Capítulo 5.Luces y sombras del imperio.

Capítulo 5

Luces y sombras del imperio

La vida de Tiberio (14 a. de C.-37 d. de C.), el sucesor de Augusto, es como una novela. Su madre, la bella Livia, tenía trece años de edad cuando lo dio a luz. Era Tiberio todavía niño cuando Augusto, enamorado de Livia, la obligó a divorciarse de su marido para casarse con él. Tiberio recibiría la esmerada educación propia de un miembro de la familia imperial y, por lo tanto, posible sucesor de Augusto. A los veintidós años destacó en varias campañas militares y ganó un «triunfo».

Poco después se casó, por amor, con Vipsania. Pero su felicidad conyugal fue efímera. A poco, Augusto (quizá convencido por la calculadora Livia) decide casarlo con su hija Julia que había enviudado por segunda vez (esta vez de Agripa, padre de Vipsania y suegro del mismo Tiberio: el confundido lector hará bien en consultar el árbol genealógico de la páginas 100-101). Tiberio nunca pudo olvidar a Vipsania, a la que Augusto casó con un senador. Cuando se la encontraba por la calle no podía reprimir las lágrimas. Su nueva esposa, Julia, era bella, alegre y casquivana: mala pareja para el taciturno Tiberio. Los años que siguieron constituyeron para él un tormento pues los adulterios de Julia eran la comidilla de los mentideros de Roma, aunque nadie se atrevía a denunciarlos a Augusto. Profundamente deprimido, Tiberio renunció a todos sus cargos y honores y se retiró a la isla de Capri. Tenía 36 años. La alegre Julia quedaba en Roma. En el retiro de Capri pasó diez oscuros años, al principio por su voluntad; después, quizá, porque no podía regresar a Roma sin permiso expreso de Augusto.

Mientras tanto, Livia había obtenido pruebas irrefutables de los adulterios de Julia y la había denunciado ante Augusto. El emperador, incapaz de aplicar en su amada hija las rigurosas leyes contra el adulterio que él mismo había promulgado, se contentó con desterrarla a la diminuta isla Pandataria.

Después de estos cambios, Tiberio tornó a gozar del valimiento de Augusto, que lo llamó a Roma y le restituyó los cargos y honores que disfrutara en otro tiempo. Además, lo adoptó como hijo, lo que equivalía a nombrarlo sucesor suyo. Nuevamente al frente del ejército, Tiberio se cubrió de gloria aplastando a los sublevados germanos que años antes exterminaran a las tres legiones romanas.

Cuando heredó el imperio, a la muerte de Augusto, Tiberio había cumplido ya 56 años y era un hombre profundamente marcado por los sinsabores y adversidades de su dilatada vida. No obstante, en los comienzos de su principado gobernó sabiamente.

Puso coto a los dispendios del dinero público en juegos y espectáculos, lo que le atrajo la antipatía de la plebe, pero también fiscal que padecían las provincias. Otros aspectos de su mandato son menos loables. Obsesionado por la idea de una conspiración contra su persona, multiplicó los procesos políticos contra preeminentes ciudadanos. El inquisitorial sistema de delaciones permitía recompensar al delator con parte de los bienes confiscados al condenado, lo que favoreció que muchos inocentes se vieran acusados por simples sospechas o con ayuda de pruebas falsas.

El hijo favorito de Tiberio, Druso, murió, quizá envenenado por su esposa Livilla, el año 23. Esta pérdida causó tanto dolor al emperador que trastornó su juicio. A partir de entonces abandonó el ejercicio del poder en manos de su amigo Sejano, el prefecto de pretorio, y poco después abandonó Roma para fijar su residencia nuevamente en Capri. Lo tremendo del caso es que es posible que Sejano fuese el verdadero responsable de la muerte de Druso, pues era amante de Livilla.

Capri no alivió la depresión de Tiberio. Una enfermedad de la piel, que le cubrió el rostro de purulentos granos malolientes, debió contribuir a su creciente aislamiento y misantropía.

Mientras tanto, Sejano, ya casado con Livilla, proseguía en Roma los procesos políticos por delitos de lesa majestad en un ambiente de terror. Sin embargo, Tiberio, afectado por su creciente manía persecutoria, dio en pensar que había otorgado a Sejano demasiado poder y que quizá acabaría volviéndose contra él. Por lo tanto hizo llegar una carta al Senado en la que lo acusaba de traición y ordenaba su muerte. El cumplimiento de la sentencia había sido previamente acordado con Macro, el nuevo y ambicioso prefecto de pretorio. Sejano fue asesinado junto con sus parientes e hijos.

