Capítulo 18.… y vivir para comer.

Capítulo 18

… y vivir para comer

Los banquetes fueron la institución social más relevante de la Roma de los Césares. En ella se conjugaban dos inclinaciones típicamente latinas: el gusto por la buena mesa y el placer de la pausada conversación con los amigos, la amable tertulia nocherniega adobada acaso con las otras aficiones compartidas: la música, la lectura, el debate, las mujeres… A lo que podríamos añadir la emblemática ostentación de riquezas y el derroche presuntuoso. También puede haber motivaciones electoralistas. Sólo así podemos comprender cabalmente la celebración de banquetes tan espectaculares como el que el joven Julio César ofrece prácticamente a toda Roma al regreso de su campaña de Oriente. Un cuarto de millón de personas concurrieron al festín, que duró varios días. También hay banquetes corporativos, las cenas de los gremios de artesanos o de cofradías religiosas («collegia») o de los colegios sacerdotales, que —si creemos a Varrón— cuando se celebraban incidían negativamente en la cesta de la compra puesto que todos los productos del mercado se encarecían.

Dos tipos de banquetes se usaron en Roma: el tradicional (recta coena) servido en mesas, como Dios manda, y el que se distribuía en cestas individuales («sportula»). Intentaremos asistir a uno de los primeros, lo que sin duda promete ser una de las más inolvidables experiencias que puede depararnos nuestro paso por esta sorprendente ciudad. Se celebra en casa patricia, sita en las amables faldas del Capitolio. Engalanados con nuestra mejor toga llegamos a ella hacia las cuatro de la tarde («hora décima»). Nos acompañan varios servidores de los que sólo uno de ellos, el más joven, educado y agraciado, entrará al comedor para asistirnos personalmente. Como permanecerá a nuestros pies durante la cena, se llama «puer ad pedes». Los otros son de escolta, para protegernos y alumbrarnos en el camino de vuelta a casa, a altas horas de la madrugada.

Entramos en la casa y en el atrio nos atienden solícitos esclavos que se hacen cargo de la toga y nos entregan un manto blanco («synthesis»), cómodo y apropiado para las posturas del diván. Uno de los criados nos lava los pies y luego nos los perfuma y nos calza unas sandalias flexibles de las que sólo sirven para andar por casa.

Los zapatos de calle que traíamos van al guardarropa con la toga. Mientras los restantes invitados acaban de llegar, el atento anfitrión nos introduce en una sala donde, convenientemente expuesta sobre mesas y aparadores, aparece su rica vajilla. Simulando amable atención, escucharemos sus prolijas explicaciones sobre el origen de las más notables piezas allí expuestas y fingiremos admirarnos cuando nos certifique que este vaso perteneció a tal famoso general griego o aquella bandeja a tal héroe troyano. Es posible que el anticuario que le cobró más de cinco veces su valor también estuviese persuadido de la autenticidad de tales reliquias. Cumplido el trámite de alabar la magnificencia de la colección, pasamos al salón del banquete y nos enjuagamos las manos en la palangana que nos presenta un criado.

La sala es bastante oscura pero han encendido una docena de lámparas de aceite cuyo humo y olor acabarán siendo molestos a medida que avance la noche. Para neutralizarlos en lo posible, han adornado la sala con flores y guirnaldas.

Vamos a ser diez comensales a la mesa, quizá porque el anfitrión es observador de la conocida regla: «No menos que las Gracias (es decir, tres) ni más que las Musas (que eran diez)». En banquetes más concurridos, donde se reúne quizá gente de muy distinto nivel social, se puede dar el caso de que el anfitrión establezca enojosos distingos entre los comensales. Los más humildes se sentarán en mesas peor abastecidas, donde se sirven platos más baratos y simples que en las de sus vecinos importantes.

Puede darse incluso el caso de que al banquete asistan parásitos. Los parásitos constituyen una curiosa institución en los banquetes públicos y encarnan, sin duda, el más notable precedente del moderno gorrón. Son pícaros, aduladores, graciosos profesionales a los que la gente seria desprecia y supone capaces de las más abyectas acciones con tal de llenar el estómago. A veces los convidados se divierten gastándoles bromas pesadas o golpeándolos entre pullas y chanzas.

