Una mañana, cuando era un niño y gozaba de esa libertad de la que sólo podían disfrutar los niños en verano, Crispin había salido de la ciudad y, después de arrojar algunos guijarros al río, había pasado junto a un huerto rodeado por un muro que, según los jóvenes de Varena, pertenecía a una casa rural encantada en la que sucedían cosas horrendas después del anochecer.
El sol brillaba con fuerza. Impulsado por una efusión de bravura juvenil, el muchacho trepó por la pared de piedra, saltó un árbol, se sentó en una rama entre las hojas y empezó a comer manzanas. Se sentía muy orgulloso de su hazaña y se preguntaba cómo demostraría lo que había hecho a sus más que escépticos amigos. Resolvió grabar sus iniciales —una técnica recientemente aprendida— en el tronco del árbol y desafiar a los demás a entrar para verlo.
Pero poco después se llevó el susto más terrible de su corta vida.
Todavía solía despertarlo por las noches. Recordaba aquel sueño incluso siendo adulto, esposo, padre, aunque a decir verdad, se las había arreglado para convencerse a sí mismo de que sólo había sido consecuencia de las intensas ansiedades infantiles, del sofocante calor del mediodía o de haber comido demasiado deprisa aquellas manzanas apenas maduras. La fantasía de un niño, ya se sabe, es terreno abonado para las pesadillas.
Los pájaros no hablaban.
No discutían entre sí de árbol en árbol, en los mismos tonos y timbre de un presuntuoso aristócrata rhodiano, sino que picoteaban los ojos de un niño intruso para, una vez vacías las cuencas, dar cuenta de su cerebro.
Caius Crispus, que a sus ocho años poseía, para suerte o desgracia de él, una poderosísima imaginación, no se había entretenido investigando más a fondo aquel excepcional fenómeno de la naturaleza. En realidad, a su alrededor parecía haber varios pajarillos conversando animadamente sobre él, que permanecía medio oculto en el follaje. Cogió tres manzanas, escupió la pulpa medio masticada de otra y volvió a saltar hasta el muro, arañándose un codo y el mentón, y después haciéndose más daño al caer en mala posición sobre la hierba reseca que crecía junto al sendero.
Al echar a correr hacia Varena, oyó una risa sardónica a sus espaldas.
O quizá la oyera en sus sueños.
Veinticinco años más tarde, andando por el mismo camino al sur de la ciudad, Crispin pensaba en el poder de los recuerdos, en el modo atroz e inesperado en que habían regresado a su mente. Un perfume, el sonido del agua del río, la visión de un muro de piedra junto a un sendero…
Estaba evocando aquel día entre las ramas del árbol cuando un sentimiento de terror le hizo retroceder un poco más, hasta la imagen del rostro de su madre cuando las reservas de la milicia urbana volvían a casa, después de la campaña primaveral de cada año contra los inicii, y su padre no venía con ellos.
Horius Crispus, el albañil, había sido un hombre jovial, querido, respetado y de éxito en su oficio. Sin embargo, después de todos aquellos años, su único hijo superviviente se esforzaba por modelar un retrato mental nítido del hombre que había marchado al norte, hasta la frontera, y más allá, hasta Ferrieres, sonriente, con la barba roja y el paso firme. Era demasiado joven cuando el ayudante de campo del comandante de la milicia llegó hasta su puerta con el escudo y la espada de su padre.
Podía recordar una barba que rascaba cuando le besaba la mejilla, unos ojos azules —que provocaban la admiración de la gente— y las grandes manos, cubiertas de cicatrices y arañazos. También tenía una voz muy potente, que se atenuaba en el interior de la casa, cerca de Crispin o de su pequeña y fragante madre. Recordaba todos esos… fragmentos, todos esos elementos, pero cuando intentaba reunirlos en su mente para crear un todo, se escabullían, se disipaban, del mismo modo que se había disipado su padre mucho tiempo antes de lo imaginable.
Sabía un montón de historias sobre él. Se las habían contado su madre, sus hermanos y a veces sus propios patrones, muchos de los cuales recordaban muy bien a Horius Crispus. Y podía estudiar el trabajo equilibrado e incisivo de éste en viviendas y capillas, cementerios y edificios públicos de Varena. Sin embargo, resultaba imposible recrear su rostro, a pesar de que seguía presente en su memoria. Para un hombre que vivía para la imagen y el color, ésa era una dura experiencia.
O lo había sido. El paso del tiempo tenía consecuencias difíciles de comprender. Podía sanar una herida o hacerla más profunda, y en ocasiones incluso sustituirla por otra; un asesinato del pasado.
Era una mañana maravillosa. El viento soplaba a sus espaldas anunciando la llegada del invierno, aunque no era fría durante las horas de insolación, barriendo la niebla de los bosques orientales, de las colinas occidentales y más al sur. Estaba solo en el camino. No había nada que pudiera protegerle, pero no se presentía peligro alguno, y a lo lejos divisaba una gran extensión del país que se extendía al sur de la ciudad, casi hasta el fin del mundo, pensó.
Al mirar atrás, observó que Varena era deslumbrante, con sus cúpulas de bronce, sus tejados rojos y las murallas casi blancas bajo la luz matinal. Un halcón que volaba en círculos proyectaba su sombra amenazadora sobre los rastrojos que había al este del camino. Los viñedos en las laderas que se veían a lo lejos tenían un aspecto descuidado y desnudo; la uva ya estaba en la ciudad, transformándose en vino. La reina Gisel, tan eficaz en estos como en otros menesteres, había ordenado que los trabajadores y esclavos de la urbe aunaran sus esfuerzos en la vendimia con el fin de compensar, en la medida de lo posible, la pérdida de tantas vidas humanas a causa de la peste. Los primeros festivales no tardarían en empezar, en Varena y en otras localidades más pequeñas del país, y de allí a las tres noches de Dykania había un paso. De todos modos, iba a resultar difícil conseguir un auténtico ambiente festivo aquel otoño, se dijo Crispin. O tal vez estuviese equivocado. Quizá los festivales fuesen más importantes después de lo que había acontecido. Quizá fuesen más desinhibidos en presencia de la muerte.
Siguió andando y dejó atrás un sinfín de granjas y edificaciones anexas abandonadas a los lados del sendero rural. Las tierras de labranza y los viñedos situados en los alrededores de Varena eran excelentes, pero necesitaban brazos que los sembraran, los cuidaran y los cosecharan, y habían sido demasiados los trabajadores que ahora yacían enterrados en las fosas comunes. El invierno que se acercaba iba a ser duro.
Aun pensando en tales cosas, era difícil permanecer triste y deprimido esa mañana. La luz del sol le alimentaba, al igual que los colores vivos del entorno, y el día le ofrecía ambas cosas. Se preguntaba si habría sido capaz de crear un bosque con los marrones, los rojos, los dorados y el verde profundo y tardío que veía más allá de los campos. Con tesserae dignas de su nombre y, tal vez, la cúpula de un santuario diseñada con el número suficiente de ventanas, dotadas todas ellas —¡por la gracia del dios!— de un cristal transparente y de exquisita calidad, quizá lo consiguiera. Sí, sin duda. Podría hacerlo.
En Sarantium, decían unos, todo aquello formaba parte de la normalidad. En Sarantium había de todo, decían otros, desde la muerte hasta lo que el corazón más anhelaba.
Y por lo que parecía, se estaba encaminando hacia ese lugar.
«Rumbo a Sarantium». Aunque a pie, no por mar. El año estaba demasiado entrado para navegar, si bien aquel antiguo refrán se refería a un cambio, no a un medio de transporte. Su vida se ramificaba, conduciéndole hacia lo que le estuviese aguardando al final del camino o del viaje.
Su vida. Porque, en efecto, tenía una vida, por difícil que fuese de aceptar en ocasiones. Deambular por las estancias en la que habían muerto una mujer y dos niñas carcomidas por el dolor, despojadas de toda dignidad; permitir que la luz del sol le acariciara de nuevo la piel.
