Las tormentas eléctricas nocturnas eran habituales en Sarantium a mediados de verano, o al menos lo suficiente para hacer creíble la repetida leyenda según la cual el emperador Apius fue llamado por el dios en medio de una gigantesca tempestad, mientras un ejército de rayos centelleaba en el cielo y una interminable oleada de truenos asediaba la Ciudad Sagrada. Veinte años después, el mismo Pertennius de Eubulo contó en uno de sus escritos esta historia, añadiendo una estatua del emperador derrumbándose ante las puertas de bronce del Recinto Imperial y un roble partido por la mitad que crecía fuera de las murallas. A menudo, en la mente de los historiadores prima lo espectacular sobre la realidad; pura deformación profesional.
De hecho, la noche en la que Apius exhaló su último suspiro en el Salón Pórfido del Palacio Attenine, no llovía en la Ciudad. Apenas se había visto el resplandor de algún relámpago lejano y oído un par de rumores de trueno a primera hora, muy al norte de Sarantium, hacia los extensos trigales de Trakesia, aunque, habida cuenta de los acontecimientos que siguieron, el que procediesen de esa región septentrional bien podía considerarse un presagio.
El emperador no tenía descendientes vivos y hacía menos de un año que sus tres sobrinos no habían conseguido salir airosos de una prueba de valor, por lo que sufrieron las consecuencias de su estrepitoso fracaso. Como resultado de ello, en Sarantium no había ningún emperador designado para la sucesión cuando Apius oyó —o no, ¿quién sabe?— las últimas palabras de su longeva existencia, la voz interior del dios que le decía: «Ahora ya sin corona, el Señor de los emperadores te está esperando».
Los tres hombres que entraron en el Salón Pórfido en las frías horas que precedían al crepúsculo eran conscientes de lo peligrosamente inestable que era aquella situación. Gesius, el eunuco, canciller de la Corte Imperial, entrelazó sus largos y finos dedos en actitud piadosa y luego se arrodilló para besar los pies desnudos del difunto emperador. Lo mismo hicieron a continuación Adrastus, maestro de ceremonias, que tenía a su cargo el servicio y la administración civiles, y Valerius, conde de los Excubitores, la guardia imperial.
—Hay que convocar a los miembros del Senado —murmuró Gesius, con su voz atiplada—. Deben reunirse de inmediato.
—Así es —convino Adrastus, estirando maniáticamente el cuello de su túnica talar al ponerse en pie—. Y el patriarca tiene que iniciar las honras fúnebres.
—Me encargaré personalmente de que reine el orden en la Ciudad —aseguró Valerius en tono castrense.
Los otros dos lo miraron.
—Por supuesto —dijo Adrastus con delicadeza, mientras se atusaba la impecable barba. Preservar el orden era la única razón que tenía Valerius para estar presente en aquella sala en aquel preciso instante. No en balde había sido uno de los primeros en percatarse de lo lamentable de la situación. Sus observaciones eran… un tanto enfáticas.
Por aquel entonces, una buena parte del ejército estaba destinada al éste y al norte; una gran dotación se hallaba cerca de Eubulo, en la actual frontera basánida, y otra, integrada casi por completo por mercenarios, defendía los espacios abiertos de Trakesia contra las incursiones bárbaras de los karchites y los vrachae, que llevaban un tiempo inactivos. Si el Senado se demoraba, los estrategas de ambos contingentes militares podrían convertirse en un factor decisivo, o en el nuevo emperador.
A decir verdad, el Senado estaba formado por un conjunto vacilante e ineficaz de hombres atemorizados, y lo más probable era que demorase la toma de cualquier resolución a menos que algo o alguien orientara a sus miembros con absoluta claridad. Eso también lo sabían muy bien los tres oficiales que acompañaban al difunto en la gran estancia.
—Me ocuparé de que las familias nobles sean debidamente informadas de lo sucedido —comentó Gesius en tono informal—. Querrán rendir sus respetos al emperador.
—Naturalmente —convino Adrastus—. Sobre todo la Daleinoi. Tengo entendido que Flavio Daleinus ha regresado a la Ciudad hace un par de días.
El eunuco tenía demasiada experiencia para alterarse.
Valerius se dirigía ya hacia la puerta.
—Trata con la nobleza como mejor te parezca —dijo por encima del hombro—, pero en la Ciudad hay quinientos mil habitantes que temerán la ira del Santo Jad descendiendo sobre un imperio sin líder cuando llegue hasta sus oídos la noticia de esta muerte. Me preocupan. Enviaré una misiva al prefecto urbano para que alerte a su guarnición. Y demos gracias al cielo de que no haya habido tormenta esta noche.
Abandonó la estancia con poderosas zancadas que resonaron en el pavimento de mosaico. Era un hombre corpulento que conservaba todo el vigor a pesar de sus sesenta años. Gesius y Adrastus se miraron, hasta que este último volvió a centrar su atención en el muerto que yacía en la majestuosa cama y en el pajarillo de piedras preciosas posado sobre su rama de plata, junto a ella. Ambos permanecieron en silencio.
En el exterior del Palacio Attenine, Valerio se detuvo en los jardines del Recinto Imperial el tiempo suficiente para escupir entre los arbustos y constatar que aún era pronto para la invocación del amanecer. La luna blanca rielaba en el agua. El viento del alba soplaba de poniente; podía oír el mar y oler la sal en la brisa, entre la fragancia de las flores estivales y los cedros.
Se alejó del estanque —todavía podían verse las últimas estrellas—, pasó frente a una serie de palacios y edificios civiles, tres pequeñas capillas, el vestíbulo y los puestos de trabajo del gremio de Sederos Imperiales, los campos de juego, los talleres de los orfebres y los Baños de Marisian, adornados de un modo absurdo, y se encaminó hacia el cuartel de la guardia imperial, cerca de las puertas de bronce que conducían fuera de la Ciudad.
Allí le estaba esperando el joven Leontes. Valerio le dio instrucciones precisas, que había memorizado detenidamente hacía ya un tiempo para cuando llegase aquel día.
Su prefecto se retiró al cuartel y, poco después, Valerius oyó el sonido producido por los Excubitores, sus hombres durante la última década, que se preparaban para lo que se avecinaba. Inspiró una profunda bocanada de aire, consciente de cuán acelerado latía su corazón y de lo importante que era ocultar este hecho. Se recordó que debía enviar un mensajero para informar a Petrus, fuera del Recinto Imperial, de que Apius, el sagrado emperador de Jad, había fallecido y de que el gran juego había empezado. Dio las gracias, en silencio, al dios de que su propio sobrino, hijo de su hermana, superara en todos los sentidos a los tres sobrinos de Apius.
Vio a Leontes y a los Excubitores salir del acuartelamiento entre las sombras que precedían al crepúsculo. La expresión de sus rostros era impasible, imperturbable, típica de un soldado.
Ese día habría carreras en el Hipódromo; Astorgus, de los Azules, había ganado las cuatro últimas celebradas en el concurso anterior. Fotius, el fabricante de sándalo, había apostado un dineral que no podía permitirse el lujo de perder a que el primer auriga de los Azules se alzaría con la victoria en los tres primeros eventos del día, encadenando una racha triunfal de siete carreras. La noche anterior, Fotius había soñado con el número doce, y tres carreras de cuadrigas significaba que Astorgus conduciría doce caballos. Por lo demás, sumando el uno y el dos… ¡diablos, otra vez daban tres! De no haber visto un fantasma en la azotea de la columnata el día anterior por la tarde, desde su tienda, estaría completamente seguro de su apuesta.
Había dejado a su esposa y a su hijo durmiendo en la vivienda que había construido en la planta superior del comercio y se dirigió con cautela hacia el Hipódromo. De noche, las calles eran peligrosas; lo sabía por experiencia. Aún faltaba mucho para que amaneciera; la pálida luna, en cuarto menguante, estaba situada al oeste, hacia el mar, flotando sobre las torres y las cúpulas del Recinto Imperial. Fotius no tenía dinero para pagar un asiento cada vez que asistía a las carreras, y mucho menos uno en las zonas de sombra de las tribunas. En los días de carreras sólo se ofrecían diez mil plazas gratuitas a los ciudadanos. Los que no podían pagar, debían esperar.
Al aproximarse al Hipódromo, una colosal construcción de ladrillo oscuro, habría ya dos o tres mil personas en la plaza. Se sintió emocionado por el mero hecho de estar allí, y la persistente somnolencia que le había acompañado hasta hacía unos segundos se esfumó como por arte de magia. Sin pérdida de tiempo, sacó una túnica azul del zurrón y se la puso tras quitarse la ordinaria, de color marrón, amparado por la oscuridad del lugar y la rapidez de su acción. Acto seguido, se unió a un grupo de individuos que lucían la misma indumentaria. Se lo había prometido a su esposa después de que, dos años atrás, algunos partidarios de los Verdes le hubiesen propinado una tremenda paliza durante una temporada veraniega especialmente violenta. Llevaría una vestimenta discreta hasta llegar a la plaza y disfrutar de la relativa seguridad de sus correligionarios Azules. Saludó a algunos de ellos por su nombre y le recibieron con cordialidad. Cogió una copa de vino barato que le ofrecieron, tomó un sorbo y la hizo circular de nuevo.
Un pronosticador iba de un lado a otro vendiendo una lista de las carreras del día y sus predicciones. Fotius no sabía leer, de manera que no se sintió tentado de comprarla, aunque vio que otros lo hacían a cambio de dos folies de cobre. En el mismísimo centro del foro del Flipódromo, un santón, medio desnudo y maloliente, había delimitado un pequeño espacio con estacas desde donde arengaba a la muchedumbre sobre los demonios de las carreras. Tenía buena voz y proporcionaba un cierto entretenimiento a los presentes…, ¡a menos que el viento soplase en la dirección contraria! Los vendedores ambulantes exhibían su mercancía: higos, melones de Candaría y cordero asado. Fotio llevaba en el zurrón un pedazo de queso y un poco de pan de la ración del día anterior. En cualquier caso, estaba demasiado nervioso para tener hambre.
Por su parte, los Verdes también se habían congregado junto a su propia entrada del Flipódromo, formando un grupo similar en número al de los Azules. Fotius no distinguió a Pappio, el soplador de vidrio, entre ellos, aunque sabía que estaría allí. Era con él precisamente con quien había cruzado la apuesta. Poco a poco, a medida que se aproximaba el alba, Fotius empezó a preguntarse, como siempre, si no se habría precipitado en su decisión. Aquel espíritu que había visto a plena luz del día…
Hacía una noche templada para ser verano; corría una brisa marina que refrescaba el ambiente, aunque más tarde, cuando empezaran las carreras, el calor sería insoportable. En el intermedio, los baños públicos estarían a rebosar, al igual que las tabernas.
Sin dejar de pensar en su apuesta, Fotius se preguntó si no habría valido la pena detenerse en un cementerio, de camino hacia el Hipódromo, y depositar una lápida maldita contra Scortius, el principal auriga de los Verdes. Al fin y al cabo, era aquel jovencito quien casi con toda probabilidad iba a interponerse entre Astorgus y sus siete triunfos consecutivos. En la sesión anterior se había herido en un hombro como consecuencia de una caída y no había podido competir cuando Astorgus encadenó aquella fabulosa racha de cuatro carreras al término de la jornada.
A Fotius le sacaba de quicio que aquel imberbe de piel oscura, procedente de los desiertos de Ammuz, o de donde diablos fuese, pudiese constituir una seria amenaza para su idolatrado Astorgus. Dos días antes un aprendiz del gremio del lino había sido apuñalado en una caupona del embarcadero y acababan de enterrarlo, una oportunidad única para quienes disponían de lápidas de implorar la intercesión divina en la sepultura de alguien que había perecido de muerte violenta. Todo el mundo sabía que aumentaba el poder de las maldiciones escritas. Al final, Fotius concluyó que sólo él, y nadie más que él, sería culpable si Astorgus fracasaba. No tenía ni idea de cómo iba a pagar a Pappio si perdía, pero por el momento decidió no pensar más en ello…, ¡ni en la reacción de su esposa!
—¡Vivan los Azules! —gritó de repente. De inmediato, un coro de voces masculinas se hizo eco de su clamor.
—¡Vivan los Azules y sus caídas! —respondió alguien de la facción rival, como era de esperar.