Según una antigua creencia romana, el que daba muerte a una virgen quedaba maldito; por lo tanto, los ejecutores violaron primero a la hija de Sejano, todavía niña, antes de degollarla.

Cuando sintió que su vida llegaba a su fin, Tiberio designó sucesor a su sobrino Calígula, al que había adoptado. El nuevo emperador se llamaba en realidad Cayo César Germánico, pero es más conocido por el apodo cariñoso con que lo llamaban los soldados de su padre, entre los que se crió. «Calígula» es el diminutivo de «caligae», la sandalia de suela claveteada que usaban los legionarios romanos.

Calígula (12 d. de C. 41 d. de C.) era buen mozo, alto y robusto, de piel blanca y muy velludo, pero francamente feo: ojos saltones, sienes deprimidas, frente abultada y un poco calvo. Casi todos están de acuerdo en que comenzó gobernando sabiamente, pero a los pocos meses cayó enfermo y estuvo a las puertas de la muerte.

Cuando se repuso, había perdido el juicio, sufría ataques de epilepsia, padecía insomnio y, cuando conseguía conciliar el sueño, solía despertarse angustiado por las pesadillas. Si damos crédito al anecdotario que nos suministran sus biógrafos, de la noche a la mañana se convirtió en un maníaco homicida. En un banquete prorrumpe en carcajadas sin motivo aparente. Sus invitados, corteses, le preguntan la razón de tan contagiosa hilaridad: «Estaba pensando —responde— que si quisiera podría hacer que os degollaran ahora mismo». En otra ocasión acariciaba el cuello de su amante de turno y le susurró al oído estas palabras enamoradas: «Esta gentil cabecita caerá en cuanto yo quiera». O, malhumorado por las protestas de la plebe en el circo: «¡Ay, si tuvieseis una sola cabeza!».

Calígula era bastante exhibicionista. Vestía de forma extravagante y teatral, despreciando la severa toga romana. Sus aficiones eran igualmente impropias de la alta dignidad que ocupaba. Actuó sucesivamente como gladiador, como auriga, como cantante y como bailarín. «Sin embargo —reflexiona Suetonio—, este hombre que había aprendido tantas cosas no sabía nadar». Debe saber el lector que casi todos los romanos eran nadadores.

Por suerte para Roma, el gobierno de Calígula sólo duró tres años. En los primeros meses despilfarró el tesoro imperial reunido por Augusto y acrecentado por el ahorrador Tiberio.

Gastó hasta el último sestercio en frecuentes juegos de circo y en la financiación de los más extravagantes proyectos (por ejemplo, dio en construir un puente de barcas, perfectamente inútil, que atravesara la bahía de Nápoles. Cuando las arcas públicas estuvieron agotadas, Calígula hubo de recurrir a los sufridos contribuyentes para continuar financiando sus caprichos. Creó nuevos impuestos, esquilmó las provincias y reemprendió los procesos y juicios sumarísimos contra ciudadanos acaudalados como medio de confiscar sus fortunas. Muchos empezaban a dar valor profético a las palabras de Tiberio, que en una ocasión había hecho este siniestro comentario: «Estoy criando una víbora para el pueblo de Roma».

Influido por tradiciones egipcias y orientales que defendían la encarnación de los dioses en simples mortales, se empeñó en que el Senado lo proclamara dios aún en vida e hizo consagrar diosa a su fallecida hermana Drusila, con la que, notoriamente, había mantenido una relación incestuosa.

Otras historias aún más extravagantes son, sin embargo, calumnias propaladas por sus biógrafos. Por ejemplo, su pretensión de que el Senado nombrase cónsul a su querido caballo «Incitatus».

Calígula fue asesinado, cuando contaba veintiocho años, por el prefecto de su guardia pretoriana, Casio Querea, al que solía humillar imponiéndole expresiones obscenas o ridículas como santo y seña del día. Casio Querea lo acuchilló en el circo, en un pasaje subterráneo que comunicaba el palco con las habitaciones imperiales. Los conjurados de la guardia pretoriana asesinaron también a la emperatriz, Cesonia, y estrellaron contra el muro a su hijita.

