Capítulo 22
Circo y gladiadores
Dos cosas solamente anhela el pueblo: pan y espectáculos», escribe Juvenal. Los espectáculos públicos («ludi») que apasionaban a los romanos eran de tres clases: las carreras en el circo y luchas de gladiadores en el anfiteatro («ludi circenses»), y las comedias en el teatro («ludi scaenici»). El cristianismo acabará con todo. Para los píos padres de la Iglesia, «el teatro es lujuria, el circo ansiedad y la arena crueldad».
La pasión de los romanos por las competiciones de carros es comparable a la que hoy se siente por el fútbol.
Cuando había carreras, la ciudad aparecía desierta y silenciosa pues la multitud se había concentrado en el circo. A menudo se producían desgracias en aquellas delirantes aglomeraciones. En la naumaquia que ofreció César en el año 46 a. de C., la afluencia de público fue tal que muchos espectadores murieron aplastados por la multitud, entre ellos dos senadores. El clamor de los espectadores ante las incidencias del espectáculo podía percibirse en toda Roma.
Séneca se queja, como es natural en él: «El gruñido confuso de la muchedumbre es para mí como la marea, como el viento que choca en el bosque, como todo lo que no ofrece más que sonidos ininteligibles».
La pasión que los distintos equipos despiertan en sus seguidores nos parecerá también absolutamente moderna a los que vivimos en la era del fútbol: «Roma entera está hoy congregada en el circo —escribe Juvenal—; un gran clamor llega a mis oídos, por lo que deduzco que va ganando el verde. Pero si perdiera veríamos la ciudad tan triste y abatida como cuando se perdió la batalla de Cannas».
Todos los «ludi» tienen un origen sagrado. Las primeras carreras de carros comenzaron a celebrarse en honor de una deidad agrícola e infernal, Consus, en la que se conjuraban los poderes germinadores de la tierra. Ello explica que las carreras formasen parte de los «ludi cereales» o «cerealia» por las cosechas de abril.
La víspera de los juegos era día sagrado. Se celebraba una solemne procesión («pompa»), seguida de sacrificios propiciatorios a los que asistían los atletas. Otra procesión abría solemnemente los «ludi». Su itinerario era invariable: salía del sagrado Capitolio, atravesaba el Foro y el barrio etrusco, el Velabro, el Foro Boiario y terminaba en el interior mismo del circo. Al igual que las modernas procesiones de Semana Santa —salvadas sean todas las distancias— va presidida por una autoridad, en este caso el delegado de festejos («editor») y exhibe las imágenes de los dioses sobre andas y tronos que compiten entre ellos en lujo y ricos ornamentos. Sacerdotes y cofrades, aurigas y seguidores, ataviados todos con sus característicos atuendos y colores, escoltan cada uno de los tronos. Como en toda ceremonia religiosa romana, los detalles del ritual están rigurosamente establecidos y deben observarse escrupulosamente. Si se produce el más mínimo error o si acaece un mal presagio, la procesión debe repetirse.
Todo romano, desde el emperador hasta el más mísero esclavo de las tenerías, es seguidor de una facción o equipo. En los primeros tiempos sólo había dos equipos, el rojo y el blanco; pero en la época imperial se habían añadido otros dos colores, el verde y el azul, con lo que las facciones aumentaron a cuatro, siempre distinguidas por su color heráldico: «russata» (roja), «prasina» (verde), «albata» (blanca) y «veneta» (azul).
Siendo los cuatro equipos locales, la rivalidad era mucho mayor y no dejaba de estar teñida de un cierto color político. La aristocracia y la burguesía enriquecida era partidaria de los azules, mientras que el proletariado apoyaba a los verdes. Si examinamos la lista de los emperadores, notamos que algunos de ellos (Calígula, Nerón, Domiciano) apoyaron firmemente a los verdes, probablemente para congraciarse con la plebe. Por el contrario, Caracalla y Vitelio se mantuvieron siempre fieles a los azules.
Cada facción o color tenía su sede o «club» en un local de usos múltiples donde se concentraban las cuadras, los talleres de reparaciones de los carros y la pista de entrenamiento de los caballos. Allí solían reunirse los aficionados en actos de hermandad como los que organizan las modernas peñas futbolísticas. La afición era tan devota como la de los actuales equipos de fútbol: los hinchas acudían a presenciar los entrenamientos de sus campeones y llenaban los muros y retretes de la ciudad con sus pintadas o «graffiti» en las que hacían figurar sus nombres y caricaturas. También les dedicaban canciones y componían poemas en su honor. Encopetadas damas insatisfechas se encaprichaban de ellos y miembros de la más linajuda aristocracia se disputaban el honor de invitarlos a sus mansiones y sentarlos —acostarlos debiéramos decir—, a sus mesas.