—¡Si es que hay algún Verde que tenga pelotas para derribarlos! —replicó un hombre que estaba junto a Fotius, quien no pudo reprimir una sonora carcajada. La luna se había ocultado detrás de los Palacios Imperiales. Empezaba a amanecer. Jad, montado en su cuadriga, se disponía a realizar su viaje cotidiano de éste a oeste.
Luego serían las cuadrigas mortales las que atronarían en la arena, durante todo el día, en la ciudad de Sarantium, alabando el nombre del dios glorioso. Y los Azules, mediante Jad, vencerían a los apestosos Verdes, que como todo el mundo sabía no eran mejores que los bárbaros o los paganos basánidas, o incluso los kindath.
—Mirad —dijo alguien de pronto, señalando con el dedo.
Fotius se volvió. Oyó su paso marcial incluso antes de ver aparecer a los soldados, como sombras que surgieran de las sombras, por la Puerta de Bronce, en el lado oeste de la plaza.
Los Excubitores, centenares de ellos, armados y pertrechados debajo de sus túnicas rojo y oro, estaban haciendo su entrada en el foro del Hipódromo desde el Recinto Imperial. Era un espectáculo lo bastante inusual en aquella temprana hora para resultar aterrador. El año anterior había habido un par de disturbios callejeros sin importancia, cuando los seguidores más virulentos de ambos colores habían llegado a las manos. Se esgrimieron cuchillos y duelas de barril, y los Excubitores tuvieron que acudir en ayuda de los hombres del prefecto urbano para sofocar el desorden. La intervención de la guardia imperial de Sarantium no era algo que pudiera tomarse a broma. En las dos ocasiones, las losas quedaron cubiertas de cadáveres.
—¡Santo Jad, los pendones! —exclamó alguien. En efecto, Fotius se dio cuenta de que la milicia lucía los estandartes a media asta. Un viento frío, de ultratumba, le atravesó el alma.
¡El emperador ha muerto!, se dijo.
Su padre, el amado del dios, les había abandonado. Sarantium estaba de luto, afligida, desolada, abierta a las hordas enemigas del éste, del norte y del oeste, pueblos perversos y ateos. Asimismo, con el emperador en el seno de Jad, ¿quién sabía la de demonios y espectros de medio mundo que descenderían para hacer estragos a su antojo entre los indefensos humanos? ¿Sería ésa la causa de la visión fantasmagórica que había tenido el día anterior? Fotius no pudo evitar pensar en la peste, la guerra y la hambruna cerniéndose nuevamente sobre el Imperio. En aquel momento imaginó a su hijo muerto. El pánico le obligó a hincar las rodillas en los guijarros de la plaza. De pronto advirtió que estaba gimiendo por un emperador al que sólo había conseguido ver a distancia, una figura hierática en el palco imperial del Hipódromo.
Poco después, como cualquier hombre ordinario que vivía en un mundo de hombres ordinarios, Fotius, el fabricante de sándalo, comprendió que aquel día no habría carreras, que su insensata apuesta con el soplador de vidrio había quedado anulada. Entre el terror y el pesar, percibió un destello de alivio, como una lanza de luz solar. ¿Tres carreras seguidas? Había sido una apuesta de locos y, por fin, se había librado de ella.
Observó que eran muchos los hombres que se habían arrodillado. El santón había aprovechado esa excelente oportunidad para levantar su voz de denuncia, aunque a Fotius le resultó imposible oír una sola de sus declamaciones, tal era la babel de sonidos que presidía la atmósfera y a la que era incapaz de sustraerse. Ateísmo, libertinaje, un clero dividido, heréticos de creencias heladikianas. Las letanías de costumbre. Uno de los Excubitores cabalgó hasta él y le habló con calma. El santón, como siempre, hizo caso omiso del soldado. Pero entonces, Fotius, atónito, vio que éste le golpeaba en los tobillos con la lanza. El harapiento asceta dejó escapar un grito, más de sorpresa que de otra cosa, y cayó de rodillas, en silencio.
Enseguida, otra voz, fuerte y segura, se alzó por encima de los lamentos de la multitud, exigiendo atención. Afortunadamente, quien hablaba iba a lomos de un caballo; era el único jinete en el foro.
—¡Oídme! —dijo—. Si mantenéis el orden, nadie resultará herido. Ya habéis visto nuestros pendones. Hablan por sí solos. Nuestro glorioso emperador, el ser más querido de Jad, su tres veces ensalzado regente en la tierra, nos ha dejado para unirse al dios detrás del sol. Hoy no habrá cuadrigas, pero las puertas del Hipódromo estarán abiertas para que os consoléis juntos mientras el Senado Imperial se reúne para proclamar a nuestro nuevo emperador.
Los murmullos fueron en aumento. No había ningún descendiente; todos lo sabían. Fortius vio que un inmenso gentío accedía al foro desde todas las direcciones de la Ciudad. Las noticias como aquélla se propagaban igual que reguero de pólvora. Inspiró profundamente, intentando controlar una oleada de pánico aún más estremecedora que la anterior. El emperador había muerto, pensó horrorizado. No había emperador en Sarantium.
El jinete volvió a levantar una mano solicitando silencio. Permanecía erguido sobre la montura y vestía igual que sus soldados. Sólo el caballo negro y una franja de plata en la sobretúnica indicaban su rango. Era un campesino de Trakesia, el hijo de un granjero que había llegado del sur siendo un muchacho y había ascendido en el escalafón militar trabajando de firme y mostrándose valiente en combate. Todos conocían aquella historia. Un hombre entre los hombres, un elegido, Valerius de Trakesia, conde de los Excubitores.
—Habrá sacerdotes en todas las capillas y santuarios de la Ciudad —añadió—, y otros se reunirán con vosotros aquí, para dirigir las honras fúnebres en el Hipódromo bajo el sol de Jad. —Hizo la señal del disco solar.
—¡Que Jad te guarde, conde Valerius! —gritó alguien.
El jinete pareció no haberlo oído. El trakesiano nunca había pretendido ganarse la fidelidad de las masas como lo hacían otros en el Recinto Imperial. Sus Excubitores cumplían sus obligaciones con eficacia e imparcialidad, incluso cuando tenían que dejar lisiado y a veces matar a alguien. Los Verdes y los Azules recibían el mismo trato, aunque fuese un noble; no en balde, algunos de los seguidores más agresivos de ambos bandos eran hijos de la aristocracia. Nadie sabía qué facción era la preferida de Valerius ni cuáles eran sus creencias entre los diversos cismas jaditas, aunque, como es natural, siempre había quien especulaba. A nadie se le escapaba que su sobrino era un patrón de los Azules, aunque en toda familia solía haber simpatizantes de los dos grupos.
Fotius pensó en regresar a casa, con su mujer y su hijo, después de las oraciones matutinas en una pequeña capilla, cerca del Foro Mezaros. El cielo de levante se estaba nublando. Miró hacia el Hipódromo y vio que los Excubitores, tal y como habían prometido, estaban abriendo las puertas.
Vaciló, pero luego descubrió a Pappio, el soplador de vidrio, un poco apartado de los demás Verdes, solo. Las lágrimas se escurrían por la barba. Fotius, impulsado por una inesperada emoción, se dirigió hacia él. Pappio le vio llegar y se frotó los ojos. Sin pronunciar palabra, los dos hombres caminaron el uno junto al otro y entraron en el vasto Hipódromo mientras el dios Sol asomaba por encima de los bosques y los campos que se extendían al éste de las triples murallas de Sarantium.
Plautus Bonosus nunca había deseado ser senador. A sus cuarenta años, el nombramiento fue para él un verdadero fastidio. Entre otras cosas, existía una ley escandalosamente antigua según la cual los senadores no podían cargar más de un seis por ciento en los préstamos. A los miembros de los «nombres», las familias aristócratas inscritas en los Registros Imperiales, les estaba permitido cargar un ocho, y cualquier otro ciudadano, incluidos los paganos y los kindath, un diez. Naturalmente, la cifra se duplicaba si concurría riesgo marítimo, aunque sólo un auténtico loco se atrevería a arriesgar dinero en una travesía comercial a un doce por ciento. Bonosus no tenía nada de loco, pero era un negociante frustrado. «¡Senador del Imperio Sarantino, cuánto honor!», decía su esposa, cuya vanagloria y ostensible pavoneo le irritaba sobremanera. ¡Qué poco comprendía cómo eran las cosas en realidad! El Senado hacía lo que le mandaba el emperador o los consejeros de éste; ni menos ni, por supuesto, más. No era un cargo que confiriera poder o prestigio. Quizá en otro tiempo lo hubiera sido, allí en el oeste, en los días que siguieron a la fundación de Rhodias, cuando aquella potente ciudad empezaba a crecer en lo alto de la colina y un puñado de hombres, orgullosos y reposados —aunque seguramente paganos— pensaban en la mejor manera de construir un reino. Pero en tiempos de Rhodias, en Batiara, donde residía el corazón y el crisol de un imperio de expansión mundial —de eso hacía ya cuatrocientos años—, el Senado ya era un instrumento dócil en manos de los emperadores que ocupaban el palacio escalonado a orillas del río.
Ahora, aquellos legendarios jardines palaciegos estaban cubiertos de maleza y escombros, y el Gran Palacio había sido saqueado y devorado por las llamas siglos atrás. Por desgracia, la sucumbida Rhodias no era más que el hogar del gran patriarca de Jad, un hombre de carácter débil, y de algunos bárbaros conquistadores procedentes del norte y del éste, los antae, que según fuentes dignas de todo crédito todavía se untaban el pelo con grasa de oso.
Y ahora, en Sarantium, la nueva Rhodias, el Senado seguía estando tan vacío y continuaba mostrándose tan complaciente como en el remoto Imperio del Occidente. Cabía la posibilidad, reflexionó Bonosus con desaliento mientras recorría con la mirada la cámara del Senado, con sus elaborados mosaicos que adornaban el pavimento, las paredes y se curvaban en la pequeña y delicada cúpula, de que los mismos sucesos despiadados que habían arrasado Rhodias, u otros tal vez peores, pronto se repitieran allí, donde habitaban los emperadores después de haber perdido y entregado los territorios occidentales. Una lucha por la sucesión podía exponer a un grave peligro a cualquier imperio.
Apius había reinado durante treinta y seis años. Resultaba difícil de creer. Anciano, fatigado y bajo el influjo, los últimos años, de sus magos y adivinos, se había negado a designar un heredero después de que sus sobrinos no consiguieran superar la prueba que les había propuesto. Ahora, ninguno de los tres contaba; los ciegos no podían sentarse en el Trono de Oro, ni tampoco quienes presentaban una visible mutilación. La ausencia de ojos y nariz, que les habían sido arrancados, aseguraban que los sobrinos exiliados de Apius no serían considerados posibles candidatos por los senadores.
Bonosus meneó la cabeza, enojado consigo mismo. Estaba dando por supuesto que la decisión era competencia de los cincuenta hombres de aquella cámara, cuando en realidad se limitarían a ratificar las instrucciones que emergieran de las intrigas que en aquel preciso instante se estaban urdiendo en el Recinto Imperial. Gesius, el canciller, o Adrastus, o Hilarinus, conde de los Aposentos Imperiales, no tardarían en hacer acto de presencia e informarles de la sabia conclusión a la que habían llegado. Un auténtico simulacro, una obra de teatro.
Por si fuera poco, hacía dos días que Flavius Daleinus había regresado a Sarantium desde sus posesiones familiares emplazadas al sur de los estrechos. No habría podido elegir una ocasión más oportuna.
Bonosus no tenía ningún pleito pendiente con ningún miembro de los Daleinoi ni con nadie conocido. Eso era bueno. A decir verdad, los conocidos no le preocupaban demasiado, pero la cuestión era muy diferente cuando se trataba de un mercader de un linaje relativamente modesto, aunque considerado como la familia más adinerada e ilustre del Imperio.
Oradius, maestro del Senado, estaba señalando el inicio de la sesión, pero con escaso éxito, habida cuenta del tumulto reinante en la cámara. Bonosus se encaminó a su banco y se sentó, inclinándose respetuosamente ante el asiento del maestro. Los demás lo advirtieron y siguieron su ejemplo. Por fin, se impuso el orden, en el preciso instante en que Bonosus vio la muchedumbre que se había congregado en las puertas.
Mientras gritaban un sinfín de nombres, las aporreaban con fuerza, con fiereza, hasta el punto de que los grandes portones amenazaban con ceder. Al parecer, los ciudadanos de Sarantium tenían sus propios candidatos para proponer a los distinguidos senadores del Imperio.