El mismo día de la muerte de Calígula, los pretorianos que registraban el palacio imperial encontraron a Claudio, tío carnal del emperador, de cincuenta años de edad, oculto y tembloroso detrás de unas cortinas.

El pobre Claudio creyó llegada su hora pero, para su sorpresa, los soldados lo sacaron al patio y lo aclamaron como nuevo emperador. Claudio (41-54) era hijo de Druso, y por tanto, nieto de Livia, la esposa de Augusto. Una parálisis infantil y otras diversas desdichas lo afectaron gravemente dejándolo cojo y tartamudo. Era, además, desgarbado, feo y algo lento de entendederas. La divinizada familia Julio-Claudia se avergonzaba de aquel engendro. Su madre, Antonia, lo llamaba «aborto de la naturaleza», y cuando tenía que mostrar su desprecio por alguna persona decía: «Es más tonto que mi hijo Claudio». Su abuela Livia ni siquiera le dirigía la palabra. Naturalmente lo mantuvieron apartado de toda actividad pública, lo que le permitió pasar bastante inadvertido y dedicarse a sus loables aficiones, principalmente el estudio de la historia. Compuso una apreciable cantidad de tratados de tema histórico que lamentablemente se han perdido.

Siendo ya de cierta edad, Claudio fue promovido al consulado por su sobrino Calígula. A pesar de ello, como el cargo era poco más que honorífico, nuestro hombre consiguió mantenerse alejado de la política. Es curioso, sin embargo, constatar que sus estudios de historia lo habían llevado a simpatizar con el antiguo régimen republicano al que, con la deformada perspectiva del tiempo, parecían atribuibles las glorias y conquistas del heroico pasado romano. El novelista y biógrafo Robert Graves defiende la tesis de que Claudio se pasó la vida fingiendo ser más tonto de lo que en realidad era, a lo que quizá debió su supervivencia física en el ambiente de conjuras y asesinatos que caracterizó los principados de Tiberio y Calígula.

La actuación de Claudio como emperador fue, en general, beneficiosa para Roma: retornó a la tradición administrativa de Augusto, reformó el sistema judicial, otorgó la ciudadanía romana a algunas provincias, fundó ciudades y, en fin, gobernó despóticamente, unas veces dando muestras de paternal clemencia, otras con tiránica severidad, según su cambiante humor.

No obstante, procuró atraerse a los poderes fácticos: el ejército, el Senado y los «equites». Incluso amplió el imperio con la anexión de dos nuevas provincias africanas (las Mauritanias) y otra en Asia Menor (Licia).

En lo personal tuvo poca suerte con sus cuatro sucesivas esposas, Urgalanilla, Aelia Pactina, Valeria Mesalina y Agripina la Joven. Esta última, que era su sobrina carnal, fue la que peor le salió pues acabó envenenándolo con un plato de setas. La señora tenía cierta práctica en el parricidio puesto que también había eliminado a su anterior marido. Los móviles del crimen fueron maternales y políticos: acelerar la ascensión al trono de su hijo Nerón, que ya había cumplido los diecisiete años.

Nerón (54-68) comenzó su mandato dando muestras de sabiduría y templanza. No en vano había sido educado por dos sabios tutores, Burro, el prefecto de pretorio, y Séneca, el famoso filósofo cordobés. La sabiduría y profundidad de juicio del joven emperador sorprendían a todos. La primera vez que le presentaron una sentencia de muerte para que firmase su cumplimiento comentó con amargura: «¿Por qué me enseñaron a escribir?». A poco abolió la pena de muerte y prohibió los juegos sangrientos en el circo.

Incluso pretendía sustituirlos —en lo que ya empezamos a percatarnos de que estaba loco de atar— por juegos florales y justas poéticas. Quiso también reducir los impuestos y humanizar las condiciones de vida de los esclavos.

