Capítulo 21
Rijosos y pelanduscas
Un campesino acomodado, Marco Metelo, recorre los últimos kilómetros de la vía Flaminia. Ya cree distinguir la resplandeciente techumbre del templo de Júpiter Capitolino. Impaciente por llegar, aviva el paso de su cabalgadura. El motivo del viaje es adquirir un esclavo que precisa para las labores del campo, pero si no anduviese escaso de mano de obra habría puesto cualquier otra excusa. El caso es viajar a la tentadora capital del imperio un par de veces al año para echar una cana al aire. Nuestro hombre se sonríe recordando el dicho popular: «Baño, vino y amor acaban con uno pero son la verdadera vida».
Marco Metelo está felizmente casado, desde hace quince años, con la todavía atractiva, aunque ya algo chafadita, Calpurnia. Si visita los lupanares romanos en cuanto se le presenta la ocasión es por practicar variaciones que un romano chapado a la antigua no puede intentar con su mujer legítima. No se vayan a imaginar nada raro, son cosas sencillas. Calpurnia, como toda matrona decente, no se muestra jamás completamente desnuda, ni siquiera ante su marido. Incluso en el momento de mayor ardimiento, comparece algo celada de camisas y arneses pectorales, lo que, si añade aliciente a los preliminares del amor, también los entorpece y enoja cuando llega el conclusivo momento de la franqueza. Otras cosas que el fogoso Marco Metelo no puede hacer en casa es copular con la luz encendida o de día. La norma exceptúa solamente a los recién casados, con los que hay que ser indulgentes si se arrullan a la hora de la siesta.
Estas mojigaterías son perdurables vestigios de la severa moral sexual de los antiguos romanos. Pensemos que Catón el Censor censuraba a los senadores por besar a sus esposas delante de los hijos. El caso es que en la timidez de la esposa y su resistencia a mostrarse desnuda advertimos una contradicción pues, por otra parte, el mundo romano cultiva la desnudez: los dioses, incluyendo entre ellos a los emperadores deificados, se representan desnudos; los más celosos defensores de la moral y de las buenas costumbres de los tiempos antiguos, entre ellos el mentado Catón el Censor, solían andar en cueros por la casa si la temperatura de la estación lo consentía.
Es más, la pudibunda costumbre de taparse las vergüenzas se consideraba propia de sociedades subdesarrolladas.
Herodoto se asombra, en el siglo V a. de C., del pudor de los bárbaros.
El romano, al igual que otros pueblos paganos de la antigüedad, se entregaba gozosamente al frenesí de vivir y no consideraba pecaminoso el sexo ni advirtió culpa alguna en la complacencia de los sentidos hasta que el cristianismo lo liberó de su error y le mostró el valle de lágrimas. Muy al contrario, el romano estaba persuadido de que la actividad venérea es fuente de legítimo placer puesto que «lo natural no puede ser indecente» («naturalia non sunt turpia»). Habían heredado de etruscos y griegos una valoración de lo físico difícil de imaginar para las otras culturas más represoras que subordinan lo sensual a lo espiritual. Los romanos no disociaban armonía corporal y sublimación del espíritu, antes bien los consideraban aspectos complementarios de un conjunto armónico al que cada individuo puede legítimamente aspirar.
El ejercicio de la sexualidad sólo tenía tres limitaciones: el adulterio, el incesto y el escándalo público.
Sin embargo, el incesto debió de ser bastante frecuente puesto que, a menudo, la esclava doméstica que sustituía a su ya ajada madre en el lecho del señor, había sido engendrada por él.
La pederastia se toleraba. Después de todo, el mismo Júpiter, padre de los dioses, la había practicado con su tierno copero Ganimedes. Los más liberales pensaban, con los griegos, que las relaciones de un adulto con un muchacho pueden resultar formativas para éste. Pero cuando el jovencito comenzaba a encañar su primera barba, la intimidad debía cesar y su mentor le hacía cortar los largos cabellos que hasta entonces habían acentuado su aspecto femenino. Las ostras posibles limitaciones del sexo eran higiénicas: el coito estaba contraindicado en las mujeres embarazadas y en las madres recientes que dieran el pecho a sus hijos. Quizá por este motivo las mujeres acomodadas solían delegar tal menester en alguna esclava nodriza, cuya forzada abstinencia vigilaban estrechamente.
A la masturbación, presumiblemente frecuente en la juventud, no se le dio gran importancia hasta que, ya entrado el siglo II, se abre camino la nueva moral estoica. Pero aun entonces sólo se desaconseja por motivos de salud, no morales. Se supone que contribuye al precoz desarrollo del organismo.