Daban la sensación de estar peleándose. ¡Qué sorpresa!, pensó Bonosus con ironía. Mientras observaba, fascinado, las puertas doradas bellamente decoradas de la cámara del Senado, que formaban parte del espejismo del estado de cosas que se respiraba en aquella sala, aquéllas empezaron a combarse como resultado de la presión a que las sometía la multitud. Un símbolo espléndido, se dijo Bonosus. Las puertas tenían un aspecto colosal, pero cedían bajo la menor presión. Alguien del banco masculló algo indecoroso al tiempo que Plautus Bonosus, cuyos pensamientos acababan de experimentar un cambio de rumbo antojadizo, se echó a reír.
Las puertas reventaron y los cuatro guardias perdieron el equilibrio. Una multitud de ciudadanos, entre los que había algunos esclavos, penetró en la cámara. Luego, la vanguardia se detuvo, sobrecogida. Después de todo, los mosaicos, el oro y la pedrería tenían alguna utilidad, concluyó Bonosus con ironía. La imagen de Heladikos, con la antorcha en la mano y guiando su carro hacia su padre, el sol, una imagen que, dicho sea de paso, aún hoy desataba numerosas controversias en el Imperio, les contemplaba desde la cúpula.
En la cámara nadie parecía capaz de responder a semejante intrusión. Los intrusos se habían arremolinado —los de atrás empujaban y los que habían conseguido entrar oponían resistencia al empuje—, inseguros de lo que debían hacer ahora que ya estaban allí. Ambas facciones, Azules y Verdes, estaban presentes. Bonosus miró al maestro. Oradius permanecía clavado en su asiento, inmóvil, sin pestañear. Venciendo su asombro, Bonosus se puso en pie.
—¡Hombres de Sarantium! —exclamó con gravedad, extendiendo los brazos—. ¡Sed bienvenidos! Estoy convencido de que vuestra ayuda en nuestras deliberaciones en esta hora difícil será muy valiosa. Antes de retiraros para que podamos someternos humildemente a la sagrada orientación de Jad, ¿nos honraréis con aquellos nombres que, a vuestro juicio, son merecedores de sentarse en el Trono de Oro?
Fue cuestión de minutos.
Bonosus solicitó al registrador del Senado que repitiera en voz alta y tomara nota, como era de rigor, de cada uno de los nombres. Hubo pocas sorpresas. Los estrategas, la nobleza, los señores de la Oficina Imperial y un auriga. Bonosus, haciendo gala de un comportamiento sobrio y atento, también pidió que se incluyera ese nombre: Astorgus de los Azules. Ya tendría tiempo de bromear al respecto.
Una vez pasado el peligro, Oradius también se levantó y pronunció un discurso de agradecimiento florido y pomposo, como era costumbre en él. Al parecer, todo iba a terminar bastante bien, aunque Bonosus dudaba que la chusma entendiese la mitad de lo que se le estaba diciendo con tan arcaica retórica. Acto seguido, Oradius pidió a los guardias que ayudaran a la leal ciudadanía del Imperio a despejar la cámara. Y así lo hicieron todos, incluidos Azules, Verdes, tenderos, aprendices, agremiados y mendigos; hombres y mujeres pertenecientes a los mil y un estratos sociales y actividades profesionales característicos de una gran metrópoli.
Bonosus sabía que los sarantinos no eran especialmente rebeldes, siempre que se les diera su ración diaria y gratuita de pan, se les permitiera discutir de religión y no se les privara de sus ídolos, es decir, las bailarinas, los actores y los aurigas. Sí, en efecto, los aurigas. El emperador más sagrado de Jad, Astorgus el Auriga. ¡Una imagen maravillosa! Podría fustigar al pueblo con el látigo para mantenerlo a raya, pensó Bonosus, sin abandonar ni por un instante su actitud irónica.
Concluida su intervención y su eficaz iniciativa, Plautus Bonosus se inclinó a un lado y a otro de su banco, apoyándose en una mano, y se dispuso a esperar a que llegaran los emisarios del Recinto Imperial y comunicaran a los senadores la orientación que debía tomar su debate.
Sin embargo, las cosas no fueron tan simples. A veces, incluso en Sarantium el asesinato causaba sorpresa.
Durante la anterior generación, se había puesto de moda en los mejores vecindarios de la Ciudad construir terrazas cerradas en la segunda y tercera plantas de las fincas o apartamentos. Elevándose sobre las estrechas callejuelas, ahora aquellos solarios tenían el irónico aunque predecible efecto de bloquear completamente la luz del sol, todo en aras de las apariencias y para que las mujeres de las grandes familias tuviesen la oportunidad de contemplar el ajetreo callejero a través de un cortinaje bordado o, en ocasiones, de unas extravagantes ventanas, sin sufrir la indignidad de ser observadas.
Bajo el reinado del emperador Apius, el prefecto urbano había dictado una ordenanza que prohibía la construcción de este tipo de estructuras a partir de una cierta distancia de los muros del edificio, llegando incluso a derribar varios solarios que infringían la nueva ley. Ni que decir tiene que eso no sucedió en las calles donde residían las familias realmente influyentes y acaudaladas de la Ciudad. La facultad de un noble para reclamar solía quedar compensada por la capacidad de intimidación o cohecho de otro. Era imposible impedir por completo la aplicación de esas medidas privadas y, por desgracia, con los años se habían producido algunos lamentables incidentes, aun en los barrios altos.
En una de esas calles, cuyas fachadas presentan un elegante y uniforme enladrillado, y cuya abundancia de farolas en los muros exteriores proporciona una potente iluminación durante la noche, un hombre está sentado en un solario cuyas dimensiones contravienen flagrantemente las normas, observando ora la calle, ora los movimientos exquisitamente lentos y gráciles de una muchacha que se trenza el pelo en el dormitorio que queda a sus espaldas.
Su falta de timidez, piensa, es un honor del que le hace merecedor. Sentada en el borde de la cama, totalmente desnuda, muestra su cuerpo en una secuencia de curvas y recesos. Un brazo alzado, la suavidad de la axila, la anchura del pecho y de las caderas de color de miel, y ese espacio levemente hendido entre los muslos, que le dio la bienvenida la noche anterior.
Por la noche llegó un mensajero informando de la muerte del emperador.
Como suele suceder, se equivoca en una cosa. La absorta y desvergonzada desnudez de la muchacha está más relacionada con la rutina que con cualquier emoción o sentimiento especial asociado con él en este momento. Al fin y al cabo, está acostumbrada a mostrar su cuerpo a los hombres. Él lo sabe, pero de vez en cuando prefiere olvidarlo.
La observa con una leve sonrisa en los labios. Tiene el rostro redondo, sin vello, un delicado mentón y unos intensos ojos grises. Por su parte, no es un varón atractivo ni fascinante, pero posee un carácter abierto, es discutidor, simpático y jovial, cualidades todas ellas muy útiles, desde luego.
Durante el verano, advierte, el pelo de la mujer ha adquirido una bella tonalidad rojiza; su color natural es el castaño oscuro, aunque él se pregunta cuándo habrá tenido ocasión de estar el tiempo suficiente al aire libre, bajo los rayos del sol, para que adquiriese esa nueva tonalidad. Poco después, cae en la cuenta de que quizá se lo haya teñido. No se lo pregunta. No suele entrometerse en lo que ella hace cuando no están juntos en este apartamento que le ha comprado en una calle muy bien seleccionada.
Eso le recuerda el motivo de su presencia en ese lugar. Desvía la mirada de la mujer sentada en la cama —se llama Aliana— y vuelve a centrar su atención en la calle, mirando a través de las cortinas bordadas de cuentas de colores. Se observa cierto movimiento. A estas horas, mediada la mañana, todo Sarantium debe conocer la noticia.
La puerta principal que está observando permanece cerrada. Fuera hay dos guardias, como siempre. Conoce sus nombres, y el de los demás, así como su origen y formación. En ocasiones, esta clase de detalles pueden ser importantes; mejor dicho, casi siempre lo son. Es muy cuidadoso con estas cosas y menos cordial de lo que se podría imaginar.
Justo antes del alba, un hombre había cruzado aquella puerta llevando un mensaje. Lo había visto gracias a la luz de las antorchas y había reparado en la librea del mensajero. Luego, sonrió. El canciller Gesius había decidido mover sus piezas. En efecto, acababa de empezar la partida. El hombre del solario espera ganarla, pero posee la suficiente experiencia en las formas de poder como para saber que también podría perder. Se llama Petrus.
—Te has cansado de mí —dice la muchacha, rompiendo un largo silencio. Habla en voz baja, ronca, excitada. Los sutiles movimientos de los brazos mientras se arregla el pelo no cesan—. Por desgracia, ya es de día.
—Ese día nunca llegará —responde él sin inmutarse. También parece excitado, inquieto, nervioso. Es un juego al que suelen jugar, a pesar de la más que improbable plausibilidad de su relación. Pero esta vez no se vuelve hacia ella; sigue con la mirada fija en la puerta.
Volveré a estar en la calle, a merced de las facciones. Como un juguete para los partidarios más salvajes, con sus horribles modales. Como una actriz olvidada, desdichada y abandonada después de sus mejores años.
Al morir el emperador Apius, Aliana tenía veinte años. Petrus ha vivido ya treinta y una primaveras; así pues, no es joven, aunque suele decirse que es uno de ésos que nunca lo han sido.
—Pondría la mano en el fuego —murmura— a que en sólo dos días cualquier caprichoso descendiente de los nombres, o un floreciente mercader de seda o de especias de Ispahán sería capaz de ganar los favores de tu veleidoso corazón con joyas y unos baños privados.
—Unos baños privados constituirían un interesante aliciente —coincidió ella.
La mira de nuevo, sonriendo. Ella sabía que lo haría si se colocaba de perfil, no por azar, con los dos brazos levantados, las manos enredadas en el pelo, la cabeza vuelta hacia él y los ojos abiertos de par en par. No en vano lleva desde los siete años en los escenarios. Permanece en esta posición durante unos instantes, luego sonríe.
El hombre, ataviado sólo con una túnica gris perla, sin ropa interior, pues hace poco que ha hecho el amor, menea la cabeza. Su propio cabello rubio está perdiendo color, aunque todavía no es gris.
—Nuestro amado emperador ha fallecido, no hay ningún heredero a la vista, Sarantium está en peligro y tú te empeñas en atormentar a un pobre hombre afligido y atribulado.
—¿Puedo acercarme y hacer algo más? —pregunta Aliana.
Intuye su duda, lo que le sorprende e incluso le excita de verdad. Es una buena muestra de la necesidad de ella aun una mañana tan especial como ésta…
Pero en ese preciso momento llega hasta sus oídos una secuencia de sonidos desde la calle, dos pisos más abajo. Una llave gira en la cerradura, una pesada puerta se abre y se cierra, voces perentorias, demasiado altas, y luego otra, serena, átona, dando una orden. Petrus se vuelve rápidamente hacia la cortina y mira de nuevo al exterior.
Aliana se detiene, sopesando muchas cosas de su vida en aquel instante, si bien la verdadera decisión ya está tomada desde hace un tiempo. Confía en él y también en sí misma. Se cubre el cuerpo con las sábanas —una forma de defenderse— antes de preguntarle a Petrus, cuya expresión generalmente alegre ha desaparecido por completo de su rostro:
—¿Cómo viste?
Más tarde, el hombre llegaría a la conclusión de que no habría tenido que asombrarse tanto por la pregunta y por lo que Aliana había querido dar a entender de una forma tan deliberada al formularla. La atracción que sentía hacia ella había residido desde el principio tanto en la inteligencia y la perspicacia como en su belleza y en los regalos que los sarantinos le llevaban al teatro cada noche que actuaba, invadidos alternativamente por la excitación, las carcajadas y los aplausos.
No obstante, ahora está asombrado, y algo extraño en él. No está acostumbrado a tolerar lo que le desconcierta, si bien es cierto que nunca le ha hecho una confidencia semejante. Vuelve a mirar hacia abajo. El sol todavía no ilumina la calle. El atuendo que ha elegido el hombre de pelo canoso para salir de casa y exhibirse ante las miradas del mundo esta tensa mañana es muy importante, casi decisivo.
Petrus mira de nuevo a la muchacha. Incluso en este momento crucial, prefiere mirarla a ella, y eso es algo que ambos siempre recordarán. Se da cuenta de que se ha tapado, de que está asustada, aunque si se lo pregunta seguro que lo negará. Se le escapan pocas cosas. Se estremece, tanto por lo que su pregunta implica como por la presencia de su temor.
