Capítulo 6
La ciudad de las siete colinas
Roma empezó en el monte Palatino y después se extendió por los vecinos Esquilino y Quirinal. Entre estas colinas quedaba una llanura pantanosa que desecaron (drenándola con la cloaca Máxima) para establecer en ella el mercado de la nueva ciudad, el Foro, que sería, desde entonces, centro de la vida pública. Y, al poco tiempo, todo ese conjunto se rodeó con la muralla de Servio Tulio, que abarcaba ya las siete colinas, incluyendo las de Viminal, Celio, Aventino y Capitolio.
A lo largo de seis siglos, la ciudad crece y se engrandece. Nosotros vamos a penetrar en ella en su época de mayor esplendor, cuando cuenta con más de un millón de habitantes y es cabeza de un imperio que abarca desde el abrupto Finisterre de Hispania a las llanuras Mesopotámicas y desde los húmedos bosques de Alemania al calcinado arenal del desierto líbico.
No tema el lector perderse de mi mano: un grupo de ilustres amigos romanos se ha ofrecido amablemente para mostrarnos hasta los más recónditos entresijos de su ciudad. Como ellos no son rigurosamente coetáneos, tampoco les vamos a exigir que la ciudad que nos muestran pertenezca a una misma época. Es posible que, desde esa diacrónica perspectiva, nos sea dado pasear por el Campo de Marte cuando era una llanura despejada o levemente arbolada, pero también podremos contemplar los espléndidos templos, los arcos de triunfo y el circo que vinieron a poblar su tranquila planicie.
Después de dos mil años, el tiempo anula esas distancias y nos permite abarcar, con la misma melancólica mirada, el solar, el edificio, su lenta ruina y los nuevos muros que lo suplantarán en un hipotético mañana. En esta fascinante ciudad conviven, y se yuxtaponen impúdicamente, el lujo más desenfrenado y la más afrentosa miseria. Al lado del palacio adornado con estatuas de mármol traídas de Grecia se levanta la chabola de barro, y más adelante, en el siglo III, cuando el suelo escasee, en apartamentos contiguos del mismo edificio habitarán el próspero tendero burgués y el pobre diablo que malvive de los subsidios y de las propinas. Un cuarto de la población padece hambre física. Los que tienen vivienda se hacinan en superpoblados edificios de los barrios bajos cuyas destartaladas ventanas dan a las lujosas mansiones rodeadas de jardines de los ricos o a las casas unifamiliares, con una docena de habitaciones, de la clase media.
Si preguntamos a uno de los atareados ediles que se esfuerzan por ordenar la caótica urbe del siglo IV, nos dirá que el perímetro de su recinto abarca ya veinte kilómetros. Hace siglos que rebasó aquella primitiva muralla de Servio Tulio. Las 152 fuentes de la ciudad, a las que acuden largas filas de esclavos y mujeres con cántaros, consumen más de mil millones de litros de agua diarios, que les llegan por once acueductos. Existen 1797 casas unifamiliares y 46 602 bloques de vecinos repartidos en 423 barrios («vici»). Hay 37 puertas, 8 puentes sobre el Tíber, 29 avenidas, 11 foros, 856 baños privados, 11 termas públicas y 190 graneros que surten de trigo a 254 molinos y que son abastecidos por media docena de flotas que traen trigo de Sicilia, de Hispania y de Egipto. Hay también 2 circos, 2 anfiteatros, 3 teatros y 28 bibliotecas. Y 36 arcos triunfales y 10 basílicas. Casi toda esta grandeza, que ya comienza a dar preocupantes señales de la decrepitud que precederá a su dilapidación, arranca de la época de los Césares. Augusto solía ufanarse: «Heredé una ciudad de ladrillo y la dejo de mármol».
Dispongámonos a pasear por la ciudad. No nos limitaremos, como los turistas modernos suelen, a visitar sus más famosos monumentos. Nuestra intención es conocer los distintos ambientes de la ciudad, incluso aquellos donde la miseria y el abandono constituyen una afrenta para el moderno observador, aunque no, ciertamente, para la sociedad romana. Alega nuestro amigo Marco Cornelio que de la miseria de una gran parte de la población de la ciudad no es responsable el Estado. Es que los provincianos creen que en Roma se puede vivir del cuento y, sin pensárselo dos veces, hacen el hatillo y se presentan aquí, sin oficio ni beneficio, dispuestos a vivir de la sufrida «annona» o de la caritativa nómina de algún rico («sportula»). Séneca, el filósofo cordobés, es de la misma opinión: «Muchedumbres de personas abandonan voluntariamente su país natal y llegan a Roma atraídos por su propia ambición o por necesidades de los cargos públicos que desempeñan. Otros, lo que buscan es un lugar rico en vicios para engolfarse en ellos o anhelan únicamente recrearse en los espectáculos públicos. Unos vienen a vender su hermosura, otros su elocuencia, y muchos ponen en la almoneda sus virtudes o sus vicios».
