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El correo imperial, al igual que la mayoría de los cargos civiles del Imperio Sarantino después de la muerte de Valerius I y de que su sobrino, tras volver a nombrarlos adecuadamente, ocupara el Trono de Oro, se hallaban bajo la hegemonía del maestro de ceremonias. La complejísima circulación del correo, desde los recientemente conquistados desiertos de Majriti y Esperaría, en el extremo occidental, hasta la larga y siempre cambiante frontera basánida en el oeste, y desde las estepas septentrionales de Karch y Moskav hasta los desiertos de Soriya e incluso más allá, requería una inversión sustancial en recursos humanos y materiales, y para ello se habían requisado, la mayor parte de las veces de forma vergonzosa, innumerables caballos y mano de obra de aquellas comunidades rurales con el fin de disponer de un Correo Imperial local ubicado en ellas o en sus alrededores.

El cargo de cartero imperial, encargado del transporte de la correspondencia pública y de los documentos de la corte, estaba retribuido con un salario modesto y condenaba a un régimen casi interminable de duros viajes, en ocasiones a través de territorios peligrosos, dependiendo de la actividad de los bárbaros o los basánidas. El que mucha gente deseara estos empleos y los sobornos a ellos asociados era un reflejo de hasta dónde se podía llegar al cabo de unos años, más que cualquier otra cosa.

Los carteros del Correo Imperial tenían que ser espías a tiempo parcial para el cuestor de la Inteligencia Imperial, y si cumplían con diligencia este aspecto silencioso de su trabajo podían acceder directamente al servicio de inteligencia, lo que significaba más riesgos, menos desplazamientos y una retribución notablemente superior, eso por no mencionar la posibilidad de figurar, al final, en el extremo receptor de algunos de los sobornos que cambiaban de manos.

A medida que se aproximaban los años de declive, un nuevo traslado desde la Inteligencia Imperial hasta, pongamos por caso, la dirección de una estafeta del Correo podía suponer una jubilación respetable, sobre todo si el individuo era astuto y la oficina estaba lo bastante alejada de la Ciudad para aguar un poco más el vino e incrementar las rentas aceptando viajeros sin los permisos pertinentes.

En resumidas cuentas, el empleo de cartero constituía una vía profesional legítima para un hombre con los medios suficientes para despegar, pero insuficientes para ser catapultado por su familia hacia un destino más prometedor.

Pues bien, podría decirse que ésa era una descripción bastante aproximada de la capacidad y el sustrato social de Pronobius Tilliticus. Nacido con un nombre lamentablemente cómico —un legado mil veces maldito del abuelo de su madre y de la falta de familiaridad de la misma con la jerga castrense—, con escasas aptitudes tanto para las leyes como para los números, y con un modesto puesto paterno en las jerarquías sarantinas, Tilliticus había crecido oyendo la cantinela de cuán afortunado había sido de contar con la ayuda del primo de su madre, que le había conseguido una plaza de cartero. Su obeso primo, con el trasero bien aposentado en un banco entre los funcionarios de la oficina del Erario Imperial, había sido uno de los primeros en hacer aquella observación en las reuniones familiares.

Y Tilliticus no había tenido más remedio que sonreír y mostrarse de acuerdo. Esto había ocurrido a menudo, pues su familia era muy propensa a reunirse.

En un contexto tan sofocante —ahora su madre no paraba de pedirle que eligiera una esposa—, a veces marcharse de Sarantium suponía un alivio. Y en ese momento volvía a estar de camino con un paquete de cartas destinado a Varena, en Batiara, la capital de los bárbaros antae, así como a diversos puntos de la ruta. También llevaba una valija imperial muy especial, procedente directamente del mismísimo canciller, algo fuera de lo común, con el elaborado sello de dicho cargo e instrucciones de los eunucos para ser entregada con un cierto ceremonial.

Por lo que dijeron, se trataba de un artesano importante. El emperador estaba remodelando el Santuario de la Sagrada Sabiduría de Jad y, a tal efecto, se había convocado en la Ciudad a un gran número de artesanos procedentes de todo el Imperio e incluso de más allá de sus fronteras. A Tilliticus le fastidiaba que bárbaros y rústicos provincianos recibieran invitaciones formales y una remuneración que triplicaba o cuadruplicaba la suya, y todo ello por participar en la última locura imperial.

Sin embargo, a principios del otoño, en los excelentes caminos que conducían al norte y luego al oeste, a través de Trakesia, era difícil mantener el semblante enfurruñado durante demasiado tiempo. Incluso Tilliticus se dio cuenta de que el clima elevaba el espíritu. El sol lucía en lo alto, el trigo ya había sido cosechado y en las laderas montañosas, al girar al oeste, los viñedos rebosaban de uva madura y violácea. Sólo con verla le daba sed. Conocía muy bien las oficinas del Correo local de aquella ruta y casi nunca desilusionaban a los carteros. Se entretuvo algunos días en una de ellas («¡Que esperen un poco esos malditos pintores de brocha gorda para recibir sus invitaciones!»), regalándose con un delicioso zorro asado relleno de uvas. Una muchacha a la que recordaba haber visto en otra ocasión también pareció acordarse de él… con un entusiasmo inusitado. El posadero le cobró el doble por los servicios exclusivos de la joven, pero Tilliticus lo consideró uno de los gajes de su oficio.

Sin embargo, la última noche la muchacha le pidió que la llevara con él. A Tilliticus le pareció totalmente ridículo e, indignado, se negó; estimulado por el vino, le soltó un discurso sobre el linaje de la familia de su madre. No exageró demasiado; con una ramera de pueblo apenas era necesario. Desde luego, a la chica no le sentó muy bien la negativa y a la mañana siguiente, nuevamente en camino, Tilliticus se preguntó si en realidad no habría depositado su afecto en quien no lo merecía.

Pocos días más tarde, estaba seguro de ello. Un asunto médico urgente le obligó a dar un pequeño rodeo hacia el norte y a demorarse unos cuantos días más en el conocido hospicio de Galinus, donde le trataron una infección genital que la joven le había contagiado.

Le sangraron, le purgaron con algo que le vació violentamente los intestinos y el estómago, le obligaron a ingerir diversos líquidos repugnantes, le rasuraron las ingles y le untaron un ungüento negro, caliente y hediondo dos veces al día. Le aconsejaron que comiera únicamente alimentos blandos y que se abstuviera de tener relaciones sexuales y beber vino durante un período considerablemente largo.

Los hospicios eran caros, y aquél, por el mero hecho de ser famoso, aún más. Tilliticus se vio obligado a sobornar al administrador para que hiciera constar que sus lesiones se habían producido en el desempeño de su trabajo, pues de lo contrario habría tenido que pagar el tratamiento de su propio bolsillo.

Después de todo, aquella prostituta bien podía haberse presentado en la oficina del Correo local y contagiado a alguien, ¿no?

Y eso podía considerarse una lesión ocurrida durante el cumplimiento de un servicio al emperador, ¿no? De este modo, el administrador pudo facturar el tratamiento directamente al Correo Imperial y no tuvo el menor inconveniente en añadir a la cuenta media docena más de tratamientos a los que Tilliticus había recibido, para quedarse con el dinero.

Tilliticus dejó una carta dirigida al posadero y redactada en términos durísimos para que le fuese entregada por el siguiente cartero que se dirigiese al éste, instándole a que mandara a aquella zorra al callejón trasero de cualquier caupona, para uso y disfrute de esclavos y mozos de labranza. Las oficinas del Correo local apostadas en los caminos del Imperio eran las mejores del mundo, y Pronobius Tilliticus consideraba un deber asegurarse de que la muchacha ya se hubiese marchado de allí en su próximo viaje.

¡Todo fuera por servir al emperador sarantino! Aquellas cosas redundaban directamente en la majestuosidad y el prestigio de Valerius II y de su gloriosa emperatriz Alixiana. El hecho de que, en su juventud, la emperatriz hubiese sido comprada y utilizada de la misma forma que la maldita zorra de aquella posada no era algo sobre lo que se pudiese polemizar abiertamente a esas alturas de progreso mundial. No obstante, cada cual era libre de pensar lo que se le antojara. A nadie podían enviar al patíbulo por pensar.

Cumplió una parte del período de abstinencia prescrito, hasta que una taberna que conocía demasiado bien, en Megarium, la ciudad portuaria y el centro administrativo de Sauradia occidental, le supuso una tentación irresistible. Esta vez no se acordaba de ninguna de las chicas, aunque todas parecían muy simpáticas y animadas, y el vino era de buena calidad. Megarium era célebre por su vino, por muy bárbaro que fuese el resto de Sauradia.

Un desafortunado incidente relacionado con una broma acerca de su nombre hecha por un grosero aprendiz y un comerciante de iconos heladikianos le dejaron malparado, con un corte en el mentón y un hombro contusionado, por lo que necesitó nueva asistencia médica y un período de reposo en la taberna más largo de lo que había imaginado. Transcurridos unos días, la estancia se hizo francamente desagradable, ya que al parecer dos de las muchachas que trabajaban en el local, en otro tiempo amables y cordiales, habían contraído una afección similar a aquélla de la que Tilliticus ya había sanado por completo, y no dudaron un instante en echarle la culpa.

Como es natural, no le echaron; era un cartero imperial y las jóvenes simples prostitutas —una de ellas, incluso esclava—, pero desde aquel día la comida le llegaba fría o demasiado cocida y nadie le ayudaba con los platos y las botellas pese a tener el hombro magullado. Lo pasó muy mal, hasta que por fin decidió que ya estaba en condiciones de reanudar el viaje. El tabernero, rodhiano de nacimiento, le dio correo para sus parientes en Varena, y Tilliticus no dudó en arrojar la mitad en el puerto.

Con tantos contratiempos, ya era pleno otoño y habían llegado las lluvias. Cogió una de las últimas embarcaciones rumbo al oeste, cruzando la bahía hasta Mylasia, el puerto de Batiara, adonde arribó un día frío y lluvioso tras vaciar varias veces las tripas durante la travesía. A Tilliticus no le gustaba demasiado el mar.

La ciudad de Varena, donde los bárbaros y semipaganos antae que un siglo atrás habían saqueado Rhodias y conquistado toda Batiara habían emplazado su pequeña y espantosa corte, se hallaba a tres días de camino más al oeste, dos si se daba prisa, aunque no tenía ninguna intención de hacerlo, sino todo lo contrario. De modo que esperó a que escampara, vagabundeando de taberna en taberna y bebiendo con aire taciturno. Al fin y al cabo, decidió, sus lesiones le permitían tomarse las cosas con calma. Había sido un viaje muy ajetreado y aún le dolía el hombro.

