Capítulo 3
El ocaso de la república
Hacia el siglo I a. de C., el Senado se había convertido en una institución obsoleta y corrupta, incapaz de afrontar las nuevas necesidades que comportaba la administración de los inmensos territorios conquistados por Roma. Julio César daría finalmente al traste con la república y prepararía el retorno de Roma al autocrático régimen monárquico. César, aunque nacido en el seno de una antigua y prestigiosa familia senatorial, se inclinó políticamente por el partido del pueblo, que se oponía al corrupto Senado y propugnaba la evolución institucional y una mayor democratización de las estructuras del poder. El joven César apostó fuerte: primero se atrajo a la oprimida y descontenta plebe con espectáculos públicos, banquetes y dádivas que lo dejaron endeudado y al borde de la ruina; después marchó a Hispania, donde sofocó una rebelión de tribus indígenas y ganó —además de prestigio— las inmensas riquezas que necesitaba para saldar sus deudas y proseguir su brillante carrera política; finalmente regresó a Roma. Allí encontró a otro famoso general y ambicioso político, Pompeyo, que acababa de enemistarse con el Senado, y a un millonario, Craso, paradójicamente líder del partido del pueblo (en el que también militaban muchos adinerados «equites»). Este Craso, llamado el Rico («Crassus dives»), llegó a ser dueño de la mayor parte de los bienes raíces de Roma. Sus procedimientos combinaban el ingenio con la falta de escrúpulos. Había credo, por ejemplo, un cuerpo de bomberos propio y, cuando había un incendio en la ciudad, compraba a bajo precio los inmuebles amenazados y luego enviaba a sus hombres a extinguir el fuego. Pero sabía ganarse a la gente con préstamos y regalos y el pueblo lo apoyaba.
Pompeyo y Craso se estaban disputando la arena política. César consiguió reconciliarlos y constituyó con ellos una coalición electoral que Tito Livio denominaría «conspiración permanente»: el primer triunvirato.
Sumando la fuerza de sus aliados a la de sus muchos partidarios en Roma, César logró ser elegido cónsul para el año 59 a. de C. Pero, como los cónsules eran dos, teóricamente se veía obligado a compartir el poder con un compañero de ideología conservadora. En la práctica consiguió desplazarlo para gobernar de manera casi personal, después de anular a sus otros adversarios políticos de importancia: Cicerón, el famoso orador, y Catón.
Cuando expiró su periodo consular, César abandonó Roma y marchó a las Galias en busca de mayor gloria militar con la que cimentar su prestigio político. Consiguió plenamente sus objetivos: sometió a las tribus rebeldes de aquella rica provincia y conquistó para Roma nuevos y extensos territorios.
Estos fulgurantes éxitos despertaron la envidia de sus antiguos camaradas de triunvirato, Pompeyo y Craso, y el recelo de la aristocracia senatorial, que veía peligrar sus privilegios si César llevaba adelante los anhelos democratizadores del partido del pueblo.
Craso, deseoso por su parte de ganar gloria militar, fue a buscarla en la capitanía de las legiones de Oriente, pero resultó ser un mediocre estratega y fue derrotado y muerto por los partos. Se cuenta que el rey de los partos, cuando le presentaron el cadáver de Craso, le hizo verter en la boca oro derretido, al tiempo que le decía: «¿No es esto lo que venías buscando desde siempre? Anda, hártate ahora».
Desaparecido Craso de la escena, era inevitable que Pompeyo y César acabaran enfrentándose. El Senado, corrigiendo pasados desprecios, ganó a Pompeyo para su causa, lo nombró cónsul único, es decir, dictador, y lo puso a la cabeza del partido senatorial. La maniobra fue un acierto político, pero luego la malograron con un tremendo error: subestimaron el poder de César en las Galias y lo conminaron a que licenciara su ejército y regresara a Roma. Al propio tiempo comenzaron a perseguir a los más destacados líderes del partido del pueblo. En vista del cariz que tomaban los acontecimientos, algunos correligionarios de César huyeron de Roma y fueron a unírsele a las Galias, entre ellos el tribuno de la plebe Marco Antonio, que era amigo y medio pariente suyo.