Sus vicios, he aquí una clave en la que los otros contertulios parecen coincidir. El también español Marcial remacha: «Si uno es honrado, no es seguro que pueda vivir en Roma».
Y Lucano se lamenta de que quede poco de la población original «puesto que aquí se ha concentrado la hez del mundo entero».
Como procedemos del municipio Urgavonense, en la hispana Bética (y estamos orgullosos de ello porque aquélla fue una de las provincias más profundamente romanizadas, que es tanto como decir civilizadas) hemos entrado en la ciudad por el puerto del Tíber, lo que quizá no nos depare el paisaje urbano más idóneo para adquirir una favorable primera impresión de Roma. Aguas cenagosas sobre las que flotan desperdicios, muelles abarrotados de silentes bultos y vociferantes esclavos, denso olor de almacenes de curtidos, hoscos volúmenes de pósitos y corrales que parecen aplastar las mínimas hileras de frágiles y destartaladas viviendas que se apiñan desde el río hasta las laderas del vecino Aventino. Por estas malolientes callejuelas pululan bandadas de niños mendigos, apenas vestidos de harapos, y mal encaradas prostitutas que nos brindan, con gritona insistencia, sus marchitos encantos. Mejor será que nos apresuremos y salgamos de aquí porque cae la tarde y Marco Cornelio nos ha advertido que por esta zona abundan los atracadores.
Al llegar a la explanada del Circo Máximo, el ambiente no mejora gran cosa. Las destartaladas y ruidosas casas de vecinos se apiñan unas sobre otras dejando apenas paso entre ellas por unas callejas húmedas y malolientes. Pasamos ante alguna barbería, donde a esta hora hacen tertulia los hombres de la vecindad. Raídas túnicas, pies descalzos, gente humilde y plebeya, artesanos, esclavos, obreros.
Algunas pobres tiendas permanecen abiertas: zapateros, abaceros, lanas. Gente de los otros barrios viene a comprar aquí porque los precios son más bajos. Observamos también la existencia de prostitutas que intentan atraer al viandante desde las ventanas de sus sórdidas alcobas.
Cediendo a los insistentes ruegos de nuestro amigo Marco Cornelio, salimos del barrio y nos encaminamos al Capitolio. Por aquí deberíamos haber empezado la visita puesto que es el centro sagrado de la ciudad y su parte más noble y antigua. El Capitolio es la primera de las siete colinas. En realidad tiene una extraña forma, con dos cimas. En la más amplia, propiamente denominada «Capitolium», está el templo de Júpiter, el más importante de la ciudad, su catedral, como si dijéramos; en la otra, el Arx, está el templo de Juno Moneta, la esposa de Júpiter. Pasamos junto a los imponentes muros del archivo estatal («Tabularium») y nos asomamos, por el escarpe meridional, a la famosa Roca Tarpeya, desde la que antiguamente se despeñaba a los condenados a muerte. Tiene una buena costalada.
Se nos ha hecho de noche y apenas nos queda tiempo para echar un vistazo al «Tullianum», donde se custodian las copias en bronce de los más solemnes tratados que Roma ha firmado con sus socios y aliados. De paso hemos podido admirar una espléndida colección de estatuas en la que vemos representados a todos los grandes hombres de la historia de Roma.
Nuestro amigo Marco Cornelio, en cuya casa nos hospedaremos, habita en el antiguo barrio del Palatino, donde están las residencias de gran parte de las más antiguas familias de la aristocracia romana. Ahora, debido a la escasez de espacio, algunos ricachones de última hora empiezan a construirse magníficas mansiones al otro lado del valle, sobre el Celio o, pasando el Foro, sobre el Viminal. En el siglo III las residencias ajardinadas ocuparán también el Esquilino y el Pincio. No obstante, el Palatino sigue siendo el barrio favorito de la nobleza. Aquí reside Augusto, en una casa bastante modesta, por cierto; aquí construirá Tiberio la Domus Tiberiana, que Calígula ampliará en la Domus Gaiana. Nerón, necesitado de más ambiciosos espacios, edificará al pie del Palatino, sobre la llanura adyacente, su Domus Transitoria, que después del famoso incendio de Roma hubiera dado lugar, de haberse concluido, a la desmesurada Domus Aurea. Y aquí, finalmente, instalaron los Flavios su sede imperial.
Marco Cornelio nos cuenta una anécdota referida a la casa de Nerón. El emperador, como buen megalómano, aspiraba a construirse un palacio que superara no sólo los de todos sus predecesores, sino, a ser posible, también los de sus sucesores. El proyecto de la Domus Aurea, resultado de tal empeño, ocupaba tantas hectáreas que los ingeniosos y maldicientes romanos llenaron la ciudad de pasquines en los que se podía leer:
«Roma va camino de convertirse, toda ella, en una sola mansión. ¡Ciudadanos, emigrad a Veyes!». Y una venenosa posdata añadía: «Aunque bien pudiera ocurrir que la casa de Nerón llegue también a Veyes».
