Capítulo 26.El legado de Roma.

Capítulo 26

El legado de Roma

La historiografía materialista ha criticado la obra de Roma. Nos presenta el mundo antiguo como una inmensa vaca cuya leche fluía generosamente sobre las insaciables fauces de la explotadora ciudad. Aquella república de frugales campesinos había degenerado en la opulenta ciudad de los vicios, donde una legión de nuevos ricos y otra de nuevos pobres vivían de las rentas y de la «annona», es decir, de los recursos de las oprimidas provincias del imperio. Y, en la base de todo, una economía que sustenta sus cimientos en la explotación de mano de obra esclava y en la expansión imperialista tras los metales preciosos, las materias primas y las nuevas tierras que el Estado necesita.

El caso es que estas acusaciones son básicamente ciertas, pero su certidumbre no invalida el hecho de que, en términos generales, el balance civilizador de Roma resulte muy favorable. Roma somos nosotros: los europeos y cuantas naciones del mundo han tenido sus orígenes históricos o culturales en Europa (es decir, la mayoría de ellas). Lo que los europeos somos hoy es, para bien o para mal, el resultado de la interacción de dos vigorosas corrientes que hace dos mil años se fundieron en el crisol de Roma: la cultura griega y el pensamiento religioso judío, origen, respectivamente, de la expansión universal de la civilización helénica y de la religión cristiana. Una peculiar aleación que quizá fuese prudente seguir denominando civilización cristiana occidental. Roma nos legó su forma de vida y sus instituciones, impuso a los pueblos sometidos hermandad dentro del marco institucional jurídico y administrativo del «cives romani» y nos legó el patrimonio precioso de su ley y de su lengua, los dos pilares básicos sobre los que aún se asientan las coordenadas históricas de los europeos en este difícil camino que nos conduce a la integración supranacional, es decir, a ser otra vez, básicamente, Roma. «Vale».