Todo parecía ir bien. Incluso en el exterior, las armas de Roma triunfaban, se sometían los rebeldes partos y se reconquistaba Armenia. Pero, de pronto, el joven Nerón dio cumplidas y notorias muestras de enajenación mental: en el año 59 asesinó a su posesiva madre Agripina y a partir de ese momento empezó a actuar como artista y cómico: era poeta y músico, conducía carros en el circo y emprendía cualquier actividad que pudiera favorecer sus inclinaciones exhibicionistas. Quizá al principio fuera un loco gracioso, pero su propio omnímodo poder acabó convirtiéndolo en un loco homicida. Reanudó los procesos por imaginarios delitos de lesa majestad y llegó a condenar a muerte a su esposa y a Burro, su preceptor. Es, sin embargo, falso que incendiase Roma para contemplar una ciudad en llamas. En realidad, cuando ocurrió el incendio que devastaría gran parte de la ciudad en el año 64, Nerón se encontraba a sesenta kilómetros de allí, en Antium, y regresó a toda prisa para dirigir los trabajos de extinción y socorrer a los damnificados. También es falso que acusara del incendio a los cristianos y desencadenara contra ellos una sangrienta persecución. La verdad es que los cristianos de la ciudad eran todavía escasos. Las noticias relativas a esta persecución son apócrifas y fueron insertadas, siglos después, en los textos de Tácito y Suetonio.

Nerón, muy helenizado en sus gustos, quiso reconstruir Roma en el más puro estilo griego y, como buen megalómano, se hizo diseñar un palacio que diese al mundo la justa medida de su genio y poder, la Domus Aurea. Según los planos originales, la nueva morada imperial hubiese cubierto casi un tercio de la superficie total de la ciudad. La suerte de Roma, o su desgracia, fue que el palacio quedase, casi todo él, sobre el papel. Al año siguiente, la llamada conjura de Pisón estuvo a punto de acabar con el emperador. Muchos conjurados ilustres se suicidaron preceptivamente, entre ellos el filósofo Séneca y los escritores Petronio y Lucano; otros fueron ejecutados por el verdugo.

Tres años más tarde, una nueva conjura tuvo éxito. El gobernador de las Galias, Julio Vindex, se sublevó.

El rebelde resumía su desprecio al emperador con estas palabras: «Lo he visto actuar sobre un escenario haciendo papeles de mujer preñada y de esclavo al que van a ejecutar». En aquello había quedado la severa continencia de los antiguos romanos. A Vindex se unieron Galba y Otón, gobernadores de Hispania Citerior y Lusitania, respectivamente. El obediente Senado depuso a Nerón. Abandonado de todos, el emperador se hizo matar por un liberto. Tenía treinta y un años. Su amante, la cristiana Acte, se encargó de sepultarlo.

Con Nerón pereció la dinastía Julio-Claudia, que tan gloriosamente fundara Augusto un siglo antes. A este propósito circulaba en Roma una curiosa leyenda: paseaba Livia en su silla, a poco de casarse con Augusto, cuando, al cruzar una plaza, un águila que sobrevolaba dejó caer sobre su regazo una gallina a la que había apresado en un corral de la vecindad. La gallina aún sostenía en el pico una ramita de laurel que se hallaba picoteando en el momento de su secuestro. Considerando aquel suceso como una señal del cielo, Livia alojó a la gallina en el corral de una casa de su propiedad, donde también plantó la ramita de laurel. El árbol creció frondoso y la gallina se multiplicó en una muchedumbre de ponedoras descendientes, como si árbol y ave fuesen reflejo de la creciente prosperidad de Roma y de los Julio-Claudios.

Cuando un emperador celebraba un triunfo, siempre se coronaba con una rama de laurel tomada de aquel árbol.

Después de la ceremonia, la rama se volvía a plantar y siempre retoñaba y echaba raíces pero, curiosamente, se marchitaba a la muerte del emperador al que había coronado. Pues bien, durante el último año del principado de Nerón, las gallinas del corral murieron una tras otra y el laurel plantado por Livia se secó. Señal por la que los romanos vinieron a saber —concluye la leyenda— que la dinastía Julio-Claudia había fenecido.

