Capítulo 19
Aseo y vestido
Los romanos no se asean mucho ni lavan la ropa tan a menudo como sería deseable, lo que se refleja en la atmósfera pestilente que se desprende de las aglomeraciones. Solamente las casas de los muy ricos disponen de algo parecido a un baño («lavatrina» o, si es mayor, «balnea»), aunque muchos otros poseen una bañera portátil que instalan casi siempre en la habitación contigua a la cocina para disponer del agua caliente con más comodidad. A falta de jabón, que todavía no se ha inventado, se utilizan aceites y compuestos de sosa («aphonitrum»), y en lugar de esponjas, placas arqueadas («strigili») con las que se raen la piel recogiendo el aceite y el sudor. Los juegos de toallas son enteramente modernos: de baño («sabana»), de rostro («faciales») y de pies («pedale»).
Un esclavo está ayudando a su señor a vestirse. La ropa interior no existe (aunque Augusto se inventó una especie de calzoncillos de algodón, pero fue por aliviar su lumbago), pero nuestro senador se coloca un sucinto taparrabos («subligar») que ya la presagia. Luego, laboriosamente, la toga, el digno traje nacional romano que los varones de la clase superior usan desde que cumplen los diecisiete años, excepto durante las desmadradas fiestas saturnales. La toga es un pesado tejido de lana blanca en forma de media luna. Mide cinco metros de largo por tres y medio de anchura máxima.
La toga normal es inmaculadamente blanca, pero los senadores lucen en el borde una franja púrpura («laticlavium»), que es más estrecha en las togas de los caballeros («angusticlavium»). Este aparatoso atuendo resulta poco práctico cuando hay que desempeñar alguna actividad física. En este caso se usa una «túnica», que es la prenda normal del pueblo, de las mujeres y de los niños.
En el siglo III el uso de la toga decae en favor de la mucho más cómoda túnica, con las diversas variantes que la moda va introduciendo: a la griega («pallium»), la clámide («lacerna») y el poncho («paenula») que, si es impermeable, de piel, se llama «scortea». Estas túnicas se siguen adornando con cenefa de púrpura para indicar pertenencia al orden senatorial o ecuestre y, si se trata de un general en triunfo, se adornan con palmas doradas («palmata»). Bajo la túnica se lleva, a veces, una especie de camiseta de lino («túnica interior»). Encima de la túnica, cuando hace frío, se puede llevar abrigo de fieltro («gausapina»), quizá provisto de capuchón («cucullus»).
Los pantalones comienzan a verse a partir del siglo III, traídos por los soldados de la Galia Braccata, en tierras cisalpinas. Al principio fueron rechazados por los romanos elegantes, que estaban acostumbrados a sentir sus partes en libertad, pero luego su uso se fue introduciendo paulatinamente.
El calzado que hace juego con la toga son los zapatos («calcei»), en sus variantes negro («senatorius») o de color («patricius»). En la intimidad se usan sandalias («soleae, sandalia») que no estropean el delicado pavimento de mosaico de la casa, pero sería imperdonable llevarlas cuando se aparece togado en público. Hay una variante militar de la sandalia («caligae») con la suela tachonada de clavos, muy práctica y flexible.
El vestido femenino es algo más elaborado que el del hombre. Se usa cumplido sostén («mamillare, fascia pectoralis») y camisa («túnica interior»), debajo de la «stola», túnica hasta los pies, ceñida por la cintura, que es el equivalente femenino de la toga. Si se sale a la calle, se pondrá, además, un manto («palla»).
Desde el siglo III la «stola» es arrinconada por la más vistosa «delmatica», vestido con mangas de diversos diseños y hechuras. Algunos complementos de las elegantes son el abanico («flabellum»), la sombrilla («umbella») y, muy raramente, una especie de bolso. Extrañamente no conocieron el sombrero ni el pañuelo de cabeza, aunque a veces se cubrían la cabeza con un extremo del manto.
En cuanto a los colores, la incipiente industria química sólo dominaba el pardo, el amarillo, el violeta y el rosado, casi siempre sobre variaciones de la púrpura, obtenida del jugo de un molusco. A veces se diluye en orines, lo que se manifiesta en el olor que despiden algunos tejidos así coloreados.
El cabello tiene gran importancia en Roma pues a menudo es vehículo de complejas simbologías sociales. El esclavo de lujo lleva los cabellos largos pero el común luce la cabeza rapada, lo que quizá determinó el horror que los romanos sienten por la calvicie. ¿Querrán creerme si les refiero que un templado padre de la patria, el senador Fido Cornelio, se echó a llorar en la cámara durante una sesión del Senado porque un adversario político lo llamó «avestruz pelado» («struthocamelus depilatus»)? Un calvo ilustre, Julio César, no se quitaba jamás la corona de laurel que la patria le había concedido. Otro calvo ilustre, Domiciano, escribe melancólicamente en su tratado «Sobre el cuidado del cabello» («De cura capillorum»): «Nada hay tan hermoso ni que dure tan poco».