De pronto, volvió a sentirse como un niño. Acababa de divisar un recordado muro de piedra a medida que se aproximaba a un recodo del camino. Ilusionado y turbado a un tiempo, Crispin añadió unas cuantas maldiciones más a su letanía contra Martinian, que tanto había insistido en que hiciera aquella visita.
Al parecer, Zoticus el alquimista, a quien los granjeros, las parejas sin hijos, los locos de amor e incluso la realeza consultaban a menudo, moraba en la mismísima granja con un huerto de manzanos en la que un niño de ocho años había oído discutir a los pájaros antes de que dieran buena cuenta de sus ojos y su cerebro.
—Le informaré de tu visita —había dicho Martinian con firmeza—. Sabe más cosas útiles que ningún otro hombre que haya conocido. Cometerías una insensatez si emprendieras este viaje sin antes hablar con Zoticus. Además, prepara maravillosas infusiones de hierbas.
—No me gustan las infusiones de hierbas.
—Hazme caso, Crispin —había insistido Martinian en tono de advertencia.
Y allí estaba, envuelto en la capa para resguardarse del viento, caminando junto a las toscas piedras del muro y calzando un buen par de botas, siguiendo las huellas ya desvanecidas de los en otro tiempo desnudos pies de un niño que había salido solo de la ciudad, un día de verano, para escapar de la profunda tristeza en que se había sumido su hogar.
Ahora también estaba solo. Los pájaros revoloteaban de rama en rama a un lado y otro del camino. Los observó. El halcón se había marchado. Una liebre corría por el campo, a su izquierda, con rápidos, bruscos y deliberados movimientos en zigzag. Una nube cubrió el sol, y su alargada sombra empezó a ir tras ella. Cuando por fin la alcanzó, la liebre quedó inmóvil, y luego, al volver la luz, retomó su veloz y errática carrera.
A la derecha del camino, el muro seguía a su lado, sólido, bien conservado, de pesadas piedras grises. Al fondo distinguió la cancela de la granja y un mojón de señalización frente a ella. A pesar de que ya apenas si se utilizaba, aquel camino se abrió en los días de esplendor del Imperio Rodhiano, y no muy lejos de allí, a un día de distancia, desembocaba en la gran vía que conducía directamente a Rhodias y más allá, el mar, en el extremo sur de la península. De niño, Crispin había soñado mil veces que desde aquel lugar divisaba las distantes aguas.
Se detuvo por un instante, contemplando el muro. Aquella mañana, hacía ya muchísimo tiempo, había trepado por él con una asombrosa facilidad. Aún había manzanas en los árboles. Estaba acariciando una idea… Ciertamente, no era el momento más adecuado para sumirse en recuerdos de infancia, se dijo a modo de reprimenda. Ya era adulto, un respetado y famoso artesano, además de viudo, y se dirigía a Sarantium.
Con un leve y decidido encogimiento de hombros, Crispin dejó el paquete que llevaba —un regalo de la mujer de Martinian para el alquimista— sobre la hierba marchita que crecía junto al camino. Luego salvó de una zancada la pequeña acequia, se pasó una mano por el pelo y empezó a trepar por el muro.
Los años no se habían llevado todas sus fuerzas y, por lo que parecía, no estaba tan viejo después de todo. Satisfecho de su agilidad, pasó una pierna y luego la otra, sentándose en el amplio e irregular borde superior. Acto seguido alcanzó una gruesa rama estirando una pierna —sólo los chiquillos saltaban—, buscó un acomodo confortable, se sentó y, tras una breve reflexión, cogió una manzana.
De pronto, sorprendido, advirtió que el corazón le latía con fuerza.
Era consciente de que si su madre, Martinian y media docena más de personas lo viesen en ese momento no dudarían en menear la cabeza en señal de desaprobación, como el coro de una de aquella tragedias de los poetas de la antigua Trakesia que se representaban en ocasiones. Todos dirían que Crispin hacía esas cosas sencillamente porque sabía que no debía hacerlas. Una conducta perversa, en palabras de su madre.
Quizá lo fuese, aunque él no compartía esa opinión. La manzana estaba madura, deliciosa.
La dejó caer sobre la hierba para que los animales dieran cuenta de los restos, y se puso en pie para alcanzar de nuevo el muro. Con lo que había hecho ya tenía suficiente. Había satisfecho su curiosidad por completo. De algún modo, acababa de echar un pulso con su juventud.
—Algunos nunca aprenden, ¿verdad?
Con un pie en una rama y el otro en el borde del muro, Crispin miró hacia abajo. No había ningún pájaro, ningún animal, ningún espíritu de otra dimensión, del aire y las sombras. Un hombre con una espesa barba y una larga melena gris estaba en el huerto, observándole, apoyado en su bastón.
Azorado, Crispin musitó:
—Solían decir que este huerto estaba embrujado. Quería… comprobarlo.
—¿Y has superado la prueba? —preguntó el anciano en tono amable. No había duda, se trataba de Zoticus.
—Supongo. —Crispin se puso de pie en lo alto del muro—. La manzana estaba muy sabrosa.
—¿Tanto como las de aquel día, hace ya muchos años?
—Me avergüenza recordarlo. En realidad, no… —De pronto, Crispin sintió que un extraño temor se apoderaba de él—. ¿Cómo… supiste que estuve aquí… aquella vez?
—Supongo que eres Caius Crispus, el amigo de Martinian.
Crispin optó por sentarse en el muro. Sentía las piernas débiles.
—Lo soy. Y tengo un regalo para ti. De su esposa.
—Carissa. ¡Qué mujer espléndida! Espero que sea una bufanda. Se acerca el invierno y me hace falta una. La vejez… es algo terrible, te lo aseguro. ¿Que cómo supe que ya habías estado aquí? ¡Qué pregunta más tonta! Baja. ¿Te gusta la infusión de hojas de menta?
A Crispin no le parecía ninguna tontería, pero por el momento prefirió no insistir.
—Iré a buscar el regalo —dijo, y descendió por el muro poco a poco hasta llegar al suelo. Saltar le habría hecho perder toda su dignidad. Recogió el paquete había dejado sobre la hierba, lo sacudió para limpiarlo de hormigas y se encaminó hacia la entrada de la granja, respirando hondo para tranquilizarse.
Zoticus le estaba esperando, flanqueado por dos perros enormes. Abrió la cancela y Crispin entró. Los perros le olisquearon, pero bastó una orden de Zoticus para que dejaran de hacerlo. El anciano echó a andar hacia la casa por un jardín pequeño y bien cuidado. La puerta estaba abierta.
—¿Por qué no nos lo comemos ahora?
Crispin se detuvo. ¡Aquel terror de la niñez que le había condenado a sufrir espantosas pesadillas durante toda la vida! Levantó la mirada. La voz era pausada, aristocrática, recordó. Pertenecía a un pájaro posado en la rama de un fresno, no lejos de la puerta.
—¡Esos modales, esos modales, Linon! Es un invitado —dijo Zoticus desaprobando su actitud.
—¿Un invitado? ¿Trepando por el muro? ¿Robando manzanas?
—En cualquier caso, comérnoslo no sería una respuesta proporcionada, y los filósofos nos enseñan que la proporción es la esencia de la vida virtuosa, ¿no es cierto?
Crispin, estupefacto, luchando contra el miedo, oyó que el pajarillo soltaba un resoplido de disgusto. Se acercó un poco más a él y, de repente, advirtió que no era real, sino un artificio, lo que aún le dejó más perplejo.
Y hablaba. O por lo menos eso parecía.
—¡Eres ventrílocuo! —exclamó—. ¡Proyectas la voz tal y como lo hacen algunas veces los actores en escena!
—¡Por la piel de Barrabás! ¡Ahora nos insulta!
—Ha traído una bufanda de parte de Carissa. ¡Compórtate, Linon!
—Bueno, pues cógela y luego nos lo comemos.
Crispin, molesto, dijo sin rodeos:
—¡Eres de cuero y metal, amigo! ¡No puedes comerme! ¡Basta de bravatas!
Zoticus le miró sorprendido, y luego soltó una sonora carcajada.
—¡Así aprenderás, Linon! —exclamó—. Aunque no creo que escarmientes nunca.