—¿Lo sabías? —inquiere con calma.
—Fuiste extremadamente específico con este apartamento —responde Aliana—, sobre todo con la necesidad de un solario con vistas a esta calle. No era difícil adivinar qué puerta se podía divisar desde aquí. Y el teatro o el salón de banquetes de los Azules son fuentes de información tan fidedignas acerca de las maniobras imperiales como los palacios o los cuarteles. Todavía no me has contestado… ¿Cómo viste, Petrus?
La muchacha tiene el hábito de bajar la voz, no de elevarla, para dar mayor énfasis a sus palabras. Se trata de una técnica teatral que resulta muy eficaz. Muchas cosas son eficaces en Aliana. Mira de nuevo hacia la calle a través de las cortinas. Ahora, lo que cuenta es ese grupo de hombres que se han congregado frente a la puerta.
—De blanco —responde, haciendo una pausa antes de añadir en voz muy baja—: con un bordado violeta desde los hombros hasta las rodillas.
—¡Vaya, vaya! —exclama la muchacha. Luego se levanta de la cama sin soltar la sábana que cubre su desnudez y se acerca sigilosamente a él. No es alta, pero se mueve como si lo fuera—. De modo que viste de pórfido…, precisamente hoy. ¿Por qué será?
—Por qué será —repite Petrus, aunque no en tono de interrogación.
Entresacando una mano por la cortina, hace una breve y anodina señal del disco solar por el bien de los hombres que llevan esperando frente al apartamento, en la acera de enfrente, desde hace mucho rato. Cuando el pequeño portal enrejado le devuelve el reflejo de la señal, se pone en pie y se dirige hacia la pequeña y espléndida mujer, recorriendo el espacio que separa el solario del dormitorio.
—¿Qué sucede, Petrus? —pregunta ella—. ¿Qué está ocurriendo ahora?
No es un hombre impresionante físicamente, aunque a veces es capaz de manifestarse con una fuerza arrebatadora e inquietante.
—¿No dijiste algo sobre acercarte y hacer algo más…? —preguntó con picardía—. Gocemos, pues, un poco.
Aliana duda, luego sonríe, y la sábana que durante unos minutos le ha servido de vestido se desliza hasta el suelo.
Poco después, se oye un gran tumulto en la calle. Aullidos, gritos desesperados, gente que corre. Pero esta vez no se levantan de la cama. En un momento determinado, mientras hacen el amor, Petrus susurra al oído de su amada una promesa que le hizo hace más de un año. Como es natural, Aliana no lo ha olvidado, aunque nunca ha querido creer que algún día podría hacerse realidad. Hoy, esta mañana, mientras le besa en los labios, mientras vuelve a sentir su cuerpo dentro del suyo, cuando justo la noche anterior estaba pensando en una muerte imperial y, ahora, en otra muerte, así como en la mayor de las improbabilidades del amor, por fin le cree. Sí, ahora cree a Petrus.
Nada le ha aterrorizado más, y eso a pesar de que, aun joven como es, ya ha conocido el miedo, un miedo que se ha fundido en sus entrañas como la piel y la carne. Sin embargo, cuando la conversación vuelve a ser propicia, después de alcanzar el clímax al mismo tiempo y de haber cesado sus movimientos espasmódicos, le dice:
—No lo olvides, Petrus. Un baño privado, con agua fría y caliente, con vapor. De lo contrario, me buscaré a un comerciante de especias que sepa cómo tratar a una dama de alta cuna.
Lo que más había deseado en la vida era adiestrar caballos de carreras.
Desde que tenía memoria siempre había querido estar entre caballos, observándolos trotar, galopar, hablar con ellos, hablar de ellos, y de cuadrigas y aurigas todo el día y también por la noche si era posible. Quería ocuparse de ellos, darles de comer, ayudarlos a venir al mundo, adiestrarlos con los arreos, las riendas, la fusta, los carros, el rugir de la multitud. Y luego, por la gracia de Jad y en honor de Heladikos, el valiente y gallardo hijo del dios, que murió en su cuadriga trayendo el fuego a los hombres, guiar su propio carro, detrás de cuatro magníficos animales, inclinándose sobre sus colas, con las riendas anudadas en torno al cuerpo, no fuese que se le escurrieran entre los dedos sudorosos, con el cuchillo en el cinto por si tenía que cortarlas en caso de caer, e incitándolos a correr cada vez más rápido y a girar con una sutileza que ningún otro hombre hubiese podido imaginar jamás.
Pero los hipódromos y las cuadrigas eran cosas de otro mundo, aunque mundanas al fin y al cabo, y en el Imperio sarantino nada era limpio y simple, ni siquiera la oración a los dioses. En la Ciudad, incluso hablar de Heladikos con excesiva desenvoltura se había convertido en algo peligroso. Años atrás, el gran patriarca, que moraba en lo que aún quedaba en pie de las ruinas de Rhodias, y el patriarca de Oriente, en Sarantium, habían publicado una extraña declaración conjunta según la cual el Sagrado Jad, el dios que habitaba en el sol y detrás del sol, no tenía hijos, ni mortales ni inmortales, sino que todos los hombres eran, en espíritu, sus hijos; que su esencia estaba por encima de la procreación; que la veneración o incluso la sola idea de engendrar un hijo era paganismo, un ataque a la pura divinidad del supremo.
Pero entonces, ¿de qué otro modo, decían los sacerdotes que habían regresado a Soriya y todos los que predicaban lo contrario, se hizo accesible a la humilde humanidad el brillo inefable, deslumbrante y cegador del Áureo Señor de los Mundos? Si Jad amaba a su creación mortal, a los hijos de su espíritu, ¿no preferiría encarnar una parte de sí a imagen y semejanza de su prole terrenal, sellando así el pacto de ese amor? Sin duda, y ese sello era Heladikos, el Auriga, su hijo.
Luego estaban los antae, que habían conquistado Batiara y aceptado el culto a Jad, y con él el de Heladikos, aunque como un semidiós, no como un mero hijo mortal. Ahora, el paganismo bárbaro y los clérigos ortodoxos imponían su ley, excepto los que vivían en Batiara bajo el dominio de los antae. Y desde que el propio gran patriarca había establecido su residencia en Rhodias, aunque eso sí, a regañadientes, las fulminaciones contra las herejías heladikianas se habían apagado en Occidente.
Pero en Sarantium, las cosas de la fe eran objeto de una interminable polémica en todas partes, en las cauponae del embarcadero, en los prostíbulos, en las tabernas, en el Hipódromo y en los teatros. Era imposible comprar un broche para prenderlo de la túnica sin enterarse de la opinión de los vendedores sobre Heladikos o la misma liturgia de las invocaciones del alba.
En el Imperio, y muy especialmente en la Ciudad, eran demasiados los que tenían sus propias creencias y oraban a su manera desde hacía ya demasiado tiempo como para que los patriarcas y los sacerdotes pudiesen perseguirles con cierta agresividad; sin embargo, los signos de una profunda división podrían apreciarse en todas partes, y la agitación era omnipresente.
En Soriya, al sur, entre el desierto y el mar, donde los jadditas vivían peligrosamente cerca de la frontera basánida y entremezclados con los kindath y los tristemente silenciosos pueblos nómadas de Ammuz y de otros desiertos más lejanos, cuya fe se había fragmentado de tribu en tribu, los santuarios, los altares y las capillas consagradas a Heladikos eran inexplicablemente comunes. En efecto, en los territorios fronterizos con el enemigo el valor del hijo y su abnegado sacrificio eran virtudes exaltadas tanto por los sacerdotes como por los líderes laicos. La Ciudad, detrás de su sólida triple muralla y del mar protector, podía permitirse el lujo de pensar de modo distinto del de aquellas tierras yermas. Por lo demás, Rhodias, en el extremo más occidental, había sido devastada hacía muchísimo tiempo. Así pues, ¿qué clase de guía espiritual podía ofrecerles ahora el gran patriarca?
En el silencio de su alma, Scortius de Soriya, el auriga más joven que jamás había defendido el honor de los Verdes de Sarantium, que lo único que ansiaba era conducir una cuadriga y que sólo pensaba en velocidad y sementales, rezaba a Heladikos y a su carro dorado. Se trataba de un muchacho muy reservado, medio hijo del desierto, y desde niño estaba convencido de que lo mejor que podía hacer un auriga era honrar y venerar al Gran Auriga de los Cielos. A pesar de que nadie le había instruido en tales cuestiones, albergaba la creencia de que los rivales contra los que competía y que seguían la Declaración Patriarcal, negando al hijo de dios, se privaban a sí mismos de una fuerza de intervención vital cuando pasaban bajo los arcos y accedían a las amenazadoras arenas del Hipódromo ante ochenta mil espectadores que gritaban enfervorecidos.
Era problema de ellos, no de él.
Tenía diecinueve años, guiaba la primera cuadriga de los Verdes en el mayor estadio del mundo y tenía la excelente oportunidad de ser el primer auriga desde Ormaez el Espartano que consiguiera ganar su carrera número cien en la Ciudad antes de cumplir los veintiuno, a finales del verano.
Pero el emperador había muerto. Ese día no habría espectáculo, y las honras fúnebres durarían una eternidad. Había veinte mil personas o quizá más en el Hipódromo esa mañana, invadiendo incluso la pista, pero no gritaban ni observaban los carros que se exhibían para la procesión, sino que murmuraban inquietos entre sí o escuchaban a los sacerdotes que, ataviados de amarillo, entonaban la liturgia. La semana anterior había perdido media jornada de competición a causa de una herida en un brazo, y ahora todo había terminado antes de empezar. ¿Qué ocurriría la semana siguiente? ¿Y la otra?
Scortius era consciente de que no debía preocuparse tanto por sus propios asuntos en un momento como ése. Tanto los clérigos heladikianos como los ortodoxos —los religiosos de ambos credos estaban de acuerdo en algunas cosas— le castigarían por ello.
Había hombres llorando en las gradas y en la arena, mientras otros gesticulaban exageradamente y hablaban de viva voz, con miedo en la mirada. Había visto ese miedo en el rostro de sus adversarios en plena carrera. Por su parte, nunca lo había experimentado, salvo la vez en que los ejércitos basánidas llegaron a través del desierto y entraron en la Ciudad. Miró hacia lo alto de la muralla y descubrió los ojos de su padre. En aquella ocasión se rindieron, perdieron la metrópoli y sus hogares, para reconquistarla cuatro años más tarde mediante un tratado, después de las victorias en la frontera septentrional. Las conquistas siempre eran objeto de un comercio incesante.
Comprendía que el Imperio probablemente estuviese en peligro. Al igual que los caballos, necesitaba una mano firme. El problema era que, pese a su juventud, Scortius había visto ya demasiadas veces los ejércitos orientales de Shirvan, Rey de Reyes, como para sentir ni siquiera remotamente la angustia que estaba carcomiendo a aquéllos. La vida era demasiado valiosa, demasiado nueva, demasiado emocionante para dejarse contagiar por el abatimiento, incluso en un día como ése.
Tenía diecinueve años y era auriga en Sarantium.
Los caballos eran su vida, tal y como lo había soñado de niño. No deseaba nada más. Así pues, podía dejar que otros se ocuparan de los asuntos del otro mundo. Se elegiría un emperador. Muy pronto, ¡el dios lo quisiera!, alguien se sentaría en la kathisma —el palco imperial—, en el centro del lado occidental del Hipódromo, y dejaría caer el pañuelo blanco que indicaba el inicio de la procesión; las cuadrigas desfilarían y luego se enzarzarían en un duelo singular. Poco debía importar a un auriga, pensó Scortius de Soriya, quién fuese el hombre del pañuelo.
Todavía era muy joven cuando en la Ciudad, hacía menos de seis meses, los partidarios de los Verdes le reclutaron en el pequeño hipódromo de Cerdeña, donde había estado compitiendo para los modestos Rojos con unos caballos en pésimo estado y, aun así, ganando carreras. Con todo, todavía le quedaba mucho por aprender y, además, tenía que crecer, que madurar. ¡Y a fe que iba a hacerlo… y con bastante rapidez! A veces, los hombres cambian.