El propio Calígula, buen aficionado a los caballos y a las carreras, distinguió con su amistad personal a algunos aurigas. Un buen auriga cobraba altos sueldos y sustanciosas primas. Por lo demás, la facción lo trataba a cuerpo de rey: el mejor vino, los mejores manjares, el mejor aceite eran para ellos. Una compleja urdimbre de intereses creados fue creciendo en torno al espectáculo deportivo. Hemos de tener en cuenta que en cada carrera se cruzaban importantes apuestas. Los artesanos se jugaban la paga de la semana y los ricos propietarios, fincas valoradas en muchos millones de sestercios. Los mejores aurigas amasaban inmensas fortunas y se retiraban de la profesión ricos y respetados. El español Diocles, quizá el mejor auriga conocido, que corrió en tiempos de Trajano y Adriano, es un buen ejemplo. En 146, cuando contaba cuarenta y dos años de edad, colgó el látigo y se retiró después de haber corrido durante veinticuatro años. En este tiempo se proclamó vencedor en 1462 carreras, lo que le valió una suma de treinta y cinco millones de sestercios. Su fulgurante carrera quedó inmortalizada por una lápida conmemorativa que le erigieron sus admiradores en el circo de Calígula. Penetremos ya en el circo, o hipódromo, como lo llaman los griegos, y asistamos a una carrera. Lo primero que nos causa admiración es el edificio mismo. Es parecido a un estadio de fútbol, sólo que el doble de largo y algo más estrecho. Uno de los extremos tiene forma redondeada.
En el otro, que es recto, se alinean las cuadras («carceres») de donde partirán los carros. Un alto graderío ocupa todo el entorno. La arena está dividida en dos pistas paralelas por un eje central («spina») decorado con esculturas y diversos adornos. Entre ellos nos llama la atención, por lo exótico, un obelisco de Ramsés II que Augusto hizo traer desde Heliópolis, Egipto, en un barco diseñado especialmente para su transporte (hoy puede admirarse este obelisco en la piazza del Popolo).
El rumor de la multitud sube de tono y muchas cabezas se vuelven hacia el palco presidencial, donde el delegado de festejos está procediendo al sorteo de las carreras en presencia de testigos de cada facción. Ya tenemos las alineaciones. En cada una de las carreras competirán cuatro carros, uno por cada equipo. Los de la primera tanda ocupan sus posiciones en las «carceres». Vamos a presenciar una carrera de troncos de cuatro caballos («cuadriga»), que es la combinación más frecuente, pero también las hay de dos caballos o de más de cuatro, hasta diez. Observamos que los carros son ligeros, fuertes y de simple y elegante diseño: apenas una reducida plataforma instalada sobre dos ruedas de la que se proyecta un largo timón al que van enganchados tres caballos. El cuarto, de la izquierda, genéricamente denominado «funalis», corre suelto, unido sólo a su vecino. Éste es el mejor caballo, el que da la pauta de la dirección y velocidad a sus compañeros. De su actuación depende en gran medida la del conjunto.
Los aurigas («agitatores»), cada cual vestido con la camiseta de su equipo, una túnica corta del color de la facción, están atentos a la señal del presidente. Se han atado a la cintura las riendas de cuero, se han ajustado al costado el cuchillo que completa su equipo y sostienen firmemente con la mano izquierda el haz de correas para evitar que los nerviosos caballos hagan una salida en falso.
En la mano derecha portan el látigo. Expectante silencio en la multitud.
El presidente se levanta de su asiento, eleva el pañuelo y hace la señal. Un operario tira de la cuerda («repagula») que descorre a un tiempo todos los cerrojos de las «carceres». Un súbito clamor estalla en los graderíos.
¡Allá van! Parten raudas las cuatro cuadrigas en pos de la victoria. Deben dar siete vueltas al circuito, en total unos ocho kilómetros.
Entre las esculturas que decoran la «spina» existe un grupo de siete delfines de bronce que pueden pivotar sobre un eje. A cada vuelta se baja uno de ellos para que los espectadores sepan las vueltas que faltan.
Pero no nos distraigamos con los detalles accesorios y observemos la carrera: las cuatro cuadrigas están prácticamente igualadas. No se han lanzado a fondo, zigzaguean un poco.
Da la impresión de que más que correr lo que importa es estorbar la carrera del adversario. Cuando parece que uno de los carros va a adelantarse a los otros, todos se cierran sobre él impidiéndole el paso y obligando al auriga a tensar las riendas para que sus fogosos corceles atemperen su carrera.
El que corre más próximo a la «spina» dirige furibundas miradas a su vecino que ha estado a punto de estrellarlo contra los marmolillos por cerrarle el paso. Se escuchan algunos insultos de los espectadores. De repente la multitud se pone en pie y un grito brota de todas las gargantas. Lo que temíamos acaba de ocurrir: un accidente, un «naufragio», como se dice en la jerga del circo. El carro de los verdes ha rozado al rojo y se ha deshecho entre una confusión de chispas de acero y astillas de madera. El auriga verde ha salido proyectado por los aires y ahora es arrastrado por sus desbocados caballos. Intenta desesperadamente cortar con su puñal las correas que lleva atadas a la cintura, pero antes de conseguirlo el carro de los blancos le pasa por encima. Queda malherido sobre la arena y un grupo de auxiliares lo recogen y retiran. También despejan la pista de los restos del carro antes de que las tres cuadrigas supervivientes aparezcan en la vuelta siguiente. El último delfín del marcador ha pivotado. Ya estamos en la recta final. Los aurigas aflojan las riendas y fustigan furiosamente a sus corceles. Un operario del circo acaba de marcar con yeso una raya blanca sobre la arena, al derecho del marmolillo que señala la meta.
Los carros la cruzan casi simultáneamente. Un grupo de jueces y testigos intercambian sus opiniones, deliberan y comunican al presidente su conclusión. El heraldo, a indicación del presidente, levanta la banderola azul. El pregonero proclama la victoria de los azules gritando los nombres del auriga y de su caballo «funalis».
