Capítulo 16.Termas y deportes.

Capítulo 16

Termas y deportes

Esta tarde, nuestro amigo Marco Cornelio nos invita a las termas o baños públicos. Antiguamente las termas eran lugar de aseo y de ejercicio, pero hoy día se han convertido, además, en los casinos de Roma, en los lugares donde la vida mundana se desarrolla. Cuando un romano tiene sus otras necesidades cubiertas, procura pasar las tardes en las termas, en amable tertulia con sus amigos. También, por supuesto, venir a las termas los obliga a hacer un poco de ejercicio, a sudar y a someterse al saludable masaje, lo que contribuye a eliminar las grasas y toxinas que los frecuentes banquetes acumulan en torno a la cintura.

Las termas («thermae») figuran entre los edificios de uso público más cuidados por el Estado. Los emperadores rivalizan en construir termas palaciegas, catedralicias construcciones que pregonan su magnificencia y poder. Además, contribuyen a subvencionarlas para que su disfrute resulte asequible a cualquier mediana economía. Lo acostumbrado es que un empresario privado («balneaticum») explote su servicio por contrata. Atravesamos los jardines y llegamos a las termas. Marco Cornelio se acerca a la puerta hurgando en su monedero, pues hay que pagar la entrada a un portero, pero resulta que hoy la entrada es libre. Estamos de suerte: un adinerado senador ofrece a sus conciudadanos el baño gratuito porque está celebrando el nombramiento de su hijo en una importante sinecura de la administración provincial.

Penetramos. El edificio está caldeado. Hace dos horas que los esclavos encendieron los hornos de leña («hypocausis») que han de calentar el agua y caldear el ambiente de las salas. Las puertas interiores permanecen cerradas pero ya hay una muchedumbre esperando delante de ellas, cada cual con su toalla al hombro. A la hora acostumbrada suena el gong («discus») de la entrada y se abren las puertas. El personal que esperaba penetra atropelladamente.

La entrada principal comunica con un amplio patio interior con piso de tierra donde se pueden realizar ejercicios («palaestra»). Pero nosotros, poco inclinados a los fatigosos deportes, pasamos de largo lo más rápidamente posible, no sea que recibamos un balonazo, y penetramos en el edificio por una puerta lateral. Un breve y oscuro vestíbulo, decorado con frescos que representan los trabajos de Hércules, nos conduce a un amplio vestuario («apodyterium»). Los muros están cubiertos, hasta media altura, por casilleros de mampostería que sirven para dejar la ropa. Hay varios esclavos de guardia que velarán por nuestras pertenencias a cambio de una pequeña propina. Es una precaución muy necesaria pues, lamentablemente, en estos lugares abundan los rateros.

Nos desvestimos, plegamos cuidadosamente nuestras togas y túnicas y dejamos el hatillo en uno de los casilleros altos. Observo que algunos bañistas esconden sus vergüenzas tras un sucinto taparrabo, pero lo normal es que cada cual se exhiba en sus cueros.

Pasamos a una especie de vestíbulo cuyo suelo, anegado de agua hasta la altura de los tobillos, es una artesa azul decorada con peces. «Es —me explica Marco— para que la gente se lave los pies antes de entrar en la piscina». La piscina o baño frío («frigidarium») está en la estancia contigua. Me da la impresión de que tendrá las medidas olímpicas y es lo suficientemente profunda como para que se pueda nadar y bucear sin molestar ni estorbar al vecino. Nos zambullimos, le damos un par d largos, nos echamos una carrera, exhibimos nuestras habilidades en los distintos estilos, hacemos el muerto, y cuando nos sentimos algo fatigados salimos del agua y nos retiramos a descansar a la sala caldeada.

El («tepidarium») es una amplia estancia lujosamente decorada con mosaicos de doradas teselas uno de los cuales representa a la diosa Tetis rodeada de peces. A lo largo de los muros hay bancos de mármol. La temperatura es ideal. El aire caliente, procedente del horno de las calderas, circula por una serie de conductos que discurren bajo el suelo y por amplias tuberías empotradas en los muros. De este modo la sala se mantiene a muy agradable temperatura incluso en lo más crudo del invierno.

De hecho, según me explica Marco Cornelio, éste es el lugar de tertulia favorito de muchos ancianos en cuanto llegan los fríos, pues en las calles no hay quien pare y las casas, a menudo mal acondicionadas, son difíciles de caldear.

Después de charlar durante un buen rato, pasamos al baño caliente («caldarium»). Esta sala tiene el techo más bajo que las precedentes. Numerosas lumbreras de gruesos vidrios, abiertas en el techo, permiten su perfecta iluminación sin que el vapor escape. A lo largo de la pared hay una especie de bañera corrida que se completa con una serie de pilas dispuestas en el centro. Nos sumergimos en una de ellas que tendrá capacidad para cinco o seis personas. El agua está bastante caliente puesto que un circuito cerrado que comunica con la sala de calderas la mantiene a la temperatura conveniente.

Después del relajante baño hemos pasado a la sauna («laconicum») donde anudamos nuevamente nuestra distendida charla entre nubes de caliente vapor, en espera de que el sudor perle nuestros cuerpos y nos abra los poros.