César calculó inteligentemente su jugada y nuevamente decidió la partida con pasmosa habilidad. Atravesó el fronterizo riachuelo Rubicón al frente de sus tropas e invadió el suelo italiano. Esto equivalía a declarar la guerra al Senado, es decir, a un golpe de estado en términos modernos. La guerra civil había comenzado.
El Senado confiaba poder oponerse a César por las armas, pues contaba con suficientes tropas bajo su mando y Pompeyo era, o había sido, un excelente general. Pero desde las victorias de Pompeyo en Asia había transcurrido mucho tiempo y la figura de César resultaba mucho más atractiva a una tropa que procedía mayoritariamente de las clases populares de Roma. Por tanto, comenzaron a desertar de las filas senatoriales para unirse a las de César. La desbandada general no tardó en producirse: el propio Pompeyo y los senadores más comprometidos huyeron, primero de Roma y después de Italia, dejando el campo libre a su poderoso adversario.
El partido senatorial reorganizó sus fuerzas en las provincias con lo que la guerra civil prendió en todos los dominios de Roma. Finalmente, César y Pompeyo se enfrentaron personalmente en la batalla de Farsalia (Grecia) en el 48 a. de C. A pesar de la aplastante superioridad numérica del ejército pompeyano, César venció y Pompeyo hubo de huir nuevamente. Esta vez se refugió en Egipto, país satélite de Roma, donde contaba con la protección de la casa real. Pero el maquiavélico primer ministro egipcio, Potino, pensó que sería mejor congraciarse con el victorioso César; después de recibir a Pompeyo con halagos, lo hizo asesinar.
César, menos cruel que aquellos orientales, lamentó sinceramente la muerte de su adversario, al que a pesar de todo admiraba por sus glorias pasadas. Y en este punto de nuestro relato aparece otro fascinante personaje: Cleopatra.
El rey de Egipto era a la sazón Tolomeo XIII, un jovenzuelo de trece años de edad que estaba enemistado con su hermana Cleopatra. La muchacha vivía su dorado exilio en Siria, pero en cuanto tuvo noticias de que César se encontraba en Egipto, fletó su barco y se presentó en Alejandría dispuesta a suplicarle que defendiese sus derechos frente al rey su hermano.
Naturalmente el calculador ministro Potino no consentiría que la seductora Cleopatra se entrevistase con César y desplegase ante el fogoso romano sus irresistibles encantos.
Pero ella burló esta última barrera protocolaria recurriendo a una celebrada argucia femenil: se hizo llevar a la alcoba de César escondida dentro de una rica alfombra que le enviaba como presente. César, que siempre fue bastante mujeriego, quedó cautivado por la belleza y la osadía de la princesa e inmediatamente se puso de su lado. Pero el intrigante Potino, calculando que las escasas fuerzas que César había desembarcado en Alejandría podían ser fácilmente derrotadas por sus propias tropas, lo atacó y lo puso en aprietos. Después d tres meses de angustioso asedio, César recibió refuerzos del exterior y pudo derrotar y dar muerte a Potino. El joven Tolomeo XIII, que había sido mero instrumento en manos de su ministro, se ahogó en el Nilo cuando intentaba huir del desastre. Quedó el romano, pues, árbitro de la situación y colocó en el trono de Egipto a su amada Cleopatra, convenientemente asociada a su otro hermano, Tolomeo XIV, que sólo contaba nueve años.
Pacificado Oriente, César regresó a Roma donde su fiel Marco Antonio se había ocupado de sus intereses durante su ausencia. El ahora omnipotente César se mostró clemente con sus antiguos adversarios, los prohombres conservadores que habían apoyado a Pompeyo, entre ellos Cicerón.
