Capítulo 4.El imperio de los Césares.

Capítulo 4

El imperio de los Césares

Llegamos ahora a la Roma de los césares. La figura de Julio César se revistió de tanto prestigio después de su muerte que su nombre se transformó en título de realeza y dignidad, no sólo, por cierto, en la Roma imperial que él cimentó, sino en ámbitos tan alejados de ella como el ruso y el alemán modernos. Los títulos de «zar» y «kaiser» no son sino derivados de la palabra «césar».

Antes de examinar los acontecimientos más relevantes del periodo, bueno será que echemos un vistazo a la sociedad e instituciones de la Roma imperial.

Según la reforma de Augusto, los ciudadanos de Roma se dividen en tres clases: senatorial, a la que pertenecen los que poseen más de un millón de sestercios; ecuestre, para aquellos cuya fortuna excede los cuatrocientos mil sestercios; y plebe. No se cuentan los esclavos y libertos, pues están desprovistos de derechos de ciudadanía. La igualdad ante la ley no existe: el delincuente recibe distinto castigo por una misma falta según la clase social a la que pertenezca.

Roma y su imperio son propiedad de un número reducido de familias nobles pertenecientes a la clase senatorial, cuyos descendientes van heredando este privilegio, por línea masculina, hasta la cuarta generación. La admisión en el Senado depende del prestigio social alcanzado por el individuo porque, como dice Tácito, «el pueblo ve las cosas a través de los ojos de las estirpes ilustres». El aristócrata debe cultivar su prestigio en todo momento. La expresión «Romanum non est» está continuamente en la boca del padre noble que educa a su hijo en las pautas de comportamiento propias de su clase. Naturalmente este severo ideal quedará cada vez más distante de la realidad cuando la aristocracia de la Roma imperial se deje conquistar por el lujo, la molicie y las nuevas ideas morales de origen oriental que se difunden a partir del siglo II.

A las órdenes de la privilegiada minoría senatorial están la plebe —formada por hombres libres pero pobres— y los libertos y esclavos.

Entre estas dos clases extremas se sitúa la ecuestre, cuya importancia crece incesantemente con el auge de una clase media comercial e industrial que también va accediendo a puestos importantes en la administración. No obstante, la movilidad social es mínima al principio. Hay un proverbio que dice: «El que ha nacido en el cuchitril del entresuelo no sueña con la casa» («Qui in pergula natus est, aedes non somniatur»). Avanzando el imperio, esta situación tiende a suavizarse y hasta encontramos casos de libertos enriquecidos cuyos hijos ingresan en el orden ecuestre y cuyos nietos llegan a ser senadores. De hecho, en el siglo II la población de Roma está tan mezclada que más de la mitad es descendiente de antiguos esclavos, lo que quizá explica la sorprendente expansión de oscuros cultos orientales que al principio eran propios de gente baja e inculta y a partir de esta época comienzan a ganar terreno entre las clases dirigentes.

Los romanos eran, y en realidad nunca dejaron de serlo, campesinos y soldados vinculados a la tierra y dotados de un envidiable sentido común, pragmáticos, tenaces y realistas.

Destacaron mucho en las ciencias positivas, en organización, explotación y administración de sus conquistas.

Por el contrario, descuidaron las especulativas, la lucubración filosófica y el arte en general, que prefirieron copiar de otros pueblos, particularmente del griego. No pretendían ser artistas, se conformaban con ser buenos artesanos. Eran, también, profundamente religiosos y estaban convencidos de que sus dioses tutelaban a Roma, creencia que constituyó un poderoso acicate en las épocas de adversidad.

El aristócrata romano está tan orgulloso de su origen campesino que esta vinculación al campo le parece garantía de rectitud moral. No obstante, dista mucho de ser un mero terrateniente: su máxima aspiración sigue siendo hacer carrera política ejerciendo sucesivamente cargos cada vez más importantes en el «cursus honorum». De este modo adquiere dignidad para él y para sus descendientes.

Al propio tiempo, le importa mucho la censura colectiva («reprehensio»), que viene a ser, bien mirado, la única arma que ha quedado en manos de este pueblo, criticón y mordaz pero despojado de derechos políticos. Por este motivo, la aristocracia no pierde ocasión de halagarlo y lo corteja con toda clase de medidas demagógicas: subsidios, repartos, juegos, obras públicas…

En nuestro curioso deambular por la Roma imperial hemos notado que el romano es algo chismoso, socarrón y maldiciente. «Italum acetum», recuerda Horacio. «En efecto —corrobora Cicerón—: gran ciudad maldiciente es la nuestra: nadie se salva». El propio Cicerón es famoso por sus réplicas y ocurrencias. Un ejemplo ilustrativo: acierta a pasar cerca de nosotros su yerno Léntulo, hombre de muy baja estatura, que va luciendo con gallardía su uniforme militar. Pues bien, recibe el siguiente saludo de su ilustre suegro: «¿Quién ha sido el que te ha atado a esa espada?». Otro ejemplo: están tomando declaración a una doncella, granadita ya, y le preguntan: «¿Edad?». «Treinta años», responde ella bajando pudorosamente la mirada. Y Cicerón, sin bajar la voz, se vuelve hacia los testigos y corrobora, con gravedad romana: «Así debe de ser porque llevo veinte años oyéndoselo decir».