En la residencia de Marco Cornelio nos están esperando su noble y distinguida esposa, la discreta Caesia, y sus dos agraciadas hijas adolescentes. Tiene también un hijo, Cayo, oficial del ejército destinado en una guarnición de Hispania. Hacemos una respetuosa venia ante la hornacina de los Lares familiares y, acto seguido, pasamos al triclinio, donde nos aguarda la opípara aunque algo tardía cena que han preparado en nuestro honor. Después de una breve sobremesa, nos retiramos a nuestro aposento. Un esclavo, el mismo que nos lavó los pies al llegar a la casa, nos ayuda a desvestirnos y luego se lleva la luz.
Al día siguiente, en cuanto amanece, la casa se llena de ruidosa actividad.
Nos aseamos y, siempre solícitamente atendidos por el esclavo de la víspera, nos ponemos la toga, una operación bastante más complicada que hacer un buen nudo de corbata. Después del copioso y reposado desayuno, nos lanzamos a la calle con el grupo de amigos que, mientras tanto, ha ido llegando a la casa. Charlando animadamente con tan excepcionales cicerones descendemos una suave cuesta flanqueada por las tapias y fachadas de hermosas residencias. Entre ellas nos señalan la del famoso Craso, que en su tiempo fue la mansión más lujosa de Roma. Cuando llegamos al llano la conversación decae un tanto. Ahora discurrimos por lóbregos callejones de humildes casitas ente las que brota de vez en cuando un destartalado bloque de apartamentos. Un hervor de vida se percibe en el barrio. Los niños de la vecindad juegan a las canicas sobre el dilapidado empedrado de la calle, profundamente surcado por las rodadas de los carros. En medio de una plazuela, un cerdo de suculentos andares hoza sobre una pila de estiércol fresco.
Lucilio, que advierte nuestra mal disimulada sorpresa, nos informa: «Si no fuera por los cerdos que vagan por las calles comiéndose los desperdicios, estos barrios olerían aún peor».
«Pero ¿a quién pertenece?», preguntamos por decir algo.
«Será de algún vecino. Seguramente uno de esos niños tiene por misión vigilarlo. Ten en cuenta que Roma está llena de ladrones y rateros». Unos minutos más tarde llegamos al Foro, que es la plaza mayor de Roma.
Ocupa el centro de la dilatada llanura que las siete colinas limitan. Por lo que estamos viendo, Roma es una ciudad concéntrica y el Foro es su corazón. Aquí está el centro de la vida oficial, la «city», si se nos permite utilizar el término anglosajón, aunque sólo sea en gracia a su origen latino. En torno al Foro, apurando la llanura, se apiñan enmarañadas callejuelas y bulliciosos barrios populares, tiendas, obradores de artesanos, mercados y mercadillos que, a nuestros ojos perversamente modernos, semejan zocos de ciudad moruna. En los límites de la llanura se alza el relieve para formar un vago semicírculo de colinas en cuyas laderas y alturas se han instalado los barrios residenciales, los monumentos y las mansiones de los ricos.
Lucilio se esfuerza en describirnos el ambiente: «De la mañana a la noche, tanto en días laborables como en festivos, todo el mundo, plebeyos y senadores, se apiña en el Foro y pasa allí el día, sin ausentarse nunca. Todos se entregan a la misma pasión y al mismo arte: el de engañarse mutuamente con sus palabras, contender en enredos, competir en lisonjas, fingirse nobles y tender trampas al prójimo como si cada uno de ellos fuese enemigo de todos…». Las seguramente exageradas palabras de nuestro amigo se pierden en el bullicio ferial de la plaza.
Desde un ángulo propicio se nos ofrece una buena panorámica del Foro: un vasto espacio irregular y alargado rodeado de magníficos templos y de edificios oficiales de noble apariencia. A pesar de lo temprano de la hora, la muchedumbre aquí concentrada es tal que no se puede dar un paso sin importunar al vecino. La algarabía es tremenda porque todos hablan a gritos.
No obstante, esta promiscuidad no parece importar a los romanos. Ya se sabe cómo es la vida aquí: «Uno me da un codazo, otro me aporrea con una viga que lleva al hombro, otro me da un coscorrón con una canasta y aquél con una tinaja». En la multitud encontramos de todo: gentes atareadas que se ocupan de mil diversos asuntos, gentes ociosas, ganapanes, pícaros, nobles Patricios, míseros mendigos, hombres de negocios, funcionarios estatales, ávidos cambistas, vociferantes abogados, ayunos literatos, geómetras, médicos, vendedores ambulantes de salchichas y empanadas de garbanzos… Todas las razas y pueblos del mosaico imperial están dignamente representados en el mar de cabezas: rubios germanos, azafranados galos, endrinos etíopes, rizosos judíos, greñosos sirios, impecables griegos, cetrinos hispanos. De vez en cuando un par de corpulentos esclavos provistos de garrotes («anteambulones» = los que caminan delante) apartan a la gente sin muchos miramientos para abrir paso a la litera de algún potentado: «Paso a mi señor, paso a mi señor», van salmodiando mientras te dan el manotazo. El que tan cómodamente atraviesa el Foro, navegando en muelle colchón sobre aquel mar humano, ha preferido correr las doradas cortinas de su lecho para ignorar las incomodidades que causa a sus conciudadanos.