Finalmente pasamos a la sala contigua, también muy cálida, el «unctorium», donde una docena de masajistas trabajan otros tantos cuerpos sobre poyos y mesas de mármol. Huele a aceite perfumado y a diversas esencias. Muchos bañistas traen a un esclavo de su casa para que les aplique el masaje; algunos incluso traen un copero para que les sirva la bebida, lo que les proporciona un pretexto para exhibir alguna rica pieza de su vajilla. Pero nuestro amigo Marco no se cuida de tanta vana ostentación.

Él, me dice, tiene por costumbre alquilar los servicios de un masajista profesional de los muchos que trabajan en el baño. Así pues, nos ponemos en manos de un fornido tracio que aplica a nuestra espalda un helado churretazo de aceite, lo extiende y se pone a masajearla vigorosamente con sus manazas grandes como palas. Algunos gustan de darse un baño frío después del masaje, pero nosotros nos damos hoy por bien remojados. Como ya estamos algo fondones, tampoco visitaremos el paredaño gimnasio donde los jóvenes corren, saltan y juegan a la pelota.

Por lo que tengo observado, la juventud romana es muy aficionada al balón («follis»). Practican una especie de fútbol («sphaeromachia») en estadios de cumplidas proporciones («sphaeristeria») y una especie de rugby («harpastum»). Como todavía no se han inventado la camiseta y el short, los jugadores exhiben alegremente sus cuerpos desnudos y brillantes de aceite. Existen equipos que entrenan regularmente, y aficionados tan apasionados como los hinchas de nuestro tiempo, quizá un punto menos.

Tienen también una especie de frontón, donde pelotean dos o tres jugadores («pila trigonalis»). Nuestro amigo nos indica que todos estos juegos se practicaban antiguamente en el Campo de Marte; pero desde que aquel ensanche de Roma se llenó de edificios, ha habido que habilitar estadios y campos de deportes en las nuevas termas o en sus alrededores. Ya que hablamos de juegos diremos algo acerca de los de azar, a los que los romanos son muy aficionados, particularmente a las tabas y dados («tali»). Aunque la ley prohíbe jugar dinero, excepto en las saturnales o carnavales, y algunos concilios cristianos recurrirán al severo expediente de excomulgar a los jugadores, la verdad es que todo el mundo juega, desde Augusto (que perdió más de veinte mil sestercios en una memorable noche) hasta el último esclavo. Como las deudas de juego no se reconocen, es raro que alguien juegue de fiado.

Otros juegos son el cara o cruz («navia capita») y una variedad de los chinos («micare digitis» o «micatio») que se juega sacando los dedos simultáneamente.

Finalmente están los que se juegan en un tablero («tabulae lusoriae»), que son de índole más reposada e intelectual. Entre ellos destaca el «ludus latrunculorum», híbrido de damas y ajedrez, que otorga dieciséis piezas a cada jugador. Los aficionados juegan a veces en plazas, paseos y lugares públicos, sobre tableros esculpidos en las losas del suelo.

Basta de baño por hoy. Recuperamos nuestras toallas, nos secamos, nos vestimos y nos dirigimos a la cantina restaurante («popinae») del local para dar cuenta, con despabilado apetito, de una suculenta empanada de buey y cebolla. Mientras nuestras mandíbulas trabajan como ruedecillas implacables, contemplamos, al otro lado del patio, los ágiles cuerpos femeninos que graciosamente bullen en torno a la piscina («piscinae natatoriae»). Esta piscina es mixta, pero en el resto del baño hay separación de sexos. En otros establecimientos menos dotados se han establecido dos turnos, mujeres por la mañana y hombres por la tarde. Por lo general, las termas imperiales son edificios lujosos en los que resplandecen el mármol, los labrados estucos, los mosaicos y los frescos. Alrededor hay frondosos jardines donde los ancianos pasean, corretean los jovenzuelos, se arrullan los enamorados y merodean las busconas en busca de clientes. Pero también existen otras termas menos elegantes, de barrio, instaladas a veces en los bajos de las casas de vecinos. Como la construcción de esta clase de edificios deja bastante que desear, los ruidos que producen los usuarios molestan a los inquilinos que habitan los pisos superiores. Cedamos la palabra a nuestro malhumorado compatriota Marcial:

—Sí, vivo precisamente encima de uno de esos baños. Imaginaos toda clase de voces, hasta el punto de que a veces desearía ser sordo. Si los más fornidos se ejercitan con las pesas oigo sus mugidos cada vez que expulsan el aire, cuando emiten silbidos y jadean afanosamente. Si alguno disfruta dándose masaje, percibo el palmoteo del masajista sobre su espalda y puedo distinguir, por el sonido, si le está dando con la mano plana o ahuecada. Si llega el que quiere jugar a la pelota y empieza a contar los tantos en voz alta, es el acabóse.

Añádase el camorrista que arma trifulca, el ladrón al que cogen con las manos en la masa, el que disfruta escuchando el sonido de su propia voz en el baño y los que se zambullen estruendosamente en la piscina.

Lleva razón; no hay derecho.