De no haber sido por los problemas que le había ocasionado, quizá hubiese hecho buenas migas con aquella muchacha de Trakesia.

Cuando hacía buen tiempo, Pardos estaba fuera, en el horno, elaborando cal viva. El calor del fuego resultaba agradable cuando el viento soplaba con fuerza, y además le gustaba pasar las horas en el cementerio del santuario. La presencia de la muerte bajo las lápidas no le atemorizaba, al menos durante el día. Jad había dispuesto la muerte de aquel hombre. La guerra y la peste formaban parte del mundo que el dios había creado. Pardos no llegaba a comprender por qué, pero tampoco tenía esperanza de comprenderlo. Los sacerdotes, aun cuando se mostraran en desacuerdo con la doctrina o discutieran a brazo partido los unos con los otros sobre Heladikos, siempre predicaban la sumisión y la fe, y no el intento vanaglorioso, jactancioso, de comprender sus designios. Pardos sabía muy bien que no era lo bastante sabio para comprender el significado de todas aquellas cosas.

En el extremo norte del cementerio, más allá de las tumbas, de las lápidas en que estaba grabado el nombre de los difuntos, se elevaba un sombrío montículo de tierra bajo el cual yacían los cadáveres de quienes habían sucumbido a la peste. Había sucedido hacía dos años y, de nuevo, el verano anterior, matando a tantos ciudadanos que fue imposible enterrarlos en tumbas individuales y hubo que sepultarlos en fosas comunes, de lo que se ocuparon los esclavos y los prisioneros de guerra. Los cadáveres fueron cubiertos con cal viva, además de otros materiales que, según se decía, contribuían a contener a los espíritus más resentidos de la muerte y a aquello que se los había llevado, y sin duda era también la causa de que no volviera a crecer la hierba. Asimismo, la reina había ordenado a tres magos de la corte y a un viejo alquimista que vivía fuera de las murallas que formularan hechizos. Hizo, en efecto, todo lo que se podía hacer después de una epidemia de peste, sin importarle lo que pensaran el clero y el Gran Patriarca de los magos paganos.

Pardos tocó en el bolsillo su disco solar y dio gracias de estar vivo. Contempló la negra humareda del horno de cal ascendiendo hacia las nubes blancas y veloces, y advirtió los tonos rojos y dorados del bosque, al éste. Los pájaros cantaban en el cielo azul y la hierba era verde, aunque tirando a marrón cerca del edificio del santuario, donde la luz del atardecer no podía competir con la sombra de los nuevos muros.

Le rodeaba una interminable paleta de colores. Crispin le había dicho varias veces que se fijara en los colores, que pensara en ellos, el modo en que se combinaban y repelían entre sí; que reflexionara sobre lo que ocurría cuando una nube tapaba el sol, como en ese instante, y en la hierba que se oscurecía. ¿Cómo bautizaría a ese matiz? ¿Dónde lo utilizaría? ¿En un pasaje marino? ¿En una escena de caza? ¿O quizá en un mosaico que representase a Heladikos remontándose hacia el sol sobre un bosque otoñal? ¡Mira la hierba! ¡Ahora! ¡Antes de que vuelva la luz!

Capta ese color en un cristal o una tesserae de piedra. Grábatelo en la memoria para poder modelarlo en cal viva y hacer un mundo de mosaico en una pared o una cúpula.

Eso, suponiendo que volviera a florecer la artesanía del vidrio en la conquistada Batiara, donde se conseguían unos rojos, azules y verdes realmente asombrosos, en lugar de las excrecencias lodosas, veteadas y llenas de burbujas de aire que seguramente habrían recibido en el barco que esa mañana había llegado mañana procedente de Rhodias.

Martinian era un hombre tranquilo y probablemente hábil en su oficio, cuya única reacción al contemplar las nuevas lunas de cristal, ya desembaladas, y que tanto tiempo llevaba esperando, había sido un leve suspiro. Crispin estaba furioso, y en uno de sus habituales y blasfemos ataques de ira hizo añicos la luna superior y más sucia del lote —¡era marrón, cuando se suponía que debía ser roja…!—, cortándose en una mano. «¡Esto es rojo y no de ese color de estercolero!», había gritado mientras unas gotas de sangre caían sobre la luna parda. A menos que uno fuese quien le había sacado de sus casillas, hasta podía resultar divertido verle enojado. Mientras se tomaban unas cervezas y daban cuenta de sus mendrugos, o al regresar hacia las murallas de Varena al ponerse el sol, una vez terminada la jornada, los trabajadores y los aprendices contarían historias sobre las cosas que decía y hacía Crispin cuando montaba en cólera. Según Martinian, Crispin era un hombre de gran talento; Pardos se preguntaba si el mal genio formaba parte de esa clase de hombres.

Esa mañana se le habían ocurrido algunas ideas muy ingeniosas para discutir con el auxiliar de la fábrica de cristal. Pardos nunca había sido capaz de concebir siquiera la posibilidad de insertar y aplicar fragmentos rotos del modo que había propuesto Crispin entre violentos insultos, a pesar de hallarse en un recinto consagrado.

Martinian hizo caso omiso de su joven colega y se puso a examinar las lunas, aceptando unas y desechando otras, estudiándolas y suspirando reiteradamente. No podían echarlas todas a la basura, por un lado porque las probabilidades de conseguir otras de mejor calidad eran prácticamente nulas y, por otra, porque el día siguiente era el Festival Dykania, y la reina había previsto celebrar un entierro formal y una ceremonia para su padre, el rey Hildric. Tendría lugar allí, en el santuario recientemente ampliado que estaban decorando. Ya era mediados de otoño y se estaba cosechando la uva. Después de las lluvias de la semana anterior, los caminos que conducían al sur se habían convertido en lodazales y las posibilidades de que un nuevo pedido de cristales llegara a tiempo de Rhodias eran demasiado escasas para tomarlas en consideración.

Como siempre, Martinian se había resignado a la situación. Deberían arreglárselas con lo que tenían. Pardos sabía que Crispin era tan consciente de ello como él, aunque tenía muy mal carácter y lo demostraba de otro modo. Le importaba muchísimo hacer bien las cosas. Quizá excesivamente en aquel mundo imperfecto que había creado Jad para que sirviera de morada a sus hijos mortales. Pardos, el aprendiz, volvió a hacer el signo del disco solar y alimentó el horno para que alcanzara la mayor temperatura posible. Con una pala larga echó la mezcla en su interior. ¡Mal día para distraerse! Al menor descuido, la cal viva saldría defectuosa.

A Crispin se le habían ocurrido nuevas formas de usar el cristal roto.

Tan atento estaba Pardos a la mezcla de cal que se estaba cociendo en el horno que dio un respingo cuando una voz con acento rhodiano se dirigió a él. Se volvió y vio a un hombre, delgado y de cara enrojecida, ataviado con los colores gris y blanco del Correo Imperial. El caballo del cartero pastaba un poco más allá, cerca de la cancela. Al fin, Pardos se dio cuenta de que los demás aprendices que trabajaban fuera del santuario habían interrumpido su tarea y miraban en aquella dirección. Los Correos Imperiales de Sarantium solían presentarse de vez en cuando en aquel lugar; nunca, en realidad.

—¿Eres duro de oído? —preguntó el desconocido en tono mordaz. Tenía una herida reciente en el mentón y el acento oriental era muy pronunciado—. He dicho que me llamo Tilliticus y trabajo para el Correo Imperial sarantino. Estoy buscando a un tal Martinian, un artesano. Me dijeron que le encontraría aquí.

Pardos, atemorizado, sólo atinó a hacer un gesto con la mano, señalando el santuario. Como era habitual, Martinian se había quedado dormido sobre su herramienta en el umbral de la puerta, con el enorme sombrero calado sobre los ojos para protegerse del sol de la tarde.

—Sordo y mudo. Ya veo —dijo el cartero, mientras se encaminaba hacia el edificio.

—No lo soy —replicó Pardos, aunque en voz tan baja que el funcionario no lo oyó. A espaldas de éste, hizo señas a dos aprendices de que intentaran despertar a Martinian antes de que aquel hombre tan desagradable llegase a su lado.

Pero Martinian de Varena no estaba dormido. Desde su posición favorita, la entrada del santuario, había divisado al cartero cabalgar a lo lejos. El gris y el blanco se distinguían claramente sobre el verde y el azul.

Años atrás Crispin y él habían aplicado aquel concepto a una hilera de víctimas bienaventuradas que yacían junto a los muros de una capilla privada en Batiara, aunque el éxito sólo fue parcial, pues por la noche, a la luz de las velas, el efecto distó mucho de ser el que Crispin había esperado. No obstante, había aprendido algo más, y aprender de los errores constituía la clave del trabajo con el mosaico, tal y como Martinian solía decir con orgullo a los aprendices. Si los mecenas hubiesen tenido el dinero suficiente para iluminar bien la capilla de noche, las cosas habrían sido muy diferentes, pero cuando supieron de cuántos recursos iban a disponer, los planos ya estaban levantados. Fue culpa suya. Siempre había que ceñirse al tiempo y el presupuesto de que se disponía. Otra lección que aprender, y que enseñar.

Vio que el cartero se detenía al lado de Pardos, junto al horno de cal viva, y se hundió un poco más el sombrero sobre los ojos, fingiendo dormir. Se sentía invadido por un cierto malestar, aunque desconocía el motivo. Nunca fue capaz de dar una explicación adecuada, ni siquiera a sí mismo, de la razón por la que hizo lo que hizo a continuación, aquella tarde de otoño, alterando definitivamente el curso de tantas vidas. En ocasiones, el dios penetra en el hombre, decían los clérigos. Y a veces los demonios o los espíritus. Eran poderes del más allá, y estaban fuera del alcance de los mortales.

Días más tarde, mientras compartían una infusión de menta, le contó a su sabio amigo Zoticus que tenía mucho que ver con un antiguo sentimiento. Las lluvias no habían cesado durante toda la semana y le dolían las articulaciones de los dedos. Pero no se trataba de eso. Estaba tan débil, que permitió que aquello le condujese a cometer una verdadera insensatez, aunque en realidad no tenía ni idea de por qué decidió negar su identidad.