Sólo alcanzamos a verle una mano blanca, ociosa y regordeta que asoma, al desmayado desgaire, fuera de los velos dorados. Hemos podido contar hasta cinco anillos de oro adornados con imponentes piedras. Con el valor de cada una de ellas muchas familias podrían vivir decorosamente por el resto de sus días.
Éste es el corazón del imperio. De esta bulliciosa fuente mana su burocracia: cartas, certificados, informes, órdenes de pago, contratas de obras públicas, nombramientos, recomendaciones, ceses. Los funcionarios estatales trabajan en jornada intensiva, desde que amanece hasta mediodía o poco menos. La tarde es para el ocio y los deportes. Es el momento de cumplir con el rito turístico de todo recién llegado.
Nos abrimos camino hasta la tribuna de los oradores, junto a los Rostra.
Aquí está el centro geográfico de Roma, señalado por una columna de piedra revestida de bronce dorado («miliarium aureum», que más adelante, con Constantino, será el «umbilicus Romae», es decir, el ombligo de Roma). Este punto es el kilómetro cero del que parten todas las calles que conducen a las puertas de la ciudad y a las carreteras que comunican la capital imperial con sus dominios.
Ahora comprendemos la justeza del dicho «todos los caminos van a Roma».
Próxima a los Rostra está la oficina de las «Acta Diurna Populi». Nuestro amigo Marco adquiere un ejemplar. Éste es el periódico de Roma, una especie de Boletín Oficial de Estado manuscrito en el que se reflejan los edictos de los magistrados, las constituciones imperiales, los bandos de la ciudad, sus actos públicos y los ecos de sociedad.
Todo el que tiene familiares en provincias lo adquiere para enviárselo, pues los que añoran Roma en tierras lejanas leen con fruición este periódico. Al pasar junto a los Rostra, Marco nos explica el sentido de estos extraños trofeos. Son unas columnas de piedra adornadas con los espolones de bronce de los navíos capturados al enemigo. En este punto se exhibieron también la cabeza y las manos de Cicerón al día siguiente de su asesinato.
Pasamos por la zona de los cambistas. Hay como una docena de ellos, parapetados detrás de sus tenderetes.
Los que no están atendiendo a algún cliente hacen tintinear, con profesional destreza, el reclamo de sus apiladas monedas. Si te ven cara de forastero, te interpelan y te abruman con sus consejos e insisten en que no pases adelante sin cambiar tus divisas. Roma, te advierten, está llena de mercaderes desaprensivos. Si no andas provisto de moneda romana te estafarán. Pasadas las oficinas de los cambistas, entre la noble arquitectura de los templos de Cástor y Pólux y de Vesta (donde los nobles romanos depositan sus testamentos al cuidado de las vírgenes vestales) está la basílica Iulia, donde los abogados defienden sus pleitos. Una muchedumbre de ociosos asiste a los juicios, pues el romano es muy aficionado a la elocuencia y a la controversia. Visitamos después el templo de César, levantado sobre el punto donde ardió su pira funeraria, y los templos de Minerva y de Augusto divinizado. Notamos un tumulto en torno a unos carteles que han colgado del muro posterior del templo. «Son —nos explica Marco Cornelio— las listas de soldados licenciados». La biblioteca de Tiberio está al lado y cuando se publican las listas no hay quien pueda trabajar allí, del ruido que se forma en la calle.
A una observación nuestra sobre la cantidad de gente ociosa que se ve en el Foro, Séneca replica:
«Roma está llena de personas inquietamente ociosas que no tienen mejor cosa que hacer que merodear y matar el tiempo. Todo el día se lo pasan por las casas, por los teatros y por los foros, entrometiéndose en los asuntos de los demás y dando la impresión de que hacen algo. Sólo buscan pasar el tiempo; son como esas hormigas que suben en largas hileras hasta la copa de los árboles para bajar luego al suelo de vacío. Si los observas detenidamente verás a los que saludan a uno que ni siquiera les devuelve el saludo, se suman al cortejo fúnebre de un desconocido, acuden al juicio de uno que pleitea todos los días, a la boda de una mujer que se casa cada dos por tres; o escoltan una litera y echan una mano para llevarla si se tercia. Luego regresan a su casa agotados y no saben decir a qué salieron ni dónde han estado, pero al día siguiente vuelven a lo mismo».