—Por lo que veo, tenemos un invitado muy maleducado esta mañana.
—Fuiste tú quien propuso que nos lo comiésemos, ¿lo has olvidado?
—Y tú ¿has olvidado que sólo soy un pájaro? Aunque al parecer no llego ni a eso. Soy de cuero y metal.
Crispin tuvo la sensación de que si aquel pequeño engendro gris y marrón, con los ojos de cristal, hubiera podido moverse, sin duda le habría vuelto la espalda o habría echado a volar, enojado y herido en su amor propio.
Zoticus se dirigió hacia el árbol, aflojó un tornillo en cada una de las diminutas patas del pájaro, soltándolo de la rama, y lo cogió.
—Vamos —dijo—. El agua está hirviendo y la menta es muy fresca, recogida esta misma mañana.
El pájaro mecánico no respondió, acurrucado en la mano del anciano. Tenía la mirada de un juguete. Crispin entró en la casa, mientras los perros permanecían echados en el jardín.
La infusión era excelente. Crispin, más sosegado de lo que hubiera podido imaginar dadas las circunstancias, se preguntaba si el viejo alquimista habría añadido algo a la menta, pero prefirió no abrir la boca. Zoticus estaba de pie junto a una mesa, examinando el mapa del cartero imperial que Crispin había sacado del bolsillo interior de la capa.
Entretanto, echó una ojeada a la estancia. Estaba cómodamente acondicionada, como lo estaría cualquier granja próspera de la zona. Nada de murciélagos disecados o frascos con burbujeantes líquidos verdes o negros; nada de estrellas de cinco puntas dibujadas en el suelo de madera. Había cientos de libros y pergaminos que anunciaban la sabiduría y la extraordinaria riqueza de su morador, pero pocas cosas que sugirieran prácticas mágicas o quirománticas. Con todo, distinguió una media docena de pájaros artesanales, hechos de diferentes materiales y posados en los estantes o en los respaldos de las sillas. Eso le hizo meditar. Hasta el momento ninguno de ellos había pronunciado una sola palabra, y el pequeño Linón también guardaba silencio en una mesa junto al hogar. No obstante, Crispin tenía la casi absoluta certeza de que podían ponerse a hablar con sólo desearlo.
Le sorprendió la serenidad con que aceptó esa posibilidad. Por otro lado, los veinticinco años de convivencia con aquella realidad pesaban lo suyo.
—Alójate en las estafetas de los Correos Imperiales locales siempre que puedas —murmuró Zoticus, sin dejar de mirar el mapa con un cristal de aumento en una mano—. En las posadas se está muy incómodo y se come fatal.
Crispin asintió con la cabeza, con aire distraído.
—Sí, ya lo sé. Carne de perro en lugar de carne de caballo o de cerdo.
Zoticus levantó la mirada con expresión irónica.
—La carne de perro es buena —dijo—. El riesgo está en que te sirvan salchichas hechas con carne humana.
Crispin hizo un esfuerzo para no perder la compostura.
—Ya veo —respondió—. Y supongo que muy picantes.
—A veces sí —repuso Zoticus, volviendo a mirar el mapa—. Ten mucho cuidado en Sauradia. Puede ser peligrosa en otoño.
Crispin le observó. Zoticus había cogido una pluma de ganso y estaba haciendo algunas anotaciones en el mapa.
—¿Ritos tribales?
El alquimista levantó la mirada brevemente, enarcando las cejas. Tenía unas facciones duras, los ojos azules y no era tan anciano como el pelo gris y el bastón sugerían.
—Sí, eso es. Y además camparán por sus respetos hasta la primavera, a pesar del gran campamento del ejército asentado cerca de Trakesia y de los soldados instalados en Megarium. En invierno, las tribus sauradíes se dedican al pillaje y al bandolerismo. Por cierto, las mujeres son muy alegres, según recuerdo. —El alquimista esbozó una sonrisa y siguió con sus anotaciones.
Crispin se encogió de hombros, tomó un sorbo de infusión y se hizo el firme propósito de no pedir jamás salchichas.
Muchos habrían considerado aquel largo viaje otoñal como una aventura. Caius Crispus no. Le gustaban las murallas de su ciudad, disponer de un techo para resguardarse de la lluvia, el estilo de cocina con el que estaba familiarizado y los baños públicos. Para él, probar un vino de Megarium o de los viñedos del sur de Rhodias siempre había constituido un placer irresistible, y diseñar o construir un mosaico era una aventura… o lo había sido en su día. Pero andar por los caminos de Sauradia o de Trakesia, húmedos y azotados por el viento, atento a los posibles depredadores, humanos o no, en un esfuerzo por evitar convertirse en la salchicha de cualquier comensal, no tenía nada de aventura, y el comentario socarrón del alquimista sobre las mujeres alegres no le compensaba en absoluto.
—Quizá sea una pregunta tonta, o quizá no, pero aún no la has respondido. ¿Cómo supiste que estuve aquí de niño?
Zoticus dejó la pluma y se sentó en una silla. Una de las aves mecánicas, un halcón con el cuerpo de plata y bronce y los ojos de piedras preciosas, muy diferente del monótono Linón —¿un gorrión, quizá?—, estaba apostada en el alto respaldo de la silla, con los tornillos ajustados para que sus garras estuvieran bien sujetas, contemplando a Crispin con ojos carentes de vida.
—Ya sabrás que soy alquimista.
—Sí, me lo dijo Martinian. Y también sé que la mayoría de los que usan ese nombre son unos estafadores; se aprovechan de la gente ingenua y se quedan con su dinero y sus bienes.
Crispin oyó un ruido procedente del hogar. Tal vez se tratara de un leño que se había movido… o tal vez no.
—Muy cierto —respondió Zoticus sin inmutarse—. La mayaría de ellos lo son. Pero algunos no. Yo soy uno de éstos.
—¡Vaya! ¿Significa eso que conoces el futuro, que puedes inducir un amor apasionado, curar la peste y encontrar agua? —Crispin era consciente de que había empleado un tono un tanto agresivo, pero no podía evitarlo.
Zoticus le miró fijamente.
—En realidad, sólo lo último, y no siempre. Lo que significa es que en ocasiones puedo ver y hacer cosas que la mayoría de los hombres son incapaces de ver y hacer, aunque por desgracia con éxito irregular. Y que puedo ver cosas en los hombres y las mujeres que otros no pueden ver. Me has preguntado cómo lo supe. Los mortales tienen un aura, una presencia interior que cambia muy poco desde la niñez hasta la muerte. Son contadísimas las personas que se atreven a entrar en mi huerto, lo cual es muy útil, como imaginarás, para un hombre que vive solo en el campo. Una vez estuviste aquí, y esta mañana he vuelto a percibir tu presencia. De niño, no te mostraste enfadado, aunque adiviné una pérdida en tu corazón. El resto ha permanecido casi inalterable. Como observarás —añadió en tono muy cordial— no es una explicación complicada, ¿no te parece?
Crispin le miraba a los ojos, sosteniendo la taza con ambas manos. Desvió la mirada hacia el halcón mecánico que seguía posado en el respaldo de la silla.
—¿Y todo esto? —preguntó.
—No es más que el fundamento de la alquimia —respondió Zoticus—. Transmutar una sustancia en otra y demostrar algunas cosas relacionadas con la naturaleza del mundo. Convenir metales en oro, muerte en vida… He aprendido a hacer que la sustancia inanimada piense, hable y tenga un alma. —Lo dijo como podría haber descrito el modo en que aprendió a preparar la infusión de menta que estaban tomando.
Crispin observó los pájaros que había por toda la estancia.
—¿Y por qué… pájaros? —inquirió. Fue la primera pregunta que se le ocurrió formular de la docena que bullían en su mente. Muerte en vida, pensó.