Ellos sonríen, aguantan y no se inmutan. Toman asiento donde pueden, lejos de la mesa, y están pendientes de las sobras o de los potajes especialmente preparados para ellos que les traen de la cocina.

Pero no se alarme el lector: el nuestro no va a ser uno de estos tumultuosos banquetes. Todos los asistentes son personas sosegadas que afectan, en cada uno de sus ademanes, buena crianza y esmerada educación.

Aunque nos acomodaremos teniendo en cuenta la distribución de los divanes según categorías, en esta mesa podremos degustar todos la misma clase de manjares. Sobre el tablero, cubierto ahora de elegantes manteles bordados en oro, sólo hay vinagre, sal y aceite. Después de la oración de la mesa («deos invocare», comienza el banquete. Aparecen los criados más apuestos de la casa, bien vestidos y peinados especialmente para honrar la ocasión, y van depositando ante nosotros las fuentes que contienen los elaborados platos. Se empieza por los entremeses («gustus» o «gustatio»), entre los que no pueden faltar las aceitunas ni el huevo. Para definir el tiempo que abarca la cena hay un dicho: «ab ovo usque mala», es decir «desde el huevo (entremeses) hasta la manzana (postre)». Hay también lechuga, melón y ostras, todo ello acompañado de vino con miel o de cualquier otro caldo ligero pero de buena casta, pongamos por caso un Falerno. Uno de los comensales ha incurrido en la torpeza de mencionar un incendio ocurrido antes de ayer en un comercio de la calle de los Pañeros. Nueve pares de reprobadores ojos convergen sobre el deslenguado: es de mal augurio hablar de incendios cuando se está comiendo; en seguida derramamos agua sobre la mesa y el mal presagio queda convenientemente conjurado. Tampoco sería bueno percibir el canto de un gallo, pero por fortuna estamos en una zona residencial y el corral más cercano queda lejos.

Viene ahora la «prima mensa», que es la cena propiamente dicha. Una serie de elaborados platos van llegando de la cocina. El principal («caput cenae»), en el que el cocinero griego ha puesto su prestigio y el de su dueño, es, supongamos, un ganso rodeado de peces y pájaros. Cuando nos servimos sus gustosas porciones y lo saboreamos, descubrimos regocijados que todo es apariencia y artimaña: en realidad está elaborado exclusivamente con carne de cerdo. Ha sido un guiño cultural de nuestro anfitrión, que ha querido reproducir un famoso plato de la literatura: el del banquete de Trimalción. Aplaudimos educadamente la ocurrencia mientras echamos el ojo al jabalí relleno de tordos vivos, que, transportado por dos robustos pinches, hemos visto desfilar ante la ventana que da al patio. Tan numerosos y variados son los platos que se van acumulando ante nosotros, sobre las mesas auxiliares, que empezamos a protestar, como requieren las normas de la buena crianza, por una cena tan copiosa. Más vale que cedamos la palabra al agudo Plauto:

—Cuando se han sentado a la mesa, los invitados suelen decir: «¿Qué necesidad había de gastar tanto en nosotros? Pero, hombre, si has preparado comida para un regimiento». Y, aunque protestando que te has excedido por ellos, se lo comen todo. No esperes que ninguno te diga:

«Que se lleven esto, que retiren esa bandeja, no pongas aquel jamón, estoy repleto; que se lleven esas albóndigas; este congrio estará bueno frío, que lo retiren». No, no los oirás hablar así, antes bien se estiran y echan medio cuerpo sobre la mesa para alcanzar mejor los platos. Nuestros alegres compañeros de comilona se han atiborrado de manjares y de vino en la «prima mensa». Ahora llegan los postres («secunda mensa») y ya les queda poco espacio para embaular en los atarugados desvanes del estómago. Estos frecuentes excesos se reflejan incluso en la escultura.