Marco Cornelio, que teme que nuestra impresión de Roma sea un tanto negativa, intenta llamar nuestra atención hacia la magnificencia arquitectónica que nos rodea razonando que la ciudad es también obra de las laboriosas generaciones que la ilustraron con tan espléndidos monumentos. Precisamente esta zona del Foro es la más monumental de la ciudad porque, al ser escaparate de la vida pública de Roma y marco de sus más solemnes ocasiones, los sucesivos emperadores han rivalizado en dotarla espléndidamente. El que inició su engrandecimiento fue César, cuando hizo construir la basílica Iulia y los Rostra. Augusto añadió el templo Divi Iulii; Tiberio, aunque era grandísimo tacaño, reedificó dos templos: el de la Concordia y el de Cástor y Pólux; Tito añadió el de Vespasiano; Trajano urbanizó la explanada levantando dos grandes parapetos junto a los Rostra; Antonino construyó el Templum Antonini et Faustinae; Septimio Severo, el arco de su nombre, y Majencio inició una espléndida basílica que completaría su rival Constantino. Como esas salas excesivamente amuebladas de las familias consumistas, el antiguo Foro de Roma acabó quedándose estrecho, y sus funciones, colapsadas por la creciente burocracia de un imperio cada vez más complejo, hubieron de extenderse a los llamados foros imperiales. Éstos constituyeron el ensanche de la nueva Roma en las cercanías del Foro antiguo. En el de Vespasiano encontramos el templo de la Paz y el de la Villa, donde admiramos un curioso plano de roma, a escala, en mármol, que adorna la fachada de la biblioteca.
Después está el de Nerva o transitorio, más reducido, con el templo de Minerva, y a continuación los de César y Augusto: una hermosa colección de estatuas de romanos célebres y la ecuestre de César. El último foro, mayor y más notable que los demás, es el de nuestro comprovinciano Trajano, construido sobre el celebrado diseño de Apolodoro de Damasco. Su hermosa plaza porticada, excavada en parte en las laderas del Capitolio y del Quirinal, está rodeada de notables edificios y obras de arte.
Son famosas sus galerías comerciales y almacenes y el conjunto que forman la basílica Ulpia y las bibliotecas y templo de Trajano divinizado. Y en el centro de todo ello, la espléndida columna de Trajano.
Pero escapemos de la muchedumbre y busquemos más desahogados espacios.
Por el lado del Foro que da al Quirinal, en la zona del Campo de Marte, donde antiguamente se celebraban las elecciones, salimos a los Saepta. Aquí el ambiente es más tranquilo. Curioseamos entre los tenderetes de las tiendas de lujo donde se hacinan los más variados productos del imperio. Los caprichosos y elegantes de Roma deambulan por este centro comercial en busca de telas de seda, perfumes orientales, taraceas egipcias, esclavos de lujo, cerámica griega, papagayos, collares de ámbar. No todos compran, naturalmente. Éste es también el paseo en el que se dan cita los elegantes después del almuerzo. Si bien, para según qué cosas, se pueden escoger también otros paseos de la ciudad más tranquilos e íntimos: la vía Apia, la vía Flaminia, los parques del Trastevere y del Aventino, el entorno ajardinado del templo de Diana o incluso el juvenil y bullicioso Campo de Marte al que ya, sin más dilación, salimos.
El campo de Marte se extiende desde las colinas Capitolina y Quirinal hasta el río. Es el pulmón de Roma, su punto más espacioso y despejado. Aquí es donde las nodrizas pasean a sus niños; los mozalbetes juegan; los jóvenes, e incluso no tan jóvenes, practican sus deportes favoritos, corren, juegan a la pelota o luchan.
Alejándose del centro, por las apacibles riberas del Tíber, también se encuentran recoletos paseos donde los ancianos toman el sol y platican. Es sólo una relativa lástima que, a lo largo de los siglos que abarca el imperio, el Campo de Marte acabe urbanizándose también con un número excesivo de edificios. Allí admiraremos el mausoleo de Octavio, un túmulo recubierto de árboles de hoja perenne, el pórtico de Octavio, el teatro de Marcelo, el Ara Pacis, el estadio de Domiciano, el teatro Odeón, el panteón de Agripa y las termas de Agripa y Nerón. También los templos de Isis y Serapis, en cuyos recoletos alrededores se solían citar los enamorados. Y para los cultos, el pórtico de Octavia, la hermana de Augusto, verdadero centro cultural dotado de biblioteca y sala de conferencias.
Esto es lo que encontramos por la ribera izquierda. Más allá del río, por los campos del Vaticano, sólo acertamos a otear verdes trigales, lujosos jardines, huertas y casas de recreo o de labor.
Si nos acompañara Cicerón, seguramente no habría podido reprimir una lágrima furtiva al contemplar, allá a lo lejos, el jardín que él quiso comprar a cualquier precio para elevar en él un santuario dedicado a la memoria de su querida hija Tulia. Andando el tiempo, esta ribera se poblará de modestos edificios y constituirá un barrio obrero (el Transtíber). También se construirán aquí el mausoleo de Adriano y el circo de Calígula.
