Supongo que el título de esta obra no deja lugar a dudas, pero aun así no está de más decir que estoy en deuda, en términos de inspiración, con William Butler Yeats, cuyas meditaciones en prosa y en verso sobre los misterios de Bizancio me condujeron hasta allí y me permitieron descubrir que la imaginación y la historia podían sentirse como pez en el agua en este medio.
Siempre he creído que para hacer una versión ficticia de un determinado período histórico, primero hay que profundizar en él. Bizancio ha recibido un trato de privilegio por parte de los historiadores. Por lo que a mí respecta, me he sentido profundamente arropado por sus escritos, sus comunicaciones personales vía correo electrónico y por el generoso estímulo que me han ofrecido muchos eruditos. Obsta decir que las personas a las que citaré a continuación no son ni remotamente responsables de los errores en los que haya podido incurrir o de las alteraciones deliberadas que haya realizado en lo que no deja de ser, esencialmente, una fantasía sobre Bizancio.
Es un placer dejar constancia de la extraordinaria ayuda que ha supuesto para mí la obra de Alan Cameron acerca de las carreras de cuadrigas y las facciones en el Hipódromo; de Rossi, Nordhagen y L’Orange sobre mosaicos; de Lionel Casson en lo que se refiere a los viajes en el antiguo mundo; de Robert Browning con relación a Justiniano y Teodora; de Warren Treadgold respecto de los temas castrenses; de David Talbct Rice, Stephen Runciman, Gervase Mathew y Ernst Kitzinger acerca de la estética bizantina; así como los tratados de historia más general de Cyril Mango, H. W. Haussig, Mark Whittow, Averil Cameron y G. Ostrogorski. También quiero agradecer la ayuda y el ánimo que recibí durante mi participación en los acalorados y casi siempre polémicos foros científicos en Internet relacionados con Bizancio y la Antigüedad. Mis métodos de investigación ya no serán nunca los de antes.
A un nivel más personal, Rex Kay sigue siendo mi primer y más mordaz lector; Martin Springett aportó sus considerables conocimientos en el trazado del mapa; y Meg Masters, mi editora canadiense, una valiosa y serena presencia en cuatro de mis libros hasta hoy. Linda McKnight y Anthea Morton-Saner, en Toronto y Londres, son dos buenas amigas, además de astutas agentes editoriales, dos elementos que un escritor exigente siempre necesita. Mi madre me orientó hacia los libros desde la niñez y, más tarde, hacia la creencia de que también yo podía escribirlos. Aún lo hace. Y mi esposa crea un espacio propicio para que las palabras y los relatos fluyan de forma espontánea. Si dijera que se lo agradezco, estaría subestimando gravemente la verdad.