Flavios, Antoninos y generalísimos

A la muerte de Nerón, los militares se disputaron el poder. En menos de un año, cuatro generales se sucedieron en el trono imperial y cada uno de ellos suprimió a su antecesor. El primero fue Galba, al que los pretorianos asesinaron porque preferían a Otón, pero éste hubo de suicidarse al ser derrotado por Vitelio, que contaba con las tropas de la frontera renana. Vitelio apenas pudo saborear las mieles del triunfo pues fue derrotado y muerto a su vez por Vespasiano, al que apoyaban las legiones de Oriente. Más afortunado que sus antecesores, Vespasiano se mantuvo en el poder durante diez años (69-79) y fundó la breve dinastía de los Flavios. Este militar, nieto de un centurión, no sentía las veleidades artísticas de Nerón, lo que quizá fuera un alivio para Roma. Era, por el contrario, un hombre sencillo y realista, como los de antiguamente, que procuró administrar austeramente su patrimonio imperial. Favoreció a los habitantes de las provincias, extendió la ciudadanía latina («Ius latii») a Hispania y aumentó a mil el número de senadores, admitiendo entre ellos a muchos miembros de la nobleza municipal, plebeya, de las ciudades italianas. Fue el que inició la construcción del Coliseo o anfiteatro Flavio que es hoy el monumento más característico de Roma. Su principado distó mucho de ser pacífico. En la famosa guerra judaica, su hijo Tito aplastó la rebelión de Palestina y destruyó, memorablemente, el templo de Jerusalén.

También guerreó contra germanos y dacios.

Tito, que había sido prefecto de pretorio de su padre, sucedió a Vespasiano en el año 79. Su temprana muerte, a los cuarenta y dos años de edad, privó a la dinastía de un hombre experimentado y capaz. Lo único destacable de su corto reinado de tres años son dos catástrofes: el segundo incendio de Roma, el año 80, y la famosa erupción del Vesubio (79) que destruyó, sepultándolas bajo una montaña de cenizas y lava sólida, las ciudades de Pompeya, Herculano y Estabia. Una víctima famosa de esta erupción fue el naturalista Cayo Plinio Segundo, muerto cuando intentaba acercarse al cono del volcán en una expedición científica.

Tito tenía un hermano de treinta años, Domiciano, que heredó el trono. Absolutista y despótico, tomó el título de «Dominus et Deus» y gobernó arbitrariamente hasta que una conjura palaciega lo asesinó a los quince años de reinado. En ese tiempo prosiguieron las guerras contra los dacios en el Danubio, contra los germanos y contra los britanos. Roma contenía todavía a sus enemigos, pero el imperio comenzaba a dar muestras de hallarse militarmente exhausto: se crean las primeras líneas defensivas («limes») en Escocia y en el Rin.

A la dinastía Flavia siguió la Antonina, basada más en el principio de adopción que en el de la sucesión familiar. En términos generales, los Antoninos fueron beneficiosos e incluso intentaron reformar las costumbres y educar al pueblo. El primer emperador, Nerva (96-98), un anciano senador que sólo gobernó dos años, tuvo quizá el único mérito de promover al consulado y asociar al trono al gobernante excepcional que lo sucedió: Marco Ulpio Trajano (97-117), el primer emperador nacido fuera de Italia, pues era español y oriundo de Itálica, junto a Sevilla.

Para muchos, Trajano fue el mejor de los gobernantes que tuvo Roma. En vida le concedieron el título de «Optimus»; a su muerte se estableció la costumbre de desear a cada nuevo emperador, en el acto de toma de posesión de las insignias, que fuera «más feliz que Augusto y mejor que Trajano» («felicior Augusto, melior Trajano»). Trajano fue un hombre de acción, enérgico y honesto, afable con el Senado, generoso con la plebe. Moderó los impuestos, administró sensatamente, emprendió obras públicas, aumentó el número de los inscritos en la «annona» o beneficiencia, instituyó un organismo de auxilio a los niños necesitados («alimenta») y cuidó del bienestar del pueblo de Roma como ningún gobernante lo había hecho.

Dice Dión Casio: «Sabía bien que la excelencia de un gobierno se muestra tanto en su atenta vigilancia de las diversiones como en su preocupación por los asuntos más serios, y que aunque el reparto de dinero agrade a los individuos, también debe haber espectáculos que satisfagan a la plebe». Fue, en fin, tan sabio y paternal que una leyenda medieval pretendía que el papa Gregorio el Grande (hacia el 600) había conseguido con sus oraciones que Trajano fuese admitido en el paraíso a pesar de su condición de pagano.

Una de las grandes reformas de este emperador consistió en integrar las provincias en el núcleo de decisiones del imperio, aquel viejo sueño de César que Augusto había frenado. A partir de Trajano, el número de senadores provinciales aumentaría a casi la mitad del total. En política exterior reanudó las conquistas, que estaban estancadas prácticamente desde Augusto. Primero sometió a los dacios y fundó la provincia de Dacia, origen de la actual Rumania. Luego hizo la guerra a los partos, el tradicional enemigo del Este, y creó por aquellos confines las nuevas provincias de Armenia, Siria y Mesopotamia. El emperador murió en Asia Menor, al concluir aquella campaña, cuando Roma había alcanzado su máxima expansión territorial, pero ya daba alarmantes señales del cansancio y agotamiento que precede al declive.