Pero si en lugar de acercarnos al río hubiésemos optado por abandonar el Foro por el lado opuesto, es decir, por el que da al Esquilino, nos habríamos topado con la magnificencia del anfiteatro y el magnífico templo de Venus y Roma, con su tejado cubierto de planchas doradas, bañadas en oro, que relumbra en la distancia, herido por el sol. Delante del templo está el Coloso de Nerón (origen de la palabra Coliseo con la que se conoce al vecino anfiteatro). Es una estatua gigantesca, de treinta y seis metros de altura, que adornaba la entrada de la Domus Aurea. A la muerte de Nerón le añadieron los atributos necesarios para que representara al dios Sol. Adriano la trasladó a su actual emplazamiento. Los viejos del lugar aún recuerdan que fue necesario uncir veinticuatro elefantes a la plataforma que sirvió para trasladarla.
El Esquilino es otro de los barrios curiosos de Roma. En tiempos de la república era un lugar horrendo: en su desolada cúspide se alzaban cruces y patíbulos, cerca del cementerio y osario municipal a donde iban a parar los cuerpos de los ajusticiados o de los mendigos que morían en la calle; en su falda sinuosa crecían, entre mefíticas basuras, las chabolas de los más pobres. Allí se alineaban los humildes prostíbulos de la Subura, el barrio chino de la ciudad, del que todavía persiste algo en las callejas sórdidas donde habitan los libertos y los artesanos desempleados. Pero el Esquilino que visitamos ahora con nuestros cultos amigos se ha ido convirtiendo, en el razonable espacio de un siglo, en un elegante barrio residencial que huele a dinero fresco y a prosperidad recién estrenada. Baste decir que hasta aquí había de extenderse la Domus Aurea de Nerón (sí, probablemente llevaban razón los que censuraban la excesiva extensión de sus dependencias y jardines). En este señorial vecindario están los más bellos parques de Roma, entre ellos el tan famoso de Mecenas, y algunas de las más espléndidas mansiones de la nueva aristocracia.
Como nuestras costumbres son más plebeyas, descendemos de nuevo al bullicio y a la fritanga de los barrios populares en torno al Foro.
Otra vez nos perdemos por calles estrechas y tortuosas. En las horas de mayor afluencia, los embotellamientos son frecuentes, particularmente en los puntos donde se cruzan dos o tres literas o sillas portátiles en las que los ricos se hacen transportar a hombros de esclavos.
En el Argiletum visitamos el Vicus Sandaliarius, donde están enclavados los comercios de los zapateros y de los libreros («bibliopola»), dos actividades estrechamente asociadas pues comercian con el mismo material, el cuero. Por cierto que el hedor a piel podrida y a pez recalentada que despiden sus obradores y tenerías flota sobre el barrio entero como una pestilente losa. Nuestros elegantes amigos echan mano de sus perfumadas bolitas de ámbar y se las llevan a las narices en los pasajes donde el hedor se hace especialmente insoportable.
Comenzamos a entender que el uso de perfumes esté tan extendido en Roma entre las clases pudientes: es que la ciudad huele francamente mal. Como todos los componentes del grupo somos gente de letras, es inexcusable que penetremos a curiosear las últimas novedades en dos o tres librerías («tabernae librariae»). Al fondo de cada establecimiento, en la parte más iluminada, hay largos escritorios donde los amanuenses, asalariados o esclavos, se afanan sobre sus papiros y tinteros. Están fabricando copias de la nueva obra de Ovidio, un manual para enamorados que parece que va a ser best-seller entre los donjuanes de las provincias. El método de edición resulta algo penoso a los que procedemos de la galaxia de Gutemberg. Casi todos los libros se componen sobre rollos de papiro de Egipto de veinte hojas encoladas una a continuación de otra. Su lectura es bastante incómoda. Desde la época Flavia se divulgan otros tipos de libros parecidos a los nuestros («quaterniones»), que se fabrican con pergamino de oveja («membrana»), pero resultan caros.
Otros soportes de la escritura nos parecen no menos curiosos. Tablillas de madera enceradas («cerae»), unidas como un bloc de anillas («codex», de donde la palabra «códice») y hasta láminas de plomo para documentos importantes que deben perdurar.
A la salida de la librería, en una encrucijada, un pesado carro lanzado a toda velocidad está a punto de atropellarnos.
—Creía que estaba prohibida la circulación de carros durante el día —comento sin salir todavía del susto.
—Y lo está —asiente Marco Cornelio—, pero se hace una excepción con los que transportan escombros o materiales de construcción, puesto que de otro modo habría que construir de noche y eso haría de Roma una ciudad aún más ruidosa de lo que ya es, si te puedes imaginar tal cosa. Descendemos a los barrios del Tíber y curioseamos por las tiendas.
Cada una de ellas exhibe sus productos en la puerta, así como carteles rotulados en brillantes colores. Son mensajes publicitarios que pretenden atraer a los clientes indecisos. En el dintel de la chacinería admiramos una simétrica batería de hermosos y bien curados jamones; en el de la bodega contigua hay dos panzudas ánforas. Entran y salen clientes provistos de cenachos en los que portan sus compras del día. No nos parece que se apresuren como los que van de tiendas en nuestras ciudades modernas; antes bien se van deteniendo a cada momento para conversar con algún conocido o para asistir a los mil espectáculos que la calle ofrece: saltimbanquis, tragasables, augures, decidores de buenaventura, curanderos… También abundan los vendedores ambulantes de baratijas y de ropas usadas («centonarius») que son las únicas que pueden comprar los pobres.