El graderío es un hervor. Los partidarios de los azules se abrazan entusiasmados y cantan a coro canciones de victoria. Los hinchas de los otros colores permanecen pesarosos, se remueven inquietos en sus asientos y lanzan furibundas miradas al adversario triunfante. Algunos se enzarzan en acres discusiones. Lo mismo que en nuestros estadios, no faltan los camorristas que llegarían a las manos si no interviniese oportunamente la policía. En la mente de todos están los lamentables sucesos de Pompeya, el año 59, narrados por Tácito. El graderío se convirtió en un campo de batalla. Un espectáculo bochornoso y de lo más antideportivo. Nerón, disgustado, castigó a los pompeyanos suspendiendo sus «ludi» durante diez años. Los gobernantes de entonces eran más severos que los de ahora.
El más espléndido marco de las carreras de carros fue sin duda el circo Máximo, comenzado por Julio César y acabado por Augusto, aunque Nerón lo remodelaría hasta darle una capacidad de doscientos cincuenta mil espectadores. Su emplazamiento aprovechó las espléndidas condiciones que brindaba el terreno en una vaguada de seiscientos metros de largo por cien de ancho que se extendía entre las colinas del Palatino y el Aventino.
Este circo tuvo tres pisos, el más bajo de piedra, los otros de madera. En él se ofrecieron muy memorables espectáculos, no sólo de carreras de carros, sino también de los llamados juegos troyanos («ludi troiani»), simulacros de batalla entre jóvenes aristócratas; carreras individuales de caballos («desultores»), y hasta carreras pedestres de fondo o de relevos.
Gladiadores
Las luchas de gladiadores tenían por escenario el anfiteatro. Este tipo de edificio, claro precursor de las modernas plazas de toros (aunque el redondel era ovalado), fue un diseño específicamente romano. Los primeros anfiteatros fueron de madera, como el construido por Pompeyo en el siglo I a. de C., o aquel tan famoso que se desplomó en el año 27 ocasionando la muerte de muchos miles de espectadores. A partir de entonces la autoridad competente adoptó enérgicas medidas para evitar que se repitiesen catástrofes semejantes. Al empresario, un tal Atilio, lo desterraron y en adelante se estipuló que el que quisiera ejercer tal oficio había de disponer de un capital superior a los cuatrocientos mil sestercios con el que hacer frente a posibles responsabilidades.
El primer anfiteatro de piedra fue construido por Augusto el año 29 a. de C. en el Campo de Marte. No obstante, el símbolo más universal de Roma sigue siendo el Coliseo o anfiteatro Flavio, inaugurado por Tito en el año 80 y luego remozado en el siglo V. Tenía cuatro pisos y en su graderío podían acomodarse hasta cincuenta mil espectadores.
¿Cuál es el origen de los combates de gladiadores? Los etruscos, al igual que otros pueblos de la antigüedad, solían sacrificar prisioneros sobre la tumba de los caudillos para que los espíritus así liberados los acompañaran y sirviesen en la otra vida. Una evolución de este rito trajo consigo los combates de gladiadores («ludi gladiatorii»), cada vez más secularizados y convertidos en mero espectáculo. A pesar de ello podemos asegurar que su carácter funerario no se perdió nunca del todo. Los «ludi» privados, por ejemplo, estaban presididos por el busto del difunto al que se dedicaban. Muy a menudo era el propio difunto el que, en sus disposiciones testamentarias, señalaba el número de parejas de gladiadores que quería para sus juegos funerarios; un proceder similar, salvando las naturales distancias, al de los devotos que señalan el número de misas de difuntos que desean en su funeral. Otras pervivencias rituales: a los juegos gladiatorios se asistía con la cabeza descubierta, como a los sacrificios religiosos, y los afectados de apoplejía (la enfermedad sagrada) podían beber en caliente la sangre del gladiador moribundo o conservar como talismán salutífero el hierro que lo había matado.
Como todo lo sagrado, los juegos acabaron convirtiéndose en un asunto de Estado («ludi stati») y formaron parte de los espectáculos con que el emperador entretenía al pueblo romano para que no prestase atención a los problemas sociales y se desinteresase de la actividad política. Los juegos se atenían a un calendario fijo: los «Ludi apollinares», consagrados a Apolo desde el 212 a. de C., se celebraban del 6 al 12 de julio; los «romani», en honor de Júpiter, entre el 4 y el 19 de septiembre; los «plebeii», del 4 al 17 de noviembre.
Éstos eran los más importantes, pero hubo otros («cerealia, megalenses, floralia, saeculares, Dea Mater, Dea Flora», etc.). Al margen de estas ocasiones oficiales, durante el imperio se puso de moda que particulares ricos costearan combates de gladiadores sin otro motivo que el de granjearse el aprecio de las masas.
El pretexto podía ser un acontecimiento familiar o simplemente sus votos por la salud del emperador («pro salute Principis»), en cuyas manos quedaba, por otra parte, el monopolio de los «ludi» desde la época de Julio César.
La pieza fundamental en el engranaje de los juegos es el empresario o «lanista», que se ocupa de contratar gladiadores y de adquirir fieras. Suele ser un hombre de oscuros orígenes pero enriquecido por el oficio. Es tan despreciado socialmente como los tratantes de esclavos, aunque, por otra parte, nadie discute que su labor es muy importante y necesaria. Íntimamente relacionado con el empresario está el «editor» u organizador de los juegos y los «curatores ludorum», funcionarios imperiales que los supervisan. A partir de Marco Aurelio, el crecido impuesto gladiatorio pasará del «editor» al «lanista», en un intento de abaratar los precios, que han ido disparándose y amenazan acabar con el espectáculo.