A Trajano sucedió su pariente Adriano (117-138), también de origen hispano. Este hombre culto, refinado y distante, resultó ser un infatigable viajero y turista «explorador de todo lo curioso» («omnium curiositatum explorator»). Se ha sugerido que pudo ser homosexual y que su pasión por el bello Antínoo lo llevó a llenar sus dominios con estatuas del muchacho. El nuevo emperador supo ganarse a la plebe con juegos y amnistía fiscal y prosiguió las obras sociales de su predecesor, pero renunció formalmente a la expansión del imperio, hizo la paz con los partos, a los que devolvió extensos territorios, y sólo se preocupó de ganarse la amistad de los pueblos sometidos y de establecer fronteras seguras: la oriental en el Éufrates y la europea en el Danubio y el Rin. En Bretaña construyó la muralla de Adriano, que atraviesa Inglaterra de costa a costa. Fue también un buen organizador que reestructuró la administración y el ejército, codificó el derecho civil romano («Edictum perpetuum»), y fundó ciudades en un intento de reactivar la economía de sus dominios. Murió a los sesenta y dos años de edad, después de larga y penosísima enfermedad. Lo sepultaron en un monumental mausoleo circular («mausoleum Hadriani») que es la base del actual castillo de Sant. Ángelo. El sucesor de Adriano fue su hijo adoptivo Antonino Pío (138-161), hombre sabio y gris de cincuenta y dos años de edad, que prosiguió la política pacifista de su antecesor aunque se vio obligado a combatir contra los belicosos partos. En su tiempo la calidad del soldado romano había decaído tanto que cada vez se recurría más al alistamiento de mercenarios germanos.

A la muerte de Antonino Pío sucedió la diarquía de Marco Aurelio y Lucio Vero. Nuevas guerras agotan a Roma: contra los activos partos, que intentan llegar hasta el Mediterráneo, y contra las tribus rebeldes de Germania. Después de la muerte de Lucio Vero, el hijo de Marco Aurelio se convierte en corregente de su padre con el título de Augusto, en lo que parece un regreso al principio de sucesión dinástica.

Así llegamos al siglo III, en el que asistimos al pleno ocaso de Roma. El imperio está a merced de militares que ni siquiera son romanos de origen.

Cae en manos de bárbaros y de cínicos como Septimio Severo, cuyo lema era «enriquece a la tropa y échate a dormir». A la breve dinastía de los Severos (193-235) sucede un periodo de anarquía militar (235-276), del que Roma sólo se recupera a medias con la despótica monarquía oriental de Diocleciano. Pero esto pertenece ya plenamente a la decadencia y larga agonía del imperio romano.

El primer emperador romano fue un hombre atractivo y bien parecido, como sus numerosos retratos en piedra o metal ponen de manifiesto. Por su biógrafo Suetonio sabemos que tenía los ojos claros y los cabellos castaños y algo rizosos. También nos dice que era cejijunto y que tenía los dientes desparejos. Su cuerpo era de proporciones armoniosas pero de corta estatura, defecto que él procuraba disimular usando zapatos de suela gruesa. Quizá fuera ésta la única coquetería que se permitía, pues, por lo demás, nunca concedió demasiada importancia al arte de sus sastres y peluqueros. Fue hombre de precaria salud: sufría del hígado y del riñón y era propenso a las afecciones de garganta. Además, padecía algún defecto congénito que hacía que cojeara a veces de la pierna izquierda. Procuraba cuidarse y llevaba una vida sana: comía parcamente y apenas probaba el vino; evitaba madrugar, se abrigaba y practicaba regularmente «footing» (¿de qué otro modo se pueden interpretar las palabras de Suetonio: «Terminado el paseo, corría saltando»?). Su otro deporte era la pesca con caña.

Augusto era hombre culto. Había recibido una sólida formación humanística, en la que destacó su amor por la literatura griega. Cuando empleaba el latín incurría a veces en faltas de ortografía, quizá porque escribía mucho y no siempre con la debida atención. Este gran administrador y formidable organizador fue muy aficionado a memoriales, notas, informes y todas las otras tareas burocráticas necesarias para el funcionamiento de un Estado cada vez más complejo.

