Capítulo 9
Matrimonio y divorcio
Los romanos siempre abrigaron ciertas reservas sobre la institución matrimonial. Un sesudo censor del siglo I a. de C. dejó dicho: «Como es sabido, el matrimonio es una fuente de desdichas, pero no por ello hay que dejar de casarse, por civismo». No debe, por tanto, extrañarnos que concedieran al matrimonio menos importancia de la que le damos nosotros. De hecho, una gran parte de la población romana se emparejaba sin llegar a casarse: los esclavos, a los que les estuvo prohibido hasta el siglo III, y los plebeyos, entre los que abundaban los hijos de padre desconocido o dudoso, y solamente una de cada tres parejas se casaba formalmente.
En la época de los Césares, el matrimonio era un acto estrictamente privado, un sencillo contrato consensual que no generaba documento alguno, ni registro, ni literatura de archivo; si acaso, sólo las estipulaciones de la dote que aporta la esposa, y esto porque hay dinero de por medio. No obstante, el matrimonio surtía ciertos efectos jurídicos puesto que los hijos habidos heredaban del padre nombre y fortuna. Es interesante constatar que en la cristianísima Europa medieval continuaba existiendo un matrimonio similar, por juramento recíproco, sin valor sacramental. En la deliciosa tabla de Jan van Eyck que representa a Giovanni Arnolfini y su esposa (hacia 1434, National Gallery de Londres), asistimos a una ceremonia de este tipo.
Jurídicamente, el matrimonio romano podía ser de dos clases: el antiguo «conventio in manum», que estaba en desuso en la época de los Césares, en el que el padre de la novia cedía a su futuro yerno la propiedad de su hija, o «sine manu», en el que la afortunada joven continúa siendo propiedad del padre y el marido sólo recibe el usufructo. Ella, por tanto, conserva los derechos sucesorios que tuviera en la familia de origen. Así pues, en la época que estamos tratando, el padre presta la hija al marido, pero sigue siendo suya. El vínculo es provisional. Si comete adulterio, por ejemplo, el padre puede matarla aunque el marido la haya perdonado. Es posible que el lector sospeche que la chica cuenta poco. En realidad, algo cuenta. Ella es el vientre («venter») en el que el marido concebirá a sus hijos, como buen ciudadano.
Estos vientres procreadores circulan activamente en la alta sociedad romana porque Roma padece una crónica escasez de mujeres. Tengamos en cuenta que muchas niñas eran abandonadas o ahogadas al nacer (más adelante una ley prohibirá suprimir a la primera nacida del matrimonio), a lo que se viene a añadir que el índice de mortalidad entre las parturientas es muy alto. Para paliar esta escasez de mujeres de clase alta se utilizan colectivamente las disponibles. Si usted tiene una esposa fecunda y un amigo suyo está necesitado de un heredero, puede divorciarse de ella para que el otro pueda desposarla y cuando le haya dado el hijo requerido puede volver a recuperarla, si tales fueron los amables términos del acuerdo. Ya lo dice un ilustre romano citado por Plutarco: «Que la mujer se entregue a hombres de reputación que la compartan por turno y que la propaguen en los linajes».
El tráfico de mujeres es intenso.
Complicados cambalaches entre suegros, yernos y cuñados; intrincadas alianzas políticas o económicas, llevan a la mujer de lecho en lecho, siempre salvadas las apariencias mediante contrato. Y no hay de qué avergonzarse. A menudo la inscripción funeraria que el desconsolado viudo encarga para la tumba de su llorada esposa enumera los anteriores maridos que disfrutaron a la difunta. Y si es el marido el que muere antes, como suele acontecer en nuestros afligidos días, es posible que en su testamento se descubra una cláusula que diga: «Lego tantos sestercios a mi amigo Ticio, con la condición de que se case con Maevia, mi viuda».
A partir del siglo II las cosas cambiaron. La creciente influencia del estoicismo, que va allanando el camino al cristianismo, introduce costumbres más humanitarias que van acercando al romano a la moral del hombre moderno. La mujer pasará a ser considerada compañera de su esposo, no su instrumento. De hecho, Séneca comparará el vínculo conyugal a la amistad.