Muchos días antes de la celebración de los juegos, los empleados del «editor» redactan carteles anunciadores y los fijan en los lugares más concurridos de la ciudad y de las poblaciones del entorno. Esta y otras muchas peculiaridades nos resultan familiares porque recuerdan a la fiesta de los toros. Los carteles especifican el motivo de los juegos, el nombre del empresario, el número de parejas de gladiadores que van a actuar, el lugar, la fecha, la hora e incluso menudencias tales como si habrá toldo o no. Porque en los días de mucho calor el anfiteatro se cubría con un gigantesco toldo que moderaba los ardores del sol, comodidad hoy desconocida para los que asisten a las corridas de toros.
También suele añadirse la expresión «si el tiempo no lo impide» («qua dies permittat»). Veamos algunos ejemplos de carteles:
Por la salud del emperador Vespasiano César Augusto y de sus hijos y por la consagración del altar, la compañía de gladiadores de Nigidus Mayo combatirá en Pompeya, sin posible aplazamiento, el cuatro de julio. Habrá lucha de fieras. Se tenderá el toldo.
Otro cartel:
Treinta parejas de atletas; cuarenta parejas de gladiadores; una cacería: toros, toreros, jabalíes, osos, y una segunda cacería con fieras diversas. Los aficionados acudían al anfiteatro la víspera de los juegos con objeto de ocupar los mejores asientos.
Llevan con ellos ropa de abrigo y comida y pasan la noche y las largas horas de espera en alegre algarabía.
Tan alegre que no dejan dormir al vecindario. En una ocasión el temperamental Calígula hizo que la guardia pretoriana desalojase el circo a cintarazos porque la plebe allí congregada perturbaba el sueño de sus caballos.
Pero no todo el mundo llega al anfiteatro la noche antes. Los mejores aficionados pueden concurrir, con permiso del «lanista», al banquete («cena libera») que el editor ofrece a sus gladiadores la víspera del combate. Esta cena, ocioso es decirlo, será la última para muchos. No se trata de un regalo desinteresado: tiene la finalidad práctica de restaurar las fuerzas de los luchadores y criarles sangre, que buena falta les hará cuando empiecen a tajarse.
Las clases privilegiadas no tienen que hacer cola: ya tienen su asiento reservado en el circo o el anfiteatro.
Las mejores gradas, las más próximas a la arena, están reservadas a los senadores y a sus familias; las siguientes, a los caballeros, y las sucesivas, a magistrados provinciales, mujeres, personas de luto y otros grupos más o menos favorecidos. El resto, hasta la bandera, a la plebe, que toma sus posiciones al asalto.
A una hora prudencial, cuando ya el bullicioso público que abarrota los graderíos empieza a dar señales de impaciencia, hace su aparición en los palcos de honor el emperador y su séquito, seguido de una cohorte de autoridades, pretorianos y servidores. La música se acomoda en su lugar. Notamos con sorpresa que incluso llevan un pequeño órgano de brillantes tubos.
Va a comenzar el espectáculo. Era la antigua costumbre que en esta ocasión el pueblo aclamara o abucheara a sus gobernantes, de acuerdo con la favorable o contraria opinión que le mereciesen sus medidas de gobierno. Pero en la época imperial la democrática institución está muy decaída y los abucheos han desaparecido por completo, excepto cuando se dirigen al «editor» sospechoso de estafar al pueblo con un programa más bien flojo.
Van a comenzar los juegos. Se abre, a los acordes de la música, un desfile de participantes que nos recuerda inevitablemente el paseíllo taurino. Cuando llegan frente al palco imperial se detienen, presentan armas y gritan a coro: «Ave Caesar, morituri te salutant!». (Ave, César, los que van a morir te saludan). A continuación viene el sorteo público de las parejas de gladiadores y el «editor» cumple con el expediente de examinar las armas («probatio armorum»), pues es el responsable de que estén bien afiladas y aguzadas. Según van pasando el examen, los gladiadores se distribuyen por la arena y se dedican a realizar ejercicios de calentamiento: hacen fintas, dan carreras, se flexionan, amagan las estocadas reglamentarias, lanzan redes, clavan los tridentes en el aire.
Cada cual procura captar la mirada de los aficionados con lo mejor de sus habilidades gladiatorias. En esta fase algunos espectadores se lanzan a la arena y se unen a sus campeones favoritos en el combate simulado. Es buena ocasión para despertar admiraciones entre el auditorio femenino.
El lector se percatará de que el toreo de salón no es cosa de hoy. No obstante, los que habrán de combatir de verdad dentro de un instante procuran no derrochar inútilmente sus fuerzas porque saben que les queda por delante todo un día en el que habrán de esforzarse para salvar el pellejo, a veces a pleno sol, con la cabeza encerrada dentro del yelmo, que se calienta como una plancha, sobre la candente arena y desangrándose por las inevitables heridas.
