya lo has oído. Vamos adentro.

—Sube a la habitación, Gatita —dijo Crispin con amabilidad, retrocediendo unos pasos hacia la luz—. Van a venderte. Te he comprado. No tienes nada más que hacer en esta posada, ¿lo has entendido?

Ella permaneció inmóvil unos segundos y luego asintió nerviosamente. Estaba temblando.

—Espérame arriba —añadió Crispin—. Ve calentando la cama, pero no te duermas. —Era muy importante actuar con normalidad. Al fin y al cabo, se trataba de una esclava a la que, se suponía, acababa de comprar sin saber nada de ella.

—Respecto al vino, mi señor —dijo Morax en voz baja, en tono de complicidad—. El candariano es un desperdicio para el paladar de la mayoría de ellos, mi señor.

¡Era cierto!

—No me importa —contestó Crispin con frialdad. Hubo de admitir, bien que en silencio, que era una verdadera lástima echar a perder un vino de la isla de Candaría tan exquisito. En otras circunstancias, no habría dudado en atender a los ruegos del posadero.

¡Ratones y sangre, artesano! Veo que sigues siendo un imbécil. ¿Sabes lo eso significa para mañana?

Desde luego que si. No hace falta que me lo digas. No podremos quedamos aquí. Cuento con que nos protejas.

Sin embargo, Crispin no confiaba demasiado en conseguir salir bien parado de aquella situación. El gorrión no respondió.

En algún lugar del bosque que se extendía más allá del camino había un árbol sagrado, y… el día siguiente era el Día del Muerto. A pesar de los consejos de Zoticus, no iban a tener más remedio que ponerse en marcha al alba, o antes.

Entró con Morax, mandó subir a la chica con la llave, se sentó de nuevo a la mesa del salón para degustar una o dos botellas de vino, cautelosamente aguado, y procuró ganarse la simpatía de los presentes. Esta vez, guardó la bolsa consigo, con el permiso, el dinero y el pájaro incluidos.

Al cabo de un rato se presentó Erytus de Megarium, que tras reunirse con el posadero entregó a Crispin unos cuantos documentos en los que se indicaba que la esclava inicii Kasia ya era propiedad legal del artesano mosaiquista Martinian de Varena. Erytus también insistió en pagar cuanto antes la indemnización que habían acordado. Crispin le permitió contar la cantidad de dinero que había en la bolsa, Erytus sacó otro tanto y se lo entregó. Los mercaderes karchitas les observaban, aunque estaban demasiado lejos para verlo todo con claridad.

Erytus sólo aceptó un pequeña copa de vino en señal de buena voluntad. Parecía fatigado e insatisfecho. Reiteró sus disculpas por la desgraciada conducta de su sobrino y poco después se puso en pie para marcharse. El artesano también se levantó y ambos se inclinaron en un respetuoso saludo. Aquel hombre se había comportado de un modo impecable. En realidad, Crispin había confiado en que lo hiciese.

Mientras echaba un vistazo a los papeles y a la bolsa llena de monedas que había dejado en la mesa contigua, Crispin saboreó el excelente vino. Esperaba que los comerciantes de Megarium emprendieran el camino antes que él por la mañana, eso si dejaban partir al sobrino, aunque sospechaba que otros huéspedes ilícitos que estaban de parte de Erytus no tendrían ningún problema en conseguirlo, si es que no lo habían hecho ya. En el fondo, deseaba que así fuera. El joven se había comportado como un auténtico delincuente, pero lo cierto era él quien lo había inducido a cometer aquel delito y lo había golpeado en el cráneo, y por si fuera poco, todavía le quedaba un largo y tortuoso infierno por vivir a manos de su familia. Crispin no tema el menor deseo de ser testigo de su ahorcamiento en un roble pagano en Sauradia.

Miró alrededor. Los reanimados karchitas y otros clientes, incluyendo a un simpático cartero vestido de gris, bebían el vino candariano sin aguar con tanta fruición como si fuera cerveza. Hizo un intento para no estremecerse ante semejante espectáculo y levantó la copa en un saludo. Se sentía muy lejos de su propio mundo. Las circunstancias le habían obligado a recorrer un largo camino desde su casa, más allá de las murallas de la ciudad, que era donde habría tenido que permanecer, modelando bellas imágenes con los materiales que tenía a mano. En esa posada no había belleza alguna.

De pronto, pensó que no debería haber dejado sola durante tanto tiempo a su nueva esclava, ni siquiera con la puerta cerrada con llave. Si la secuestraban, todo el plan se habría venido abajo y ya no podría hacer nada por ella. Salió del salón y subió por la escalera.

¿Vas a gozarla?, preguntó Linón.

El tono socarrón empleado por el pájaro, por un lado, y el mal humor de Crispin por el otro, hacían que ambos perdiesen los estribos. El artesano prefirió no responder.

Kasia tenía la llave, de modo que él llamó suavemente a la puerta y pronunció su nombre. Ella descorrió el pestillo y abrió. Crispin entró en la habitación y volvió a cerrar la puerta y a correr el pestillo. El lugar estaba a oscuras. La muchacha no había encendido ninguna vela y había cerrado de nuevo las contraventanas, asegurándolas con el pasador. Se oía llover. Kasia estaba de pie a su lado, en silencio. Por su parte, Crispin se sentía incómodo, asombrosamente consciente de la presencia de la chica y preguntándose por qué había actuado como había hecho esa noche. La chica se arrodilló e inclinó la cabeza para besarle el pie, antes de que él pudiera impedirlo. Crispin dio un paso atrás y se aclaró la garganta, sin saber a ciencia cierta qué decir.

Acto seguido, le dio una manta de la cama y le indicó que durmiera en el camastro de la servidumbre, al otro extremo de la estancia. Aparte de esa instrucción, los dos permanecieron en silencio. Crispin se acostó y se quedó un buen rato escuchando la lluvia y pensando en la reina de los antae, cuyos pies él había besado antes de emprender el viaje. Se acordó de la esposa del senador llamando a su puerta en otra posada, en otro país, y por fin se durmió. Soñó con Sarantium, con un mosaico en aquella mítica ciudad, con relucientes tesserae y todas las joyas que necesitaba. En una cúpula monumental había compuesto las espléndidas imágenes de un roble y los relámpagos iluminando un cielo lívido.

Aunque no era más que un sueño, se trataba de un acto impío por el que en la Ciudad podían quemarlo, y nadie quería morir a causa de un sueño.

Despertó antes del amanecer. Todo estaba a oscuras. Tras unos instantes de desorientación, saltó de la cama y se dirigió hasta la ventana. Abrió las contraventanas. Una vez más, había dejado de llover, aunque el agua seguía goteando del tejado. La niebla era tan espesa que apenas le permitía distinguir el patio. En él había algunos hombres, incluido Vargos, que estaba arreando la mula, si bien los sonidos eran apagados y distantes. Kasia estaba despierta, de pie junto al camastro, observándolo en silencio como un espectro.

—Vámonos —ordenó Crispin.

Poco después, los tres estaban en camino, rumbo al éste, rodeados de una niebla fantasmagórica, mientras despuntaba el alba del Día del Muerto.