Como diplomático, fue sutil e inteligente. Revistió su poder autocrático con las viejas formas de la democracia republicana donde lustre a un domesticado Senado y supo evolucionar personalmente desde la severidad —incluso crueldad— de sus primeras actuaciones hacia la patriarcal benevolencia de su ancianidad.

En su vida privada fue muy infortunado: sus posibles sucesores morían prematuramente, y finalmente se vio obligado a confiar en su hijastro Tiberio, que le era antipático. De su segunda esposa, Escribonia, tuvo una hija, Julia, cuya vida licenciosa fue una permanente fuente de disgustos. De su tercera esposa, Livia, no tuvo hijos (o quizá Druso, del que ella llegó embarazada al matrimonio).

A todas sus mujeres fue repetidamente infiel, lo que era bastante corriente entre los romanos de la época. Su otro vicio —además de las faldas—, el juego, sólo se manifestó en los últimos años de su vida. Volviendo al tema de su descarriada familia, cuando hablaban en su presencia de las Julias, hija y nieta, a las que él denominaba «mis tumores», solía comentar: «¡Dichoso el que vive y muere sin esposa y sin hijos!». En su testamento las mencionó solamente para prohibir que las sepultaran a su lado.

Cuando iba a morir, se dirigió a los amigos que rodeaban su lecho y les preguntó: «¿Os parece que he representado bien esta comedia de la vida?».

Y añadió, en griego, la frase con que los actores terminaban y se despedían del público: «Si os ha gustado, batid palmas y aplaudid al autor». Luego expiró.

Tiberio (42 a. de C.-37)

Tiberio era feo, grandón y sin gracia. Tenía la nariz algo ganchuda y, en su vejez, la cara se le llenó de granos. Nunca gozó de grandes simpatías, ni en vida ni después de muerto.

Incluso cuando sus biógrafos tienen que alabar alguna cualidad suya se les arreglan para que nos resulte desagradable. Por ejemplo, su fuerza: era capaz de traspasar una manzana con el dedo o de hacer sangrar la cabeza de un niño de un papirotazo. Durante toda su vida gozó de envidiable salud.

Es comprensible que su carácter huraño y reflexivo no le granjeara muchos afectos. Tampoco él los buscó.

Las desdichadas circunstancias de su vida hicieron de él una persona amargada. Para Gregorio Marañón, que analizó lúcidamente al personaje en su ensayo «Tiberio, historia de un resentimiento», la compleja personalidad del emperador fue producto de los infortunios que experimentó: todavía niño, su madre abandona a su padre y a él para casarse con Augusto; en su mocedad, ya en el palacio imperial, todas las carantoñas van para su encantador hermano Druso. Se casa enamorado, y a poco su madre y Augusto lo arrebatan de los brazos de su querida esposa para casarlo con la casquivana Julia. Finalmente, las aventuras extraconyugales de la nueva esposa son la comidilla de los mentideros de Roma, pero el marido traicionado no puede hablar porque se trata de la hija favorita de Augusto.

El emperador sentía hacia él una profunda antipatía que nunca se molestó en disimular. En cuanto lo veía aparecer, interrumpía toda conversación relajada y alegre. «Desgraciado pueblo de Roma —comentó en una ocasión— que va a ser triturado entre tan lentas mandíbulas» (quizá aludía a la forma de hablar de Tiberio, exasperantemente pausada).

Sus disposiciones de gobierno, antes de que abandonase los asuntos de Estado en manos de Sejano, fueron ilustradas y positivas. Era muy enemigo de la adulación. Impidió que el Senado le adjudicase títulos pomposos, así como la erección de estatuas suyas en lugares públicos. Tampoco aceptó que designasen al mes de septiembre con su nombre. Tomó disposiciones contra el lujo excesivo y procuró dar ejemplo: en la mesa imperial se servían las sobras de la comida anterior. A un consejero que le recomendaba aumentar los impuestos en las provincias le replicó: «El buen pastor esquila a sus ovejas, pero no las desuella».