¿No han notado ustedes que las estatuas del periodo republicano suelen presentarnos sujetos entecos, mientras que en las del periodo de los Césares abundan los entraditos en carnes? La contemplación de los pasteles de miel, las frutas confitadas o del tiempo y los vinos dulces que hacen el preciso acompañamiento tiene, en medio de estas harturas, un punto de tantálico suplicio. Nuestro vecino de mesa, menos resistente que los demás, está ya borracho, comienza a sudar copiosamente, se coloca la alhajada mano de regordetes dedos sobre el prominente hemisferio estomacal y se queja de que no se siente bien. A una breve señal acude solícito su «puer ad pedes», que lo ayuda a incorporarse y lo conduce, entre tumbos, al excusado, en el patio del peristilo, al otro lado de la casa. Allí, con ayuda de una pluma de ave, vomitará el hombre todo lo que ha comido y bebido. Esta costumbre disgusta al severo Séneca: «Vomitan para comer y comen para vomitar y no quieren perder el tiempo en digerir alimentos traídos para ellos desde todas las partes del mundo». Quizá el lector haya pensado que, entonces como ahora, de buenas cenas están las sepulturas llenas. Nada más a propósito que oír a Juvenal: «El castigo de la gula es inmediato, cuando en el excusado arrojas un pavo entero sin digerir… De aquí se siguen las muertes repentinas de viejos sin testamento».

Bien. Ya hemos levantado los manteles y nadie ha perecido en esta alegre reunión. Nueva ronda de aguamaniles y toallas porque ahora viene la segunda parte. Esta cena se había anunciado «con sobremesa» («cenae antelucanae»), por lo tanto es el momento de comenzar la velada nocturna («comissatio»). La señora de la casa, que ha participado en la cena reclinada al lado de su marido —nueva moda de estos tiempos— y compartiendo sus manjares, aunque no su bebida puesto que las mujeres honestas sólo beben «mulsum», al menos en público, se despide de los invitados y se retira. Lo que sigue es sólo para hombres. Primero libamos a los dioses lares de la casa y luego brindamos por el anfitrión y los asistentes. La fórmula del brindis no deja de admirarnos: el que lo pronuncia eleva su copa y la bebe de un trago, luego la tiende al copero para que la llene de nuevo y se la pasa al camarada por el que se ha brindado, que la apura a su vez. La frecuente repetición de brindis da lugar, suponemos, a monumentales cogorzas. Pero nuestro anfitrión es hombre discreto y previsor. Con una sonrisa chasca dos dedos al aire para que entren los criados y distribuyan ente los asistentes coronas de hiedra y laurel. Todos nos las encasquetamos entre guiños. Como somos romanos estamos convencidos de que su verde fragancia es medio seguro para disipar los vapores malignos del vino y despejar las cabezas. Es el momento de designar a un maestresala («rex convivii» o «arbiter bibendi») que tome sobre sus hombros la nada despreciable responsabilidad de ir indicando discretamente al copero la proporción de agua y vino que debe escanciar en la copa de cada contertulio. El oficio de «rex convivii» es delicado y exige dotes de diplomacia y exquisito tacto por parte del que lo desempeña.

Debe conocer, además, por experiencias pasadas, el carácter de cada invitado y su relativa resistencia al alcohol. Ya se sabe que unos tienen la borrachera agresiva mientras que otros la tienen melancólica. Se trata de mantener a cada cual, a lo largo de la joven noche, en el punto óptimo de su euforia etílica. Lo ideal es que todos estén un poco achispados pues los que beben poco se tornan serios y pueden aguar la fiesta y los que beben en exceso acaban haciendo el imbécil y molestando al vecino. También es recomendable cuidar los temas de conversación, «no deben ser preocupantes sino alegres, variados y de interés general». El programa de estas sobremesas, que se prolongan durante horas y horas, quizá con alguno de los contertulios vencido por el sueño y roncando en el regazo de su amigo, es necesariamente muy variado: se conserva, se juega, se proponen acertijos, se cuentan chistes, se abren regalos, se improvisan loterías… La tertulia a la que estamos asistiendo es, me temo, de las que afectan un cierto aire intelectual. Alguien ha cometido la imprudencia de mencionar a cierto poeta laureado. Aprovechando la ocasión, el anfitrión nos ha contemplado por un momento con una sonrisa beatífica y ha enviado a un esclavo a por el rollo que hay sobre su escritorio.