Suenan trompetas, se retiran funcionarios y curiosos y quedan los gladiadores solos en el redondel. Las parejas se distribuyen para no estorbarse mutuamente. Se ponen en guardia. El respetable público guarda silencio por vez primera en muchas horas. El combate ha comenzado. Los buenos aficionados conocen las ventajas y los inconvenientes de cada tipo de gladiador y saben las fintas y engaños de que disponen para superar al contrario. De acuerdo con el desarrollo de la lucha, animan a uno, imprecan al otro, insultan, aconsejan, se excitan, jalean, se desesperan… los más exigentes se impacientan y, a la menor sospecha de tongo, comienzan a gritar como energúmenos: «¡Están peleando como en la escuela!». «¡Hasta los condenados a las fieras derrochan más valor que ellos!». «¡Pero si parecen polluelos!».
Los gladiadores profesionales han recibido en sus escuelas un código ético muy estricto. En palabras de Cicerón: «Prefieren recibir un golpe a esquivarlo en contra de las reglas. Lo que les interesa en primer lugar es complacer tanto a su amo como al espectador. Cubiertos de heridas, preguntan a su amo si está satisfecho; si les dice que no, están dispuestos a dejarse degollar».
El público quiere sangre y la pide a voces. Séneca nos transmite los gritos de los espectadores: «¡Mátalo, hiérelo, quémalo!». «¿Por qué va hacia el hierro vacilante?». «¿Por qué muere de tan mala gana?».
La suerte suprema, la de morir dignamente, debe ser memorablemente ejecutada por el gladiador vencido. El caído tiene que representar su propia muerte de manera gallarda y heroica.
«Odiamos a los gladiadores débiles y suplicantes —escribe Cicerón—, a los que con las manos extendidas ruegan que les permitamos vivir». Plinio, por su parte, alaba «las bellas heridas y el desprecio de la muerte que hacen aparecer incluso en los cuerpos de esclavos y delincuentes el amor a la gloria y el deseo de triunfar».
Pero dejemos por un momento la compañía de tan ilustres aficionados y prestemos atención a lo que está sucediendo en la arena. Un «secutor» ha esquivado la red de su oponente y lo persigue. El «retiarius» da un traspié y cae al suelo, herido. Esto o perder el arma son las dos situaciones en que un gladiador queda a merced de su adversario. Reconociéndolo, arroja la defensa de su mano izquierda, sea red o escudo, y levanta el pulgar de esa mano mirando al palco presidencial. Cada espectador consulta el caso con el de al lado. Algunos vecinos de asiento discuten acaloradamente sobre los méritos y defectos del gladiador que pide gracia.
Hay división de opiniones. Los que piensan que ha luchado bien sacan señuelos y los agitan al aire mientras gritan: «Missum!» (sálvalo); pero si, como suele acontecer, están descontentos y no quieren indultar a tan flojo luchador, muestran el puño derecho con el pulgar hacia abajo y gritan: «Iugula!» (degüéllalo). La autoridad que preside los juegos decide sobre la vida o la muerte del hombre teniendo en cuenta el parecer de la mayoría de los asistentes. Claro que su decisión final es a veces muy criticada, como suele ocurrir también en las corridas de toros. Existe un proverbio brutal que está en la mente de todos y que daja poco espacio para la misericordia: «Mata al vencido, sea quien sea» («ut quis quem vicerit occidat»), pero a pesar de ello y de las protestas de la airada afición, son muchos los gladiadores indultados, aunque quizá sea por motivos económicos más que humanitarios. Esto no cuenta en los combates previamente anunciados como «sine missione». En éstos no se perdona jamás la vida del vencido.
Cuando un gladiador muere sobre la arena, su cadáver es recogido por unos esclavos que ocultan el rostro detrás de la máscara de Caronte, el barquero de los muertos. A través de la puerta consagrada a Libitina, la diosa de la muerte, conducen al difunto hasta el depósito («spoliarium»). Mientras esto ocurre, los espectadores aclaman al vencedor, que da la vuelta al ruedo («discurrere») llevando una palma en la mano.
No es frecuente que la lógica tensión que precede al combate haga perder los nervios a algún gladiador, pero, en cualquier caso, si tal cosa ocurre y alguno da muestras de irresolución o cobardía, los funcionarios del anfiteatro lo obligan a combatir dándole de latigazos o azuzándolo con hierros candentes.
El gladiador vivía peligrosamente.
Era previsible que su carrera fuese corta. No obstante, algunos vivían lo suficiente como para hacerse con un nombre y ascender de categoría. Incluso podían recobrar la libertad y retirarse del oficio con una decorosa fortuna. Una marca de este ascenso era el conocimiento de sus apodos en los círculos de los aficionados.
«Destructor», «Terror», «Furor»… éstos eran los «meliores», veteranos luchadores, robustos, ágiles y conocedores de todos los trucos del oficio, que cobraban —o sus amos— hasta quince mil sestercios, cuando la tarifa normal de los gladiadores ordinarios («gregarii») no pasaba de los dos mil.
La ley establecía que el «editor» estaba obligado a presentar igual número de «meliores» que de «gregarii».
Si no encontraba «gregarii» suficientes tenía que cubrir los huecos con «meliores» pero cobrándolos al precio de los más baratos. Estamos hablando, por supuesto, de los grandes juegos estatales en los que se movían cientos de miles de sestercios. En los del año 35 a. de C., César hizo intervenir a trescientas parejas de gladiadores. Esto fue, verdaderamente, un derroche. Augusto estableció, en el año 22, que el número máximo de parejas por espectáculo sería de cien y además redujo los juegos de primera categoría a dos anuales. No siempre se respetó este límite. En una memorable ocasión el hispano Trajano organizó unos juegos que duraron más de tres meses. En ellos intervinieron 4912 parejas de gladiadores. Pero este caso es excepcional. Un número razonable de combatientes fue el que intervino en el año 61 en Pompeya: treinta parejas en cinco días de actuación.