¿Acaso el ser humano comprende siempre sus propias acciones? Se lo preguntaría a Zoticus en su próximo encuentro en la granja del alquimista. Su amigo le ofrecería una respuesta predecible y volvería a llenarle la taza con aquella infusión mezclada con algo que aliviaba el dolor de las manos. Para entonces haría mucho tiempo que el antipático cartero se habría marchado hacia su próximo destino. Y Crispin también se habría ido.

Martinian de Varena fingió dormir cuando el emisario del oeste, con la nariz y los carrillos colorados de un bebedor empedernido, se acercó a él y le gritó:

—¡Eh, tú! ¡Despierta! ¡Estoy buscando a un hombre llamado Martinian! ¡Le traigo una invitación imperial!

Hablaba en voz muy alta, con la arrogancia que parecía propia de todos los sarantinos cuando iban a Batiara, con aquel irremediable acento. Todos le oyeron, o por lo menos eso es lo que creyó el cartero. El trabajo se interrumpió en el santuario, que estaba siendo ampliado para alojar los huesos del rey Hildric de los antae, muerto como consecuencia de la peste que se había declarado hacía más de un año.

Martinian simuló despertar de la siesta vespertina bajo la luz del otoño, levantó la mirada hacia el cartero imperial y, luego, con el índice extendido, indicó el santuario y hacia arriba, donde estaba su amigo y colega de toda la vida, Caius Crispus. Por su parte, Crispin intentaba que las tesserae cubiertas de lodo adquirieran un brillo semejante al del fuego sagrado de Heladikos, encaramado en lo alto de un andamio, debajo de la cúpula.

Mientras señalaba a su compañero, Martinian se hacía innumerables preguntas: ¿Una invitación? ¿A la Ciudad? ¿Y él jugando a no ser reconocido, como si se tratara de un vulgar pasatiempo infantil? Ninguno de los presentes le entregaría a un arrogante sarantino, pero aun así…

En el silencio y la quietud que siguió, se oyó de repente una voz que todos conocían hablando con una desafortunada claridad. La acústica de aquel santuario era magnífica.

—¡Por las pelotas de Heladikos que rebanaré el culo con este cristal inservible y le obligaré a comérselo a pedacitos! ¡Lo juro por el sagrado Jad!

El cartero, ofendido, miró en la dirección de la que procedía la voz.

—Ése es Martinian —informó Martinian, solícito—. Allí arriba. Tiene un humor de perros.

Sin embargo, aquella vulgaridad blasfema era intencionada. A veces decía cosas y ni siquiera era consciente de estar hablando en voz alta cuando un desafío técnico acaparaba su atención. En ese instante estaba obsesionado, muy a pesar suyo, con la forma de conseguir que la antorcha de Heladikos desprendiera una luz roja cuando no contaba con ningún material de ese color. De haber tenido a mano un poco de oro, habría hecho con él una base sobre la que colocar el cristal, obteniendo así una tonalidad más cálida, pero después de las guerras y la peste, el oro para un mosaico era un sueño fatuo en Batiara.

Sin embargo, se le había ocurrido una idea. Allí, en lo alto del andamio, Caius Crispus de Varena, después de aplicar una capa de cal viva blanda y pegajosa, estaba colocando en la cúpula losas de mármol de Pezzelana, con vetas rojas, alternándolas con las mejores tesserae que había podido aprovechar de las miserables lunas de cristal; iba poniendo los fragmentos en la capa de asiento formando ángulos para que captaran y reflejaran la luz.

Si estaba en lo cierto, la combinación de losas planas con tesserae brillantes e inclinadas produciría un efecto titilante, centelleante, a lo largo de la enorme llama. Visto desde abajo, la luz del sol que se filtraba a través de las ventanas dispuestas alrededor de la base de la cúpula, o la luz de las velas de los apliques de la pared y de las lámparas de hierro suspendidas del techo, inundaría todo el santuario. La joven reina había asegurado a Martinian que su legado al clero en aquel lugar estaría iluminado tanto de noche como en invierno. Crispin no tenía motivo para desconfiar de ella. Al fin y al cabo se trataba de la tumba de su padre, y los antae rendían culto a sus antepasados, aunque debido a su conversión a la fe jaddita lo hacían con cierto disimulo.

Llevaba un paño atado sobre el corte que se había hecho en la mano izquierda, lo que resultaba incómodo y volvía torpes sus movimientos. Cogió una buena pieza de mármol, pero se le escapó de entre las manos —haciéndole soltar un juramento— y se rompió en mil pedazos al caer al suelo. Cogió otra. La capa de asiento empezaba a endurecerse bajo la antorcha y la llama que estaba rellenando. Debería trabajar más rápido. La antorcha sería plateada. Para ello estaban usando mármol blanquecino y guijarros de río, planos y lisos. ¡Tenía que funcionar! Había oído que en el oeste disponían de un método mediante el cual obtenían tesserae tan blancas como la nieve, y que también tenían nácar para las coronas y la joyería. Nunca le había gustado pensar en aquellas cosas; sólo le servía para sentirse más frustrado allí en el éste, entre ruinas.

Estaba sumido en esos pensamientos cuando la voz oriental lo obligó, con aspereza, a volver a la realidad. ¿Era pura coincidencia o el acento de Sarantium transportaba su mente hacia el famoso canal, el mar interior, el oro, la plata y la seda del emperador?

Miró hacia abajo.

Alguien tan menudo como un clavo desde semejantes alturas le estaba hablando como si fuese Martinian. Aquello habría sacado de quicio al verdadero Martinian, sentado en el umbral de la puerta como de costumbre a aquella hora, si no hubiese sido porque también estaba mirando hacia arriba, en dirección a Crispin, mientras el desconocido de oriente gritaba el nombre erróneo y trastornaba todo el trabajo en el santuario.

Crispin respondió entre dientes con un par de obscenidades y a continuación envió a aquel estúpido en la dirección correcta. Pero algo estaba sucediendo al pie del andamio. Podía tratarse de una simple burla hacia el cartero, lo cual sería muy impropio de su colega, o de algo más.

Ya lo averiguaría más tarde.

—Bajaré cuando haya terminado —dijo, en tono más cortés de lo que las circunstancias exigían—. Entretanto, rogad por el alma inmortal de quien sea. Y hacedlo en silencio.

El hombre de la cara enrojecida gritó:

—¡Los carteros imperiales no esperan, vulgar provinciano! ¡Tengo una carta para ti!

Con lo interesante que era lo que tenía entre manos, a Crispin le resultó muy fácil hacer caso omiso de él. Quería conseguir un rojo intenso como el de las mejillas de aquel cartero, y de pronto pensó que nunca había intentado lograr semejante efecto en un rostro de mosaico, archivando la idea junto a todas las demás y retomando la creación de la sagrada llama como una dádiva a la humanidad, que al fin y al cabo era de lo que se trataba.

Si sus instrucciones no hubiesen sido tan lamentablemente específicas, Tilliticus se habría limitado a dejar el paquete en el suelo del viejo santuario, cubierto de polvo y escombros, tan fétido como la peor de las herejías heladikianas, marchándose entre juramentos.

Nadie, ni siquiera en Batiara, se había tomado jamás con tanta parsimonia una invitación procedente del Recinto Imperial. Lo normal era que se apresuraran a leerla, casi extáticos, y que se arrodillaran y abrazaran los pies del cartero. En una ocasión, alguien llegó a besarle las fangosas y malolientes botas, llorando de alegría. Y, desde luego, siempre le obsequiaban por haber sido el portador de tan maravillosas noticias.

Mientras observaba a aquel hombre llamado Martinian, cuyo pelo era del color del jengibre, descender del andamio y dirigirse con lentitud a su encuentro, Pronobius Tilliticus comprendió enseguida que no tenía la menor intención de besarle las botas ni de darle dinero como muestra de gratitud, lo que no hacía si no confirmarle su opinión acerca de Batiara bajo la dominación de los antae. Podían adorar a Jad, si es que en realidad lo hacían; ser aliados tributarios del Imperio, gracias a la mediación del Gran Patriarca en Rhodias; haber conquistado aquella península un siglo atrás y reconstruido algunas de las murallas que habían arrasado, pero aun así seguían siendo bárbaros. Y con sus modales zafios y sus herejías habían infectado a los descendientes nativos del Imperio Rhodiano que reivindicaban su derecho al honor.

Como pudo comprobar Tilliticus, el pelo de aquel hombre no era color jengibre, sino rojo. Sólo la fina capa de polvo y cal que le cubría la cabeza y la descuidada barba suavizaban un poco la tonalidad. Sus ojos, duros y ásperos, eran de un azul severo y extremadamente desagradable. Vestía una túnica manchada, sin nada de particular, sobre unas arrugadas mallas marrones. Era corpulento y su aspecto de hombre huraño e irritable lo hacía muy poco atractivo. Sus manos eran grandes y llevaba un vendaje manchado de sangre alrededor de una de ellas.

«Tiene un humor de perros», le había dicho el loco de la puerta, que seguía sentado en su taburete, observando a los dos hombres desde debajo de algo deforme y contrahecho que en su día bien podía haber sido un sombrero. El aprendiz sordo y mudo acababa de entrar en el santuario, al igual que los demás trabajadores. El momento de hacer su proclama debería haber sido espléndido, majestuoso para Tilliticus, aceptando con elegancia la entrecortada gratitud del artesano en nombre del canciller y del correo imperial. Luego le conduciría hasta el mejor local de Varena y le haría entrega de unas cuantas monedas para que las gastara en vino caliente o en mujeres.

—Bueno, ya estoy aquí. ¿Qué diablos quieres?

La voz del artesano de mosaicos era tan áspera como su mirada. Cuando desvió ésta del rostro de Tilliticus para posarla sobre el hombre sentado en el umbral, no perdió un ápice de hostilidad. Sin duda era el suyo un temperamento antipático.

Tilliticus estaba asombrado por aquella rudeza.

—Si quieres que te sea sincero, nada en absoluto. —Metió la mano en la bolsa, sacó el voluminoso paquete imperial y se lo arrojó con desdén al artesano, que lo atrapó al vuelo. A continuación añadió, casi escupiendo las palabras—: Está claro que eres Martinian de Varena. A pesar de tu indignidad, me han encargado que te comunique que el Tres Veces Ensalzado y Bienamado de Jad, el emperador Valerius II, requiere tu presencia en Sarantium lo antes posible. El paquete que te he entregado contiene una suma de dinero para cubrir los gastos del viaje, un permiso sellado y firmado por el mismísimo canciller, que te autorizaba a alojarte en las estafetas del Correo Imperial local y una carta que, estoy seguro, alguien podrá leerte, en la que se te indica que se requieren tus servicios para colaborar en la decoración del nuevo santuario de la Sagrada Sabiduría de Jad que el emperador ha decidido construir.