En realidad la ascensión política del victorioso general era ya imparable: contaba con la fuerza del ejército, con la simpatía del influyente partido del pueblo y con la creciente debilidad y desprestigio del Senado. Por lo tanto no le fue difícil acaparar todos los resortes del poder haciéndose nombrar dictador vitalicio, jefe supremo del ejército, sumo sacerdote e incluso tribuno vitalicio, lo que, además, sacralizaba su persona.
En este tiempo, César emprendió una serie de profundas reformas políticas encaminadas a beneficiar a la mayoría en detrimento de los antiguos privilegios de la clase senatorial: aumentó a novecientos el número de los senadores, incluyendo a muchos partidarios suyos, algunos de ellos incluso procedentes de provincias; reformó el sistema fiscal para aliviar la insufrible presión impositiva que abrumaba a las provincias; remedió los abusos de los gobernadores; extendió la ciudadanía romana a la Galia y a ciertas ciudades de Hispania; reformó la seguridad social (la «annona», el trigo de los pobres); fundó ciudades provinciales; reformó el calendario; apadrinó ambiciosos proyectos de obras públicas y puso, en fin, los cimientos del imperio que habría de sucederle.
En toda esta acertada gestión sólo cometió un error grave. Ya dictador vitalicio, soñaba con el retorno de la monarquía en una dinastía que él mismo encabezaría. Esta dinastía sería de origen divino puesto que su familia, la «gens» Iulia, era descendiente de Eneas y de Venus (idea que plasma Virgilio en la Égloga IV y en la Eneida). Pero el pueblo romano era, por tradición, muy refractario a la idea de una monarquía. La historia patriótica oficial había estado enseñando durante generaciones que la grandeza de la ciudad se debía a su régimen republicano, tan superior moralmente a las podridas monarquías de los pueblos sojuzgados por Roma.
César había minado el poder del Senado reduciéndolo a un papel meramente consultivo y se había atraído a la clase ecuestre y a parte de la «nobilitas», pero la aristocracia conservadora era aún poderosa. Las pretensiones monárquicas de César, cada vez más evidentes (lo escoltaban 72 lictores, vestía manto y zapatos rojos como los antiguos monarcas), constituyeron un revulsivo capaz de anudar nuevamente sus dispersas voluntades en pos de un objetivo común: la eliminación física de César como único medio de evitar que se proclamase rey. Lo asesinaron en el edificio del Senado, el año 44 a. de C. Pero la idea monárquica subsistió, y triunfaría con su sobrino y sucesor Augusto. Pareció que la muerte de César iba a robustecer la posición del partido senatorial. Sus líderes así lo creyeron al menos, entre ellos Cicerón, que consiguió la aprobación de una ley que abolía perpetuamente la dictadura y otra que echaba tierra al asunto del asesinato de César. Pero las cosas no iban a resultar tan fáciles. Las reformas emprendidas por el dictador eran ya imparables. En los funerales de César, su fiel lugarteniente Marco Antonio dio lectura pública al testamento del difunto. César nombraba hijo adoptivo suyo y heredero de sus bienes a su sobrino-nieto Octavio (el futuro Augusto). También dejaba un generoso legado para el pueblo romano. Este póstumo gesto demagógico desencadenó el fervor de la plebe, cuya recia y colectiva voz se alzó para pedir justicia contra los asesinos de su ídolo. A éstos les pareció más prudente poner tierra de por medio y alejarse de Roma.
Los herederos políticos de César parecían ser su fiel lugarteniente Marco Antonio y Lépido, otro prestigioso general. Entonces se presentó en Roma el joven Octavio, y la situación cambió radicalmente. A pesar de sus apenas estrenados diecisiete años, Octavio se mostraba digno sucesor de César. Reclamó sus derechos y se proclamó «hijo del divino César» haciéndose llamar César Octavio.
Parecía inevitable que el joven Octavio se enfrentara con Marco Antonio.