Scortius se apoyó contra la pared de un corredor abovedado, en la penumbra, para poder observar a la muchedumbre desde un emplazamiento privilegiado que conducía hasta los talleres, los establos y los minúsculos apartamentos reservados para el personal del Hipódromo, situados debajo del graderío. En mitad de aquella especie de túnel, una puerta, en ese momento cerrada, daba acceso a las tenebrosas cisternas en las que se almacenaba una buena parte del suministro de agua de la Ciudad. A veces, en los días de ocio, los aurigas más jóvenes y los mozos de cuadra organizaban carreras de barcas entre los miles de pilares de los depósitos, bajo la escasa luz y el eco reinantes en aquel lugar.
Scortius se preguntó si no sería mejor cruzar el foro y dirigirse a los establos de los Verdes, fuera del recinto, para cerciorarse de que sus caballos estaban en perfectas condiciones, olvidándose de los sacerdotes con sus cantos y de los elementos más indisciplinados de la ciudadanía que seguían vociferando los nombres de sus candidatos imperiales sin el menor respeto por los oficios sagrados.
Aunque sólo vagamente, reconoció uno o dos de aquellos nombres invocados a voz en grito. Desde luego, no estaba familiarizado con todos los oficiales del ejército y los aristócratas, y ni mucho menos con la constelación de funcionarios cortesanos de Sarantium. Era imposible hacerlo y al mismo tiempo mantener la concentración en las tareas cotidianas realmente importantes. Llevaba contabilizadas ya Ochenta y tres victorias, y no cumpliría los veinte hasta el último día del verano. ¡Podía hacerlo! Se frotó el hombro magullado y elevó la vista al cielo. Estaba despejado, la amenaza de lluvia se había desplazado hacia el este. Iba a ser un día caluroso. El calor era uno de sus mayores aliados en la arena. Procedente de Soriya, con la piel quemada por el dios del sol, era capaz de resistir los ardientes rayos de éste mucho mejor que otros. Estaba seguro de que habría sido un buen día para él. Pero la suerte estaba echada y no había nada que hacer. El emperador había muerto.
Tenía la sospecha de que, antes de que concluyeran las honras fúnebres, habría algo más que palabras y nombres flotando en el ambiente del Hipódromo. Las multitudes no solían conservar la calma durante mucho tiempo, y las circunstancias del momento habían hecho que los Verdes y los Azules se mezclaran más de lo aconsejable. Cuando la temperatura arreciara, también lo harían los ánimos. Unos disturbios en el hipódromo de Cerdeña, poco antes de marcharse, habían terminado con medio barrio kindath de la ciudad en llamas, mientras el populacho, fuera de sí, se entregaba a toda clase de desmanes callejeros.
Esa mañana, sin embargo, los Excubitores estaban allí, armados hasta los dientes, en estado de alerta permanente, y era mayor la inquietud que la irritación. Quizá se equivocara con respecto a la violencia. Scortius habría sido el primero en admitir que sabía muy poco de todo lo que no fueran caballos. Por lo menos eso era lo que le había dicho una mujer dos noches atrás, aunque su lenguaje no le había parecido lánguido como el de un felino ni una manifestación de disgusto por su parte. En realidad, había descubierto que en ocasiones la misma voz amable y dulce que daba excelentes resultados con los caballos asustadizos también era eficaz con las mujeres que le esperaban al finalizar las carreras o enviaban a sus siervos en su nombre.
Sin embargo, no siempre funcionaba, pensó, recordando la extraña sensación que había experimentado aquella noche —con aquella mujer-gato—, que al parecer habría preferido que la guiara o manejara como lo hacía con una cuadriga cuando luchaba por cruzar en primer lugar la línea de meta. Estaba demostrado que las mujeres eran difíciles de catalogar; no obstante, tenía que admitir que merecía la pena pensar en ellas. Aunque, claro, no tanto como en los caballos. Nada era tan difícil de clasificar como un caballo.
—¿Cómo va ese hombro? ¿Está curado?
Scortius bajó rápidamente la mirada, conteniendo apenas una expresión de sorpresa. Quien le había formulado la pregunta, un hombre musculoso y de exquisita complexión, que se había apostado a su lado bajo las arcadas en actitud de franco compañerismo, no era ni mucho menos alguien del que pudiera esperar unos modos tan refinados.
—Casi —respondió escuetamente a Astorgus de los Azules, el auriga del día por excelencia, al que habían traído del norte, de Sarnica, para competir en el hipódromo de los hipódromos. Scortius se sentía incómodo, como un estúpido junto a aquel hombre que le doblaba la edad. No tenía ni idea de cómo debía comportarse en un momento como ése. A Astorgus ya le habían erigido dos estatuas en su honor, que figuraban entre los monumentos que presidían la spina del Hipódromo, una de ellas de bronce. Se rumoreaba que había cenado en el Palacio Attenine media docena de veces, y que los poderes fácticos del Recinto Imperial recababan su opinión sobre diversos asuntos relacionados con la metrópoli.
Con aire divertido, Astorgus soltó una carcajada.
—¡No te deseo ningún daño, muchacho! Nada de filtros mágicos, de lápidas malditas ni de asaltantes acechando en las sombras al salir de la casa de una dama.
Scortius no pudo evitar sonrojarse.
—Eso ya lo sé —balbuceó.
Astorgus, con la mirada clavada en el gentío que ocupaba las gradas y la pista, añadió:
—La rivalidad es buena para todos. Hace que los ciudadanos se dediquen a hablar de las carreras incluso fuera de aquí. Les incita a apostar —se apoyó en una de las columnas que sostenían la bóveda—, a desear más días de carreras. Así se lo hacen saber a los emperadores, y éstos, que sólo quieren la felicidad de la ciudadanía, añaden más competiciones al calendario, lo que significa más monedas para nosotros, muchacho. ¡Me ayudarás a jubilarme mucho antes de lo que imaginaba! —Volvió a mirar a Scortius y sonrió. Tenía un rostro asombrosamente cuadrado.
—¿Quieres retirarte? —preguntó Scortius, azorado.
—Pues claro —contestó Astorgus en voz baja—. Tengo treinta y nueve años. Como comprenderás, ya va siendo hora de pensar en otras cosas.
—No te dejarán. Los partidarios de los Azules te pedirán que regreses.
—Y regresaré. Una, dos, tres veces. Por dinero, las que hagan falta. Luego dejaré que mis viejos huesos disfruten de su recompensa y se olviden por fin de las fracturas, las cicatrices y los empellones contra tu carro hasta hacerte caer, a ti o a otros incluso más jóvenes. ¿Tienes idea de cuántos aurigas he visto morir en la pista desde que empecé?
Scortius había sido testigo de suficientes muertes en su corta vida profesional como para responder. Cualquiera que fuese el color para el que corriesen, los frenéticos seguidores de la facción contraria deseaban verles muertos, lisiados, destrozados. La gente se daba cita en los hipódromos no sólo para admirar la velocidad de aquellos maravillosos ingenios con ruedas, sino también para ver sangre y oír gritos de dolor. En las tumbas, en los pozos y en las cisternas se arrojaban lápidas de cera con hechizos letales. También se enterraban en las encrucijadas de los caminos y se echaban al mar. Siempre de noche, bajo la luz de la luna y fuera de las murallas de la Ciudad. Se pagaba a los alquimistas y a los brujos —reales y charlatanes— para que elaboraran terribles maleficios contra los aurigas y los caballos famosos. En los hipódromos del Imperio, los aurigas se batían con la Parca —el Noveno Auriga— tanto como con los demás competidores. El mismo Heladikos, hijo de Jad, había perecido en su carro, y seguían a ciegas sus designios, o por lo menos algunos de ellos.
Los dos corredores permanecieron en silencio por un instante, contemplando el tumulto desde la penumbra. Scortius sabía que si les descubrían no tardarían en verse asediados.
Pero por el momento, no era así. Por fin, Astorgus susurró:
—Ese hombre. Ese grupo de ahí. Todos son Azules, pero él no. Él no lo es. Le conozco bien. Me gustaría saber qué está haciendo.
Scortius, escasamente interesado en aquel comentario, miró al hombre indicado que, ahuecando las manos en la boca, gritó con voz de patricio: «¡Daleinus al Trono de Oro! ¡Los Azules con Flavius Daleinus!».
—¡Por todos los diablos! —se dijo Astorgus, primer auriga de los Azules, casi para sí—. ¿Aquí también? ¡Qué ingenioso es ese pobre bastardo! Muy ingenioso, sí.
Scortius no entendió una sola palabra.
Mucho más tarde, repasando lo sucedido, recomponiendo el rompecabezas, lo comprendería.
A decir verdad, Fotius, el fabricante de sándalo, llevaba cierto tiempo observando la escena y a aquel hombre bien rasurado que lucía una impecable túnica azul.
De pie entre un grupo inusual de partidarios de ambas facciones y ciudadanos sin afiliación evidente, Fotius se secó la frente con una manga húmeda e intentó hacer caso omiso del sudor que le recorría las costillas y la espalda. Tenía la túnica manchada y empapada, al igual que Pappio, cuya túnica era verde, quien estaba a su lado. El soplador de vidrio solía cubrirse la calva con un gorro que en su día tal vez fuese elegante, pero que con el tiempo se había convertido en objeto astroso que provocaba la hilaridad general. Hacía un calor insoportable. Al salir el sol, la brisa había cesado por completo.
Aquel hombretón excesivamente atildado le molestaba. Permanecía de pie, altivo y seguro de sí, entre un grupo de Azules, incluyendo a algunos de sus líderes, quienes organizaban el coro de los aficionados al iniciarse las procesiones y después de las victorias. Pero Fotius nunca le había visto con anterioridad, ni en las gradas de los Azules ni en ninguno de los ágapes o ceremonias.
Dio un suave codazo a Pappio.
—¿Le conoces? —preguntó señalándolo.
Pappio, secándose el labio superior, entornó un poco los ojos para ver mejor.
—Es uno de los nuestros —repuso, asintiendo—. O al menos lo era el año pasado.
A Fotius le encantó aquella respuesta, y cuando estaba a punto de dirigirse al grupo de Azules, el hombre al que había estado vigilando se llevó las manos a la boca y volvió a gritar: «¡Flavius Daleinus al Trono de Oro!», aclamando en nombre de los Azules a aquel aristócrata tan conocido del emperador.
Su actitud no habría tenido nada de particular si no hubiese sido porque no se trataba de un Azul. Pero cuando, un segundo después, se oyó el mismo grito desde distintos sectores del Hipódromo, lanzado por los Verdes, de nuevo por los Azules e incluso por otros colores menores —el Rojo y el Blanco—, y, a continuación, por un grupo de artesanos y, luego, por otro, otro y otro más, Fotius, el fabricante de sándalo, no pudo contener una carcajada.
—¡Por el sagrado Jad! —oyó exclamar amargamente a Pappio—. ¿Acaso cree que nos hemos vuelto locos?
Las facciones estaban familiarizadas con la técnica de la «aclamación espontánea». En efecto, el músico acreditado de cada color era, entre otras cosas, el responsable de seleccionar y adiestrar a los hombres para que dejaran oír sus gritos en los momentos clave durante una jornada de carreras. Escuchar «¡Gloria a los imbatibles Azules!» o «¡Victoria eterna para Astorgus el Conquistador!» resonando en el Hipódromo, todos a la vez, procedente de las gradas del norte, alrededor de la curva y luego a lo largo del otro lado del estadio, mientras el auriga triunfal conseguía vencer y hacía enmudecer a los fanáticos Verdes, formaba parte del placer de pertenecer a una facción.
—Es muy probable —terció agriamente un hombre que estaba junto a Fotius—. ¿Qué saben los Daleinoi de ninguno de nosotros?
—¡Son una familia honorable! —intervino alguien.
Fotius les dejó discutir y cruzó la pista en dirección al grupo de Azules. Estaba furioso. Golpeó al impostor en un hombro y, al hacerlo, percibió un olor especial. ¿Perfume? ¿En el Hipódromo?
—¡Por la luz de Jad!, ¿quién eres? —preguntó—. No eres un Azul. ¿Por qué, entonces, hablas en nuestro nombre?
El hombre se volvió. Era voluminoso, pero no obeso. Tenía los ojos de un verde pálido, y Fotius los observaba como habría hecho con una especie de insecto que había logrado escapar de una botella de vino. Mientras tanto, Fotius se preguntaba cómo era posible que una túnica pudiese estar tan lisa y limpia en semejante lugar y en una mañana como aquélla.
Los demás le habían oído. Miraron a Fotius y al hombre, que respondió sin titubeos, en tono de desdén:
—Y tú eres el registrador acreditado de los Azules en Sarantium, supongo. ¡Ja! Seguro que no sabes ni leer.