Uno de nuestros amigos se detiene en una barbería («tonstrinae») donde suele hacer tertulia. Los barberos («tonsores») ejercen un oficio muy necesario pues, en esta época, todo el mundo se afeita el rostro (excepto los excéntricos filósofos, que gastan barba) y, sin embargo, no existe la costumbre de afeitarse uno mismo. En cierto modo se comprende: todavía no se ha inventado el jabón, hay que raparse en frío la indócil barba, tan sólo humedeciéndola con agua, y, por si fuera poco, el filo de las navajas deja bastante que desear. Es muy frecuente ver auténticos «ecce homos», perdón por tanto latín, y mal restañadas heridas sobre rostros afeitados con dudoso apurado.
A través de la calle de los vidrieros («vicus vitrarius»), llegamos a la de los perfumistas («vicus unguentarius»), quizá el único punto de Roma donde los tufos y olores no ofenden al olfato. En minúsculos talleres, los esclavos se afanan moliendo polvos de olor y extrañas sustancias en sus morteros de piedra.
Por todas partes se ven manchas de aceite, que será el vehículo de las esencias hasta que se conozca el alcohol. Cerca ya del Tíber, en el «vicus tuscus», el goloso Marco Cornelio adquiere una bolsita de pimienta.
La hora del almuerzo nos sorprende en el barrio XIV. Hemos dado tantas vueltas por Roma que tenemos los pies hechos polvo. Los amigos que nos acompañaban han ido desertando y no volverán hasta la tarde. Cuando quedamos solos, Marco dispone que regresemos a casa en un taxi. Nos dirigimos a la parada («castra lecticariorum»), donde alquilamos una litera de dos plazas. Es como una especie de espaciosa angarilla que contiene un colchón duro y unas almohadas. Ocho fornidos esclavos capadocios introducen largos varales por las argollas laterales y, a la señal del capataz, levantan vigorosamente la litera y parten hacia el punto de destino a notable velocidad. Como nuestro vehículo es de alquiler, su decoración es sucinta, pero por el camino nos cruzamos con otras literas privadas en las que sus dueños hacen emblemática ostentación de riqueza. Marco Cornelio me explica que también existen literas de viaje, para la carretera, portadas por dos mulos («basterna»).
Aquellos que no pueden permitirse el lujo de una litera procuran al menos lucirse en utilitaria silla de manos («sella») portada por una pareja de esclavos. Nadie se acuerda de la antigua ley, promulgada por César, que limita el uso de estos artefactos.
Domiciano lo prohibirá a las mujeres de vida alegre con idénticos negativos resultados.
Nocturna Roma
Los ciudadanos que se lo pueden permitir, porque están desocupados o porque son ricos o funcionarios del Estado o pequeños propietarios rentistas, procuran pasar la tarde en las termas. Las termas constituyen el gran placer del romano cuando no hay juegos o espectáculos públicos. Pero nosotros nos sentimos tan agotados después de la caminata de esta mañana que preferimos pasar la tarde en casa, leyendo a Virgilio en la discreta pero suficientemente surtida biblioteca de nuestro anfitrión. He de advertir que casi todas las casas nobles cuentan con su propia biblioteca, si bien estas bibliotecas particulares raramente exceden de un par de docenas de volúmenes puesto que el libro es caro y se deteriora fácilmente con la polilla y la humedad. Los eruditos pueden, no obstante, trabajar en las bibliotecas públicas de las que Roma está suficientemente surtida. En el siglo IV llegó a haber veintiocho.
Las más importante eran la de Augusto, en el Palatino, la de Tiberio, en la Domus Tiberiana, y la Ulpia, donación de Trajano.
A la caída de la tarde, después de cenar, salimos a dar una vuelta para conocer la Roma nocturna. Nos acompañan otra vez los amables amigos de la mañana.
La noche romana es mucho más ruidosa que el día. En cuanto se pone el sol, los centenares de carros de víveres y mercancías que han ido llegando durante todo el día a los aparcamientos de las puertas Trigémina y Collina, irrumpen en la ciudad, la invaden y se dirigen a sus puntos de destino a toda velocidad pues sólo los primeros podrán librarse de los inevitables embotellamientos. Aunque la ley establece que los ciudadanos tienen derecho a transitar sin miedo ni peligro («sine metu et periculo»), lo cierto es que el mero ruido de los carros nos amedrenta: son como bólidos sobrecargados cuyas llantas de hierro truenan inmisericordes sobre los relejes del agrio empedrado. De vez en cuando rozan las piedras sobrealzadas en medio de la calzada, que constituyen los pasos de cebra, y hacen saltar siniestros regueros de chispas. Decididamente ésta es una ciudad insoportablemente ruidosa. Adivinando nuestros pensamientos, Marcial interviene:
—¡Los ruidos de Roma! No te dejan vivir por la mañana los maestros de escuela, por la noche los panaderos y a todas horas los caldereros, que repican con sus martillos; aquí es el cambista aburrido que tintinea sus monedas sobre la sórdida mesa, allá un dorador que aporrea con su bastoncito la piedra pulida. Incesantemente los fieles de Belona gritan poseídos por la diosa; no acaban nunca, el náufrago con una tabla al cuello que va refiriendo la historia de su percance; el niño mendigo al que su madre ha enseñado a pedir limosna lloriqueando, el revendedor que te molesta insistiendo en que le compres unas pajuelas… Juvenal es todavía más radical en su condena. A él, romano de toda la vida, además de los ruidos que producen sus conciudadanos, le molesta que haya tantos extranjeros y forasteros.