Los atemorizados aristócratas del partido senatorial vieron el cielo abierto: inmediatamente apoyaron las pretensiones de Octavio y declararon enemigo público a Marco Antonio. De esta manera buscaban dividir al partido de la plebe. Una nueva guerra civil estalló. Esta vez se enfrentaban el ejército del Senado, que apoyaba a Octavio, contra el de Marco Antonio y su asociado Lépido. Marco Antonio resultó vencido y hubo de huir, pero los dos cónsules que comandaban el ejército senatorial perecieron en combate. En estas circunstancias, sólo Octavio quedaba indemne y victorioso.
Inmediatamente reclamó el consulado, pero sus recelosos aliados del partido senatorial, crecidos por la victoria sobre Marco Antonio, se hacían los remolones. En una maniobra digna de su ilustre padre adoptivo, el joven Octavio ocupó militarmente Roma y se hizo proclamar cónsul. El Senado, otra vez aterrorizado, no osó rechistar.
Octavio había ganado la primera baza. Nadie en Roma discutía su autoridad, pero su posición en las provincias distaba mucho de ser halagüeña. En Occidente, los vencidos Marco Antonio y Lépido se preparaban para volver a la lucha. En Oriente, los principales asesinos de César hacían lo propio: Bruto en Macedonia y Casio en Siria.
Nuevamente dio muestras Octavio de sagacidad política poco común: pactó con Marco Antonio y Lépido y formó con ellos una alianza tripartita, el segundo triunvirato. En virtud de este arreglo, Octavio gobernaría sobre África, Sicilia y Cerdeña; Marco Antonio sobre las Galias Cisalpina y Trasalpina, y Lépido sobre la Narbonense e Hispania.
En cuanto hubo afirmado su posición en Roma, el triunvirato actuó con mano dura contra el partido senatorial. Condenaron a muerte a sus líderes, desterraron a sus colaboradores y confiscaron los bienes de muchos correligionarios y simpatizantes.
Entre las víctimas de esta represión se contó Cicerón, al que Marco Antonio hacía responsable de la muerte de su padre adoptivo. Purgada Roma de adversarios políticos, el triunvirato se ocupó de sus enemigos de Oriente, los mentados Bruto y Casio, a los que se había unido Sexto Pompeyo, el comandante de la flota, hijo de aquel Pompeyo que luchó contra César. Los dos bloques se enfrentaron en una batalla decisiva sobre suelo griego, en Filipos. Bruto y Casio resultaron derrotados y muertos. Las últimas esperanzas del partido senatorial se desvanecían.
Desaparecidos sus adversarios políticos, pareció que no había motivo alguno para mantener el triunvirato.
Octavio y Marco Antonio se las compusieron para relegar a Lépido a la provincia africana mientras ellos se repartían Oriente y Occidente y sellaban el nuevo pacto con una alianza familiar: el matrimonio de Marco Antonio con una hermana de Octavio, llamada a su vez Octavia. Los grandes perdedores del nuevo reparto, Lépido y Sexto Pompeyo, no se resignaban a ocupar la posición subalterna que les había tocado. Por lo tanto se conchabaron para conspirar contra el cada vez más poderoso Octavio. La suerte de las armas les fue esquiva una vez más. Lépido, definitivamente excluido del triunvirato, tuvo que conformarse con el cargo de Sumo Pontífice, en Roma.
Mientras tanto, la historia de la rivalidad de César y Pompeyo se reproducía fatalmente entre Octavio y Marco Antonio. El mundo parecía demasiado pequeño para contenerlos a los dos. Era inevitable que terminaran enfrentándose.
Nuevamente entra en escena la bella Cleopatra. Marco Antonio, que había marchado a Oriente para reorganizar aquellas provincias, se prendó de ella y repudió a su esposa Octavia, la hermana de su poderoso socio. Era todo lo que Octavio necesitaba para declararle la guerra. No obstante, procuró guardar las formalidades para que no pareciese una cuestión personal. Primero reveló, ante los horrorizados romanos, los escandalosos términos del testamento que Marco Antonio había depositado en el templo de las Vestales. Según aquél, la herencia del venerado César correspondía a Cesarión, el hijo que el famoso general tuviera con Cleopatra. El pretexto estaba servido: Octavio declaró la guerra a Cleopatra. Las escuadras romana y egipcia se enfrentaron en Actium en el año 31 a. de C. Marco Antonio y Cleopatra resultaron derrotados, huyeron a Egipto y se suicidaron para no caer en manos de Octavio. Cesarión, todavía adolescente, fue ejecutado. La monarquía de los Tolomeos quedó abolida. En adelante, Egipto sería provincia romana.