Por este camino de dignificación del matrimonio, algunos tratadistas llegarán, aun en tiempos romanos, a conclusiones que se nos antojan sorprendentemente actuales. Compruebe el lector que ciertas ideas no son nuevas en Roma: «el hombre de bien mantiene relaciones sexuales con su esposa para tener hijos; el estado conyugal no sirve para los placeres venéreos», indica un texto. Y Séneca, que será muy aplaudido por san Jerónimo, remacha la idea: «No se puede tratar a la propia esposa como a una amante».
Hubo un tipo de boda que no requería ceremonia alguna, el «usus», consistente en convivir durante un año seguido, pero lo normal es que se optara por celebrar la boda mediante la antigua «coemptio» o venta simbólica de la esposa, o «confarreatio», más propia de la clase patricia, en la que los contrayentes compartían una simbólica torta de trigo delante de un sacerdote. Pero mejor será que asistamos a una boda y nos informemos bien de los detalles. Se van a casar la agraciada Caesia Celsia, hija del acaudalado Lucio Celsio, de catorce años de edad, y Cayo Cornelio, de cuarenta y dos años y socio —todo hay que decirlo— de su suegro en un próspero negocio de importación de pieles y curtidos. Hace tres días que el padre del novio envió a la matrona de la familia a la casa del novio para que certificara la virginidad de la niña así como el buen estado de sus órganos reproductores, ya se sabe, del vientre. Este extremo se comprueba inyectando una lavativa de ajo en la vagina de la futura desposada. Si el olor llega, al cabo de unas horas, al aliento, es señal de que la matriz y los ovarios funcionan perfectamente.
Como por este lado no parece haber impedimento alguno, el proyecto matrimonial sigue adelante y se fija la fecha de la boda después de consultar los augurios. Hay que tener en cuenta que ciertos días fijos no son buenos y el mes de mayo tampoco. Ya tenemos fijada la fecha. La víspera del gran día, la joven Caesia consagra sus muñecas a Diana y a los lares y penates del hogar y viste el traje nupcial que le ha confeccionado la modista («sarcinatrix») de la familia: una túnica sencilla que le cae hasta los pies, ceñida de modo especial con el nudo de Hércules («nodus Herculeus») y una cofia de color azafrán con velo a juego. La asiste en todo momento una matrona experta («pronuba»), preferentemente casada sólo una vez («univira»), lo que, como sabemos, no es muy frecuente en Roma.
La casa de la novia, donde se va a celebrar la ceremonia, aparece engalanada con flores, guirnaldas y ramos.
En el patio, en lugar preferente, se exponen los añejos bustos de cera de los antepasados, sacados del arcón familiar. Una peluquera («ornatrix») peina a la niña utilizando un sacralizado hierro de lanza que forma parte del más preciado ajuar de la casa.
Los esclavos cuchichean por los pasillos mientras se apresuran a cumplir las órdenes de la señora o del señor.
A la hora prevista hace su entrada el novio seguido de los invitados que esperaban su llegada. Cayo Cornelio viste elegante túnica hasta los pies («tunica talaris»), el barbero le ha desollado la cara intentando apurarle la barba y parece haberse acicalado hasta donde la gravedad masculina lo consiente sin menoscabo de la fama.
Entran con él familiares y amigos invitados como testigos a la ceremonia.
Lucio Celsio los hace pasar a la mejor habitación de la casa, donde ha dispuesto una mesa para las firmas del contrato de la dote («tabulae nuptiales»). Cumplido este necesario trámite, viene la boda propiamente dicha: la «pronuba» junta las manos de los esposos («dextrorum iniunctio»), y eso es todo. Después vienen los parabienes y besos y el esperado banquete («cena nuptialis»). Rematado el banquete, los alegres invitados forman una procesión («deductio») que conducirá a la joven esposa a su nuevo hogar. Ella porta por todo equipaje un huso y una rueca, símbolos de su nuevo estado y de su condición honesta y laboriosa. Por el camino, el novio finge un rapto. Arranca a la novia de los brazos de su madre, que llora y grita porque le roban a su hija. Es una curiosa costumbre ya institucionalizada que recuerda un lejano episodio de la historia romana, el rapto de las sabinas. A falta de ramo de azahar, las amigas casaderas de Caesia y las encallecidas solteras de su vecindario se disputarán trozos de la antorcha nupcial («spina alba») que, portada por un criado, precede a la comitiva.