—Es probable —repuso Pappio, acercándose, con decisión, a grandes zancadas—, pero en nuestro banquete de fin de temporada, el pasado otoño, lucías una túnica de los Verdes. Te recuerdo perfectamente. ¡Estabas borracho!
El desconocido dio la impresión de considerar a Pappio como un pariente próximo de cualquiera que fuese la clase de bicho con el que asociaba a Fotius. Arrugó la nariz.
—¿Acaso hay alguna nueva ordenanza que prohíba cambiarse el atuendo? ¿No tengo el mismo derecho que cualquiera de disfrutar y celebrar los triunfos del poderoso Asportus?
—¿De quién? —inquirió Fotius.
—De Astorgus —se corrigió el hombre rápidamente—. Astorgus de los Azules.
—¡Fuera de aquí! —exclamó Daccilio, que era uno de los líderes de la facción Azul casi desde que Fotius tenía uso de razón y había llevado el estandarte en las ceremonias de apertura del Hipódromo de aquella temporada—. ¡Lárgate ahora mismo!
—¡Pero antes quítate esa túnica azul! —sugirió alguien en tono áspero. El vocerío iba en aumento. Las cabezas se volvían en aquella dirección. Desde todo el Hipódromo, los demás estafadores seguían aclamando el nombre de Flavius Daleinus al unísono. Con una rabia incontrolada que de hecho era la manifestación de una especie de júbilo, Fotius asió con sus manos sudorosas los ropajes del impostor.
¡Asportus, había dicho…!
Le sacudió con fuerza y, de un tirón, rasgó la túnica a la altura de los hombros. El rico broche que estaba prendido de ella cayó a la arena. Fotius rio…, pero al instante soltó un grito cuando algo le golpeó en la parte posterior de las rodillas, con lo que lo hizo tambalear y morder el polvo. Tal y como se caen los aurigas, pensó.
Levantó la mirada, con los ojos arrasados en lágrimas y conteniendo el aliento a causa del dolor. ¡Los Excubitores, claro! Tres de ellos se habían acercado al instante, armados, despiadados, con el rostro inexpresivo. Podían matarlo con la misma facilidad con que le habían obligado a hincarse de hinojos, y con la misma impunidad. Así era Sarantium. Muchos plebeyos morían a diario para que sirviesen de ejemplo a sus semejantes. Un soldado le acercó al pecho la punta de su lanza.
—Al próximo que agreda a otro no le golpearé con el mango; le atravesaré. —La voz del Excubitor sonó hueca dentro del casco. Conservaba una asombrosa serenidad. No se inmutó en absoluto. La guardia imperial estaba integrada por los hombres mejor adiestrados de la Ciudad.
—Pues en tal caso, vas a estar muy ocupado —dijo Daccilio, sin dejarse intimidar—. Al parecer, la manifestación espontánea organizada por la ilustre familia Daleinoi no está consiguiendo los objetivos deseados.
Los tres Excubitores levantaron la mirada hacia el graderío, y el que llevaba la lanza en ristre no pudo reprimir soltar un juramento, perdiendo buena parte de la calma que había mantenido hasta el momento. Alrededor de quienes habían estado vociferando acababan de organizarse verdaderas peleas a puñetazos. Fotius permaneció inmóvil en el suelo, sin atreverse siquiera a frotarse las piernas, hasta que la punta de la lanza se movió en otra dirección y cesó la amenaza. El impostor de la túnica azul hecha jirones se había escabullido aprovechando la confusión.
Pappio se arrodilló a su lado.
—¿Estás bien, amigo mío?
Fotius asintió con la cabeza y se enjugó las lágrimas y el sudor del rostro. Tenía la túnica y las piernas cubiertas de polvo, polvo de la pista sagrada en la que corrían los aurigas. De repente, le invadió una oleada de afecto hacia el soplador de vidrio. Pappio era un Verde, de eso no cabía duda, pero a pesar de ello era buena persona. Y además le había ayudado a desenmascarar un engaño.
¡Asportus de los Azules! ¿Asportus? Fotius casi se atraganta. Confiar en los Daleinoi…, ¡bah!, pensó. ¡En esos patricios arrogantes que sienten tan poco respeto por los ciudadanos para imaginar que semejante pantomima bastaría para poner a Flavius en el Trono de Oro!
Al igual que había sucedido con Fotius, los Excubitores no tardaron en poner fin a los diversos brotes de violencia dando muestras de una inequívoca precisión militar. Fotius les vio pasar como el rayo. Un jinete había entrado en el Hipódromo, cabalgando con lentitud hacia el centro de la spina.
Algunos advirtieron su presencia y gritaron su nombre. De inmediato, otras voces se sumaron a las primeras. Esta vez sí era una manifestación espontánea. Un guardia de los Excubitores se dirigió hacia él, sujetó las riendas y obligó al caballo a detenerse. Su silencio y la exhibición de su rango atrajeron todas las miradas y provocaron el enmudecimiento gradual de las veinte mil personas que llenaban el estadio.
—¡Ciudadanos de Sarantium, traigo noticias! —gritó Valerius, conde de los Excubitores, en el tono áspero característico de un soldado.
Naturalmente, no todos pudieron oírle, aunque sus palabras corrieron de boca en boca —algo muy habitual allí— por el Hipódromo, hasta las más altas, a través de la spina, con sus obeliscos y estatuas, sorteando la kathisma vacía en la que se sentaba el emperador los días de carreras y pasando por debajo las arcadas en las que se habían congregado algunos aurigas y otros empleados del Hipódromo para observar lo que sucedía debidamente resguardados del implacable sol.
Fotius distinguió el broche en la arena, junto a él, y lo cogió rápidamente. Nadie se dio cuenta de ello. Poco después, lo vendería y obtendría una cantidad de dinero suficiente para cambiar su vida. Pero por el momento tenía que hacer un esfuerzo e incorporarse. Aunque estaba sucio de polvo y pegajoso de sudor, pensó que debía estar de pie cuando se pronunciara el nombre de su nuevo emperador.
Se equivocó con respecto a lo que iba a acontecer. Decididamente, era un día de locos en el que resultaba imposible adivinar lo que iba a ocurrir en el instante siguiente.
Mucho más tarde, la investigación llevada a cabo por el maestro de ceremonias a través del cuestor de la Inteligencia Imperial demostró, inesperada y vergonzosamente, ser incapaz de determinar quiénes habían sido los asesinos del aristócrata sarantino más prominente de su tiempo.
Se pudo probar que Flavius Daleinus, que acababa de llegar a la Ciudad, había salido de su casa la mañana de la muerte del emperador Apius, acompañado de sus dos hijos mayores, un sobrino y un pequeño séquito. Los miembros de la familia confirmaron que se dirigía al Senado para ofrecer su apoyo incondicional a los miembros de éste en sus deliberaciones y decisión final. Se sugirió, aunque ese dato no fue confirmado por el Recinto Imperial, que tenía que reunirse allí con el canciller y, acto seguido, ser escoltado por Gesius hasta el Palacio Attenine con el propósito de rendir sus últimos respetos al difunto emperador.
Por el estado en que fue hallado el cuerpo de Daleinus y lo que quedaba de su atuendo al ser trasladado en un féretro hasta su residencia y, posteriormente, su definitivo lugar de reposo en el mausoleo familiar, no tardó en extenderse el rumor de que su aspecto y su atavío no eran los más adecuados para acudir a un acto oficial.
La ropa, con o sin la discutidísima franja violeta, había sido quemada casi por completo, y la mayor parte de la elegante piel del aristócrata estaba carbonizada o totalmente chamuscada y desprendida. Los vestigios de su rostro eran pavorosos; un amasijo de huesos, carne y pelo cano que le confería un aspecto terrorífico. Su hijo mayor y su sobrino también habían perecido, así como otros cuatro de sus acompañantes. Según se informó, el hijo superviviente había quedado ciego y desfigurado, y al parecer profesaría los votos eclesiásticos y se marcharía de la Ciudad.
Aquéllas eran las terribles consecuencias del Fuego Sarantino.
Era uno de los secretos del Imperio, guardado con ferocidad, pues se trataba del arma que hasta el momento había protegido a la Ciudad de las incursiones por mar. El pánico invadía los corazones antes de que ese fuego líquido devorara a las embarcaciones y a su tripulación por un igual.
Nadie recordaba, ni figuraba en ninguna crónica castrense, que se hubiese usado alguna vez dentro de las murallas o en algún enfrentamiento bélico terrestre.
Como es lógico, eso hizo recaer las sospechas en el estratega de la flota y en cualesquiera otros jefes militares que habrían podido sobornar a los ingenieros navales a quienes se había revelado la técnica para utilizar el fuego líquido con una manguera o arrojándolo al aire sobre los enemigos marítimos de Sarantium.
Siguiendo los procedimientos reglamentarios, varias personas fueron sometidas a las preguntas de los expertos. Sin embargo, su muerte tampoco sirvió para esclarecer quién había urdido el horrendo asesinato de un distinguido patricio. El estratega de la flota era un hombre de la vieja escuela, nombrado de por vida, que dejó una carta en la que declaraba su inocencia de cualquier crimen y la vergüenza que sentía por el hecho de que esa arma que había sido confiada a su cuidado hubiese sido empleada de semejante forma. Así pues, su muerte tampoco llevó a ninguna parte.
Fuentes bien informadas aseguraron que tres hombres, aunque luego se dijo que tal vez fuesen cinco, habían manejado el aparato, y que lucían los colores y el estilo de ropa de los basánidas, los típicos bigotes de los bárbaros y el pelo largo de los partidarios más agresivos de los Verdes. O de los Azules. También se dijo que vestían la típica túnica marrón pálido con ribete negro de los hombres del prefecto urbano y que habían huido hacia el este, por un callejón. Hacia el oeste, corrigieron otros. O por el patio posterior de una casa de la sombría y elegante calle en la que estaba emplazada la mansión de los Daleinoi. Hubo quienes manifestaron que los asesinos habían sido kindath, ataviados con túnicas plateadas y gorros azules. En realidad, no tenían ningún motivo para ello, si bien era cierto que los adoradores de las dos lunas eran capaces de hacer el mal por puro placer. El prefecto urbano justificó algunos ataques esporádicos subsiguientes en el barrio kindath como una liberación de las tensiones que atenazaban la Ciudad.
Se aconsejó a todos los comerciantes extranjeros autorizados a residir en Sarantium que permanecieran hasta nuevo aviso en los barrios que les habían sido asignados. Algunos de los que hicieron caso omiso de la advertencia —curiosos, quizá, que deseaban ser testigos presenciales de la evolución de los acontecimientos de aquellos días— sufrieron las predecibles y desafortunadas consecuencias.
Los asesinos de Flavius Daleinoi nunca fueron identificados.
En el meticuloso registro de óbitos de aquel difícil período de tiempo, de cuya confección se encargó el prefecto urbano a instancias del maestro de ceremonias, figuraba un informe según el cual tres cuerpos habían sido devueltos a la playa por el mar y descubiertos cuatro días más tarde por los soldados que patrullaban la costa, al éste de la triple muralla. Estaban desnudos, tenían la piel grisácea y los animales marinos habían dado buena cuenta de su rostro y sus extremidades.
Nunca se estableció la menor conexión entre aquel hallazgo y los sucesos de la terrible noche en que el emperador Apius fue llamado por el dios, seguido por el noble Flavius Daleinus la mañana siguiente. ¿Qué relación podían tener? Al fin y al cabo, los pescadores encontraban cadáveres en el agua y en las pedregosas playas occidentales con suma frecuencia.
Desde la perspectiva privada y tal vez insignificante de un hombre inteligente pero sin ningún poder real, a Plautus Bonosus le satisfizo considerablemente la expresión facial del canciller imperial cuando aquella mañana el maestro de ceremonias hizo su aparición en la cámara del Senado, poco después de Gesius.
El alto y enjuto eunuco juntó los dedos e inclinó la cabeza con expresión grave, como si la llegada de Adrastus constituyese una fuente de apoyo y consuelo para él. Pero Bonosus se había fijado en su rostro cuando los guardias entreabrieron discretamente las ornamentadas puertas, bastante maltrechas después de la paliza que habían recibido, para curiosear en la sala.
Gesius esperaba algo más.