Zoticus bajó la mirada. Al cabo de un instante, esbozó una sonrisa y dijo:
—Hubo una época en la que deseaba ir a Sarantium. Era ambicioso, quería ver al emperador y que me honrara con riquezas, mujeres y gloria. Poco después de acceder al Trono de Oro, Apius puso de moda los animales mecánicos. Leones que rugían en el salón del torno, osos que se erguían sobre las patas traseras y pájaros. Deseaba tener pájaros por todas partes. Pájaros que cantaran en todos sus palacios. Los artesanos de todo el mundo le enviaban sus mejores artefactos. Les dabas cuerda y gorjeaban un desafinado himno a Jad o una simple tonada popular, una y otra vez hasta que te entraban ganas de arrojarlos contra la pared. ¿Has oído hablar de ellos? De vez en cuando era divertido verlos actuar. Y la musiquilla era atractiva… ¡al principio! —Crispin asintió. Martinian y él habían construido la residencia de un senador en Rhodias y habían visto aquel tipo de ingenios—. Decidí —prosiguió Zoticus— que podía hacerlo mejor, mucho mejor. Crear pájaros con el don del habla… y del pensamiento. Y llegué a la conclusión de que esos mecanismos, que habían sido el fruto de un largo estudio y un no menos dilatado trabajo… por no mencionar algún que otro peligro, iban a ser mis salvoconductos hacia la gloria.
—¿Y qué ocurrió?
—¿No lo recuerdas? No, claro, eras demasiado joven. Apius, bajo la influencia del Patriarca Oriental, dictó un decreto por el que condenaba a la ceguera a los alquimistas, quirománticos y adivinos, incluidos los simples astrólogos. Los sacerdotes del dios sol siempre han temido cualquier otra vía de acceso al poder o al conocimiento en el mundo. Era evidente que presentarse en la Ciudad con pájaros que tenían alma y hablaban lo que previamente habían pensado era un camino directo a la ceguera, si no a la muerte.
Crispin puso mala cara.
—De modo que te quedaste aquí.
—Sí, me quedé. Después de… unos cuantos largos viajes. Sobre todo en otoño. Es una estación que siempre me ha inquietado, incluso ahora. Durante aquellos periplos aprendí a hacer lo que quería, como habrás comprobado. Pero nunca fui a Sarantium, algo que lamentaré mientras viva. Ahora ya soy demasiado viejo.
Al oír las palabras del alquimista, Crispin cayó en la cuenta. Los sacerdotes del dios Sol, se dijo en silencio.
—No serás jaddita, ¿verdad?
Zoticus sonrió y meneó la cabeza.
—Es curioso —dijo Crispin ásperamente—, no pareces kindath.
Zoticus soltó una risotada. De nuevo aquel sonido procedente del hogar. Un leño, casi seguro.
—Pues me han dicho que sí —dijo—. Pero no. ¿Qué sentido tiene cambiar una falacia por otra?
Crispin asintió. Teniendo en cuenta las circunstancias, no era ninguna sorpresa.
—¿Pagano?
—Venero a los antiguos dioses, tanto como a sus filósofos. Y al igual que ellos creo que es un error intentar circunscribir la infinita gama de divinidades en una, dos o tres imágenes, por muy poderosas que sean en una cúpula o un disco.
Crispin se sentó en el taburete que había delante del anciano. Bebió un poco más de té. Los paganos no eran infrecuentes en Batiara, entre los antae, lo que podría explicar el motivo por el cual Zoticus había optado por permanecer en el campo, donde sin duda se sentía más seguro, aunque a pesar de todo estaba mostrándose inusitadamente franco.
—Creía que los maestros jadditas —dijo—, o los kindath, por lo poco que sé de ellos, se limitaban a afirmar que todas las formas de divinidad pueden condensarse en una sola, si es lo bastante poderosa.
—En efecto —convino Zoticus—. O en dos para los heladikianos puros, o en tres para los kindath de las lunas y el sol. En mi opinión, todos se equivocan. ¿Acaso vamos a debatir la naturaleza de lo divino, Caius Crispus? Porque en ese caso, necesitaremos algo más que una simple infusión de menta.
Crispin estuvo en un tris de echarse a reír.
—Y más tiempo. Me marcho dentro de dos días y aún tengo muchas cosas que hacer.
—Lo comprendo. Y el filosofar de un anciano apenas tiene atractivo en un momento como éste, si es que lo ha tenido alguna vez. He indicado en el mapa las hosterías que considero aceptables y las que deberías evitar. Hace más de veinte años que no emprendo un viaje, pero tengo mis propias fuentes de información. Permíteme que te dé un par de nombres en la Ciudad. Son personas de confianza, aunque no estará de más que andes con pies de plomo.
Se expresó con suma claridad. Crispin se acordó de una joven reina en una cámara iluminada por la luz de las velas. No dijo nada. Zoticus se acercó a la mesa, cogió una hoja de pergamino y escribió algo en ella. Luego, la dobló dos veces y se la entregó a Crispin.
—Ten cuidado a finales de este mes y a principios del próximo. Si puedes alojarte en una estafeta del Correo Imperial, sería mejor que no viajaras durante estos días. Sauradia será un… lugar distinto.
Crispin no comprendió el significado de aquellas palabras. Zoticus se dio cuenta y prosiguió:
—El Día del Muerto. No es prudente que los extranjeros se aventuren en esa provincia. Cuando llegues a Trakesia, estarás a salvo. Por lo menos hasta que llegues a Sarantium y tengas que explicar por qué no eres Martinian. Me gustaría verlo. Seguro que será muy divertido.
—Desde luego —repuso Crispin con sorna. Había evitado pensar en eso. Habría tiempo más que suficiente. Era un largo viaje. Desplegó el pergamino y leyó los nombres.
—El primero es un médico —señaló Zoticus—. Siempre es útil conocer a un médico. La segunda es mi hija.
—¿Tú qué? —Crispin dio un respingo.
—Mi hija. La semilla de mis entrañas. —Zoticus rio—. Una de ellas. Ya te he dicho que de joven había viajado un poco.
Se oyó un ladrido procedente del jardín. De otra estancia de la casa acudió un sirviente de cara alargada y hombros caídos. Sin apresurarse, se dirigió hacia la puerta y salió de la casa. Hizo callar a los perros. Se oyeron voces. Poco después, volvió a entrar transportando dos jarras.
—Era Silavin, maestro. Dice que su cerdo ha sanado. Ha traído miel y ha prometido traer un jamón.
—¡Espléndido! —exclamó Zoticus—. Guarda la miel en la bodega.
—Ya tenemos treinta jarras allí, maestro —repuso el sirviente con aire lúgubre.
—¿Treinta? ¿Tantas? ¡Por todos los dioses! Bueno… nuestro amigo se llevará cuatro, dos para Carissa y otras dos para Martinian.
—Aun así quedarán veintiséis —puntualizó el sirviente.
—Por lo menos tendremos un invierno dulce —reflexionó Zoticus—. El fuego está muy bien, Clovis, puedes retirarte.
Clovis se marchó. Antes de que la puerta volviera a cerrarse, Crispin vio brevemente un pasillo y una cocina al fondo.
—¿Tu hija vive en Sarantium? —preguntó.
—Una de ellas, sí. Es prostituta.
Crispin dio otro respingo.
Zoticus adoptó una expresión irónica.
—Bueno, en realidad es bailarina. Aunque viene a ser lo mismo, tal y como es el teatro en la Ciudad. A decir verdad, no lo sé. Nunca la he visto. A veces me escribe.
Crispin miró de nuevo el nombre escrito en el pergamino. Shirin. También era el nombre de una calle. Levantó la mirada.
—¿Es trakesiana?
—Su madre lo era. Ya te he dicho que viajaba bastante. Algunos de mis hijos me escriben.
—¿Algunos?
—Muchos se muestran indiferentes con un padre que pasa los últimos años de su vida entre los bárbaros.
El alquimista no podía ocultar la emoción que lo embargaba. Crispin, que no estaba acostumbrado a esa clase de situaciones, tuvo que hacer un esfuerzo para no echarse a reír.
—Tienes un pasado aventurero —dijo.