Se produjo un rumor en el santuario cuando por fin los aprendices y demás artesanos consiguieron captar el sentido de lo que Tilliticus acababa de decir. Por cierto, pensó el emisario, creo que en el futuro transmitiré las palabras formales en este tono directo y contundente; resulta mucho más eficaz.

—¿Y qué hay del tono de antes? —El artesano pelirrojo parecía impasible, como si el mensaje no le hubiese conmovido en lo más mínimo. ¿Sería deficiente mental?, se preguntó Tilliticus.

—¿A qué tono te refieres, bárbaro primitivo?

—Guarda tus insultos o saldrás de aquí arrastrándote como un reptil. ¿A qué viene eso del viejo santuario…?

Tilliticus parpadeó. Aquel hombre estaba desquiciado.

—¿Osas amenazar a un correo imperial? Te partiré la nariz si te atreves a alzar una mano contra mí. ¡Para que te enteres, el viejo santuario se incendió hace dos años, durante la revuelta! ¿Acaso ignoras lo que ocurre en el mundo?

—Aquí sufrimos los efectos de la peste —respondió el artesano, moderando el tono de voz—. Dos epidemias. Y luego una guerra civil. Ante cosas como éstas lo que ocurra en el resto del mundo carece de importancia. Gracias por traérmelo. Lo leeré y decidiré qué hacer.

—¿Decidirás…? —rugió Tilliticus. Detestaba el sonido de su propia voz cuando algo le pillaba por sorpresa. Lo mismo había sucedido cuando aquella execrable muchacha en Trakesia le había pedido que la llevara con él. Le había resultado muy difícil dotar del tono apropiado sus imprecaciones.

—Así es —contestó el mosaiquista—. Doy por sentado que se trata de una oferta y una invitación, no de una orden a un esclavo, ¿no es cierto?

Tilliticus estaba demasiado estupefacto para poder hablar. Se tranquiló hasta adoptar un porte erguido y majestuoso y replicó:

—Sólo un esclavo sería incapaz de captar el verdadero significado de esta misiva. Según parece, eres un cobarde y no tienes ninguna aspiración en este mundo. En tal caso, al igual que un esclavo, puedes encerrarte de nuevo en tu miserable casucha y hacer lo que se te antoje. Al fin y al cabo, Sarantium no se perderá nada. Bien, no puedo perder más tiempo conversando contigo. Ya tienes tu carta. En el nombre del tres veces glorioso emperador, te deseo un magnífico día.

—Adiós —respondió el artesano, con desprecio, mientras se volvía—. Pardos —dijo—, la capa de asiento te ha salido perfecta hoy. Y vosotros, Radulf y Couvry, la habéis aplicado muy bien. Estoy satisfecho de vosotros.

Tilliticus salió del santuario a grandes zancadas. El Imperio, la civilización, la gloria de la Ciudad Sagrada… todo echado a perder por algunas personas, pensó. En el umbral se detuvo frente al hombre somnoliento, que seguía sentado y le observaba con ojos afables.

—Tu sombrero —le dijo, mirándole fijamente— es lo más ridículo que he visto en mi vida.

—Ya lo sé —respondió el hombre, con un aire de cordialidad—. Todos me dicen lo mismo.

Pronobius Tilliticus, ofendido, rencoroso, montó a caballo y partió al galope hacia las murallas de Varena.

—Tenemos que hablar —dijo Crispin mientras observaba al hombre que le había enseñado casi todo lo que sabía.

Martinian, que parecía compungido, se puso en pie, se ajustó el excéntrico sombrero —sólo Crispin entre los allí presentes sabía que en una ocasión le había salvado la vida— y salió. El correo imperial, cuya indignación le hacía correr como un loco, se dirigía hacia la ciudad, al éste de cuyas murallas el santuario disponía de su propio recinto.

Le contemplaron por unos instantes, al cabo de los cuales Martinian echó a andar hacia el sur, en dirección a un robledal situado fuera del cementerio, en el extremo opuesto al montículo fúnebre. El sol ya estaba bajo y se había levantado viento. Crispin entornó levemente los ojos, emergiendo de la tenue luz que reinaba en el santuario. Una vaca dejó de pastar y les miró al pasar. Crispin llevaba el paquete imperial. El nombre «Martinian de Varena» estaba escrito en grandes letras cursivas de trazo bastante elegante. El elaborado sello era de color carmesí.

Martinian se detuvo a poca distancia de los árboles, después de la cancela que conducía desde el cementerio hasta el camino, y se sentó en un tocón. Estaban solos. Un mirlo levantó el vuelo a su izquierda, se adentró en el bosque y se perdió entre las hojas. El sol estaba a punto de ponerse y hacía frío. La luna azulada ya brillaba en lo alto, sobre la arboleda. Crispin levantó la vista y comprobó que era luna llena.

Ilandra había muerto al atardecer, en un día de luna llena, y las niñas, con las llagas purulentas y los rasgos terriblemente deformados, la siguieron hasta el dios esa misma noche. Crispin había salido de casa y había visto la luna, como una herida enorme en la bóveda celeste.

Entregó el pesado paquete a Martinian, quien lo aceptó sin pronunciar palabra. El maestro artesano miró su nombre durante unos segundos y, a continuación, abrió el sello del canciller de Sarantium. En silencio empezó a extraer su contenido. Dentro de una bolsita había unas cuantas monedas de plata y cobre. Una carta explicaba, tal y como había anunciado el cartero, que iba a reconstruirse el Gran Santuario y que una buena parte del trabajo consistía en mosaicos. Seguían unos cuantos halagos a Martinian de Varena. También había un documento de aspecto mucho más formal, redactado en un papel de excelente calidad, que resultó ser el permiso para las estafetas del Correo local. Martinian soltó un silbido de admiración y mostró el documento a Crispin. Estaba firmado por el propio canciller, un personaje muy importante. Ambos estaban lo suficientemente familiarizados con los altos círculos, aunque sólo fuese en Batiara, entre los antae, para comprender que aquella invitación constituía todo un honor.

Otro documento, una vez desdoblado, resultó ser un mapa que indicaba el emplazamiento de las estafetas de los Correos locales y otros lugares de alojamiento, muchísimo menos recomendables, a lo largo del camino imperial a través de Sauradia y Trakesia hasta llegar a la Ciudad. En otro papel doblado, se citaban algunas embarcaciones que hacían escala en Mylasia, en la costa, que se podían utilizar como medio fiable de transporte por mar, en el caso de que las hallase ancladas en el puerto.

—Demasiado avanzado el año para las expediciones comerciales —reflexionó Martinian. Cogió de nuevo la carta, la abrió y señaló la fecha con el dedo—. Fue redactada a principios de otoño. Nuestro amigo de mejillas encarnadas se ha tomado su tiempo para llegar hasta aquí. Creo que deberías ir en barco.

—¿Cómo que debería ir en barco?

—Haciéndote pasar por mí, claro.

—¡Por el Sagrado Jad, Martinian…!

—Yo no quiero ir. Soy viejo, me duelen las manos, prefiero beber vino caliente con los amigos este invierno y confiar en que por el momento no haya guerras. No tengo el menor deseo de navegar rumbo a Sarantium. Esta invitación es para ti, Crispin.

—En ella no figura mi nombre.

—Pero debería figurar. Durante estos últimos años has hecho casi todos los trabajos… ¡y a tiempo! —exclamó Martinian en tono burlón.

A Crispin no pareció hacerle gracia.

—Piensa un momento. Según afirman, este emperador es un auténtico mecenas, un constructor. ¿Qué más podrías pedirle a la vida que la oportunidad de ver la Ciudad y de trabajar con honor y fama, de hacer algo que perdurará en el tiempo y que será conocido por todos?

—Vino caliente y una butaca junto al fuego en la taberna de Galdera. —Y mi esposa a mi lado, por la noche, hasta el día de mi muerte, pensó, pero sin decirlo.

Crispin hizo un gesto de incredulidad, pero Martinian corroboró sus palabras asintiendo con la cabeza.

—Crispin, esta invitación te pertenece. No permitas que sus errores te confundan. Quieren un maestro mosaiquista. Todo el mundo sabe que trabajamos de acuerdo con la más pura tradición del mosaico rhodiano. Para ellos tiene sentido que un artesano de Batiara forme parte de semejante proyecto, a pesar de las tensiones entre el este y el oeste, y sabes perfectamente cuál de los dos debería realizar este viaje.

—Lo único que sé es que es a ti a quien han llamado, no a mí. Aquí está tu nombre. Además, aunque quisiera, no iría.

Martinian soltó un juramento, algo desacostumbrado en él, referente a la anatomía de Crispin, al dios del trueno de los basánidas y a un rayo fulminante.

Crispin parpadeó, sorprendido.

—¿Acaso te has propuesto imitar mi lenguaje? —inquirió sin sonreír—. Supongo que no pretenderás invertir las cosas más de lo que ya lo están, ¿verdad?

El anciano había enrojecido de ira.

—¡Ni siquiera pretendo que quieras ir! ¿Por qué fingiste ignorar lo del santuario? Todo el mundo sabe lo de la Revuelta de la Victoria y el incendio en Sarantium.

—¿Por qué fingiste no ser tú?

Se produjo un breve silencio. El anciano miraba en dirección a los bosques.

—Martinian, no deseo ir —añadió Crispin—. No se trata de una presunción. No quiero hacer nada, lo sabes muy bien.

Martinian se volvió hacia él.

—Ésa es la razón por la que debes ir, Caius. Eres demasiado joven para dejar de vivir.

—Los había más jóvenes que yo; otros no. Y todos dejaron de vivir.

Lo dijo de carrerilla, apresuradamente. Aún no estaba listo para las palabras de Martinian, pero debería estarlo.

Era un lugar muy tranquilo aquél. El dios del sol se ponía por el oeste, preparando su viaje a través de la oscuridad. Pronto se iniciarían los ritos del ocaso en todos los santuarios de Batiara. Hacia el éste, la luna azul se alzaba por encima de los árboles. No había estrellas. Era temprano. Ilandra había fallecido vomitando sangre, con la piel cubierta de llagas negras que iban reventando una tras otra, produciendo heridas horrendas. Y luego las niñas…, sus preciosas niñas, que habían muerto de noche.