Algunos excesos imputados a Tiberio parecen calumnias de historiadores que sentían nostalgia por el régimen republicano. Por ejemplo, no es admisible que fuera borracho y, sin embargo, el pueblo, descontento con él porque había suprimido los espectáculos circenses, lo calumniaba con diversos apodos virolentos: «Biberius», «Caldius» y «Mero» (jugando con sus nombres legales: Tiberius, Claudius, Nero). Recordemos que también en España se apodó «Pepe Botella» al benemérito pero odiado José Bonaparte, que era abstemio.

La leyenda ha ganado la partida a la historia en el manido relato de las perversiones sexuales y crueldades que practicaba Tiberio en su residencia de Capri. Todo el mundo sabe que en aquel palacio campestre, asomado a los acantilados marinos, el emperador disponía de una sala «destinada a sus desórdenes más secretos, guarnecida toda de lechos alrededor» y decorada con pinturas y bajorrelieves de tema pornográfico. Allí organizaba sus orgías con un grupo de muchachas y muchachos expertos en todas las posibles fantasías y variaciones del sexo.

Era, además de «voyeur», un repugnante pederasta si damos crédito a Suetonio cuando escribe: «Había adiestrado a niños de corta edad, a los que llamaba sus pececillos, para que jugasen entre sus piernas cuando estaba en el baño, excitándolo con la lengua y los dientes y para que mamasen sus pechos». Calumnias sobre un hombre desdichado que nunca despertó amor ni compasión.

Su muerte fue tan escasamente gloriosa como había sido su vida. Postrado por un infarto, ya lo daban por muerto cuando recobró el conocimiento, se sentó en la cama y pidió de comer entre el contrariado estupor de sus cortesanos, que imprudentemente acababan de aclamar a su sucesor. Entonces, el emperador y resuelto jefe de la guardia pretoriana, Macro, le echó unas mantas sobre la cabeza y lo asfixió con ellas. Tiberio tenía al morir setenta y ocho años.

Mesalina (22 a. de C.-48)

El discreto diccionario de la Real Academia Española define la voz «mesalina»: «Mujer poderosa o aristócrata de costumbres disolutas». En otros idiomas cultos de Europa viene a significar lo mismo. La famosa Mesalina fue la tercera esposa del emperador Claudio y madre de Octavia, esposa de Nerón. Había nacido en el seno de una antigua familia senatorial y recibió esmerada educación.

Aunque era ambiciosa e intrigante, y posiblemente influyó en ciertas decisiones políticas de su esposo, Mesalina ha pasado a la historia por su galante y esforzada carrera de ninfómana. Se dice que satisfacía sus apetitos sexuales indiscriminadamente con secretarios y siervos del emperador, apuestos miembros del Senado, mozos de cuadra e incluso entre los rudos clientes de los prostíbulos barriobajeros con los que batía récords de resistencia como profesional del amor.

Al senador Apio Silano lo hizo condenar a muerte porque rechazaba sus proposiciones deshonestas. La misma suerte siguieron otros muchos por distintos motivos. Viéndose en peligro, los libertos de la cancillería imperial delataron su poco edificante vida al ignorante e imperial marido. Claudio, apesadumbrado, la hizo ejecutar. El poeta Juvenal puso en verso las gimnasias prostibularias de esta alta señora en su sátira seis («Sobre las mujeres»), de la que seleccionamos un fragmento en la espléndida traducción de Bartolomé Segura:

¿Por qué te preocupas de lo que hizo la casa de un particular, de lo que hizo una Epia?

Vuelve tu vista a los émulos de los dioses, escucha cuánto soportó Claudio. Cuando su mujer se percataba de que su marido dormía, la augusta meretriz osaba tomar su capucha de noche y, prefiriendo la ester a la alcoba del Palatino, lo abandonaba, acompañada por no más de una esclava.

Y ocultando su pelo moreno con una peluca rubia entraba en el caliente lupanar de gastadas tapicerías, en un cuartito vacío que era suyo; entonces se prostituía con sus áureas tetas al desnudo, usurpando el nombre de Licisca, y exhibía el vientre de donde naciste, noble Británico. Recibía cariñosamente a los que entraban y les exigía dinero.

Luego, cuando el dueño del burdel despedía a sus chicas, se marchaba triste, y hacía lo que podía: cerrar la última el cuarto, todavía ardiendo con la erección de su tieso clítoris, y se retiraba, cansada de tíos pero aún no saciada, y afeada por el humo del candil y las mejillas oscuras llevaba el olor del lupanar a su almohada.