Después de estos hechos, Italia y las provincias occidentales prestaron juramento de fidelidad a Octavio. El 16 de enero del año 27 a. de C., el Senado, reducido ya a un mero coro de comparsas, concedió a Octavio el título de Augusto. En adelante sería Octavio Augusto. El imperio romano había comenzado.
Julio César (100-44 a. de C.)
Julio César era alto y apuesto, de cara redonda y ojos negros de penetrante mirada. Estaba dotado de envidiable energía, tanto intelectual como física, y gozaba de buena salud, pero a veces sufría ataques de epilepsia.
Su único defecto visible fue la calvicie, que siempre intentó disimular recurriendo a los más diversos procedimientos: dejándose crecer los aladares hasta taparla, usando bisoñé y, hacia el final de su vida, usando constantemente la corona de laurel que el Senado le había concedido. Su coquetería era igualmente observable en lo referente al vestido y al cuidado de su persona: acudía con frecuencia al peluquero, se depilaba el vello superfluo y le gustaba vestir con elegancia. Era también singularmente aficionado al lujo, a las joyas y a las obras de arte.
Julio César destacó en todas las actividades que se propuso: fue gran estratega, brillante orador, sagaz político, concienzudo hombre de estado y excelente escritor. Como buen soldado, era reflexivo, generoso con los vencidos, gran sufridor de fatigas, sobrio y nada inclinado a los placeres de la mesa. No se puede decir lo mismo en lo tocante a los de la cama, puesto que fue bisexual y muy lujurioso. Cuando entró triunfalmente en Roma, sus soldados iban cantando: «Romanos, guardad a vuestras mujeres que traemos al putañero calvo» (Romani, servate uxores: moechum calvum adducimus). Un contemporáneo suyo lo llama «el marido de todas las esposas y la esposa de todos los maridos». En la larga lista de sus conquistas amorosas figuraba incluso Mucia, la esposa de su colega y adversario Pompeyo. Fue, sin embargo, muy estricto con sus propias esposas: a la segunda la repudió sólo por sospechas leves, puesto que «la mujer de César no sólo debe ser honesta sino que debe parecerlo». Julio César era culto, elocuente y muy ingenioso. Cuando desembarcó en África, al saltar a tierra, perdió pie y se dio de bruces contra el suelo, delante de la tropa formada.
Pues bien, salvó la ridícula situación exclamando: «¡Oh, África, te abrazo!». Otra anécdota que nos muestra su tesonera determinación: siendo todavía estudiante, la nave que lo conducía a Rodas fue capturada por los piratas. Estando cautivo, y en espera del rescate, uno de sus carceleros le preguntó: «¿Qué harás cuando estés libre?». Y él contestó: «Armaré una flotilla, os buscaré, os capturaré y os haré ejecutar». Los piratas rieron de buena gana el chiste pero, en cuanto estuvo libre, César hizo exactamente lo que les había prometido y los crucificó a todos.
En su faceta de escritor, Julio César historió sus propias campañas militares en dos obras espléndidas: «Comentarios a la guerra de las Galias» (51 a. de C.) y «Comentarios a la guerra civil» (45 a. de C.).