Si el romano era medianamente acomodado, podía permitirse el lujo de satisfacer sus apetitos sexuales en una querida («delicium») o incluso en muchas. Algunos emperadores dispusieron de auténticos harenes. No obstante, el obseso sexual que anda siempre revolcándose con sus esclavas («ancillariolus») está mal considerado.
En Roma existían muchos lugares donde satisfacerse con amor mercenario de acuerdo con una variadísima oferta adaptable a cualquier economía. La «lex Iulia» distinguía entre dos clases de mujeres: las matronas decentes y las prostitutas. La matrona debía observar una moral sexual intachable, puesto que cualquier desviación podía ser severamente castigada por la justicia. Por el contrario, la prostituta estaba facultada para ejercer su oficio sin ningún tipo de cortapisas, pero no podía contraer matrimonio legalmente, ni heredar, ni testar. El instrusismo profesional se perseguía.
No era infrecuente que la guardia irrumpiera en un prostíbulo y lo registrara de arriba abajo, sin muchas contemplaciones, para comprobar si había entre las pupilas alguna patricia casada. Éste era el caso de la emperatriz Mesalina, que llegó a ejercer el oficio por pura afición, como queda explicado en otro lugar.
Para que no hubiese malentendidos, las prostitutas quedaban obligadas a usar un atuendo especial que las distinguiera de las mujeres decentes incluso cuando transitaban por la calle. No podían llevar velo ni calzado y habían de vestir túnica corta en lugar de «stola». A esto se debe que una de las muchas denominaciones de la prostituta fuera «togata», «togada». Estas curiosas medidas evolucionaron con el tiempo. En el siglo II no era ya posible distinguir a la mujer de vida alegre de la pacífica y honesta ama de casa: entonces, como ahora, inevitablemente, el seguimiento de la moda y la captación del varón inducían a las honestas a imitar el vestido y aderezo de las que no lo eran. Y las prostitutas no sólo usaban calzado sino que algunas se hacían inscribir en las suelas unas letras que iban imprimiendo el mensaje «sígueme» («sequere me») en la huella que dejaban sobre el polvo. Interesante y original ardid publicitario.
Las leyes toleraban la prostitución como válvula de escape para que los temperamentales romanos desviasen su libidinosa atención de las doncellas casaderas y de las matronas casadas.
Es decir, se trataba de proteger la sagrada institución del matrimonio. Se suponía que un joven debía iniciarse en el sexo a los dieciséis años. Si no tenía esclava adecuada debía recurrir a los prostíbulos. No obstante, no todos los que frecuentaban estos establecimientos eran jóvenes solteros. El negocio florecía porque muchos degenerados esposos desertaban del lecho conyugal en busca de la variedad y atractivo del amor mercenario. El mismo reposado atractivo le encontraban los donjuanes, si admitimos los sabios razonamientos de Horacio: «Ir con prostitutas no tiene los peligros que trae aparejado el adulterio: no hay que aguardar a que se rinda la virtud de la amada; se nos ofrece desnuda sin tapujos y no velada y con disimulos como hace la esposa legítima, y además, no hay que estar temiendo que en medio del orgasmo aparezca de pronto el marido y haga saltar la cerradura».
Casi todos los burdeles romanos («lupanaria, fornices») estaban instalados en la Subura, el «barrio chino» de la ciudad, en el monte Esquilino, en los distritos V y XV. También los había, de lujo, en el distrito IV. Pero sería erróneo pensar que la prostitución se limitaba a los burdeles. También se ejercía en los altillos de las tabernas, en las cercanías de las termas y en las ventas y posadas de las principales carreteras.
Siendo Roma el corazón de un imperio que albergaba tantos y tan distintos pueblos, no nos sorprende que las mujeres que allí ejercían el oficio del amor fuesen de las más exóticas procedencias: las había griegas y orientales, cultas y refinadas, de alto «standing» como se dice ahora, y las había humildísimas busconas de ínfima condición que se entregaban por un par de monedas pequeñas. Una variada gama de nombres designaba sus respectivas categorías: las «meretrices», del verbo «merecer», eran las más caras, por lo general trabajaban por cuenta propia y sólo de noche; por el contrario, las denominadas «prostibulum», es decir, las que pasan el día delante de la puerta, haciendo la calle, eran las más baratas. Éstas ejercían su oficio desde la hora «nona», algo así como las dos de la tarde, cuando los artesanos daban de mano en el trabajo. Por este motivo se las denominaba también «nonariae». Otros apelativos eran «lupa» «loba», de donde procede «lupanar», y «scortum», «pellejo». Ramón J. Sender, al que encantaban las etimologías, nos explica que «se llamaba pellejas a las prostitutas que vestían, por obligación, pieles de cabras rojizas. Y zorras a las que vestían pieles de zorra, amarillentas. Ahora lo hacen sólo las cortesanas ricas con gabanes costosos, y hasta las muchachas más honestas, cuando se prueban esos atavíos en los anuncios de modas, ponen una expresión putísimamente atávica».