Por su parte, Bonosus tenía una idea muy aproximada de lo que podía ser. Sería interesante, pensó, ver qué sucedería cuando todos los actores de aquella pantomima matinal estuviesen reunidos. Saltaba a la vista que Adrastus sólo se representaba a sí mismo. Con los dos estrategas más poderosos —y peligrosos— y sus fuerzas respectivas a más de dos semanas de dura marcha de Sarantium, el maestro de ceremonias tenía muchas posibilidades de hacerse con el Trono de Oro si actuaba con determinación. Su linaje, que figuraba entre los Nombres, era impecable, su experiencia y su rango imposibles de superar, y además contaba con la habitual colección de amigos. Pero también de enemigos.
Evidentemente, el canciller Gesius ni siquiera podía concebir la idea de alcanzar la dignidad de emperador, aunque estaba en condiciones de diseñar una sucesión, o por lo menos intentarlo, que garantizara su propia continuidad en el corazón del poder en el Imperio. Se perdía ya en la noche de los tiempos la última vez en la que un eunuco imperial había conseguido orquestar los asuntos sucesorios.
Mientras escuchaba los discursos de sus colegas, una confusa verborrea que giraba en torno a un mismo tema, la lamentable pérdida y las importantes decisiones que se avecinaban, indicó a un esclavo que le sirviera una copa de vino frío, preguntándose quién se atrevería a hacer una apuesta con él.
Le trajo el vino un muchacho rubio que, por el color de su pelo, debía de ser de Karch, muy al norte. Bonosus le sonrió y le observó mientras se apostaba de nuevo junto a la pared más cercana. Una vez más, repasó mentalmente el estado de sus relaciones con los Daleinoi. No había ningún conflicto del que tuviera conocimiento. Años atrás, antes de su nombramiento, ambos habían compartido con pingües beneficios una expedición en busca de especias a Ispahán. Asimismo, su mujer le había comentado que solía saludar a la esposa de Flavius Daleinus cuando coincidían en los baños y que ella siempre le respondía educadamente y por su nombre. Buena señal.
Bonosus esperaba que Gesius saliese vencedor aquella mañana, que su candidato patricio emergiera como el emperador designado y que el eunuco consiguiera conservar su cargo de canciller imperial. El poder conjunto del canciller y de la familia más rica de la Ciudad constituía un serio obstáculo para la ambición de Adrastus, por muy sedosas que pudieran ser la maneras y las intrincadas telarañas intelectuales del maestro de ceremonias. Bonosus estaba dispuesto a arriesgar una sustancial suma de dinero en aquel asunto, eso si lograba encontrar a alguien que aceptara el envite.
Más tarde, también él tendría sobrados motivos para sentirse personalmente agradecido, entre el caos reinante, de no haber cruzado ninguna apuesta aquel día.
Mientras degustaba el excelente vino, vio a Gesius pedir a Oradius, con un levísimo y elegante gesto, que le fuera concedida la palabra. El maestro del Senado, asintiendo mecánicamente como una marioneta de feria, le hizo saber de inmediato que había reparado en su solicitud. Lo han comprado, se dijo Bonosus. Adrastus también tenía sus incondicionales en la cámara. No tardaría en pronunciar su discurso. Sería interesante. ¿Quién conseguiría exprimir con más fuerza al desventurado Senado? Nadie había intentado sobornar a Bonosus. Se preguntaba si debería sentirse halagado u ofendido.
A medida que otro panegírico recitado de carrerilla sobre el luminoso, tres veces ensalzado y ya nunca jamás igualado emperador iba desembocando en un previsible final, Oradius hizo una deferente señal al canciller. Gesius se inclinó con elegancia y avanzó hacia el círculo de mármol blanco de los oradores, situado en el centro de los mosaicos del pavimento.
Sin embargo, antes de que pudiera iniciar su discurso, volvieron a llamar a la puerta. Bonosus se volvió, expectante. ¡Justo a tiempo!, se dijo con admiración. Perfectamente sincronizado. ¿Cómo se las habría ingeniado Gesius para conseguir esa precisión tan extraordinaria en la sucesión de los acontecimientos?
Pero no, no fue Flavius Daleinus quien entró en la cámara.
Era un funcionario de la prefectura urbana. Fuera de sí y extremadamente agitado, informó al Senado del uso del fuego sarantino en la Ciudad y de la trágica muerte de un aristócrata.
Minutos después de que, con el rostro pálido y visiblemente descompuesto, el canciller fue asistido en un banco por los senadores y esclavos, y de que el maestro de ceremonias hiciese gala de una expresión de estupefacta incredulidad —o de unas extraordinarias dotes teatrales—, el augusto Senado del Imperio oyó el fragor de la turba por segunda vez ese mismo día.
Pero en esa ocasión se advertía una diferencia. Gritaban un solo nombre, y las voces eran violentas, desafiantes, autoritarias. Las puertas, ya muy castigadas, no ofrecieron mucha resistencia, se abrieron de par en par, y la vida callejera de la Ciudad se precipitó en el interior. Bonosus se fijó en los colores de las facciones; había representantes de demasiados gremios para contarlos: tenderos, vendedores ambulantes, taberneros, empleados de los baños públicos, cuidadores de animales, artesanos, esclavos… ¡y soldados! Esta vez también había soldados.
Y un mismo nombre en todos los labios. El pueblo de Sarantium expresaba su voluntad. Bonosus se volvió instintivamente, a tiempo para ver que el canciller apuraba el contenido de su copa. Gesius aspiró una profunda bocanada de aire, se puso en pie por sus propios medios y se encaminó de nuevo hacia el círculo de mármol de los oradores. Había recuperado el color.
¡Por el Sagrado Jad!, pensó Bonosus, en cuya mente las ideas giraban como la rueda de una cuadriga, ¡vaya agilidad!
—Nobilísimos miembros del Senado Imperial —dijo el canciller, alzando el mentón y modulando exquisitamente la voz—. ¡Vedlo! ¡Sarantium ha venido hasta nosotros! ¿Escucharemos el clamor de nuestro pueblo?
La respuesta del gentío, que había oído sus palabras, no se hizo esperar. Fue como un trueno que estremeció la cámara. Un nombre, uno solo, una y otra vez. Un eco que se propagaba por el mármol, el mosaico, las piedras preciosas y el oro, y ascendía en espiral hacia la bóveda en la que el condenado Heladikos guiaba su carro con el fuego a cuestas. Un solo nombre. Una elección absurda, por un lado, aunque por otro, reflexionó Plautus Bonosus, quizá no lo fuese tanto. Se sorprendió de concebir semejante idea. A decir verdad, no se le había pasado ni remotamente por la cabeza.
Detrás del canciller, Adrastus, el astuto y sagaz maestro de ceremonias, el hombre más poderoso de la Ciudad, del Imperio, aún parecía estar perplejo por el curso que estaban tomando los acontecimientos. Permanecía inmóvil, desconcertado, sin reaccionar. Al contrario que Gesius. Al final, aquella indecisión, el hecho de haber desaprovechado el momento en que la situación estaba dando un vuelco radical le costaría el puesto… y los ojos.
Acababa de perder el Trono de Oro. Tal vez fuera el tomar consciencia de ello lo que le dejó petrificado allí, en un banco de mármol, mientras la multitud vociferaba como si estuviese en el Hipódromo o en un teatro, no en la cámara del Senado. Sus sueños, sus intrigas sutiles, saltaron en mil pedazos, mientras un fornido herrero le gritaba a dos palmos de la cara el nombre elegido por la Ciudad.
No obstante, lo más probable era que en aquel momento Adrastus estuviese oyendo un sonido totalmente distinto. Los pájaros de piedras preciosas del emperador cantando para otro bailarín.
—¡Valerius al Trono de Oro!
Tal y como le habían anunciado que sucedería, aquel grito había recorrido todo el Hipódromo. Intentó rehusarse mientras negaba con la cabeza, instó al caballo a girar para marcharse cuando vio una compañía de guardias del prefecto urbano correr hacia él y arrodillarse ante su montura, obstaculizándole el paso.
Luego, también ellos corearon su nombre, implorándole que aceptara el trono. Volvió a rehusar con un claro gesto de mano, pero la muchedumbre había enloquecido y el clamor que se había iniciado al anunciar la muerte de Daleinus se elevaba de un extremo al otro del estadio, tanto en la arena como en las gradas. Debía de haber treinta mil, quizá cuarenta mil almas en ese lugar y en ese instante, y eso sin ser día de carreras.
En esta ocasión se celebraba una competición muy diferente, un concurso que ya estaba llegando a su esperado final.
Petras le había dicho lo que ocurriría y lo que tenía que hacer en cada momento: que el comunicado de la segunda muerte no provocaría dolor sino miedo, y que el pueblo no tardaría en vitorearlo y en reaccionar con dureza contra las artificiosas aclamaciones de Daleinus. No le había preguntado a su sobrino cómo sabía que le aclamarían. Había algunas cosas que no necesitaba saber. Tenía mucho que recordar, más que suficiente si quería mantener la serenidad y cumplir al pie de la letra la compleja secuencia que le habían programado para la jornada.
Pero todo se había desarrollado del modo en que Petrus le había anticipado, con la precisión de una carga de la caballería en campo abierto, y allí estaba, a lomos de su corcel y con los hombres del prefecto urbano bloqueándole el paso mientras la multitud del Hipódromo gritaba su nombre al dios del sol. Su nombre. El suyo y el de nadie más. Había rehusado por dos veces, como le indicaron que hiciese, y ahora le imploraban que aceptara. Vio hombres llorar mientras proclamaban su nombre. El ruido era ensordecedor, como un millón de galernas, cuando los Excubitores fueron aproximándose a él, un hombre humilde, leal y sin ambiciones, hasta rodearle por completo e impedirle escapar a la voluntad declarada de los ciudadanos en aquellos momentos de peligro y necesidad extremos.
Se apeó.
Sus hombres le protegían, formando una barrera que le separaba del gentío en el que se entremezclaban los Azules y los Verdes, unidos en un deseo compartido del que jamás habían sido conscientes de abrigar en su interior. Ahora, todos ellos, congregados bajo aquella luz blanca y ardiente, le pedían que fuese su emperador, que rigiese sus destinos y les salvara.
Y así fue como en el Hipódromo de Sarantium, bajo el sol del verano, Valerius, conde de los Excubitores, afrontó su destino y permitió que sus guardias le vistieran con el manto púrpura que Leontes había llevado consigo.
—¿No les hará dudar eso? —había preguntado a Petrus.
—Entonces ya no tendrá importancia —había respondido su sobrino—. Créeme.
Los Excubitores empezaron a abrir espacio; la anilla exterior se separó lentamente, como una cortina, para que las interiores pudieran formar un enorme escudo circular. Y de pie sobre el escudo, al levantarlo en hombros, siguiendo la antigua tradición con que los soldados proclamaban a los emperadores, Valerius el Trakesiano levantó las manos hacia su pueblo, volviéndose hacia todos los rincones del Hipódromo, y aceptó, con modestia y elegancia, la voluntad espontánea de la ciudadanía de Sarantium de convertirse en su Señor Imperial, en su Regente del Sagrado Jad en la tierra.
—¡Valerius! ¡Valerius! ¡Valerius!
—¡Gloria al emperador Valerius!
—¡Valerius el Dorado al Trono de Oro!
Años atrás, su pelo había sido dorado, al abandonar los trigales de Trakesia con otros dos muchachos, más pobre que una rata pero fuerte para un chiquillo de su edad, con ganas de trabajar, de luchar, de recorrer con los pies desnudos en un otoño frío y húmedo, con el viento del norte a sus espaldas y anunciando un crudo invierno, el camino hasta el campamento militar sarantino para prestar sus servicios como soldados del emperador en la insospechada Ciudad. De eso hacía mucho, mucho tiempo.
—Petrus, ¿te quedarás y cenarás conmigo?
Era de noche. Una brisa marina de poniente refrescaba la estancia penetrando por las ventanas abiertas del patio inferior. Se podía oír el son de los torrentes descender por la ladera de las montañas y el susurro del viento en las hojas de los árboles de los Jardines Imperiales.
Había dos hombres de pie en un salón del Palacio Traversite. Uno era emperador, el otro le había otorgado el don de serlo. En el Palacio Attenine, más grande y formal, al otro lado de los jardines, Apius yacía en la capilla ardiente instalada en el Salón Pórfido, con sendas monedas en los ojos y un disco solar entre las manos. El pago y el pasaporte para su viaje.
—No puedo, tío. Tengo compromisos adquiridos.
—¿Esta noche? ¿Dónde?
—Con las facciones. Hoy los Azules han sido de gran utilidad.