Los crecepelos hacían furor. Una fórmula: se frota la calva con sosa y después se aplica una infusión de pino, azafrán, pimienta, vinagre, laserpicio y cagadas de ratón (hasta llegar al último ingrediente nos iba pareciendo una apetitosa ensalada). También daban resultado las friegas con manteca de oso, o la cocción de vino y aceite de semillas de apio y culantrillo. Si, a pesar de todo, el pelo se obstina en no salir, el desconsolado calvorota puede recurrir a diversos tipos de postizos y pelucas.
Pero, como todas las modas cambian, a partir del siglo II, en el que la tristeza y la mediocridad parecen invadir muchos dominios de la antes alegre Roma, se puso de moda llevar la cabeza afeitada.
El que tiene pelo que cuidar procura llevarlo corto, en casos extremos casi al rape. Los elegantes son a menudo censurados porque acuden al barbero para que se lo rice y perfume.
«El hombre lindo —leemos en un autor de la época— es aquel que se peina con arte los rizos de su cabellera, que huele a bálsamo y cinamomo, que canturrea canciones de Egipto o de Cádiz, que sabe mover con gracia los depilados brazos». Claro que tal tipo de pisaverdes le parecían a Séneca «necios, lujuriosos hijos de papá».
Las mujeres lucen los más imaginativos arreglos del cabello largo pero lo que predominan son las gruesas trenzas dispuestas sobre la coronilla en forma de moño o anudadas sobre la nuca. En la época Flavia se construyen altos, complicados y casi versallescos peinados que han dejado su curioso reflejo en la escultura. Es de suponer que gran parte del pelo exhibido fuese postizo, quizá rubio, importado de Germania o teñido a la moda del tiempo.
En nuestros paseos por la Roma imperial observamos que casi nadie gasta barba. Perdura la moda de afeitarse que se impuso en el siglo III a. de C. por influencia griega.
Algunos mozalbetes aguardan con impaciencia a que crezca en sus mejillas una pelusilla de melocotón. Entonces el padre los llevará al barbero para que los afeite por primera vez. Esta primera barba se ofrece a los dioses («depositio barbae») y simboliza el paso a la edad adulta. A partir de ahora se afeitará regularmente, excepto en caso de luto o de pleito en los tribunales o si pretende que lo tomen por filósofo.
En la época de Adriano se produce un cambio sustancial. El emperador se dejó barba para ocultar una fea cicatriz que tenía en el mentón. Los cortesanos lo imitaron y se impuso la moda de las barbas, aunque en cuanto empezaban a encanecer solían afeitarse para que no se notara la edad. Paradójicamente, como sólo se afeitaban los que huían de las canas, el rostro afeitado simbolizó muy pronto la ancianidad. La moda de la barba perduraría hasta la época de Constantino, en que nuevamente se vuelve al afeitado.
La cosmética romana se basaba en la leche y el masaje. La dama que quería retrasar la aparición de las temidas arrugas se frotaba la cara hasta setecientas veces al día y si quería suavizarse la piel se bañaba en leche de burra. Popea, la esposa de Nerón, llevaba con su equipaje una manada de quinientas burras para este menester.
En el maquillaje se empleaban productos como el comino, que palidece la tez; la linaza, que afina las uñas, y altramuces, que hervidos en vinagre disimulan barros y cicatrices. Las arrugas menores se disimulan con polvo de harina y conchas de caracoles.
Para depilarse se usa ceniza caliente de cáscara de nuez. Los dentífricos son tan pintorescos como variados: harina de cebada con sal y miel o jugo de calabaza adobado con vinagre caliente. El que quería robustecer y abrillantar sus dientes podía masticar raíces de anémonas o de asfodelo u hojas de laurel, pero lo más efectivo era enjuagárselos tres veces al año con sangre de tortuga.
En el capítulo de los adornos personales, la mujer romana era más recargada que la actual. La que podía permitírselo «llevaba encima un patrimonio» (palabras de Séneca) en sortijas, ajorcas, cadenillas, collares, horquillas, cintas de oro, brazaletes y pendientes. Lollia Paulina, esposa de Calígula, acarreaba oro y joyas por valor de cuarenta millones de sestercios.
Con la decadencia, los elegantes acabaron por imitar a las mujeres en el uso de afeites y joyas. En la solemne ocasión de su proclamación, Heliogábalo compareció con los labios pintados de carmín y adornado con collares de perlas, pulseras de esmeraldas y una diadema de diamantes.