Al margen de los magnos espectáculos oficiales, continuaron existiendo los mucho más modestos juegos funerarios ofrecidos por ciudadanos privados. Abusando del paralelo taurino, podríamos equipararlos a las modestas capeas de los pueblos. Lanistas de poca monta suministraban cuatro o cinco parejas de remendados gladiadores, llamados «sestertarii» por su baratura, auténtica carne de cañón. Era raro que muriera uno de éstos porque en el contrato se especificaba una cifra por el alquiler y otra mucho más elevada por la muerte. El público se mofaba de sus calculados golpes y se ensañaba con ellos insultándolos y gritándoles las expresiones de tongo al uso, mientras los pobres diablos aguantaban el chaparrón y procuraban herirse levemente, con profesional destreza, sobre los callos de anteriores heridas, de manera que la pérdida de sangre fuera lo suficientemente escandalosa como para aplacar las iras del respetable.
Muchos mosaicos romanos nos han conservado, como en la inocencia de un cómic torpemente dibujado, escenas de combate de gladiadores. En casi todos ellos podemos apreciar que se trata de hombres robustos, bien alimentados, de anchas espaldas y poderosa musculatura. Algunos tienen el potente cuello más ancho que la cabeza y una expresión perfectamente brutal en el rostro, lo que nos trae a la memoria unas palabras del malhumorado Séneca: «¡Qué músculos y qué hombros tienen los atletas, pero qué vacías están sus cabezas!». Uno entiende que la vida que arrastraban estos desgraciados no fuera la más idónea para el cultivo de las facultades del intelecto. En cualquier caso, el origen de la mayoría de ellos también nos puede explicar muchas cosas. Algunos eran prisioneros de guerra; otros, esclavos alquilados por sus dueños; otros, hombres libres condenados a trabajos forzados que aceptaban convertirse en gladiadores con la remota esperanza de poder alcanzar algún día la libertad.
También los había condenados a muerte por este procedimiento («noxi ad gladium ludi damnati»). Y, finalmente, frente a este grupo de forzados, había otro de voluntarios («auctorati»): aventureros, malhechores, soldados licenciados sin oficio ni beneficio, pero también, en algún caso, individuos pertenecientes a la clase ecuestre e incluso a la senatorial, lo que, en los viejos tiempos, hubiese resultado escandaloso. Nadie entonces podía imaginar que algún día, con la mudanza de los tiempos, los propios emperadores (Calígula, Nerón, Cómodo) descenderían a la arena para ejercitar sus armas en combates desvergonzadamente amañados. Los hombres libres que se metían a gladiadores habían de renunciar a sus libertades y derechos mediante solemne juramento en el que aceptaban «dejarse azotar con varas, quemar con fuego y matar con hierro».
Los gladiadores se entrenaban, de acuerdo con un exigente programa, en ciertos cuarteles o escuelas donde vivían en régimen de internado. Al principio estas escuelas fueron privadas, más tarde estatales. Las más famosas estuvieron en Capua y fueron creación de César y de Nerón («ludus gladiatorius Iulianus» y «Neronianus», respectivamente). También las hubo en Egipto, en Hispania y en las Galias. Los instructores («doctores») solían ser antiguos gladiadores ya retirados, viejas glorias trinchadas de orgullosas cicatrices que se las ingeniaban para transmitir a sus nuevos reclutas la experiencia de toda una vida jugándose la piel en el anfiteatro.
Otra modalidad de combate espectacular era la «naumaquia» o batalla naval, mal definida a veces como simulacro puesto que lo único simulado era el mar. En atención a los espectadores solía celebrarse en lagos naturales, en estanques o en anfiteatros inundados. Los barcos que se enfrentaban eran reales y también lo era la mortandad de los combatientes. Augusto preparó uno de estos estanques, de casi dos kilómetros de contorno, e hizo intervenir a más de dos mil hombres en la lucha. Algunas veces se reproducían batallas históricas bien conocidas por el público, como la de Salamina. El montaje de estos espectáculos resultaba tan complejo y oneroso que después del derrochador siglo I se abandonaron. En realidad, a la larga, todos los «ludi» seguirían la misma suerte, fuera por motivos humanitarios o simplemente económicos. Constantino los prohibió en 325, aunque siguieron celebrándose esporádicamente hasta 399. Las luchas de los gladiadores no constituían el único espectáculo sangriento del anfiteatro romano, ni siquiera el más sangriento. Desde nuestra moderna sensibilidad resulta más chocante aún la ejecución pública de condenados a muerte con procedimientos teatrales. Nos referimos a los condenados «ad bestias» para satisfacer la demanda de espectáculos sangrientos del pueblo romano. En un principio se les ataba simplemente a postes de madera y se soltaban fieras hambrientas para que dieran cuenta de ellos. Más adelante, se les dejaba libres y sucintamente armados para que amagasen una defensa, con lo que se añadía emoción al espectáculo, pero el resultado era el presumible: vencían las fieras y se los comían. Finalmente, alguien caviló algo más perverso e imaginativo: los condenados eran disfrazados de personajes mitológicos o históricos que hubiesen tenido un fin desastrado y así el culto público podía reconocer a un Orfeo que toca la lira hasta que es descuartizado por los leones, a una Lucrecia que es violada y luego se suicida, un Ícaro que se precipita, con sus fingidas alas de cera, desde gran altura y va a despanzurrarse contra el suelo, a los pies de los espectadores, o el héroe latino Mucio Escévola que se deja quemar el brazo (el histórico lo hizo voluntariamente, sus desafortunados imitadores del anfiteatro no tenían otra alternativa si no querían bañarse en una caldera de pez hirviendo), o Pasífae que, en figura de vaca, es poseída por un toro.