—¡Ah! Los Azules. ¿Y su actriz favorita? ¿También ha sido útil? —inquirió el viejo soldado, irónico—. ¿O lo será más tarde, esta misma noche?
Petrus le miró sin darse por aludido.
—¿Aliana? Es una excelente bailarina. Siempre me he reído durante sus giros cómicos en el escenario. —La expresión de su rostro carecía de astucia.
El emperador le dirigió una mirada perspicaz, dándose por enterado. Poco después, añadió con calma:
—El amor es peligroso, sobrino.
El joven, cuya expresión cambió de inmediato, se detuvo en el umbral de una de las puertas y guardó silencio por unos instantes. Por fin, asintió con la cabeza.
—Es posible, lo sé. ¿Lo… desapruebas?
Era una pregunta muy oportuna. ¿Cómo podía desaprobar su tío lo que fuera que hiciese, después de lo ocurrido?
—En realidad, no —respondió Valerius—. ¿Vas a mudarte a uno de los palacios del Recinto Imperial? —Eran seis. Ahora todos le pertenecían. Tendría que visitarlos. Nunca los había visto.
Petrus asintió.
—Por supuesto, si me lo permites; pero no hasta después de las honras fúnebres, la investidura y la ceremonia en el Hipódromo en tu honor.
—¿Piensas traerla contigo?
—Sólo si tú lo apruebas —repuso Petrus.
—¿Acaso no hay leyes? Si mal no recuerdo, alguien dijo algo sobre este particular. ¿Una actriz…?
—Ahora la única fuente de toda ley en Sarantium eres tú, tío. Las leyes se pueden cambiar.
Valerius suspiró.
—Ya hablaremos largo y tendido. ¿Y qué hay de los cargos imperiales? Gesius, Adrastus, Hilarinus… No confío en Hilarinus. Nunca he confiado en él.
—Se ha marchado. Y me temo que Adrastus también. En cuanto a Gesius…, el asunto ya es más peliagudo. ¿Sabes que habló en tu favor en el Senado?
—Sí, me lo contaste tú; pero ¿tuvo trascendencia su intervención?
—Quizá no, pero de haberlo hecho a favor de Adrastus, por muy improbable que pueda parecer, habría… complicado un poco las cosas.
—¿Confías en él?
El emperador observó el rostro engañosamente anodino de su sobrino mientras el joven meditaba. Petrus no era un soldado. Tampoco tenía aspecto de cortesano. A decir verdad, concluyó Valerius, tenía el porte de académico de las antiguas escuelas paganas. Sin embargo, era ambicioso, enormemente ambicioso. Aunque bien pensado… ¿quién no lo era en aquel Imperio? Lo sabía muy bien por el puesto que había ocupado.
Petrus hizo un ademán, separando un poco las manos.
—¿Sinceramente? No lo sé con seguridad. Ya te dije que era difícil. Sí…, tendremos que hablar largo y tendido. Pero esta noche dedícate a descansar, a relajarte. Por mi parte, con tu anuencia, haré lo mismo. Me he tomado la libertad de encargarte cerveza tibia, tío. Está en el aparador, junto al vino. ¿Me autorizas a marcharme?
Valerius no quería que se fuera, pero ¿qué podía hacer para evitarlo? ¿Pedirle que pasara la noche sentado a su lado, cogiéndole de la mano y asegurándole que todo iba a salir bien durante su reinado?
¿Acaso era un niño?
—Claro que sí. ¿Necesitas Excubitores?
Petrus empezó a negar con la cabeza, pero de pronto cambió de opinión.
—No sería mala idea. Gracias.
—Pasa por el cuartel y díselo a Leontes. Es más, a partir de ahora quiero que tengas a tu servicio una escolta de seis guardias por turnos rotativos. No olvidemos que hoy alguien ha osado utilizar el fuego sarantino.
La mirada excesivamente fugaz de Petrus dio a entender que no sabía cómo interpretar aquella observación. Bien. Tampoco era cuestión de ser absolutamente transparente a los ojos de su sobrino.
—Que Jad te guarde y te defienda toda la vida, mi emperador.
—Que su luz eterna te ilumine. —Y por primera vez, Valerius el Trakesiano hizo la señal imperial de la bendición.
Petrus se arrodilló, tocó por tres veces el suelo con la frente, con las palmas de las manos junto a la cabeza, y luego se puso en pie y abandonó la estancia, con la misma tranquilidad de siempre; todo había cambiado menos él.
Valerius, emperador de Sarantium, sucesor de Saranios el Grande, que había construido la ciudad, y de la larga lista de emperadores que le siguieron —y que le habían precedido en Rhodias, remontándose hasta casi seiscientos años atrás—, se quedó solo en una elegante cámara en la que había lámparas de aceite colgando del techo y de las paredes, además de cincuenta velas encendidas que conferían una cierta sofisticación a la atmósfera. El dormitorio en el que pasaría la noche no estaba lejos de allí, aunque desconocía dónde. Aún no se había familiarizado con aquel palacio. El conde de los Excubitores nunca había tenido ningún motivo especial para entrar en él. Miró alrededor. En la estancia había un árbol cerca de la ventana que daba al patio, de oro batido, con pájaros mecánicos en las ramas. Eran de piedras preciosas y centelleaban bajo la luz de las lámparas y las velas. Supuso que cantarían, si se sabía el truco. Se acercó un poco más. En efecto, el árbol era de oro, ¡pero de oro macizo! Soltó un profundo suspiro.
Se dirigió al aparador y se sirvió una jarra de cerveza. Dio un sorbo y después sonrió. Genuina elaboración trakesiana. El bueno de Petrus estaba en todo. Se le ocurrió que hubiese podido dar un par de palmadas y llamar a un esclavo o a un funcionario imperial, pero eso habría retrasado las cosas, y estaba sediento. Tenía derecho a disfrutar de una cerveza. Había sido el día de todos los días, como solían decir los soldados. Petrus no le había mentido…, ¡qué menos que gozar de una noche sin planes ni otras tareas! Sólo Jad sabía la de trabajo que le esperaba los próximos días. De entrada, habría que ajusticiar a determinados sujetos…, si es que ya no estaban muertos. No sabía quiénes habían podido emplear el fuego líquido en la Ciudad, ni quería saberlo, pero no tenían derecho a seguir con vida.
Se sentó en una silla de respaldo alto, muy acolchada. La tapicería era de seda. Pocas veces en su vida había tenido ocasión de tocar aquel tejido. Pasó lentamente los dedos callosos por el lateral del asiento. Era suave, blanda…, sedosa. Valerius esbozó una sonrisa, burlándose de sí mismo… Le gustaba. Tantos años en la milicia, tantas noches durmiendo en el duro suelo, en el crudo invierno o en medio de las tormentas del sur del desierto. Estiró los pies, sorbió de nuevo la cerveza y se frotó los labios con el dorso de la mano. Cerró los ojos y volvió a beber. Le apetecía quitarse las botas. Con cuidado, dejó la jarra sobre una delicada —absurdamente delicada— mesita de marfil de tres patas, se irguió, inspiró profundamente y luego dio tres palmadas. Así era como solía hacerlo Apius —¡que Jad guarde su alma!
Al instante se abrieron tres puertas.
Varios sirvientes entraron corriendo en la sala y se postraron en señal de obediencia. Reconoció a Genius y a Adrastus; y también al cuestor del Sagrado Palacio, el prefecto urbano, el conde de los Aposentos Imperiales —Hilarinus, de quien tanto desconfiaba— y el cuestor del Erario Imperial. Todos los altos mandatarios del reino estaban postrados ante él sobre un mosaico verde y azul decorado con figuras de criaturas y plantas marinas.
En el silencio que siguió, una de la avecillas mecánicas empezó a cantar. El emperador Valerius soltó una carcajada.
Esa misma noche, cercana ya el alba, cuando hacía horas que el viento marino había exhalado su último aliento, la mayoría de los habitantes de la Ciudad dormían, excepto algunos. Entre ellos, la Sagrada Orden de los Insomnes en sus austeras capillas, que creían con una rabiosa devoción que un puñado de hombres tenían que estar siempre despiertos y orando durante toda la noche mientras Jad, en su carro solar, realizaba su peligroso periplo a través de la oscuridad y los amargos hielos subterráneos.
Los panaderos también estaban despiertos y en plena tarea, elaborando el pan con el que el Imperio obsequiaba a todos los ciudadanos que moraban en la gloriosa Sarantium. En invierno, los hornos atraían a numerosas personas en busca de un poco de calor —mendigos, tullidos, vagabundos, desahuciados y quienes acababan de llegar a la metrópoli y todavía no habían encontrado alojamiento—. Con el arribo de los días fríos y grises se trasladarían al taller de los fabricantes de vidrio y a las fraguas.
Pero en ese momento, en pleno verano, los semidesnudos panaderos trabajaban y perjuraban junto a los hornos, sudorosos, bebiendo cerveza toda la noche, sin nadie que esperase ante la puerta salvo las ratas, que correteaban sin parar de la luz a la sombra.
Las antorchas encendidas en las mejores calles proclamaban las casas de los ricos, y los pasos y los gritos de los hombres del prefecto urbano advertían a los ladrones y otros delincuentes que podían pagar muy caras sus fechorías nocturnas. Las pandillas errabundas de fanáticos partidarios —tanto los Verdes como los Azules tenían sus miembros violentos— solían hacer caso omiso de las patrullas o, mejor dicho, las patrullas solían hacer gala de una prudente discreción cuando aquellos grupos de hombres barbudos y ataviados con ropas llamativas hacían su ronda habitual de taberna en taberna.
Las mujeres, a excepción de las que vendían su cuerpo o las patricias que se desplazaban en literas y con escoltas armadas, nunca salían de casa después del ocaso.
Sin embargo, esa noche todas las tabernas, aun las mugrientas cauponae en que bebían los marineros y los esclavos, estaban cerradas como respuesta a la muerte del emperador y a la proclamación de su sucesor. Los espeluznantes acontecimientos de aquella jornada parecían haber amansado a las facciones. Por las serpenteantes calles desiertas no se veía a los característicos jóvenes borrachos, con túnicas anchas, típicas del éste de Bassania, y el pelo al estilo de los bárbaros del oeste.
Un caballo relinchó en uno de los establos de las facciones, cerca del hipódromo, y se oyó la voz de una mujer desde una ventana abierta, sobre una columnata próxima, cantando la estrofa de una melodía que no era todo lo devota que sería de desear. Un hombre rio y a continuación la mujer hizo lo propio. Poco después, también allí reinaba el silencio. El maullido de un gato en un callejón. El llanto de un niño —los niños siempre lloraban en la oscuridad; así era el mundo.
El dios sol pasó montado en su cuadriga a través del hielo y los demonios aulladores que habitaban bajo tierra. Las dos lunas le rindieron culto, con perversidad, mientras las diosas de los kindath se ponían en el mar por el oeste. Sólo las estrellas, a las que nadie consideraba sagradas, seguían brillando como diamantes esparcidos sobre la ciudad que Saranios había fundado y que estaba destinada a convertirse en la Nueva Rhodias, y más grande de lo que ésta jamás había sido.
«¡Oh, Ciudad, Ciudad, ornamento de la Tierra, ojo del mundo, gloria de la creación de Jad! ¿Moriré antes de volver a verte?»
De este modo, Lysurgos Matanias, nombrado embajador en la corte basánida dos años antes, expresaba la nostalgia de Sarantium en su corazón, aun en medio de los lujosos esplendores orientales de Kabadth. «¡Oh, Ciudad, Ciudad…!»
En todos los territorios gobernados por aquella metrópoli, con sus cúpulas y sus puertas de bronce y de oro, sus palacios, jardines, estatuas, foros y teatros y columnatas, sus baños públicos y sedes gremiales, sus tabernas, prostíbulos, santuarios y el espléndido Hipódromo, su triple muralla nunca tomada por asalto, su abrigado puerto y los mares guardianes y guardados, había una frase antigua que tenía el mismo significado en todas las lenguas y todos los dialectos.
Hablar de un hombre que navegaba rumbo a Sarantium era decir que su vida estaba en la cúspide del cambio, envenenado por una grandeza emergente, por un brillo deslumbrante y por una incalculable fortuna, o también al principio de un final y de una caída decisiva si tropezaba con algo demasiado extenso para su capacidad.
Valerius el Trakesiano se había convertido en emperador.
Heladikos, a quien algunos veneraban como al hijo de Jad y colocaban en forma de mosaico en las cúpulas sagradas, había muerto en su carro, mientras transportaba el fuego desde el sol.