La tiene particularmente tomada con los griegos.
—Esta ciudad se me hace insoportable. Hace un momento que en el Tíber ha desembarcado el Orontes trayendo consigo la lengua y las costumbres de aquellas gentes y, además, flautistas que aportan liras con cuerdas traveseras, tímpanos, su instrumento nacional, y esbeltas muchachas.
¡Ay, los griegos! Vienen de todas partes, se instalan en el Esquilino y en el Viminal y se hacen dueños de las familias más ilustres. Son lo que quieras que sean: literatos, rectores, geómetras, pintores, masajistas, augures, funámbulos, médicos, magos. El grieguito muerto de hambre entiende de todo. Dile que te suba al cielo: te subirá.
La ciudad nocturna es tan ruidosa que no nos extraña que sus calles estén tan concurridas. A lo mejor son vecinos que no consiguen conciliar el sueño en sus casas. «Es que para poder dormir en Roma tienes que ser muy rico», replica, agrio, Juvenal.
La vida nocturna se concentra en ciertos barrios donde existen tabernas («popinae, thermopolia»). Nos llama la atención que el vino se sirva caliente. En algunos establecimientos se juega a los dados, cruzando apuestas. En casi todos hay pelanduscas que ejercen su oficio en camaranchones de los pisos altos o en húmedas trastiendas abarrotadas de ánforas y cachivaches.
Juvenal, siempre atento a los aspectos negativos de la ciudad, es de la opinión que debiéramos dar por terminado el paseo y retirarnos a nuestras respectivas posadas. Es poco amigo de la noche.
—Considerad ahora —nos dice— cuán diversos son los peligros de la noche. Pensad desde qué altura puede precipitarse una teja y romperte el cráneo y cuántas veces son lanzados desde las ventanas cacharros desportillados que dejan profundas huellas sobre el empedrado. ¡Bien se te ha de tener por descuidado e imprevisor si asistes a una cena sin haber hecho previamente testamento! Cuando sales de noche te acechan tantos peligros mortales como ventanas hay abiertas. Y sólo por esta razón te conformas melancólicamente con que se contenten con ducharte con el contenido de los cubos.
No exagera nada nuestro malhumorado amigo. En esta ciudad, que es cabeza del mundo, son pocas las casas que están provistas de desagües y el servicio municipal de recogida de basuras aún no se ha inventado. Por lo tanto, los desperdicios del día suelen arrojarse a la calle por la ventana en cuanto las propicias tinieblas —tampoco hay alumbrado público— garantizan la impunidad. En tales circunstancias, el sufrido transeúnte está vendido, pues en cualquier momento le puede llover del cielo un chaparrón de desperdicios líquidos («effusum») o, lo que es peor, sólidos («deiectum»).
En casos graves de descalabramiento, que los hay, todos los inquilinos del inmueble serán corresponsables ante la justicia.
En cada uno de los catorce distritos en que está dividida la ciudad existe un cuartel o comisaría («excubitorium»), que es también parque de bomberos. Está servido por un retén de «vigiles» que patrullan las calles provistos de cubos y armas, por si hay incendios o reyertas, pero ya se sabe que nunca están cuando se los necesita. Si uno quiere sentirse seguro debe llevar su propia escolta, cuatro o cinco fornidos esclavos, armados de garrotes y provistos de luces.
Otro peligro nocturno es el constituido por los gamberros. Hay cuadrillas de mozalbetes, algunos de ellos de las mejores familias de la ciudad (incluso el propio Nerón, ya emperador, se sumó a veces a estas pandillas), a los que la costumbre consiente que campen por la ciudad cometiendo toda clase de abusos antes de que el yugo del matrimonio y el trabajo adulto les asiente la cabeza. Si se contentan con insultarlo o apalearlo y con sobarle la mujer, ya puede el pacífico transeúnte dar gracias a los dioses, porque ha salido bien parado después de todo, pues muchas veces gustan de redondear la faena arrojando a sus víctimas a la cloaca más próxima. También saben echar abajo la puerta de una conocida cortesana que pensaba holgar —en el sentido de descansar— esa noche, para violarla por turno, destrozarle el mobiliario y robarle las galas y trebejos del antiguo oficio.