Martinian se sacó el sombrero. Tenía el pelo gris y una considerable calva en el centro. En tono más tolerante, dijo:

—¿Y crees honrar a las tres haciendo lo mismo? ¿Tendré que seguir blasfemando? No me obligues a ello. No quiero hacerlo. Este paquete de Sarantium es un regalo.

—Entonces, acéptalo. Aquí ya casi hemos terminado. Una buena parte del trabajo que queda por hacer es de ribeteado y pulimentado, y luego los albañiles podrán concluir la obra.

—¿Tienes miedo? —preguntó Martinian.

Crispin frunció el entrecejo.

—Somos amigos desde hace mucho tiempo. Te ruego que no me hables así.

—En efecto, somos amigos desde hace mucho tiempo. Los demás ya no podrán serlo —dijo Martinian, implacable—. El verano pasado murió una de cada cuatro personas, y lo mismo ocurrió el verano anterior. Y dondequiera que ahora estén, seguro que dirían algo más. Los antae solían venerar a sus muertos con velas e invocaciones. Supongo que todavía lo hacen, pero no en los robledos o las encrucijadas como antaño, sino en los santuarios de Jad, pero no siguiéndoles en una muerte en vida, Caius. —Bajó la mirada hasta el sombrero retorcido que tenía entre las manos.

Uno de cada cuatro. Dos veranos sucesivos. Crispin lo sabía. El montículo fúnebre que había a sus espaldas sólo era uno de tantos. Muchos barrios de Varena y otras ciudades de Batiara todavía continuaban desiertos. La misma Rhodias, que no había conseguido recuperarse desde el saqueo de los bárbaros, era un paraje vacío donde el eco sonaba entre los foros y las columnatas. Se decía que por la noche el Gran Patriarca caminaba solo por los corredores de su palacio, hablando a los espíritus invisibles y a los hombres. Con la peste llegó la locura. Y por si fuera poco, al morir el rey Hildric dejando una única hija, se desató una corta pero encarnizada guerra entre los antae. Granjas y campos de cultivo fueron abandonados por doquier, y quienes lograron sobrevivir eran pocos para trabajarlos. Incluso se contaban historias de niños vendidos como esclavos por sus padres a cambio de comida o leña al acercarse el invierno.

Uno de cada cuatro. Y no sólo en Batiara. Al norte, entre los bárbaros, en Ferrieres; al oeste, en Esperana; al éste, en Sauradia y Trakesia. En efecto, en todo el Imperio Sarantino y también en Bassania, y quizá más lejos, aunque nunca llegaron noticias desde allí. La mismísima Sarantium fue castigada. Todo el mundo se vio arrastrado por la voracidad de la Parca.

Crispin había tenido tres almas en la creación de Jad con las que vivir y a las que amar, y las tres se habían marchado. ¿Acaso la conciencia de otras pérdidas iba a aliviar la suya? En ocasiones, por la noche, medio dormido con una botella de vino vacía junto a la cama, creía oír una respiración en la penumbra, una voz, el llanto de las niñas en el dormitorio contiguo. Quería levantarse para consolarlas. A veces lo hacía, aunque sólo despertaba por completo cuando estaba de pie, desnudo, para sentir en toda su crudeza la espantosa profundidad de la quietud y el silencio que le rodeaba.

Su madre le pidió que fuese a vivir con ella. Martinian y su esposa le habían hecho el mismo ofrecimiento. Decían que era perjudicial para él estar solo en una vivienda atestada de recuerdos, con la única compañía de los sirvientes. Podía arrendar una habitación en la planta superior de alguna taberna, desde donde oír los sonidos de la vida. Le habían aconsejado con insistencia que volviera a casarse una vez transcurrido el año de luto. Bien sabía Jad que habían quedado suficientes viudas con una cama demasiado ancha y suficientes muchachas que necesitaban un hombre decente y con fortuna. Otro tanto le decían los amigos, pues seguía teniendo amigos, a pesar de todos sus esfuerzos para que lo catalogaran como un caso perdido y lo dejaran de lado. Le recordaban que era un hombre de talento, célebre y que tenía toda una vida por delante. Pero él se preguntaba cómo era posible que la gente no comprendiera la irrelevancia de todas aquellas cosas, y así se lo explicaba o, por lo menos, intentaba explicárselo.

—Buenas noches —dijo Martinian.

No se dirigía a él. Crispin miró en la dirección en que había hablado su colega. Los demás se marchaban, siguiendo el camino que había tomado el cartero de vuelta a la ciudad. La jornada tocaba a su fin, el sol se ponía en el horizonte y empezaba a refrescar.

—Buenas noches —repitió Martinian alzando una mano, distraído, en señal de saludo a los hombres que trabajaban para ellos y a los encargados de finalizar la obra de construcción. Todos respondieron con jovialidad. ¿Cómo podían sentirse sino alegres? Había concluido un día de trabajo, las lluvias habían quedado atrás por un tiempo, se había iniciado la cosecha, el invierno aún estaba lejos y esa noche corrían nuevos rumores en las tabernas y alrededor de las hogueras. Una invitación imperial para Martinian desde la Ciudad, entregada por un pomposo cartero del éste.

El ambiente destilaba vida, brillantes frases de nuevo cuño y conjeturas, risas y argumentos compartidos. Algo que beber, algo con que agasajar a una esposa, a un hermano, a un fiel servidor de siempre. A un amigo, a un pariente, a un posadero. A un niño…

A dos niñas…

¿Quién conoce el amor?

¿Quién dice conocer el amor?

¿Qué es el amor?, decidme.

«Yo conozco el amor»,

dice el más pequeño…

Una canción kindath…, esa canción. Ilandra había tenido una niñera adoradora de la luna, allá en el país del vino, al sur de Rhodias, donde se habían establecido muchos kindath. Era tradición en su familia que éstos criasen a sus hijos y acudir a sus médicos en caso de enfermedad. Una familia mejor que la suya, si bien su madre estaba bien relacionada y era una mujer muy respetada. Había hecho un buen matrimonio, decían, pero la gente no comprendía, no sabía nada en absoluto. ¿Cómo podría ser de otro modo? Ilandra solía cantar aquella melodía a las niñas por la noche. En ese mismo instante, si cerraba los ojos, oiría su voz.

Y si moría, se reuniría con ella en la Luz del dios. Los tres juntos.

—Tienes miedo —repitió Martinian, una voz humana en el mundo del más allá, un sonido intruso. Crispin advirtió un tono de enfado, algo inusual en un hombre tan afable—. Te asusta aceptar el que se te haya permitido vivir y debas hacer algo con ese don.

—No es un don —respondió Crispin, y de inmediato se arrepintió del tono amargo y autocompasivo de sus palabras, alzó la mano para anticiparse a la reprimenda de Martinian—. ¿Qué puedo hacer para contribuir a la felicidad de todo el mundo? ¿Vender la casa por una miseria a algún especulador? ¿Ir a vivir contigo o con mi madre? ¿Casarme con una quinceañera que ya pueda parir hijos? ¿Con una viuda terrateniente que ya los tenga? ¿Con ambas? ¿Profesar los votos de Jad y abrazar el sacerdocio? ¿Hacerme pagano? ¿Convertirme en un santón?

—Ir a Sarantium —señaló su amigo.

—No.

Se miraron. Crispin advirtió que respiraba con dificultad. El anciano, ahora con voz suave, bajo las sombras cada vez más alargadas, dijo:

—Demasiado definitivo para algo tan importante. Dímelo de nuevo mañana por la mañana y jamás volveré a hablarte de ello. Te lo juro.

Tras un instante de silencio, Crispin asintió con la cabeza.

Necesitaba un trago. Se oyó el canto de un pájaro, nítido y lejano, procedente del bosque. Martinian se puso en pie y se encasquetó el sombrero. Empezaba a soplar el viento de poniente. Llegaron andando a Varena antes del toque de queda y de que las puertas de la ciudad se cerraran para resguardar a sus habitantes de cuanto vagase por la agreste floresta, por los campos nocturnos y los caminos sin ley, a la luz de la luna, en el aire iluminado por las estrellas, donde los demonios y los espíritus gozaban de las tinieblas.

Los hombres, si podían, vivían detrás de las murallas.

Poco antes de que anocheciera Crispin se dirigió a sus baños favoritos, casi desiertos a aquella hora. La mayoría de los varones asistían a los baños por la tarde, pero los mosaiquistas necesitaban luz para trabajar, y Crispin prefería la tranquilidad que se respiraba al final del día. Tres o cuatro hombres se ejercitaban con la bola pesada, desplazándola hacia adelante y hacia atrás, desnudos y sudorosos. Les saludó con un movimiento de cabeza, sin detenerse. Primero tomó un baño de vapor y luego otro en que alternaba el agua fría con la caliente. Más tarde pidió que le embadurnaran el cuerpo de aceite y le dieran un masaje —su método otoñal contra el frío—, y por último, en las estancias públicas encargó una jarrita de vino a su camarero habitual. No habló con nadie, más allá de los saludos de cortesía. Acto seguido, solicitó el paquete imperial al recepcionista, a quien se lo había entregado al entrar, y declinando el ofrecimiento de una escolta, se fue hasta su casa dispuesto a dejar el paquete y a cambiarse para cenar. Tenía la intención de no hablar del tema esa noche.

—Entonces, vas a ir a Sarantium, ¿no es cierto?

En presencia de su madre, hacerse ciertos propósitos carecía de sentido. Siempre había sido así y no iba a cambiar. Avita Crispina hizo una seña y la doncella sirvió un par de cucharones más de sopa de pescado en el cuenco de su hijo. A la luz de las velas, Crispin observó a la muchacha retirarse de nuevo a la cocina con su andar delicado. Tenía la típica tez de los karchitas, cuyas mujeres eran muy apreciadas como esclavas domésticas tanto por los antae como por los rhodianos nativos.

—¿Quién te lo ha dicho? —Estaban a solas, cenando, reclinados en sendas literas. Su madre siempre había preferido las antiguas formalidades.

—¿Tiene alguna importancia?

Crispin se encogió de hombros.

—Supongo que no. —Un santuario lleno de hombres había oído a aquel cartero—. ¿Por qué crees que voy a ir, madre? Anda, dímelo.

—Porque no quieres ir. Siempre haces lo contrario de lo que crees que deberías hacer. Uno de tantos misterios de tu comportamiento. Siempre me he preguntado de dónde procede.