Este carácter mordaz se manifiesta en los apodos despectivos que, a fuerza de usarse, llegan a tomar carta de naturaleza como nombres propios: el mismo Cicerón, nombre que significa «garbanzo», por una hermosa verruga que le afea el rostro; o Plautus, orejudo; Varus, patizambo. Los hay también que, por ser evidentes, no precisan explicación: Brutus, Bestia.

Decíamos que el noble que quiere hacer carrera ha de promocionarse sobornando al pueblo con juegos gratuitos, financiación de edificios públicos o subvención de fiestas, si no quiere que lo tilden de avaro. Un cínico personaje de Petronio observa: «Él me ha ofrecido el espectáculo y yo lo he aclamado: estamos en paz; una mano lava a la otra».

¿De dónde sale el dinero para los cuantiosos gastos que acarrea la promoción política del aristócrata?: de los mismos cargos que va desempeñando.

El funcionario romano obtiene cargos en la administración provincial y allí se enriquece aceptando sobornos y recaudando impuestos ilegales. Toda función pública entraña ganancias privadas y nadie se espanta de ello. El tráfico de influencias y la venta de recomendaciones («suffragia») constituyen procedimientos comunes; la propina («sportula») es el medio normal para agilizar trámites. Incluso existen gestores («proxenetae») que, mediante una adecuada remuneración, buscan las recomendaciones necesarias y liman cualquier escollo administrativo.

Desde nuestra perspectiva moderna, la administración romana aparece tan podrida como la de cualquier república tercermundista, y ustedes perdonen la manera de señalar. Pero antes de emitir un juicio condenatorio hemos de tener en cuenta que tal proceder respondía a una ética distinta y que, en cualquier caso, a pesar de estas evidentes tareas, la administración romana sigue siendo mucho más articulada y eficaz que la de los otros países, a veces culturalmente superiores, a los que Roma sojuzga y convierte en provincias de su imperio.

La plebe no tiene problemas éticos ni se fatiga con ambiciones de escalar lo más aceleradamente posible el «cursus honorum». Las preocupaciones de la plebe son más inmediatas. En los estratos más bajos están los parásitos del estado que se contentan con sobrevivir de la «annona» oficial y de ocasionales propinas de sus conocidos poderosos. Luego está una masa obrera artesanal que, desplazada por la competencia de la mano de obra esclava, acabará engrosando el número de los parásitos. Por encima de éstos encontramos a los pequeños comerciantes, «que revenden cada día lo que han adquirido fiado por la mañana», y una decreciente escala de comerciantes acomodados que culmina en aquellos que aspiran a ingresar en la clase ecuestre y se ocupan de favorecer el ascenso social de sus hijos, ese sempiterno anhelo de las clases medias.

Con Augusto (63 a. de C.-14 d. de C.) Roma torna al régimen autocrático de la antigua y odiada monarquía, aunque, después del desastrado intento de César, los emperadores romanos se guardaron mucho de adoptar el título de rey, que seguía estando muy desprestigiado. Augusto prefirió titularse príncipe («princeps», es decir, «primer ciudadano»), lo que, teóricamente, reconoce la primacía de un órgano parlamentario, el Senado.

Además de príncipe era «imperator», es decir, jefe máximo del ejército. Todos sus sucesores serán «princeps» hasta el siglo III. A partir de 285 (Diocleciano), el título cambia a «dominus», señor, lo que refleja, ya sin tapujos, el poder absoluto de que está investido el emperador.

Augusto se esforzó por mantener una apariencia republicana en las instituciones de Roma. De hecho, devolvió al domesticado Senado una serie de prerrogativas que quizá lograron disimular la cruda realidad:

Todos los resortes del poder se habían concentrado en la firme mano del sucesor de César. Por una parte se abrogó la potestad tribunicia, lo que lo convertía en sacrosanto valedor del pueblo y le otorgaba, además, derecho de veto frente al Senado y los cargos por él designados; por otra parte, gozaba de «imperium» proconsular, lo que reunía en sus manos los poderes ejecutivo, legislativo y judicial. Finalmente, también era sumo pontífice y controlaba las decisiones religiosas.

¿Cómo se gobierna la Roma de los césares?

Augusto delega parcelas de su inmenso poder en un poderoso funcionariado que designa, preferentemente, entre individuos de la clase ecuestre.