Otros dos tipos de espectáculo hacían las delicias del público del anfiteatro: los enfrentamientos de hombres contra animales feroces («bestiarii») y las peleas de animales entre ellos («venationes»). En tiempos de la república las «venationes» venían a ser la segunda parte del programa después de las luchas de gladiadores, pero con el imperio constituyeron espectáculo aparte. El Coliseo estaba especialmente diseñado para este menester, puesto que contaba con una serie de subterráneos pasillos, celdas, jaulas y montacargas que permitían hospedar animales, separados según sus especies, e irlos soltando de modo conveniente a lo largo del espectáculo. Todo el imperio contribuía con exóticos animales: hipopótamos del Nilo, jirafas del Sur, elefantes de Libia, tigres de Hircania, osos y jabalíes del Rin y del Danubio, cabras salvajes de Hispania, leones de Tesalia y del Atlas. Al igual que en el combate gladiatorio, la lucha entre fieras procuraba ser una armonización de contrarios. Nunca se enfrentaban animales de parecida especie: los toros luchaban contra los rinocerontes, los elefantes contra los osos, los tigres, toros o jabalíes, contra los leones.
Algunos campeones se especializaron en la lucha contra determinadas fieras y lograron fama y fortuna ejerciendo este peligroso menester. Un tal Carpóforo llegó a matar veinte en un día, récord que sorprenderá al torero más animoso. Algunos emperadores y aristócratas se esforzaron por participar en este tipo de lucha, pero el infeliz león que Nerón asesinaba era un «preparatus leo» al que habían limado los dientes y suprimido las garras. El público se hacía el bobo y aplaudía a rabiar.
La posteridad ha rechazado, horrorizada, estos sangrientos espectáculos que deleitaban al pueblo romano. «No logramos siquiera comprenderlos —escribe un historiador moderno—. Es una mancha de oprobio que no se borra». Sin embargo, curiosamente, los intelectuales romanos no estuvieron en contra de los juegos, con la posible excepción de nuestro compatriota Séneca. Y estos hombres nos muestran en sus escritos que no eran insensibles. Ellos no pertenecían, desde luego, a la plebe embrutecida y ciega de la superpoblada ciudad, a la que se daba pan y circo para que se mantuviese alejada de posibles reivindicaciones sociales. Quizá si alguno de aquellos autores romanos hubiese vivido hoy se habría atrevido a justificar de algún modo los juegos, dándoles, podemos presumir, una explicación psicológica. Parece que existe un impulso de violencia que es la raíz de una tensión biológica, emotiva y espiritual. Es lo que a veces se ha llamado, por seguir patrones culturales antiguos, violencia dionisíaca. Por supuesto, se trata de algo inaceptable para nuestro código cultural en el que la cólera y la agresividad son tendencias malignas. Ese código no tiene en cuenta que la agresividad, como la sexualidad, están, por así decirlo, programadas filogenéticamente. Algo que los romanos y los otros pueblos antiguos instintivamente sí tuvieron en cuenta. Por lo tanto, en lugar de intentar abortar la violencia condenándola simplemente, se esforzaron en limitarla encauzándola por canales positivos, es decir, ritualizándola, para que surtiera el efecto catártico de toda representación simbólica. En el ritual religioso primitivo, el sacrificio de la vida humana es básico: para que la vida siga debe primero destruirse. De aquí proceden los ritos sacrificiales y la tendencia compulsiva al derramamiento de sangre.
Se contraponen dos impulsos elementales: vida-muerte (Eros-Thanatos), se ritualizan y se consagran a la divinidad. De este modo se liberan los aspectos ingobernables de la naturaleza instintiva. Nosotros, por el contrario, hemos optado por la represión del sentimiento: anulamos el impulso destructor declarándolo malvado y nos reprimimos psicológicamente con complejos de culpa. Aunque, como la naturaleza humana es la misma después de los dos mil años transcurridos, nos complacemos de modo vergonzante en contemplar la ritualizada violencia en el cine y en los noticiarios de televisión, donde cada día asistimos a muchas muertes, algunas de ellas reales. Incluso apreciamos las escenas «de circo» en las películas de romanos, donde volvemos a presenciar, con un conveniente gesto de reprobación, el degüello gladiatorio o el descuartizamiento de la bella cristiana por las fieras.
Teatro
Y nos queda el teatro, el más frecuente, barato y culto de los «ludi», motivo por el cual quizá fuese menos popular que los otros. Quizá sea excesivo llamarlo espectáculo culto.
La verdad es que al pueblo romano nunca le gustó la elevada tragedia.