—No demasiado. En realidad, me lo paso mucho mejor ahora con mis estudios. Las mujeres eran una magnífica distracción, es cierto. Pero gracias a los dioses he conseguido librarme de casi todas ellas. En la actualidad creo haber comprendido perfectamente a algunos filósofos, y eso sí que constituye una auténtica aventura, la aventura del espíritu. ¿Te llevarás un pájaro? Este será mi regalo.
Crispin dejó bruscamente la taza salpicando un poco la mesa. Se apresuró a coger el mapa para que no se mojara.
—¿Cómo? —exclamó—. No tienes por qué…
—Martinian es un buen amigo y tú eres su compañero, casi su hijo, me atrevería a decir. Vas a emprender un largo viaje hasta una ciudad peligrosa. Si eres precavido y nadie se entera, cualquiera de estos pájaros te será de gran ayuda. Todos ellos pueden ver, oír y hacer compañía a un hombre, lo que no es poco. —El alquimista guardó silencio, buscando las palabras más apropiadas—. Me… satisface pensar que una de mis creaciones irá contigo hasta Sarantium, después de todo.
—¿Crees acaso que voy a pasear por las arcadas de la Ciudad conversando con un halcón de pedrería? ¿Pretendes que me dejen ciego?
Zoticus esbozó una sonrisa.
—No sería nada agradable, desde luego que no. La discreción es la clave. Pero hay otras formas de hablar con ellos. Puedes oírlos dentro de ti. Aunque, como es natural, no estás adiestrado ni es seguro, en consecuencia, que puedas hacerlo, Caius Crispus. Me temo que no todo está en mis manos. Pero si eres capaz de oír a uno de ellos, será tuyo. En el acto de oír se puede conseguir una especie de transferencia. Enseguida lo veremos. —Su voz cambió—. Ahora concentraos y concebid una idea para nuestro invitado.
—¡No seas absurdo! —exclamó un búho atornillado a la percha de una jaula, frente a la puerta.
—¡Qué concepto más necio! —dijo el halcón de ojos amarillos desde el respaldo de la silla que ocupaba Zoticus. Crispin tuvo la sensación de que lo miraba.
—Estoy de acuerdo —convino otro halcón que a Crispin le había pasado totalmente inadvertido, desde el otro extremo de la estancia—. Me da asco sólo de pensarlo.
Crispin recordó aquella voz fatigada, veinte años atrás. Era idéntica. Todas lo eran. Se estremeció. Se sentía impotente. El halcón añadió:
—Es un ladronzuelo de tres al cuarto. No merece que le dirijamos la palabra. Me niego a concederle tal honor.
—¡Ya basta! —ordenó Zoticus. Su voz seguía siendo suave, aunque escondía un alma de hierro—. Habladle desde dentro. ¡Ahora mismo!
Por primera vez, Crispin tuvo la impresión de estar en presencia de un hombre temible. Al hablar de aquel modo, los rasgos curtidos y cansados del alquimista experimentaron un cambio radical. Por su aspecto, por su conducta, se diría que había visto y hecho cosas terribles en otro tiempo. En efecto, había fabricado aquellos pájaros.
Zoticus cruzó las manos sobre el regazo. La estancia estaba en silencio. Sin saber a ciencia cierta qué debía hacer, Crispin miró al alquimista y esperó.
Oyó algo. O creyó oírlo.
Zoticus tomó un sorbo de la infusión y con absoluta serenidad dijo:
—¿Y bien? ¿Has notado algo? —Su voz había recuperado el tono cálido.
A decir verdad, Crispin no había oído nada. Sorprendido, y luchando por superar un miedo que le helaba la sangre, respondió:
—Bueno…, en realidad…, me ha parecido oír… algo.
—¿Qué ha sido?
—Como si… alguien hubiese dicho: «Ratones y sangre».
—¡No! ¡No, no, no! —exclamó alguien, o algo, desde la mesa situada junto al hogar—. ¡Por los huesos mascados de una rata de agua! ¡Os juro que no voy a ir con él! ¡Arrojadme al fuego! ¡Prefiero morir!
Era Linón, por supuesto. El pequeño gorrión pardo y gris oscuro. No el búho, ni el halcón de ojos amarillos, ni siquiera uno de los cuervos de mirada misteriosa posados en la desordenada estantería.
—No sea dramático, Linón. Ni siquiera estás lo que se dice vivo. Además, viajar un poco te sentará bien. Quizá aprendas buenos modales.
—¿Buenos modales? ¿Después de todos estos años me entregas al primer desconocido que pasa y aún hablas de buenos modales?
Crispin tragó saliva y, temeroso de lo que quizá se ocultara detrás de aquella situación, transmitió un pensamiento sin hablar:
Yo no lo pedí. ¿Puedo rehusar el regalo?
¡Bah! ¡Imbécil!, respondió Linón, también en silencio, lo que, por lo menos, le confirmó algo.
—¿Has… oído lo que me ha dicho? —preguntó Crispin mirando al alquimista.
Zoticus asintió con la cabeza, al parecer asombrado.
—Es muy raro, lo confieso —repuso—. Sólo lo he hecho una vez y fue diferente.
—Me siento muy… honrado, de veras que sí, pero también muy confuso. Lo cierto es que no lo pedí.
¡Eso, eso! ¡Sigue humillándome!, exclamó Linón sin decir palabra.
—Supongo que no —admitió Zoticus. Ya no sonreía, ni daba muestras de haber oído al gorrión. Estaba jugueteando con su taza de arcilla. Desde el respaldo de la silla, la severa mirada del halcón parecía clavada en Crispin, brillando con malevolencia—. Es imposible pedir lo que no se comprende. Ni siquiera robarlo, como si se tratara de otra manzana.
—Es cruel de tu parte —dijo Crispin, controlando una oleada de ira.
Zoticus inspiró profundamente.
—Tienes razón. Perdóname.
—¿Podemos olvidar todo esto? No tengo ningún deseo de verme enredado en las artes mágicas. ¿Todos los adivinos y brujos de Sarantium tienen criaturas como éstas? Soy un mosaiquista y eso es todo lo que quiero ser… y lo único que deseo hacer cuando llegue allí…, si es que me perdonan la vida, claro está. —Su exposición no podía haber sido más rotunda, aunque todavía le quedaba un mensaje por enviar.
—Ya lo sé —dijo Zoticus—. Te ruego que me excuses. Y por lo que se refiere a tu pregunta, no, los charlatanes de la Corte Imperial o quienes echan maldiciones sobre los aurigas para el populacho del Hipódromo son incapaces de hacerlo. Estoy casi seguro de ello.
—¿Nadie? ¿Ni siquiera uno? ¿Sólo tú entre los hijos mortales de Jad en la tierra puede… hacer este tipo de criaturas? Pero si tú puedes hacerlo…
—¿Por qué no alguien más? Por supuesto. La pregunta es obvia.
—Y la respuesta obvia es… —El sarcasmo era un viejo amigo de Crispin.
—Que es posible que alguien lo haya aprendido, pero improbable, y de hecho no creo que haya sucedido. He descubierto… Estoy convencido de que es el único acceso a una determinada clase de poder. Fue durante mis viajes, en un… lugar celosamente protegido y hasta cierto punto peligroso.
Crispin cruzó los brazos.
—Ya veo. ¿Un pergamino de salmodias y estrellas de cinco puntas? ¿Sangre hirviendo de un ladrón ahorcado y dando siete vueltas alrededor de un árbol en una noche de doble luna? ¿Y si cometes el mínimo error te transformas en rana?
Zoticus hizo caso omiso de los comentarios de Crispin. Se limitó a mirarlo sin decir nada. A los pocos instantes, Crispin empezó a sentirse avergonzado. Podía estar incómodo en aquel lugar, aquella pasmosa imposición de magia podía ser inesperada y aterradora, pero al fin y al cabo era un regalo que el alquimista le había ofrecido desinteresadamente. Más allá de las palabras y las consecuencias de lo que Zoticus había logrado se escondía un gesto de generosidad.
—Si eres capaz de hacer esto…, si estos pájaros piensan y hablan por sí mismos…, ¡tendrías… que ser el hombre más célebre de tu tiempo!