La misma variedad encontramos en las posturas y suertes del amor. Cuando examinamos la iconografía sexual transmitida en frescos, grabados, cerámica y medallas, tenemos la impresión de que los romanos conocieron y practicaron todas las posibles posiciones del amor. Por ejemplo: a la postura del varón tendido boca arriba y la mujer a horcajadas sobre él la denominaron, épicamente, «caballo de Hermes». También fueron duchos en las combinaciones tripartitas que hoy pueda ofrecer la más imaginativa pornografía, lo que no quiere decir que estuvieran socialmente admitidas. Al emperador Claudio se le censuraba que se acostase con dos mujeres a un tiempo; al pío Tertuliano le horroriza la felación («fellatio», claro), que él compara con la antropofagia. Si exceptuamos los de lujo, que estaban instalados y alhajados como auténticos palacios, los prostíbulos romanos solían ser locales lúgubres, oscuros y malolientes. Básicamente se componían de un vestíbulo, donde estaba la madame («lena») o el rufián («leno»), que cobraban por adelantado a los clientes, y una serie de mínimas celdas en las que apenas quedaba espacio para acomodar una estrecha cama cubierta por un astroso colchón y un cobertor. En algunos casos, un poyo de mampostería hacía las veces de cama. En la puerta de cada celda se inscribía el nombre de la ocupante, casi nunca el verdadero. Entonces como ahora, las suripantas gustaban de escoger sonoros nombres de guerra.
Recordemos que la emperatriz Mesalina, bajo cuya venerada advocación se titulan hoy dudosas casas de masajes y manufacturas de ropa de cama, cuando bajaba al prostíbulo se hacía llamar Licisca.
Los dueños de los prostíbulos adquirían su mercancía humana por diversos procedimientos. Algunas chicas habían sido niñas pobres abandonadas en la infancia y recogidas y criadas por un explotador con vistas a dedicarlas al oficio en cuanto alcanzasen la sazón; otras eran esclavas adquiridas en el mercado. También las había de origen penal. Además, las condenadas a las minas estaban obligadas a ejercer la prostitución con sus vigilantes, y otras, finalmente, se cedían a las escuelas de gladiadores para el servicio de sus internos.
Fuera de los prostíbulos, la lujuria romana encontraba variados lugares y ocasiones para satisfacerse. Había fiestas anuales, principalmente las «lupercalia» y los «ludi florales» (en torno al 28 de abril), propicios al desenfreno y bastante equiparables a los modernos carnavales de ciertos lugares. También existía la posibilidad de propiciar encuentros íntimos en el teatro, aquella «escuela de lascivia» contra la que tronaba el indignado Tertuliano. Y, finalmente, estaba el amor adúltero que debía de ser muy frecuente. Entre la masa de población ociosa de Roma es natural que existieran auténticos profesionales especializados en rendir virtudes femeninas. Nuestro buen amigo el poeta Marcial disiente de esta opinión. Para él ni siquiera hay que ser un experto para rendir la virtud de una dama de su tiempo:
—Hace tiempo que me pregunto si existe en la ciudad una mujer capaz de decir no. Tengo comprobado que ninguna se niega, como si fuera vergonzoso emplear la palabra «no».
—¿Entonces, ninguna es casta?
—¡Las hay a miles!
—Y ¿qué hacen las castas?
—No te dicen que sí, pero tampoco te dicen que no.
Es decir, que era cuestión de insistir. Los desvergonzados poetas se habían inventado la expresión «carrera amorosa» («militia amoris»). Lamentablemente para ellos, el carácter especulativo de la sociedad romana se manifestaba también en estos íntimos dominios. Aunque la mujer fuese casada y rica, esperaba un compensación económica por sus favores: un regalo caro, algún costoso capricho que aliviara la mala conciencia de estar entregando su mayor bien a cambio de nada…
El misterioso sentimiento que llamamos amor raramente se disociaba del sexo. El caso es que a veces notamos en el romano comportamientos que podrían inducir a pensar que ya sentía la presencia del amor comtemplativo tan en boga en otras épocas. El jugador solía invocar el nombre de la divinidad, pero también el de su amada, al lanzar los dados sobre el tablero; el alegre bebedor solía brindar por el nombre de su amada de un modo harto espectacular y curioso: trasegando una copa por cada una de las letras que lo componían. Cuando el nombre era largo, los resultados debían de ser devastadores. Era una suerte que en los banquetes hubiera, como ya vimos, un moderador que establecía la cantidad de agua que había que mezclar con el vino de cada comensal.