De este modo contribuye al debilitamiento de las republicanas aspiraciones de la clase senatorial, al tiempo que se crea una fiel clientela política entre los cada vez más poderosos caballeros. Las magistraturas y cargos republicanos continúan existiendo sobre el papel, pero ahora están desprovistos de sus antiguas prerrogativas. El antes poderoso Senado se reduce a mero órgano consultivo. Al principio, los seiscientos miembros que lo componen son designados personalmente por el emperador. Más adelante, en el siglo III, queda prácticamente reducido al papel de ayuntamiento de Roma.

La cuestión sucesoria de esta solapada monarquía nunca se planteó en términos dinásticos. Normalmente el emperador designa sucesor a un familiar suyo y lo adopta como hijo antes de morir. A partir del siglo III el nuevo emperador es aclamado simplemente por los soldados de la guardia pretoriana o del ejército de las fronteras, a los que los diferentes candidatos procuran sobornar con dádivas y promesas. En ocasiones el trono es prácticamente subastado por la soldadesca.

Los ministros del emperador, por lo general procedentes del orden ecuestre, son: el prefecto de pretorio o jefe de la guardia pretoriana, cuerpo de ejército establecido en Roma o en sus cercanías; el prefecto de la «annona», responsable de los abastecimientos de Roma y de la embrionaria seguridad social que suponen los periódicos repartos de trigo a los pobres; el prefecto de vigilias, responsable del cuerpo de bomberos de una ciudad proclive a los incendios; y el prefecto de la urbe, especie de alcalde que vela por la administración y policía. Éste suele proceder de la clase senatorial.

Aparte de estos altos cargos, existen una serie de ministerios u oficinas gubernativas, la cancillería imperial, entre las que encontramos los siguientes negociados: «ab epistulis», equivalente al ministerio del interior y al de asuntos exteriores; «a rationibus», hacienda; «a cognitionibus», justicia, y «a libellis», bienestar social.

A partir de Adriano (117-138) toma forma una especie de consejo de ministros («consilium principis»), que agrupa a los responsables de la cancillería imperial y viene a ejercer las funciones tradicionales del Senado.

Suele estar integrado por dos cónsules, quince senadores y algunos otros magistrados.

A las diecisiete provincias conquistadas en época republicana siguen sumándose las que Roma adquiere en época imperial hasta un total de cuarenta y cuatro. Desde el año 27 a. de C. el gobierno de estas provincias se divide entre el emperador y el Senado. El emperador se reserva todas las fronterizas («provinciae Caesaris»), donde se asienta el ejército —al que, por tanto, controlará personalmente—, y deja al Senado las provincias interiores («provinciae Senatus et populi»), desprovistas de tropas. Las ciudades de cada provincia se reúnen en un «concilium provinciae».

La justificación teórica de la autocracia imperial reside en el anhelo de paz, la «pax romana», que termina con las guerras civiles y con los estériles enfrentamientos que durante tanto tiempo han desangrado al pueblo romano y a sus provincias sometidas.

Esta «pax», solemnemente proclamada por Augusto en el 27 a. de C., perdurará hasta la dinastía de los Antoninos (año 96) y será, sin duda, muy beneficiosa para la implantación y normalización de la superior cultura romana en el imperio.

No obstante, el principado de Augusto se caracterizó por una intensa actividad militar en las fronteras: en Occidente hubo de someter a los inquietos galos e hispanos, en Oriente guerreó contra los belicosos partos; en el Norte extendió los límites imperiales hasta las líneas del Danubio y del Elba. La guerra contra los germanos fue dirigida por el hijo adoptivo de Augusto, Druso, cuya temprana muerte, por un accidente de equitación, cuando sólo contaba 31 años, quizá frustró el firme establecimiento de la frontera en el Elba.

A los pocos años, una rebelión indígena aniquiló a tres legiones romanas y obligó a Augusto a replegar sus tropas hasta el Rin, de donde ya no volverían a progresar. Si Roma hubiese permanecido en el Elba, los germanos habrían sido civilizados y romanizados, lo que, a la postre, hubiese redundado, si bien se mira, en beneficio tanto de sus actuales descendientes como del resto de Europa.

El drama personal de Augusto fue el de su sucesión. Augusto no tuvo hijos varones, y la única hembra, Julia, le salió tan disoluta que quizá hubiera deseado no tenerla. Con angustiosa lucidez era consciente de que toda la obra de su vida podría irse a pique si no encontraba a un sucesor capaz de continuarla. Primero pensó en su amigo y colaborador Agripa, al que casó con Julia, pero aquél falleció en el año 12. Entonces puso su mirada en Druso, el vencedor de los germanos, al que adoptó como hijo. Ya hemos visto que también éste murió tempranamente. Sólo quedaba Tiberio, hijo de su esposa Livia y hermano de Druso, al que Augusto profesaba mal disimulada antipatía. No obstante, a falta de más idóneo pretendiente, lo adoptó y lo designó sucesor.