Me temo que vamos a asistir a la aburrida lectura de una prolija composición sobre los gozos de la vida campestre. El caso es que en otras reuniones menos intelectuales que ésta hemos asistido a actuaciones de bufones («derisores»), a pantomimas, a comedias, incluso a conciertos de lira y flauta, y nos han parecido si no tan cultas sí al menos mucho más divertidas y digestivas. A Augusto y a Aureliano les gustaba escuchar recitales de juglares («aretalogi») y a veces hacían comparecer a artistas callejeros para que distrajesen a sus invitados. En otras cenas hemos asistido a la actuación de ciertas artistas de variedades procedentes de la «licenciosa Cádiz», como la adjetivan los más severos censores de las modernas costumbres. Todo banquete de señoritos libertinos que se precie debe ir seguido de la actuación de algún grupo de «puellae gaditanae»: cuando bailan hacen gestos de increíble lubricidad, pero si se ponen a cantar, sus canciones son tan desvergonzadas que «no las osarán repetir ni las desnudas meretrices». Pero sosiéguese el lector: nuestro anfitrión de hoy es hombre tan circunspecto y serio como aquel que advertía en su invitación: «Quizá esperes que alguna gaditana salga a provocarnos con lascivas canciones… pero mi humilde casa no tolera ni se paga de semejantes frivolidades». Podemos imaginar que la actuación de las bailarinas gaditanas iría, en muchos casos, seguida de desenfrenada bacanal, pero esa tormentosa travesía no es apta para estas veteranas naves después de tan copiosa cena.

Está a punto de amanecer y ya ponemos fin al banquete. Hemos charlado, hemos cantado, los versos del anfitrión no nos han aburrido tanto como temíamos, hemos reído hasta llorar y nos lo hemos pasado muy bien. Pero la última gota de la copa del placer siempre es amarga. Ahora sentimos la cabeza cargada, el pulso débil y el estómago revuelto. Dejamos resbalar la acuosa mirada de nuestros irritados ojos (el inevitable humo de las lámparas) hasta el borde de la taraceada mesa que tenemos delante del diván y notamos, por vez primera, su curiosa decoración: hay un esqueleto de marfil y una inscripción: «Mirándolo bebe y diviértete porque en eso has de acabar». La filosofía del «carpe diem» ha cincelado calaveras y caninas en copas y bandejas. Ese recuerdo de la muerte es también parte del complejo ceremonial del banquete.

Partimos ya. Nuestro inseparable «puer ad pedes» nos ayuda a calzarnos y a vestir nuevamente la indócil toga.

Nos despedimos del anfitrión y de los compañeros de banquete y marchamos a casa precedidos de un esclavo que porta una lámpara en una mano y una estaca en la otra. Aún no existe alumbrado público, pero ya existe una cierta inseguridad ciudadana cuando, por acortar camino, se transita por solitarias callejas.

Una receta romana: marmita a las rosas

Se machacan rosas perfumadas en un mortero; luego se le añaden sesos de pájaro y de cerdo bien hervidos, a los que previamente hemos despojado de telillas y fibras. Agregamos yemas de huevo, aceite de oliva, un poco de «garum», pimienta molida y vino. Se pica todo y se mezcla bien y se pone al fuego vivo hasta que rompa a hervir.

(Según Ateneo en «El banquete de los sofistas»).

Tres menús romanos:

Del banquete de Léntulo:

Entremeses: Crustáceos, erizos de mar, ostras crudas.

Cena: Espetones de tordos. Gallinas con guarnición de espárragos. Almejas y ostras cocidas.

Filetes de corzo. Filetes de jabalí. Pasteles de ave. Vinos variados.