—¿Fama? ¿Un nombre cuyo glorioso eco perdurara de generación en generación? Sería agradable, supongo, una recompensa en mi ancianidad, pero no, sería imposible…, piénsalo un poco.
—Ya lo hago. ¿Por qué no?
—El poder suele ser absorbido por otro poder aún mayor. Esta magia no es especialmente… intimidatoria. Nada de bolas de fuego procedentes de otra dimensión ni de hechizos mortales. Nada de atravesar los muros o de volar sobre ellos, invisible. Se trata, sencillamente, de pájaros artesanales con… alma y voz. Algo insignificante, pero ¿cómo podría defenderme y defenderlos si se supiera que están aquí?
—Pero ¿por qué…?
—¿Cuál sería la reacción del Patriarca de Rhodias o de los sacerdotes en el santuario que están reformando en las afueras de Varena ante la idea de una magia pagana capaz de infundir un alma en unos pájaros mecánicos? Me quemarían o me lapidarían, ¿no crees? Se trata de una decisión difícil desde un punto de vista doctrinal. Además, ¿qué opinaría la reina? ¿Acaso no la seduciría la idea de unos pájaros ocultos escuchando a sus enemigos? ¿Y el emperador de Sarantium? Según afirman, Valerius II posee la red de espías más perfecta de la historia del Imperio, tanto de Oriente como de Occidente. ¿Qué probabilidades tendría de vivir en paz en esta casa o incluso de sobrevivir si se aireara la existencia de estos pájaros? —Zoticus meneó la cabeza—. No, amigo mío. He tenido muchos años para meditarlo. Algunos logros o conocimientos parecen estar destinados a emerger y a desaparecer sin ser conocidos.
Pensativo, Crispin miró al alquimista.
—¿Es difícil? —inquirió.
—¿Qué? ¿Hacer los pájaros? Sí, lo fue.
—De eso no tengo la menor duda. Me refería a ser consciente de que el mundo no puede conocer la obra de uno.
Zoticus sorbió un poco más de infusión.
—Por supuesto que es difícil —repuso por fin. Luego se encogió de hombros con expresión irónica—. Pero la alquimia siempre ha sido un arte secreto. Lo sabía cuando empecé a estudiarlo. Es algo con lo que ya… me he reconciliado. Me regocijaré en mi propia alma, en silencio.
A Crispin no se le ocurría nada que decir. Los hombres nacían y morían, deseaban que, de algún modo, algo los sobreviviera más allá de la fosa común o incluso de la inscripción cincelada y perecedera de la lápida de una sepultura. Un nombre honorable, velas que ardiesen en su memoria y niños que las encendieran. El poderoso perseguía la fama. Un artesano podía soñar en una obra que perdurara en el tiempo y en ser recordado como un artista íntegro y original; pero ¿en qué soñaba un alquimista?
Zoticus le estaba observando.
—Linón es… una excelente creación ahora que lo pienso. No es llamativo; de hecho es insulso, aburrido incluso. Sin joyas que llamen la atención, lo bastante pequeño como para confundirlo con un talismán familiar. No suscitarás el menor comentario.
—¿Insulso? ¿Aburrido? ¡Por todos los dioses! ¡Ya es suficiente! —exclamó Linón en voz alta—. Os ruego que me arrojéis al fuego ahora mismo. No tengo ningún deseo de seguir oyendo todo esto. ¡Ni esto ni nada! Tengo roto el corazón.
Algunos de los demás pájaros daban muestras de estar pasándoselo en grande.
Vacilando, pero resuelto a ponerse a prueba a sí mismo, Crispin envió un mensaje: No creo que lo haya dicho para insultarte, sino que se siente… disgustado por lo que ha sucedido.
Tú cállate, replicó con brusquedad el pájaro, que podía comunicarse mentalmente con él.
En efecto, Zoticus parecía inquieto a pesar de sus palabras, como si intentase aceptar la desagradable situación que había provocado Linón, el único pájaro al que su invitado parecía ser capaz de oír en el profundo silencio de la estancia.
Crispin, que estaba allí porque Martinian había negado su propia identidad ante un cartero imperial, y, más tarde, le había pedido que fuese a verle para que le aconsejara sobre el viaje a Sarantium; Crispin, que no había pedido ningún regalo, se veía de pronto obligado a conversar mentalmente con un pájaro hostil, ridículamente sensible, de cuero y —¿qué más?— estaño o hierro. No estaba seguro de si sentía enojo o angustia.
—¿Más menta? —preguntó el alquimista, después de un largo silencio.
—Creo que no, gracias —respondió Crispin.
—Será mejor que te cuente algunas cosas. Son importantes.
—Sí, por favor —pidió Crispin.
Tengo roto el corazón, repitió Linón.
Tú cállate, replicó Crispin con profunda satisfacción.
Linón no volvió a dirigirse a él. Sin embargo, Crispin era consciente de su presencia, casi podía sentirla en los límites de sus pensamientos, como un animal nocturno que revela su presencia ante el brillo de la chispa de una antorcha. Esperó a que Zoticus apurara otra taza. Después escuchó al alquimista en silencio mientras el sol alcanzaba su cénit aquel día de otoño en Batiara y empezaba a descender hacia la fría oscuridad. Metales en oro, muerte en vida, recordó.
El viejo pagano que había sido capaz de infundir una voz patricia en unos pájaros artesanales, amén de una mirada sin ojos, un oído sin oídos y… un alma, le contó un sinfín de cosas que parecían necesarias acerca del regalo que le había hecho.
Pero para llegar a comprender otras, Crispin tendría que esperar algún tiempo.
¡Esa zorra desvergonzada te está comiendo con los ojos! ¿Vas a ir con ella? ¿De verdad vas a hacerlo?
Con una expresión anodina, Crispin se acercó a la litera de Massina Baladia de Rhodias, la elegante y distinguida esposa de un senador de Sarantium, y decidió que había sido un error llevar a Linón colgado de una correa alrededor del cuello, a modo de ornamento. Al día siguiente lo metería en una de sus bolsas de viaje, a lomos de la mula que les seguía a paso lento.
—Debes de estar muy fatigado —dijo la esposa del senador en tono de conmiseración. Crispin le había explicado que le encantaba andar por el campo abierto y que no le gustaban los caballos. Lo primero era una mentira descomunal; lo segundo no—. De haberlo sabido, habría traído una litera lo bastante grande para ambos. Y para una de mis sirvientas, claro… ¡sería impensable que fuésemos solos! —añadió con una risita ahogada.
Su túnica de lino blanco, del todo inapropiada para viajar, se había deslizado hacia arriba, sin que ella lo hubiese advertido, revelando un tobillo bien torneado con una ajorca de oro, según comprobó Crispin. Sus pies desnudos —la tarde era apacible— reposaban sobre unas pieles de oveja, y llevaba las uñas pintadas de un rojo intenso, casi violeta. Se notaba que no se había vuelto a calzar las sandalias desde el día anterior. Ella o su sirvienta debieron de estar muy ocupadas la noche anterior en el hostal.
¡Ratones y sangre! Apuesto a que apesta a perfume, ¿no es así, Crispin?
Linón carecía de olfato. Crispin prefirió no contestar. Pero estaba en lo cierto. La dama despedía un aroma embriagador de especias. La litera era suntuosa e incluso los esclavos que la transportaban, con sus túnicas azul pálido y sus sandalias azul marino, vestían mucho mejor que Crispin. Los restantes miembros del grupo —las jóvenes sirvientas de Massina, tres mercaderes de vino y sus correspondientes esclavos, que se dirigían a Mylasia y luego hasta la costa, un clérigo que proseguía su viaje hasta Sauradia, y otros dos viajeros cuyo destino, al igual que el de la dama, eran ciertas aguas medicinales curativas— iban a pie o en mula, a unos metros de distancia por delante o por detrás de Crispin y de la litera de la augusta patricia, a lo largo de una vía ancha y bien pavimentada. Los soldados que formaban la escolta, armada y a caballo, de Massina Baladia, ataviados igualmente con túnicas azul celeste, un color mucho menos apropiado en su caso, abrían y cerraban la columna.