Los espectadores se inclinaban por el «mimo», género de comedia, a menudo francamente desvergonzado y obsceno, que hacía las delicias del pueblo con sus continuas alusiones sarcásticas a personajes de la vida pública o a los sucesos de actualidad que daban que hablar en los mentideros de una ciudad tan chismosa como Roma. Los mimos más subidos de tono se representaban con ocasión de los «ludi florales» (hacia el 28 de abril). Éstos llegaron a superar lo pornográfico cuando Heliogábalo dispuso que todas las acciones se representaran con el mayor verismo, acto sexual incluido. También había un espacio para la crueldad: en la famosa pieza teatral «Laureolus», que contaba las hazañas de un escurridizo bandolero que finalmente es capturado y crucificado, la última escena terminaba con la crucifixión real de un condenado a muerte, que en el último momento ocupaba el lugar del actor principal.
Entonces como ahora había actores ricos y actores pobres y había estrellas que, aunque fueran torpes en su oficio, eran famosas por su belleza.
Sus admiradores ricos las invitaban con frecuencia a banquetes y fiestas íntimas.
Una de las emociones que la plebe buscaba en el teatro era la de la lotería gratuita. Era costumbre obsequiar a los espectadores con pequeños regalos: comida, bebida o billetes de tómbola que daban opción a diversos premios no siempre deseables: un manojo de rábanos, una mosca, una bolsa de monedas de oro… La gente bien procuraba ausentarse del teatro antes de que la plebe la pisoteara o desgarrara sus vestidos en la rebatiña por alcanzar las papeletas que se lanzaban al aire.
Los primeros teatros, de madera, dieron paso a los de piedra, de los que existieron tres en Roma: el de Pompeyo, que acomodaba a treinta mil espectadores, el de Balbo y el de Marcelo, terminado por Augusto, del que quedan partes importantes incorporadas a una casa de vecinos. Éste tenía capacidad para catorce mil espectadores.
Los cristianos nunca vieron con buenos ojos esta escuela de lascivia —Tertuliano— del teatro. Fue una de tantas manifestaciones del paganismo que perecería con la propia Roma.
Clases de gladiadores
Los gladiadores se enfrentaban casi siempre por parejas. Para añadir emoción al encuentro, cada luchador iba armado de forma diferente y en cierto modo complementaba a su contrario.
Según el tipo de armamento se imponía una técnica de lucha distinta, lo que tenía sus ventajas y sus inconvenientes. Había que aprovechar los puntos débiles del oponente sin descuidar por ello la propia defensa. Por el armamento utilizado podemos distinguir los siguientes tipos de gladiadores: Sammita («sammis»). Es el tipo más antiguo. En su origen todos los gladiadores eran sammitas. Sus defensas son: yelmo cerrado y rodeado de grandes viseras, escudo, manga acolchada que le protege el brazo derecho y greba de bronce sobre la pierna izquierda. Va armado con una espada corta.
Retiario («retiarius»). Viste túnica corta y cinturón de cuero. Se protege el brazo derecho con una manga acolchada que a la altura del hombro tiene una placa de metal curvada hacia afuera que le guarda la cabeza y el cuello. Va armado de red y tridente.
El sammita y el retiario suelen formar pareja. El retiario combate mejor a unos tres pasos de distancia, fuera del alcance de la corta espada de su oponente, al que, sin embargo, puede herir con el largo tridente o envolver con su red. Uno de sus golpes maestros consiste precisamente en imprimir un movimiento circular a la red plegada para que golpee al sammita en las corvas, al tiempo que le amenaza el pecho o el cuello con el tridente. Si el sammita pierde el equilibrio y cae de espaldas, puede darse por perdido. La mejor defensa del sammita es el ataque. Debe acortar distancias y acercarse hasta un paso del retiario, con lo que le entorpece el manejo tanto de la red como del tridente al tiempo que lo pone al alcance óptimo de su corta espada.
Como el sammita enfrentado al retiario siempre busca acortar las distancias del duelo, da la impresión de perseguir al otro que, por su parte, procura apartarse en seguida buscando los tres pasos idóneos que requiere su armamento. En la secuencia de golpes y contragolpes, el juego gladiatorio se convierte en una persecución. Por este motivo el sammita acabó denominándose «secutor», «perseguidor», en tiempos de Calígula o quizá antes.
Oplomachus: En realidad es otra evolución del sammita aunque más pesadamente armado: casco con visera, escudo, coraza, grebas y tiras de cuero en las articulaciones. Suele enfrentarse al tracio.
Tracio («trax»): Pequeño escudo circular y grebas. Armado con un malvado sable curvo.
Myrmillon: Casco decorado con un simbólico pez («mormyllos»), que le da nombre, alusivo a la red del retiario con el que se enfrenta. Porta escudo rectangular y espada.
Provocator: Escudo redondo y lanza.
Menos frecuentes fueron los «equites» que luchaban a caballo, como torneando, el «essedarus», que combate sobre carro de guerra, y los «andabates», que lo hacen a ciegas, encerrada la cabeza en un casco sin orificios.
Éstos llevan el cuerpo protegido por una cota de malla. Otra variedad no menos cruel es la del combate de «meridiani», es decir, de gladiadores totalmente desprovistos de armas defensivas. Séneca comenta con disgusto: «Nunca se mueve la espada sin herir al contrario».
Existieron otras variaciones pintorescas que, sin duda, indignarían a los aficionados serios: lucha de pigmeos contra mujeres (desde, al menos, el año 88, si bien en el 200 se prohibió que las mujeres lucharan).