Capítulo 14
… y los días
Los romanos nunca concedieron demasiada importancia al horario, en parte quizá, por libérrima inclinación de carácter latino, y en parte porque la carencia de aparatos con los que medir el tiempo imponía esa impuntualidad.
Hay que tener en cuenta que los primeros relojes de sol («solarium») y de agua («horologium ex aqua» o «clepsydra») no se comenzaron a divulgar hasta bien entrado el siglo II a. de C. y aun entonces constituían más un decorativo capricho de ricos que un instrumento útil. Por lo tanto la duración del día y de la noche se calculaba por el sol. Había doce horas diurnas y doce nocturnas, lo que entrañaba que la duración de cada hora dependiese de la estación del año.
Las horas diurnas de junio eran muy largas, mientras que las nocturnas resultaban muy cortas. En diciembre ocurría justamente lo contrario. La hora central del día, sobre la que pivotaban todas las demás, era la séptima, correspondiente a mediodía («meridiem»). El trabajo, para los que se deslomaban de sol a sol, comenzaba al amanecer y terminaba en la hora novena («nona»), es decir, entre la una y media y las dos y media, dependiendo de la estación.
El primer calendario romano se basó en el año agrícola y sólo tenía en cuenta el periodo comprendido entre un equinoccio de primavera y el siguiente. No se contaba el invierno, en el que la tierra está muerta. Este curioso año tenía diez meses, que sumaban 305 días. Eran los siguientes: Treinta y un días de Martius (marzo), consagrado a Marte, el dios de la guerra.
Treinta días de Aprilis (abril), por el jabalí («aper») o por la apertura de los brotes vegetales («aperire» es abrir).
Treinta y un días de Maius (mayo), por la pléyade Maia. Treinta días de Junius (junio), por Juno, esposa de Júpiter.
Los seis meses restantes no tenían denominación propia y se designaban por el ordinal correspondiente: quinto («quintilis»); sexto («sextilis»); séptimo («september»); octavo («october»); noveno («november») y décimo («december»). Más adelante, en tiempos de Numa Pompilio, se añadieron otros dos meses para el periodo invernal: «Januarius» (enero), por Jano, el dios de los dos rostros; y «Februarius» (febrero), por los ritos de purificación («februalia»). De este modo el calendario completó seis meses de treinta días y otros seis de veintinueve, todos ellos lunares, que sumaban tan sólo 355 días, lo que obligaba al sumo pontífice, responsable del calendario sagrado, a intercalar un mes suplementario («mensis intercalaris») cada dos años, para evitar que el desfase del año oficial respecto al natural provocase graves desajustes.
Pero, a pesar de todo, los desajustes se producían, particularmente cuando, en el descontrol que trajeron las guerras civiles, se dejó de actualizar el calendario. En el año 45 a. de C. existía ya una diferencia de setenta días entre el año natural y el oficial.
Julio César impuso entonces una radical reforma (motivo por el cual aquel año sería conocido como «annus confusionis») consistente en aumentar el año a 365 días más uno bisiesto que se añadiría cada cuatro años. Este calendario juliano tampoco coincidía exactamente con el natural, puesto que ahora pecaba por exceso, motivo por el cual hubo de ser revisado en 1582 por el papa Gregorio XIII, pero básicamente continúa siendo hoy el calendario de los países cristianos.
Después de la muerte de Julio César se decidió honrar su memoria dando su nombre a un mes. El quinto, antes «quintilis», pasó a llamarse «Julius», julio; Augusto, el sucesor de César, también se hizo merecedor de tal distinción y «sextilis» se llamó desde entonces «Augustus», agosto.
Por cierto que este cambio suscitó algunos problemas protocolarios. Algún avisado señaló que el mes dedicado a Augusto tenía un día menos que el de César, lo que parecía engendrar cierto menoscabo hacia la figura del emperador. El problema fue prontamente resuelto: aumentaron a 31 el número de días de agosto y redujeron, para compensar, a 28 el de febrero. Reajustaron, además, el número de días de los meses restantes.
Al sucesor de Augusto, Tiberio, le propusieron denominar a septiembre con su nombre pero él rechazó sensatamente la idea: «¿Qué haréis —dijo— cuando se os acaben los meses y siga habiendo emperadores?». Los romanos no conocieron la semana hasta época muy tardía. Ellos dividían el mes en tres períodos de duración variable llamados «Nonas», «Idus» y «Kalendas». Nuestra palabra «calendario» se deriva de «kalendarium», que era el cofre donde los usureros romanos (profesión entonces tan respetable como la del actual banquero) guardaban el libro en el que tenían asentados los vencimientos de sus préstamos.
Con el tiempo se fue abriendo camino la denominación de los días a partir de su dedicación astrológica.
Como reconocían siete planetas, la semana adoptaría ese número de días: «Lunae», por la luna; «Martis», por Marte; «Mercurii», por Mercurio; «Jovis», por Júpiter; «Veneris», por Venus; «Saturni», por Saturno, y «Solis», por el Sol. Estos dos últimos evolucionaron en nuestro idioma para aproximarse al hebreo «Sabaoht», que da «sábado» y el «dominus», latino «señor», que da domingo, cuando el culto al Sol se hizo eje de la religión oficial identificándose con el emperador o «dominus».