Ninguno de los viajeros era de Varena, y no había razón para que conocieran la identidad de Crispin. Habían transcurrido tres días desde que dejaran atrás las murallas de la ciudad, aunque aún no habían salido de Batiara. Se hallaban en un tramo muy concurrido del camino y en más de una ocasión se habían visto obligados a acceder al sendero lateral de grava para dejar paso a innumerables compañías de arqueros y de infantería que estaban de maniobras. Había que tener precaución en aquel camino, aunque era más seguro que otros. A decir verdad, el comandante de la escolta había advertido a la dama de que aquel artesano de barba pelirroja era la figura más peligrosa de los alrededores.
Crispin y la dama habían cenado juntos la noche anterior, en la estafeta del Correo Imperial local.
Como parte de su cuidadosa relación con el Imperio, los antae habían autorizado la instalación de tres de aquellas oficinas en el camino que conducía desde la frontera de Sauradia hasta la ciudad de Varena, y había asimismo otras en la costa y en la vía principal a Rhodias. Por su parte, el Imperio ingresaba una determinada suma de dinero en las arcas de los antae y se hacía cargo del reparto de la correspondencia hasta la frontera basánida, al éste. Por un lado, las estafetas representaban una pequeña y sutil presencia de Sarantium en la península. Por otro, el comercio necesitaba alojamientos.
Los demás carecían de los pertinentes permisos imperiales y tuvieron que conformarse con un viejo hostal situado un poco más atrás, a poca distancia del Correo local. La actitud distante de Massina hacia aquel artesano que se había unido al grupo y había recorrido a pie todo el camino, pues ni siquiera disponía de montura, había experimentado un cambio radical cuando la esposa del senador descubrió que Martinian de Varena estaba autorizado a utilizar las posadas del Correo Imperial, en virtud de un permiso firmado por el mismísimo canciller Gesius, en Sarantium, adonde parecía dirigirse en respuesta a una invitación imperial.
La dama le invitó a cenar.
Una vez convencida, entre capones asados y un aceptable vino de la zona, de que el artesano conocía a una buena parte de la elite de Rhodias, así como el elegante complejo costero de Baiana, a raíz de haber realizado algunos exquisitos trabajos de mosaico para ellos, su trato fue adquiriendo una creciente calidez, hasta el punto de confiarle que la razón de su viaje al santuario medicinal era que hasta la fecha no había podido tener hijos. Aunque, naturalmente, era algo bastante común, había añadido. En efecto, algunas muchachas consideraban una moda el hecho de acudir a las fuentes termales o a los hospicios cuando, una vez transcurrida una estación desde la fecha de la boda, aún no habían quedado embarazadas. Crispin se preguntaba si Martinian sabría que incluso la emperatriz Alixiana había realizado varios viajes a santuarios curativos cerca de Sarantium. Era casi un secreto. Fue ella la que inició la moda. Como es lógico, teniendo en cuenta la vida anterior de la emperatriz —¿sabría también que había cambiado de nombre, entre otras cosas?—, era muy fácil especular con el tipo de vergonzosas actividades que pudo haber realizado en algún oscuro callejón, mucho tiempo atrás, y que le habían incapacitado para dar un heredero al emperador. ¿Sería cierto que se teñía el pelo? ¿Conocería realmente Martinian a los prohombres del Recinto Imperial? ¡Debía de ser tan emocionante!
Desde luego, él no. La decepción de Massina fue evidente, aunque breve. Parecía tener cierta dificultad para encontrar un lugar debajo de la mesa en el que apoyar los pies sin rozar los tobillos de Crispin. A los capones les siguió una fuente de pescado con aceitunas muy sazonado y regado con un clarete. Al llegar a los postres —queso suave, higos y uva—, la dama continuó con sus confidencias, comentando que en su opinión los problemas de fertilidad no tenían nada que ver con ella.
Era algo, añadió, que había intuido al contemplarlo en el dormitorio, a la luz de las velas, y que por supuesto resultaba muy difícil de verificar. No obstante, le apetecía hacer aquel viaje hacia el norte, entre los colores otoñales, para alojarse en el prestigioso hospicio y tomar las aguas milagrosas cerca de Mylasia. Además de ausentarse por un tiempo de la aburridísima Rhodias, a veces —sólo a veces, claro— se tenía la oportunidad de conocer a gente muy interesante durante el viaje.
¿Pensaría lo mismo Martinian?
¡Cuidado con las chinches!
—Ya lo sé, pedazo de metal. —Aquella noche había vuelto a cenar con Massina, dando buena cuenta de una tercera botella de vino. Crispin era consciente del efecto que éste producía en él.
Y hablame en silencio, a menos que quieras que crean que estás loco.
Crispin había tenido algunas dificultades para comunicarse mentalmente. Buen consejo, pues, por parte de Linón. El primero, a decir verdad. Pasó una vela sobre las sábanas, tras haber retirado la manta, mientras estrujaba una docena de aquellos malévolos insectos con la otra mano.
Y a esto lo llaman Correo Imperial local. ¡Bah!
Crispin no había tardado en darse cuenta de que Linón no era parco en opiniones ni en expresiones prosaicas. Todavía no se había acostumbrado a su presencia y le seguía pareciendo algo fuera de toda lógica mantener largas conversaciones mentales con una especie de gorrión temperamental de cuero marrón y estaño, con los ojos de cristal azul y una voz de patricio rhodiano tanto cuando hablaba en voz alta como por telepatía.
Había entrado en un mundo diferente.
Jamás se había parado a considerar su actitud acerca de lo que los hombres llamaban la otra dimensión, aquel espacio por el que los adivinos, los alquimistas, las videntes y los astrólogos aseguraban ser capaces de deambular, aunque sabía, al igual que todo el mundo, que los niños mortales de Jad habitaban en un mundo compartido peligrosamente con espíritus y demonios que podían ser indiferentes de su existencia o bien malvados, o en ocasiones incluso benignos, si bien él no era una de esas personas que vivían permanentemente obsesionadas por semejante idea. Decía sus oraciones al amanecer y, si se acordaba, también al atardecer, aunque no solía ir al santuario. Los días sagrados, cuando estaba cerca de una capilla, encendía velas; respetaba a los sacerdotes, cuando lo merecían; creía, aunque no siempre, que al morir su alma sería juzgada por Jad del sol y que su destino en la otra vida dependería de ese juicio.
El resto del tiempo, muy en privado, rememoraba el horror infame de las dos epidemias de peste estivales y dudaba, profundamente, de las cosas espirituales. De habérselo preguntado días antes habría respondido que todos los alquimistas eran unos estafadores y que un pájaro como Linón constituía un modo de engatusar a la gente rústica e ilusa.
Lo que a su vez significaba negar sus propios recuerdos del huerto de los manzanos, aunque podía explicarse con facilidad atribuyéndolos a meros terrores infantiles relacionados con la proyección de la voz de un actor. ¿Acaso no hablaban todos con la misma voz?
Así era, aunque no por ello dejaba de ser un engaño.
Ahora llevaba consigo al pájaro artesanal de Zoticus a modo de compañero y de guardián, y en ocasiones tenía la sensación de que aquella criatura —o creación— irascible y ridículamente susceptible había estado a su lado desde siempre.
«Supongo que no acabaré desarrollando un carácter pacífico, ¿verdad?», recordaba haber preguntado a Zoticus mientras se disponía a emprender el camino de regreso, y el alquimista, un poco compungido, había respondido: «Ninguno de los dos tenéis un arrepentimiento constante, te lo aseguro. No olvides la orden para hablar en silencio y utilizarla siempre que sea oportuno. —Hizo una pausa y añadió con ironía—: Desde luego, por lo que a ti respecta, no eres especialmente blanducho. Formáis una pareja perfecta».
Crispin ya había recurrido varias veces al lenguaje telepático, aunque Linón se mostraba muy mordaz cuando se veía libre de la oscuridad y el silencio.
Otra apuesta —dijo el pájaro en su interior—. No cierres la puerta y te aseguro que no dormirás en toda la noche.