Del banquete de Lúculo:

Entremeses: Marisco variado.

Cena: Pajaritos en nidos de espárragos. Pastel de ostras.

Lechones asados. Pescados variados. Patos.

Liebres. Perdices de Frigia. Murena.

Esturiones de Rodas.

Queso y dulces. Vinos variados.

Del poeta Marcial:

«Si quieres hacer penitencia conmigo no te faltarán ligeras lechugas, pesados puerros, huevos partidos, col tierna y fresca, salchichas sobre blanquísimas gachas, y judías pintas con tocino magro. De postre se te servirán uvas, peras y castañas asadas. Todo ello acompañado de vino corriente. Si te apetece algo más tendrás aceitunas, cocido de garbanzos y altramuces calientes. La cena es corta, pero luego podrás descansar. No te importunará el anfitrión con la lectura de un grueso volumen, ni te afrentarán las bailarinas gaditanas con sus procacidades. Tan sólo arrullará tu descanso el sonido de una delicada flauta».

Tres despilfarradores

Apicio, nacido en el 25 a. de C., fue célebre por su imaginativa tendencia al derroche. Tres adjetivos lo definen: «prodigus, vorax et golosus».

Ya cincuentón, incurrió en la ligereza de echar cuentas para ver cuánto le quedaba de su antes incalculable fortuna. Descubrió, horrorizado, que sólo ascendía a unos seis millones de sestercios, cifra más que suficiente para vivir en la abundancia el resto de su vida, pero quizá no tanto para proseguir con sus extravagantes prodigalidades. No pudo soportar la idea y se suicidó.

A este gastrónomo debemos investigaciones de cierta importancia cuyos resultados vertió en el libro «Ars magirica». En él explicaba una serie de curiosas recetas (el foie-gras, las lenguas de papagayo con miel y vinagre…) y procedimientos de cría de carnes selectas por él experimentados.

Por ejemplo, el engorde de cerdos con higos secos y vino endulzado con miel.

La dulce y calórica dieta prestaba a las carnes del regalado cochino un sabor prodigioso con el que ni el mejor de nuestros pata negra de bellota se atrevería a competir.

Un poco anterior a Apicio fue Lucio Licinio Lúculo (117-57 a. de C.). Siendo general en Asia Menor amasó una inmensa fortuna metiendo mano en las arcas de las multas impuestas a las ciudades rebeldes.

Luego se retiró de la fatigosa milicia y se entregó a la buena vida. Repartía su ocio entre la lectura de los clásicos en su espléndida biblioteca, la composición de una «Historia de la guerra social», en griego, y la organización de memorables banquetes a los que invitaba a todos sus amigos (y es fácil imaginar que tendría muchos).

De sus tiempos militares le había quedado una inclinación a organizar escrupulosamente sus operaciones. En su mansión había una serie de comedores que recibían distintos nombres de acuerdo con las pinturas que los decoraban. A cada uno de ellos había asignado una diferente categoría de menú. Lúculo sólo tenía que indicar a su mayordomo: «Hoy cenaremos en la sala de Apolo» para que el criado entendiera que debía preparar un banquete de unos cincuenta mil dracmas.

Lúculo debió de ser, como tantos grandes gastrónomos, un punto melancólico. En una ocasión el mayordomo le preguntó: «¿Para cuántos la cena de esta noche?», y él respondió: «Esta noche Lúculo come con Lúculo. Para uno solo». Junto a estas palabras, un acto no menos memorable: la aclimatación en Europa del delicioso cerezo (de Ceraso, ciudad del Ponto). En 1937 Julio Camba recordó al personaje en el título de su precioso ensayo «La casa de Lúculo o el arte de bien comer».

El tercer fantasma aquí invocado es el de Vitelio, que en menos de un año despilfarró en banquetes casi mil millones de sestercios. Una flota entera se hacía a la mar para abastecer de pescados su mesa. Está en los escritos que llegaba a consumir mil doscientas ostras en una comida. Pero su plato favorito era el escudo de Minerva.