Los acompañantes, algo achispados por las generosas libaciones y brindis del banquete, van gritando a los novios chocarrerías y bromas de dudoso gusto.
Otros se contentan con gritar: «Talasse», que es lo tradicional.
Ya hemos llegado a la casa donde la nueva pareja ha establecido su residencia. Caesia se adelanta y cuelga un vellón de lana de la puerta. Luego unge el dintel y las jambas con manteca de cerdo y aceite (de oliva, claro) para que la prosperidad se instale en aquel hogar. Cumplido este rito, Marco Cornelio la toma en brazos y espera a que ella le diga: «Ubi tu gaius ego gaia» (es decir: «donde tú seas Cayo, yo seré Caya», yo seré lo que tú seas, ¿no es hermoso?). Si la novia fuera de gran tonelaje, una cuadrilla de amigos del novio juntaría sus fuerzas para entrarla. El romano es siempre deliciosamente práctico.
Pasemos con los invitados. Ahora viene la ceremonia de recepción del agua y del fuego («aqua et igni accipere»), tras de la cual la «pronuba» introduce a la joven esposa en la alcoba nupcial y le da, a solas, los últimos consejos para que afronte con valor el amargo trance que la espera.
Porque la dulce Caesia va a sufrir lisa y llanamente, como casi todas sus coetáneas, una violación legal. La niña, que ha pasado en unos días de las muñecas al tálamo, es desflorada precoz y brutalmente, y queda, como señala un autor antiguo, «ofendida contra su marido». Esto contando con que nuestro Cayo Cornelio no sea de los románticos que tienen la delicadeza de respetar la virginidad de su esposa la primera noche y… ¡se contentan con sodomizarla solamente!
Cuando el nuevo día amanezca, la joven esposa se hará ver ataviada con el atuendo de matrona que corresponde a su nuevo estado. De esa guisa se presentará ante las familias reunidas para un nuevo banquete («repotia»). A partir de ahora disfrutará de una cierta libertad de movimientos y podrá dedicarse al comadreo y a ir de tiendas, si bien es costumbre que cuando sale se haga acompañar de criadas («comites») e incluso de una escolta («custos») cuya insobornable presencia se supone que mantendrá a distancia a los posibles galanes.
Divorcio
El divorcio romano («epudium, divortium, discidium») era tan informal como el matrimonio porque «quoniam quidquid ligatur solubile est». Bastaba que el marido se levantase aquel día con el pie izquierdo y le dijese a la mujer: «Recoge tus cosas», para que ella recuperase la dote que aportó al matrimonio y el vínculo quedase roto. No se me horrorice la lectora feminista: igualmente fácil resultaba para la mujer deshacerse de un marido molesto. Casos se dieron de esposas que aprovechaban la forzada ausencia del marido (destinado, pongamos por caso, en comisión de servicios en la lejana Germania) para divorciarse de él y volver a casarse.
Ya hemos visto que muy a menudo el divorcio no era sino un arreglo temporal entre el padre de la mujer y su marido o entre éste y un amigo, con el consentimiento del suegro. En la época imperial la circulación de mujeres, debida a la escasez que dejamos dicha, fue tan intensa que algunas de ellas «podían contar los maridos por consulados», es decir, cambiaban de marido cada año. Si damos crédito a Juvenal, incluso podían pasar por siete u ocho maridos en un lustro.
A pesar de estas facilidades, la infidelidad sigue constituyendo un delito frecuente que la ley Julia de Augusto intentará reprimir sin grandes resultados. (Nos escandaliza leer que algunas disolutas romanas la burlaron inscribiéndose en los registros oficiales como prostitutas). Es muy frecuente que el teatro de la época saque partido a los equívocos y ridículas situaciones a que da lugar el consabido triángulo amoroso. No obstante, la figura del cornudo resulta más patética que ridícula. Se comprende: la mujer es considerada tan irresponsable, que su infidelidad exime de culpa al marido.
A partir del siglo II las nuevas ideas en materia de moral y costumbres radicalizan la repulsa social hacia el adulterio. El emperador Constantino, el impulsor del cristianismo, agravará las penas impuestas a la adúltera: instituye que se le dé muerte ejemplar derramándole plomo derretido en la garganta.