Tuvo la audacia de sonreír mientras lo decía. Tenía buen color aquella noche, o cuando menos las velas estaban siendo amables con ella. Las tesserae de Crispin no eran tan blancas como el pelo de su madre. Según los rumores, en la Cristalería Imperial de Sarantium las había a miles. Tenían un método de fabricación que…

—No hago nada de eso —dijo de pronto—. Me niego a ser tan transparente. Quizá en ocasiones, si me provocan… El cartero de esta tarde estaba loco de remate.

—Y se lo dijiste, claro.

Contra su voluntad, Crispin sonrió.

—A decir verdad, fue él quien afirmó que yo lo estaba.

—Si ha conseguido descubrirlo, significa que no es tan loco.

—¿No te parece que salta a la vista?

—Reconozco mi error —admitió ella con una sonrisa.

Crispin se sirvió otra copa de vino blanco y le agregó agua. Siempre lo bebía así en la casa de su madre.

—Pues no iré —dijo—. ¿Por qué razón tendría que ir tan lejos ahora que se acerca el invierno?

—Porque no estás del todo loco, mi pequeñín —respondió Avita Crispina—. Estamos hablando de Sarantium, Caius querido.

—Ya sé de lo que estamos hablando. Pareces Martinian.

—Di mejor que él se parece a mí. —Era una antigua broma.

Esta vez Crispin no sonrió. Comió un poco más de sopa, que estaba muy sabrosa.

—No iré —repitió más tarde, en el umbral, mientras se inclinaba para dar a su madre un beso en la mejilla—. Tu cocinera es excelente; tanto que la idea de marcharme no me seduce.

Olía, como siempre, a lavanda. Su primer recuerdo era el de aquella fragancia. Debería estar asociada a un color, pensó. A menudo, los aromas, los sabores y los sonidos adquirían matices cromáticos en su mente, pero aquél no. La flor podía ser violeta, casi pórfido en realidad, pero su perfume no. Era el perfume de su madre, sencillamente.

Dos sirvientes, con sendos garrotes, le esperaban para acompañarle hasta su casa.

—En el este hay mejores cocineras que la mía. Te echaré de menos, hijo —repuso la anciana con serenidad—. Y espero que no te olvides de escribirme.

Crispin ya estaba acostumbrado a aquello, pero aun así no pudo evitar soltar un resoplido de exasperación mientras se alejaba. Se volvió y la vio bajo la luz de la farola, con un vestido verde oscuro. Le saludó con la mano y luego entró en casa. Crispin dobló la esquina, flanqueado por los sirvientes, y recorrió la corta distancia que le separaba de su hogar. Despidió a su escolta y se quedó fuera por unos instantes, envuelto en la capa, pues hacía frío, mirando el cielo otoñal.

La luna era azul y viajaba hacia el oeste, llena como cierta vez lo estuvo en su corazón. Pero en ese momento, elevándose desde el extremo oriental de la calle, enmarcada a los lados y por debajo de las últimas viviendas y las murallas de la ciudad, presentaba una palidez blanquecina y estaba en cuarto menguante. Los adivinos daban un significado a esta clase de cosas; de hecho, daban un significado a todos los cuerpos celestes.

Crispin se preguntaba si sería capaz de encontrar uno para aquel fenómeno, para todo lo que había sucedido durante aquel año desde que un segundo verano plagado de peste le había dejado vivo para enterrar una esposa y dos hijas con sus propias manos, no en un montículo de cal viva, sino en la parcela familiar, junto a su padre y su abuelo. Había algunas cosas que no podía tolerar.

Pensó en la antorcha de Heladikos que había ideado en la pequeña cúpula. Allí estaba, como una sombra de color apagada…, ese orgullo por su habilidad como artesano, ese amor a su oficio. Amor… ¿Seguía siendo ésa la palabra?

Deseaba ver su último artificio a la luz de las velas, el santuario iluminado por el fuego que había modelado con piedra y cristal. Sabía por experiencia que con lo que había creado podía obtener, siquiera parcialmente, el efecto que buscaba.

Y eso, como siempre afirmaba Martinian, era todo lo que un hombre podía esperar en este mundo falible.

Crispin estaba convencido de que lo vería, de que estaría presente en la consagración del santuario, cuando la joven reina, sus sacerdotes y los pomposos emisarios del Gran Patriarca, si es que éste no acudía en persona, darían descanso eterno a los huesos del rey Hildric. Aquel día no escatimarían velas ni aceite, y entonces tendría ocasión de juzgar su obra.

Pero nunca lo hizo, ya que los acontecimientos dictaron su propia ley. Jamás vio su antorcha de mosaico en la cúpula de aquel santuario, fuera de las murallas de Varena.

Al volverse para entrar en la casa, con la llave en la mano —como siempre, había dicho a los sirvientes que no lo esperaran—, un susurro le advirtió de la amenaza que se cernía sobre él, aunque no lo suficiente.

Crispin se las ingenió para soltar un puñetazo, alcanzando de lleno a un hombre en el pecho. Oyó un quejido ronco, tomó aliento para gritar, pero el malhechor le puso un saco en la cabeza y se lo ató con pericia al cuello, cegándole y asfixiándole al mismo tiempo. Tosió, olió a harina, probó su sabor. Dio una violenta patada, sintió que el pie chocaba con una rodilla, o quizá fuese una espinilla, y oyó otro grito ahogado de dolor. Mientras lanzaba golpes y se retorcía, asió con fuerza la mano que se había cerrado en torno a su garganta. Desde el interior del saco no podía morder. Sus asaltantes eran silenciosos e invisibles. ¿Cuántos serían? ¿Tres? ¿Cuatro? El maldito cartero debía de haberle contado a todo el mundo que el paquete contenía dinero. Estaba casi seguro de que era eso lo que buscaban. ¿Le matarían cuando descubrieran que no lo llevaba encima? Decidió que era probable. De pronto, algo le hizo preguntarse por qué estaba luchando con tanta vehemencia.

Recordó su cuchillo, lo buscó con una mano mientras con la otra sujetaba el brazo que le tenía preso por la garganta. Lo arañó, como un gato o una mujer, y al fin encontró la empuñadura del arma. Sin dejar de forcejear, sacó el cuchillo de un tirón.

Lentamente fue adquiriendo consciencia del dolor, de una luz que parpadeaba y del aroma de un perfume. No era lavanda. Le dolía la cabeza, aunque no demasiado. Le habían quitado el saco de harina, era evidente, ya que podía distinguir unas velas y unas siluetas detrás y alrededor de ellas, aunque vagamente. Advirtió que tenía las manos libres; se llevó una a la cabeza y descubrió un chichón en forma de huevo en la parte posterior del cráneo.

En uno de los extremos de su campo de visión, que dadas las circunstancias no era especialmente aguda, alguien se movió, levantándose de una silla o una litera. Percibió un reflejo dorado o color lapislázuli.

El perfume se hizo más intenso. Volvió la cabeza. Soltó un grito de dolor. Cerró los ojos. Se sentía muy mal.

—Tenían instrucciones de ir a buscarte —dijo una voz de mujer—. Al parecer te resististe.

—Lo siento… mucho —balbuceó Crispin—. Soy un perfecto estúpido.

La oyó reír. Abrió de nuevo los ojos. No tenía ni idea de dónde se hallaba.

—Bienvenido al palacio, Caius Crispus —dijo ella—. Estamos solos, como podrás comprobar. ¿Debo temerte? Si es así, dímelo y avisaré a la guardia.

Haciendo un esfuerzo por superar una terrible sensación de náuseas, Crispin se incorporó. Un instante más tarde, estaba de pie; el corazón le latía con fuerza. Intentó inclinarse, aunque demasiado deprisa, y tuvo que sujetarse a una mesa para no perder el equilibrio. Todo le daba vueltas, incluido el estómago.

—Estás excusado de los rituales ceremoniales —añadió la única hija viva del difunto rey Hildric.

Gisel, reina de los antae y de Batiara, y la más sagrada gobernante bajo los auspicios de Jad, que pagaba un tributo simbólico al emperador sarantino y rendía devoción espiritual al Gran Patriarca —y a ningún otro ser viviente—, le miraba con expresión solemne.

—Sois… muy… amable, majestad —farfulló Crispin. Estaba intentando, con escaso éxito, volver a ver con nitidez. Parecía haber objetos extraños flotando en el aire. También respiraba con dificultad. Estaba solo en un salón con la reina. Jamás había podido verla más que a distancia. Los artesanos, por muy famosos que fueran, no solían mantener conversaciones privadas y nocturnas con su soberana, o por lo menos en el mundo que Crispin conocía.

La cabeza le dolía como si intentaran rompérsela a golpes de martillo, y se sentía confuso y desorientado. ¿Qué había sucedido en realidad? ¿Le había capturado o rescatado? Y, en cualquier caso, ¿por qué? No se atrevió a preguntarlo. De repente, entre las fragancias que invadían sus sentidos, percibió de nuevo aquel olor a harina. Debía de ser del saco con que le habían cubierto la cabeza. Observó la túnica azul que se había puesto para la cena y, disgustado, observó que estaba arrugada y manchada de un color blanco grisáceo, lo que significaba que su pelo y su barba…

—Mientras dormías, te hemos cuidado —dijo la reina—. Hice llamar a mi propio médico. Aseguró que por el momento no era necesario sangrarte. ¿Te sentirás mejor, quizá, con una copa de vino?

Crispin emitió un sonido con el que confiaba expresar un asentimiento moderado y distinguido. Esta vez, la reina no se rio, ni siquiera esbozó una sonrisa. Al parecer aquella mujer estaba familiarizada con la contemplación de los efectos de la violencia en los hombres. A la mente de Crispin acudió el recuerdo de incidentes conocidos por todos, algunos de los cuales eran bastantes recientes, lo cual no contribuyó a tranquilizarle, sino todo lo contrario.

La reina no se movió y, un instante después, Crispin se dio cuenta de que, en efecto, estaban solos en aquella estancia. Sin sirvientes, ni siquiera esclavos. ¡Asombroso! Lógicamente, no podía esperar que ella misma le sirviera el vino. Miró alrededor y, más por casualidad que por capacidad de observación, distinguió una botella y varias copas en la mesa, junto a su codo. Vertió el vino con cuidado en dos copas, preguntándose si sería un atrevimiento de su parte, y le agregó agua. No conocía las costumbres de los antae. Era Martinian el que había recibido los encargos del rey Hildric y más tarde de su hija. Él se enteraba de lo que había que hacer por boca de su amigo y maestro.

