También hacía frío el día en que aquellos hombres iban a morir, arrodillados en fila sobre los charcos y el limo que había dejado la nieve derretida. Frente a ellos, un grupo de guardias armados esperaban la decisión del Direktor mientras la ceniza y el humo continuaba brotando de la extractora en llamas.
—Ratas —murmuró, pero aquella palabra sonó como un grito en mitad del silencio—, me vais a decir cómo lo habéis hecho, y después os haré desear haber muerto en la explosión…
Los presos temblaban de frío y de miedo. Incluso antes de detonar las cargas sabían que no tendrían escapatoria, que no habría perdón ni misericordia para ellos; pero eso no hacía la muerte menos aterradora.
—Me vais a contar cada minúsculo detalle. —El Direktor se acercó a la fila de humanos apretando sus puños, tratando inútilmente de contener su ira—. Me vais a decir todo lo que quiera, y después os mataré lentamente, pero antes… —se detuvo frente a uno de ellos, sacó su arma, y le disparó en la frente. Después se inclinó sobre el siguiente, el único valiente que le sostuvo la mirada, y le dijo—: Antes buscaré a todos los que alguna vez quisisteis y los quemaré uno a uno delante de vosotros y de todos los demás humanos que infestan mi Granja. Les oiréis gritar, haré que griten muy alto vuestros nombres mientras arden.
Una lágrima cayó de los ojos hundidos del preso dejando un surco en su rostro mugriento. Entonces escupió a la cara del Direktor, y de sus labios ensangrentados gotearon los restos de saliva que no había tenido fuerzas para lanzar.
—¡Qué te jodan, puto engendro! —gritó tiritando, incapaz de contener el llanto—. ¡El único que merece morir aquí eres tú!
El Direktor se llevó la mano al lugar donde le habían escupido, con sus ojos púrpuras muy abiertos, como si no pudiera creer que algo así hubiera sucedido. Hubo unos instantes de tensión en que ninguno de los presentes se atrevió siquiera a moverse y, de pronto, el hematófago apretó sus dientes de grandes colmillos y comenzó a golpear al humano. Le atizó hasta que su nariz se rompió, hasta que su rostro se hundió y no fue más que una masa sanguinolenta convulsionándose sobre el barro.
El Direktor se levantó jadeando y se peinó hacia atrás un mechón de pelo rebelde, manchándose la frente con un reguero de sangre.
—Buscad a los Kopf —les gritó a sus guardias—, que encuentren a toda su familia, que torturen a su padre, que violen a sus hermanas y después las desangren. ¡No quiero a nadie con sus genes en la Granja! ¿Me he explicado bien?
—¡Sí, Direktor! —gritaron sus hombres antes de dispersarse.
—¿Qué hacemos con el resto de ellos, señor? —le preguntó su segundo al mando, antes de entregarle un pañuelo amarillento.
—Interrogadles —respondió él mientras se limpiaba la saliva y la sangre del humano—, y cuando lo suelten todo quemadles vivos.