La muerte anunciada
El asesinato de Julio César, el 15 de marzo del 44 a. de C., constituye uno de los acontecimientos más importantes de la historia de Roma. Al parecer vino precedido por una serie de premoniciones que el propio César ignoró. Meses antes, unos campesinos encontraron un sepulcro antiguo con una inscripción que rezaba: «Cuando se descubran las cenizas de Capys (el difunto), un descendiente de Iulo perecerá a manos de los suyos». Pocos días antes del asesinato, los caballos de César «se negaron a comer y lloraban». La víspera misma del día fatídico, César soñó que volaba hasta la morada de Júpiter, y su esposa que la casa se hundía y César moría en sus brazos. Cuando amaneció, César se sintió indispuesto y casi había decidido quedarse en casa y aplazar su visita al Senado, cuando Bruto le hizo ver la conveniencia de comparecer aquel día pues los senadores estaban aguardándolo para concederle el título de rey de Oriente.
Así pues, César decidió ir al Senado después de todo. Por el camino, un anónimo ciudadano se le acercó y le entregó un memorial que resultó ser una acusación en la que se denunciaba la conjura para asesinarlo con los nombres de los cincuenta senadores implicados. Pero César, ignorante de su contenido, aplazó su lectura para más tarde. El memorial se encontraría, con el sello intacto, en la mano izquierda del cadáver.
El arúspice Spurinna había advertido a César, unos días antes, que se guardase de los idus de marzo (esta división romana del mes abarcaba el periodo comprendido entre los días 8 y 15, inclusive). Como ya era día 15, César bromeó con Spurinna a la puerta del Senado: «¿Ves como no pasaba nada?». A lo que el augur replicó sombríamente: «El día no ha terminado todavía, César».
Cuando penetró en el edificio, los conspiradores lo rodearon. César, al ver que los capitaneaba Bruto, le reprochó, decepcionado: («Tú también, hijo mío»), y, renunciando a defenderse, se cubrió la cabeza con la toga. Recibió veintitrés puñaladas «y sólo la primera le arrancó un gemido». Quedó muerto en medio de un gran charco de sangre a los pies de la estatua de Pompeyo, su gran enemigo.
Otras dos frases que Julio César pronunció han pasado a la historia: «La suerte está echada» (Alea jacta est!), cuando atravesó el río Rubicón al comienzo de la guerra civil: y «Llegué, vi y vencí» (Veni, vidi, vici), su lacónico informe al Senado sobre la campaña contra Farnaces, rey del Ponto, que duró exactamente cinco días, lo que nos muestra que la guerra relámpago no es cosa de ahora.
Cleopatra (69-30 a. de C.)
La famosa reina de Egipto era de sangre griega, como todos los Tolomeos, y descendiente de uno de los generales de Alejandro Magno. En ella se aunaban la cultura griega y el refinamiento oriental. En sus escasos retratos fiables aparece como una mujer delgada y no muy agraciada: gran nariz ganchuda y despejada frente. No obstante, como suele acontecer con las mujeres dotadas de nariz poderosa, sus encantos debieron ser irresistibles: inspiró una ardiente pasión en César y en Marco Antonio, y aun, quizá, la hubiese inspirado en el esquivo Octavio de haber sido ella más joven y él menos avisado. Los escritores de su tiempo se sintieron igualmente fascinados: «Su voz —dice Plutarco— era como un instrumento de muchas cuerdas». «Existen —escribe otro— cien formas de adular, pero ella sabía mil».
Cuando murió César, Cleopatra estaba en Roma, instalada en la lujosa villa que su enamorado poseía junto al Tíber. Además, César había colocado una estatua dorada que representaba a Cleopatra en el templo familiar de Venus Genetrix. Muerto su valedor, la bella egipcia hubo de hacer el equipaje apresuradamente y regresó a sus posesiones del otro lado del mar.
No es seguro que se suicidase por medio de una serpiente áspid que se había hecho llevar oculta en una cesta de rosas, pero es poéticamente plausible. En cualquier caso, el áspid simbolizaba la divinidad del reino. Dicen que esta ilustre y bella suicida escribió una carta a Octavio suplicándole que la sepultaran al lado de Marco Antonio. El magnánimo vencedor accedió. Cleopatra murió a los 39 años. Dión Casio le dedica este epitafio: «Conquistó a los dos romanos más ilustres de su tiempo, pero el tercero fue causa de su ruina».