Crispin levantó la mirada. Veía mejor. El martilleo estaba remitiendo y el salón, y todo cuanto contenía, parecía haberse cansado de rodar y ahora se deslizaba. Tendió una copa a la reina y advirtió que ésta negaba con la cabeza. Volvió a dejarla en la mesa. Esperó. La miró de nuevo.

La reina de Batiara era una mujer inusualmente alta y muy joven. Vista de cerca, presentaba la típica nariz rectilínea de los antae y los pómulos altos de su padre. El azul de sus ojos era famoso, eso lo sabía muy bien, pero nunca había tenido la oportunidad de verlos desde tan cerca y a la luz de las velas. Tenía el pelo rubio, encogido, como es natural, y sujeto por un aro de oro tachonado de rubíes.

Cuando se establecieron en la península, los antae se untaban el pelo con grasa de oso, pero aquella dama no era un exponente de tales tradiciones. Imaginó aquellos rubíes en la antorcha del mosaico, en la cúpula del santuario. Los imaginó resplandeciendo.

A modo de gargantilla la reina lucía un disco solar de oro con una imagen de Heladikos. Llevaba un vestido de seda azul, cosido con fino hilo de oro, y una banda púrpura en el lado izquierdo, desde el cuello hasta el tobillo. Sólo la realeza se vestía de púrpura, de acuerdo con una tradición que se remontaba al principio del Imperio Rhodiano, seiscientos años antes.

Estaba solo en un salón de palacio, de noche, con una jaqueca terrible y una reina —su reina— observándolo con una mirada dulce y serena.

La opinión generalizada en la península batiariana era que la soberana no conseguiría sobrevivir al invierno. Crispin había oído a sus conciudadanos cruzar apuestas al respecto.

Los antae podían haber abandonado en el transcurso de su siglo la grasa de oso y los ritos paganos, pero a lo que no estaban acostumbrados ni lo estarían jamás, en uno o en mil siglos, era a ser gobernados por una mujer, y cualquier intento de elección de un marido —y rey— para Gisel se veía entorpecido por la inconcebible complejidad de jerarquías tribales y lazos de sangre. En parte, se debía precisamente a eso que aún siguiera viva y reinando hacía ya más de un año desde la muerte de su padre y de la cruenta guerra civil que siguió, la cual no había dejado un claro vencedor. Una noche, mientras cenaban, Martinian resumió la situación del siguiente modo: las facciones de los antae se mantenían en equilibrio en torno a la reina; si ella moría, el equilibrio se perdería y estallaría la guerra. Una vez más.

Crispin se había encogido de hombros. Quienquiera que reinara encargaría santuarios para su propia gloria en nombre del dios. Los mosaiquistas tendrían trabajo. Martinian y él eran muy conocidos, gozaban de muy buena reputación entre las clases más altas y también entre los trabajadores y aprendices de confianza. ¿Tanto importaba, había preguntado el anciano maestro, lo que ocurriese en el palacio de Varena? ¿Tenían algún significado todas esas cosas después de la peste?

La reina seguía mirándolo y esperando. Crispin, que por fin se dio cuenta del motivo de aquella espera, hizo un brindis y bebió. Era un vino soberbio, el mejor de Sarnican. Nunca había probado uno tan bueno. En circunstancias normales, habría…

Dejó la copa rápidamente. Tras el golpe que había recibido en la cabeza, aquella bebida podía acabar con él.

—Por lo que veo, eres un hombre precavido —observó la reina.

Crispin meneó la cabeza.

—A decir verdad no, majestad. —No tenía ni idea de lo que querían de él en aquel palacio ni tampoco de lo que podía suceder al cabo de un minuto. En realidad, debería haberse sentido ultrajado… Le habían asaltado y secuestrado en la puerta de su propia casa. Sin embargo, se sentía intrigado, tenía curiosidad y se conocía lo bastante bien para saber que llevaba mucho tiempo sin experimentar esos sentimientos.

—¿Debo suponer —preguntó— que los maleantes que me pusieron un saco de harina en la cabeza y me dieron semejante paliza eran gente de palacio? ¿O vuestros leales guardias me rescataron de unos vulgares ladrones?

Ella sonrió. Debía de tener veintipocos años, calculó Crispin, recordando unos esponsales reales y un prometido que había muerto a cusa de alguna clase de infortunio años atrás.

—Era mi guardia. Ya te he dicho que tenían órdenes de ser corteses siempre que aceptases de buen grado venir hasta aquí. Según parece, no eres manco; tienen algunas heridas.

—Me satisface oírlo. Me dejaron baldado.

—En un acto de fidelidad a su reina y a su causa. ¿Eres tan leal como ellos?

Era directa, muy directa.

Crispin la observó dirigirse hacia un banco de marfil y palisandro, con el respaldo muy recto, y advirtió que había tres puertas en la estancia, detrás de las cuales, imaginó, debía de haber guardias apostados. Se pasó las manos por el pelo, un movimiento característico en él, y dijo con serenidad:

—Estoy comprometido en cuerpo y alma, y utilizando materiales defectuosos, en la decoración de un santuario en honor de vuestro padre. ¿Responde eso a vuestra pregunta, majestad?

—En absoluto, rhodiano. Eso es puro interés personal. Se te paga muy bien y los materiales son los mejores que podemos ofrecer en estos momentos. Hemos sufrido una epidemia de peste y una guerra, Caius Crispus.

—¿Ah, sí? —dijo.

La reina enarcó las cejas.

—¿Te atreves a insolentarte?

Su voz y su expresión le dieron a entender de inmediato que por muy educados que fuesen los modales cortesanos, ella estaba prescindiendo por completo de ellos, y que los antae nunca habían sido famosos por su paciencia.

Meneó la cabeza.

—He pasado por ambas —murmuró—. No hace falta que nadie me lo recuerde.

Ella le miró sin abrir la boca durante largo rato. Crispin sentía un escozor inexplicable que le subía por la espalda hasta la nuca. El silencio se prolongaba. Luego, la reina suspiró y dijo sin preámbulos:

—Necesito que alguien lleve un mensaje privado al emperador de Sarantium. Nadie, ni hombre ni mujer, puede conocer su contenido; ni siquiera debe saberse que se ha enviado. Ésta es la razón por la que fueron a buscarte esta noche.

Crispin sintió que se le secaba la boca y se le aceleraba el corazón.

—No soy más que un artesano, majestad. No entiendo de intrigas palaciegas. —Se arrepintió de no haber bebido todo el contenido de la copa—. Además —añadió demasiado tarde— no voy a ir a Sarantium.

—Por supuesto que irás —replicó la reina con desdén—. ¿Qué hombre no aceptaría esa invitación? —Se había enterado. Lo sabía. Su madre lo sabía.

—No es a mí a quien está dirigida esa invitación —señaló—, sino a Martinian, mi compañero, y me ha dicho que no irá.

—Es un hombre entrado en años. Tú, en cambio, no. Por lo demás, nada te ata en Varena.

Eso era cierto. No tenía nada. Nada en absoluto.

—No es un anciano —dijo.

Ella hizo caso omiso de su observación.

—He hecho investigaciones sobre tu familia, tus circunstancias, tu temperamento. Me han dicho que eres colérico, que tienes un humor de mil demonios y que no sueles mostrarte respetuoso. También me han contado que eres muy hábil en tu trabajo y has conseguido fama y fortuna. Nada de eso me preocupa. De lo que nadie me había informado es de que eras un cobarde o una persona sin ambición. Ten la seguridad de que irás a Sarantium. ¿Llevarás ese mensaje en mi nombre?

Sin meditar en las verdaderas consecuencias de todo aquello, Crispin preguntó:

—¿Qué mensaje?

Lo que significaba, como comprendió mucho más tarde, pensando en lo sucedido, rememorando una y otra vez aquel diálogo durante su largo viaje hacia el este, que lo que la reina le había dicho en aquel momento era que no tenía opción, a menos que decidiera morir e ir en busca de Ilandra y de las niñas con Jad, detrás del sol.

La joven soberana de los antae y de Batiara, que luchaba con todos los medios que tenía en sus manos contra el peligro que la rodeaba, respondió en voz baja:

—Le dirás al emperador Valerius II, y a nadie más que a él, que en el caso de que deseara recuperar este país, incluyendo Rhodias, en lugar de seguir reivindicándolo sin sentido, aquí hay una reina sin desposar que ha oído hablar de su destreza y de su gloria, y que les rinde honores.

Crispin quedó boquiabierto. La reina no se sonrojó ni parpadeó, y, como pudo comprobar, estaba analizando detenidamente su reacción.

—El emperador está casado desde hace años —dijo en tono vacilante—. Cambió las leyes para casarse con la emperatriz Alixiana.

Serena e inmóvil en su asiento de marfil, la reina repuso:

—Lamentablemente, los maridos o las mujeres pueden dejarse de lado… o morir, Caius Crispus. —Eso era algo que Crispin sabía muy bien—. Los imperios —añadió— nos sobreviven. También nuestro nombre, para bien o para mal. Valerius II, que en su día fue Petrus de Trakesia, ha querido recuperar Rhodias y esta península desde que elevó a su tío al Trono de Oro hace doce veranos. Sólo por ese motivo compró la tregua con el Rey de Reyes en Bassania. El rey Sirvan fue sobornado, de manera que Valerius puede reunir un ejército para avanzar hacia el oeste cuando llegue el momento. No hay ningún misterio en todo esto, pero si pretende conquistar este territorio mediante la guerra, no lo conseguirá. Esta península está demasiado alejada de su reino y nosotros, los antae, sabemos combatir. Por otro lado, sus enemigos del éste y del norte (los basánidas y los bárbaros del septentrión) no se limitarán a observar lo que sucede, por mucho que se les pague. Algunos hombres del entorno de Valerius lo saben, e incluso es posible que se lo hayan dicho. Existe otra forma de hacer realidad su… deseo. Me ofrezco a él. —Hizo una pausa y añadió—: Puedes decirle también que has visto a la reina de Batiara muy de cerca, en azul, oro y pórfido, y hacerle… una descripción objetiva si la pide.

En esta ocasión, aun cuando seguía mirándolo fijamente y había levantado un poco el mentón, sus mejillas se sonrojaron. Crispin tenía las manos sudorosas y se las frotó en la túnica. De pronto, sin saber cómo, volvía a experimentar las consecuencias de un deseo largamente dormido, una especie de locura, aunque el deseo a menudo lo era. La reina de Batiara no era la clase de mujer en la que se pudiera pensar de aquel modo. Estaba ofreciendo su rostro y su cuerpo exquisitamente vestido a su recalcitrante mirada con el único propósito de que hablase de ella a un emperador. Crispin nunca había soñado con pertenecer a ese mundo de intrigas reales. De hecho, nunca había querido soñarlo. Pero de pronto, su mente, acostumbrada a resolver rompecabezas, había emprendido un vuelo frenético, y empezaba a vislumbrar las piezas de aquél.