—¡No seas absurdo! —exclamó Crispin; luego, añadió en silencio: Estamos en una posada del Correo Imperial local y ella es una aristócrata rhodiana. Además, concluyó malhumorado, ¡no tienes nada que apostar en este caso, trasto inútil!
Es una forma de hablar, imbécil. Tú deja la puerta abierta, sin correr el pestillo, y ya verás. Entretanto, yo vigilaré a los posibles ladrones.
¡Una de las ventajas de tener el pájaro!, pensó Crispin. El sueño carecía de significado para aquella creación de Zoticus, y con tal de no ordenar a Linón que guardara silencio podría alertarle de la proximidad de cualquier intruso mientras dormía. Aun así, le fastidiaba que un simple pájaro mecánico fuese capaz de exasperarle.
¿No tienes ni idea de cómo son las mujeres de esa clase? Óyeme bien. Apenas tiene la oportunidad de divertirse durante el día o a la hora de la cena. Se aburre como una ostra. Sólo un insensato se atrevería a adivinar algo más en estas demostraciones de solaz. No sabía cuál era el motivo de su irritación, pero lo cierto era que tenía los nervios a flor de piel.
Eres un ignorante, replicó Linón. Esta vez, Crispin no tuvo tiempo de elegir el tono más adecuado para responder a semejante impertinencia. ¿Acaso crees que el aburrimiento se supera con una buena comida? Cualquier chiquillo conoce mejor que tú a las mujeres. ¡Sigue jugando con tus cuentas de cristal y deja que sea yo quien se encargue de hacer ese tipo de valoraciones!
Crispin le ordenó que callase con enorme satisfacción, apagó la vela y se acostó, resignándose a ser el alimento nocturno de los numerosos insectos que seguían correteando por las sábanas. Era consciente de que las cosas iban a ser mucho peor en el hostalucho en que se habían visto obligados a pernoctar los demás, aunque ése era un consuelo francamente nimio. ¡Cómo odiaba viajar!
Estaba muy inquieto, no paraba de dar vueltas en la cama y se rascaba allí donde creía adivinar que le mordían aquellos asquerosos bichitos. Por fin encontró uno que lo estaba haciendo, y soltó un juramento. Poco después, sorprendido de su propia indecisión, se levantó, caminó por el frío enlosado, corrió el pestillo de la puerta y se metió de nuevo en la cama.
No hacía el amor con una mujer desde la muerte de Ilandra.
Al rato, aún despierto, observando cómo la luna azul en cuarto menguante se deslizaba por la ventana, oyó que alguien tiraba del pomo de la puerta y, a continuación, llamaba con unos suaves golpecitos.
No abrió la boca. Ni siquiera se movió. De nuevo aquellos golpecitos, otras dos veces, ligeros como un susurro. Luego, cesaron y todo volvió a quedar sumido en el silencio de la noche otoñal. Mientras recordaba un sinfín de cosas, Crispin vio algunas estrellas fugaces mientras la luna desaparecía definitivamente de la ventana. Al final, se durmió.
Por la mañana le despertaron los ruidos del patio. Al abrir los ojos, aflorando a la superficie desde un sueño olvidado, tuvo el claro convencimiento de que había sido el gorrión de Zoticus el que le había hecho dormir tanto.
Al bajar para tomar el desayuno y la cerveza tibia aguada no le extrañó descubrir que Massina Baladia de Rhodias, la esposa del senador, ya se había marchado al alba con su escolta de jinetes y sirvientes.
Se sintió inesperadamente contrariado, aunque habría sido intolerable proyectar su reentrada en la esfera de la vida mortal acostándose con una aristócrata rhodiana jaddita que ni siquiera sabía cuál era su verdadero nombre. Por otro lado, pensándolo bien, hubiera sido más fácil de este modo, aunque todavía no estaba… preparado para ese momento.
De nuevo en camino, bajo la fría brisa matinal, se unió a los mercaderes y al sacerdote, que le esperaban a cierta distancia de la posada. Mientras se disponía a andar durante otra larga jornada, recordó lo que le había venido a la cabeza al despertar. Inspiró una profunda bocanada de aire y liberó a Linón, que viajaba en la alforja de una mula.
Eres un genio, amigo mío, dijo el pájaro bruscamente. Así que no vendría, ¿verdad? ¿Tenía o no razón?
A lo lejos, una comitiva de nubes blancas galopaban azotadas por el viento del norte. El cielo era de un azul pálido. El sol, concluido su periplo nocturno por los gélidos confines del mundo, se levantaba justo frente a ellos, deslumbrante como una promesa de buenos augurios. Los cuervos salpicaban los rastrojos y una ligera escarcha relucía sobre la hierba agostada, junto al camino. Crispin lo contempló detenidamente bajo la primera luz diurna, preguntándose cómo podría lograr aquel brillo irisado de color y destello con cristal y piedra. ¿Se le habría ocurrido a alguien representar la hierba otoñal cubierta de escarcha en una cúpula?
Suspiró, vaciló y luego contestó con sinceridad:
Sí, tenías razón. Pero cerré la puerta.
¡Bah! ¡Eres un imbécil! Zoticus la había tenido entretenida toda la noche y la habría mandados de regreso a su dormitorio completamente exhausta.
No soy Zoticus.
Una respuesta poco convincente, desde luego. Linón se limitó a soltar una risa irónica. En realidad, Crispin no estaba para charlas esa mañana. Eran demasiado los recuerdos que se agolpaban en su mente.
Hacía más frío que el día anterior, sobre todo cuando las nubes pasaban por delante del sol naciente. Llevaba puestas las sandalias y tenía los pies ateridos; mañana, botas, se dijo. Como era lógico, las tierras de cultivo y los viñedos del lado norte del camino estaban pelados en aquellas fechas y no había nada que pudiese contener el viento. A lo lejos, al nordeste, divisó los primeros manchones oscuros de los bosques, las salvajes y legendarias espesuras que conducían hasta la frontera y después hasta Sauradia. Ese día llegarían a una bifurcación: al sur hacia Mylasia, desde donde habría podido coger un barco y llegar a Sarantium en un santiamén de haber sido a comienzos del año. Pero su lento viaje por tierra lo desviaría hacia el norte, en dirección a los indómitos bosques y, luego, de nuevo hacia el este, por la vía imperial que discurría a lo largo de sus estribaciones más meridionales.
Aminoró un poco el paso, abrió una de sus bolsas mientras la mula seguía avanzando con un ritmo imperturbable por el excelente enlosado, y sacó su capa de lana marrón. Poco después, volvió a hurgar en la bolsa y extrajo el gorrión con la correa de piel, que se pasó de nuevo alrededor del cuello. Constituía una especie de disculpa.
Tras el obligado silencio y la no menos obligada ceguera a la que lo había castigado, esperaba oír en cualquier momento el tono crispado y punzante de Linón. Ya se estaba acostumbrando a ello. Lo que debía hacer, reflexionó mientras cerraba la bolsa y se envolvía en la capa, era meditar sobre algunos aspectos de su viaje hacia Oriente con una identidad falsa, llevando un mensaje memorizado de la reina de los antae para el emperador y con una criatura del más allá colgada del cuello. Y entre las cosas a las que tenía que hacerse a la idea destacaba algo que acababa de descubrir. El pájaro que le acompañaba era, innegablemente, de sexo femenino.
Hacia el mediodía llegaron a una pequeña ermita que se alzaba a un costado del camino. En una inscripción grabada en el arco del umbral se podía leer: «En memoria de Clodius Paresis. Descanse en paz en la Luz de Jad».
Los comerciantes y el clérigo deseaban hacer un alto para orar. Crispin, para su propio asombro, entró con ellos, mientras los sirvientes vigilaban las mulas y las pertenencias de los viajeros. No había mosaicos. Eran caros, todo un lujo. Hizo el signo del disco solar ante el fresco desconchado, que representaba la imagen de Jad, detrás del ara, y se arrodilló en el suelo de piedra junto al sacerdote, uniéndose a los demás en los ritos del amanecer.
Los primeros rayos del sol habían surgido hacía ya unas horas, aunque algunos estaban convencidos de que el dios era tolerante.