Nadie, ni hombre ni mujer, puede saberlo, repetía Crispin para sí.

Ninguna mujer. Más claro, imposible. Le estaba pidiendo que llevara una proposición de matrimonio al emperador, que estaba casado y bien casado, y a la mujer más poderosa y peligrosa del mundo conocido.

—Por desgracia, el emperador y su esposa, que es a la vez una pésima actriz, no tienen hijos —dijo Gisel en voz baja; Crispin se dio cuenta de que no sabía mentir ni guardar secretos—. Es fácil adivinar que se trata de un triste legado de su… profesión. Y además ya no es joven.

«Yo sí —decía el mensaje oculto tras el mensaje que debía entregar—. Salvad mi vida y mi trono y, a cambio, os ofrezco la patria del Imperio Rhodiano que tanto ansiáis. Le devuelvo el Occidente a tu Oriente, y le doy los hijos que necesita. Soy atractiva y joven…, pregúntale al hombre que ha llevado mis palabras hasta ti. El te lo dirá. Sólo preguntáselo».

—¿Creéis…? —Se interrumpió e intentó recobrar la compostura—. ¿Creéis que eso se puede mantener en secreto? Majestad, todo el mundo sabe que he sido conducido hasta aquí…

—Cree lo que te digo. Me prestarás un flaco servicio si te asesinan por el camino o al llegar.

—Me reconfortáis —murmuró.

Sorprendentemente, la reina volvió a reír. Crispin se preguntó qué pensarían quienes estaban al otro lado de las puertas al oírla y qué más podían haber oído.

—¿No podríais enviar un mensajero de palacio?

Sabía de antemano cuál sería la respuesta.

—Ninguno de mis mensajeros tendría la oportunidad de hablar con el emperador en… privado.

—¿Y yo sí?

—Es muy probable. Por tus venas sólo corre sangre rhodiana. Ellos lo saben, aun en Sarantium, aunque se quejen de ti. Al parecer, Valerius está interesado en el marfil, en los frescos…, en esas cosas que haces con las piedras y el cristal. Habla a menudo con sus artesanos.

—Muy encomiable de su parte; pero ¿qué sucederá cuando descubra que no soy Martinian de Varena? ¿Qué clase de conversación mantendremos entonces?

—Eso dependerá de tu ingenio —repuso la reina con una sonrisa—, ¿no te parece?

Crispin tomó aliento, pero antes de que pudiera hablar, ella añadió:

—¿No te has parado a pensar qué recompensa podría conceder una emperatriz recién coronada y agradecida al hombre que llevó este mensaje en su nombre después de que todo hubiese salido como esperaba? ¿Te lo puedes imaginar?

Él respondió que no meneando la cabeza. La reina sacó un rollo de pergamino de una manga del vestido y alargó hacia él. Crispin se acercó un poco más, inhaló su fragancia y observó que sus pestañas eran más largas y sutiles de lo que había imaginado. Cogió el pergamino.

La reina asintió con la cabeza dándole permiso para romper el sello. Él lo rompió, lo desenrolló y leyó.

Mientras lo hacía, empezó a palidecer. E inmediatamente después del asombro llegó la amargura.

—Es un despilfarro, majestad. No tengo hijos que puedan heredar todo esto.

—Eres un hombre joven —dijo ella con dulzura.

Un destello de ira brotó en el corazón de Crispin.

—¿De veras? Entonces, ¿por qué no incluís en la recompensa una bella mujer antae de vuestra corte o una aristócrata de sangre rhodiana? ¿Se trata de la yegua capaz de llenar de descendientes las casas que me prometéis y de gastar semejante riqueza?

Ella había sido princesa y ahora era reina, y había pasado toda su vida en palacios en los que juzgar a la gente era una herramienta de supervivencia.

—Jamás te insultaría con una proposición así. Me han contado que te casaste por amor, algo poco habitual. Sé que fuiste feliz, aunque por breve tiempo. Eres un hombre apuesto, y con los innumerables recursos que te encomiendo, de acuerdo con lo que pone en el pergamino, imagino que podrías comprar tu propia yegua, y de excelente pedigrí, en el caso de que los restantes métodos de elección de una segunda esposa no surtiesen el efecto deseado.

Horas más tarde, en su propia cama, despierto cuando faltaba poco para que despuntase el alba, Crispin llegó a la conclusión de que fue aquella respuesta, la circunspección de aquellas palabras, incluida la pizca de ironía final, lo que le había decidido. De haberle ofrecido una pareja, aun de viva voz, habría rehusado categóricamente, resignándose a morir si así lo hubiese deseado la reina.

Y estaba casi seguro de que así habría sido.

Concibió la idea mucho antes de enterarse por los aprendices, al reunirse de nuevo en el santuario para las oraciones del amanecer, de que aquella misma noche se habían encontrado degollados a seis hombres de la Guardia de Palacio, en Varena.

Crispin se alejó de la babel de ruido y especulación para quedarse solo en el santuario, debajo de su auriga y su antorcha, en la cúpula. La luz empezaba a penetrar a través de la anilla de ventanas cupulares, reflejándose en los cristales angulados. La antorcha de mosaico parecía centellear mientras la contemplaba, como una onda que se extendía lenta pero inevitablemente, como una débil llama. Podía visualizarla sobre una inmensidad de farolas y velas encendidas que la haría brillar con todo su esplendor.

Entonces comprendió que la reina de los antae, en su desesperada lucha por la vida, no podía tolerar que el secreto de su mensaje corriera el menor peligro, aun tratándose de sus guardias de confianza. Seis hombres muertos. Todo estaba muy claro, tanto como el imaginario fulgor de la antorcha de Heladikos.

¿Cómo se sentía en aquel momento? Era incapaz de definir sus emociones. O mejor dicho, sí lo era. Se sentía como un barquichuelo abandonando la rada, rumbo al mar abierto, con una tripulación escasa y los vientos invernales arremolinándose a su alrededor.

Pero después de todo, iría a Sarantium.

Unas horas antes, por la noche, en aquel salón del palacio, ya más tranquilo, Crispin había dicho a la mujer sentada en el banco de marfil tallado:

—Vuestra confianza me halaga, majestad. Por nada del mundo desearía otra guerra, ni entre los antae ni a causa de una invasión sarantina. Ya hemos pagado un alto tributo a la muerte. Llevaré vuestro mensaje e intentaré entregárselo al emperador, eso si consigo sobrevivir a mi propio engaño. Lo que voy a hacer es una locura, pero ¿acaso no lo es todo cuanto hacemos?

—No —respondió la reina—, aunque no seré yo quien intente persuadirte de lo contrario. —Señaló una de las puertas—. Al otro lado hay un centinela que te escoltará hasta tu casa. Por motivos que seguramente comprendes, jamás volverás a verme. Ahora, si te sientes lo bastante recuperado, puedes besar mi pie.

Crispin se arrodilló ante ella, tocó el delicado pie calzado con una sandalia de oro y lo besó. Al hacerlo, advirtió que unos dedos largos se abrían paso entre sus cabellos hasta la herida que había recibido en el cráneo. Se estremeció.

—Tienes mi gratitud —dijo la reina—. Suceda lo que suceda.

La mano se retiró. Crispin se puso en pie, se inclinó de nuevo, se dirigió hacia la puerta indicada y fue escoltado por un gigantón mudo y bien rasurado por las ventosas calles nocturnas de la ciudad.

Mientras caminaba por la oscuridad, alejándose del palacio, seguía experimentando aquel persistente deseo. Estaba asombrado.

En la cámara real, la joven mujer permaneció sentada durante un buen rato después de que él se hubo marchado. No estaba acostumbrada a la soledad, y la sensación no le resultaba desagradable. Desde que una de sus fuentes de información privada le había mencionado los rumores que corrían acerca de la invitación transmitida por un cartero imperial a un artesano que trabajaba en el lugar de descanso eterno de su padre, los acontecimientos se habían sucedido rápidamente. Había tenido poco tiempo para analizar los matices; lo justo para darse cuenta de que aquélla era una magnífica oportunidad que no podía desaprovechar.

Ahora, por desgracia, tenía que ocuparse de unas cuantas muertes. Aquel juego estaría perdido antes de iniciarse si llegaba a conocimiento de Agila, Eudric o de cualquiera de las aves de rapiña que merodeaban su trono que el artesano había mantenido una conversación privada con ella en la víspera de su viaje hacia Oriente. El hombre que en ese momento escoltaba a Crispin era el único de su absoluta confianza. Por un lado, no tenía lengua, y por otro, llevaba a su lado desde que ella tenía cinco años. Cuando regresara, le daría unas cuantas instrucciones más para aquella noche. No sería la primera vez que asesinaba si se lo ordenaba.

A continuación, la reina de los antae recitó una breve y serena plegaria, pidiendo perdón, entre otras cosas. Le rogó al sagrado Jad, a su hijo el Auriga, que había muerto por llevarle el fuego a los hombres, y luego, para no dejar ningún cabo suelto ni desairar a nadie; a los dioses y diosas a los que su pueblo había rezado cuando no era más que un grupo rebelde de tribus en las duras tierras del norte y del éste, primero en las montañas y más tarde en los robledos de Sauradia, antes de descender hasta la fértil Batiara y aceptar a Jad del Sol, conquistando a los herederos de una patria imperial.

Albergaba pocas ilusiones. Caius Crispus la había sorprendido un poco, aunque sólo era un artesano, y de un carácter desquiciante por cierto. Arrogante, como lo seguían siendo los rhodianos la mayor parte del tiempo. Desde luego, no podía confiar por completo en él. En realidad, estaba casi convencida de su fracaso, pero debía correr el riesgo. Había dejado que se acercara a ella y le besara el pie, le había acariciado el cabello pelirrojo, que olía a harina, de un modo deliberadamente lento…, ¿acaso sería el deseo el modo de obtener la lealtad de aquel hombre? Decidió que no, aunque no estaba seguro de ello, y decidió que debía utilizar las escasas armas de que disponía.

Gisel de los antae no esperaba ver florecer los campos en primavera ni contemplar las fogatas arder en las colinas a mediados de verano. Tenía diecinueve años y a las reinas no les estaba permitido ser tan jóvenes.