8

Adler Allein

Me desperté sobre un charco de vómito y sangre. Estaba aturdido y la villa estaba a oscuras y vacía. Sentía un ardor en el estómago y me costó levantarme.

—¡Hanna! —grité con una voz rota y demasiado ronca.

Fui andando como pude hasta el pasillo y bajé las escaleras cayéndome de cabeza por los últimos escalones.

—Hanna… —sollocé en el suelo.

Miré hacia el armario de la entrada, estaba vacío. Faltaba mi abrigo. Apreté los dientes y conseguí levantarme. Atravesé la puerta y miré fijamente la oscuridad de la noche. Sobre la nieve derretida había pasos que llevaban al bosque del sureste.

—Te cogeré… —le prometí a la noche.

Correr me costó tanto como respirar. Me detuve a vomitar un par de veces entre los pinos nevados y seguí avanzando. Solo pensaba en una cosa, en una persona, y lo que veía entre las sombras era también lo que no estaba. Y su ausencia era mayor que el deber, que la razón. Y mi casa, el hogar que dejaba atrás, ya no era mío. Porque el único lugar al que quería volver estaba en algún rincón de ese bosque y me había traicionado.

Corría y tomaba bocanadas de fuego del frío nocturno. A lo lejos una torre de humo oscurecía las estrellas. Apreté el paso y en algún momento que no recuerdo llegué a una carretera de tierra y lodo. Y allí estaba, con mi abrigo, rodeándose a su misma con sus brazos delgados; esperándome.

Hanna apartó la mirada de la central en llamas y se giró hacia mí.

—¡Quieto! —me gritó retrocediendo, apuntándome con mi propia arma.

—¡Me has dejado allí solo! —le grité, con una mezcla de rencor y alegría que manaba de todas partes y de ninguna. El corazón me iba tan rápido que por un momento creí que me desmayaría—. ¡Me dejaste solo, Hanna!

Ella retrocedió otro par de pasos y comenzó a llorar de nuevo.

—No te acerques, por favor… —me rogó.

No le hice caso.

—¡Dijiste que cuidarías de mí! ¡Me lo prometiste!

—No, tú me pegabas, ¿es eso cuidar a alguien? ¡Ni siquiera me conoces!

Apreté los colmillos y seguí avanzando.

—Me obligabas a hacerlo —le dije.

—¡No des un paso más!

—¿Vas a dispararme, Hanna? ¡Venga, hazlo! ¡Mátame!

—No, por favor… —me suplico. El arma le temblaba en las manos, no sabía como cogerla bien.

Me quedé a un par de pasos de ella y alargué la mano.

—Dame el arma —le ordené.

—No…

—Dame el arma, Hanna…

Ella negó con la cabeza y algunas lágrimas cayeron de su barbilla. Me acerqué más y la agarré del brazo, con suavidad.

—No… —susurró.

Puse la boquilla de la pistola en mi pecho y di el paso final. La abracé con fuerza. Incluso el humo y la ceniza de la central ardiendo no podía tapar el olor a almendras y nieve de ella.

—Te perdono —le susurré al oído, apretándola más contra mí—. Te perdono, Hanna…

Ella sollozó, temblando entre mis brazos.

—Estás esperando a que llueva —le dije, acariciando su espalda—, muy, muy fuerte sobre el valle. No te gusta la lluvia y sabes que vas a mojarte, pero aún así lo estás deseando…

—… porque sabes que después todo será más brillante —dijo ella.

Me quedé en silencio disfrutando del sonido de su voz, que por un momento, tirado en el suelo de mi despacho, creí que había perdido.

—Iremos a la ciudad —le dije—. Sé que te gustará aquello. Lo rearemos todo allí, será como empezar de cero.

—No hay sitio para mí en la ciudad.

—Lo habrá, cuando estés infectada.

—No —dijo asustada, tratando de alejarse otra vez de mí.

—¡Sí! —la agarré más fuerte para que no pudiera huir de nuevo—. ¡Es la única salida, Hanna! Yo estaré aquí cuando te recuperes, solo duele al principio, después serás una hematófaga; serás como yo.

—No —repitió—, no quiero.

—Pero yo sí quiero, así estaremos juntos. Tú y yo.

Hanna comenzó a llorar de nuevo.

—No quiero vivir con odio…

—Tú serás diferente, lo sé. —Moví el rostro y le di un beso en el cuello. Supo a noches de invierno y a un futuro brillante.

Hanna sacó uno de sus brazos, que tenía atrapados entre nuestros cuerpos, y hundió sus dedos en mi pelo. Le acaricié la mejilla con los labios y la miré a los ojos.

—Lo siento, Adler… —susurró.

Y un disparo que nadie oyó atravesó el silencio del bosque.

Doctor Liebe

Lo primero que quisieron destruir fueron los crematorios. Se encargaron de colocar las cargas y los edificios saltaron por los aires llenando la noche de humo y ceniza. Cuando las armas llegaron desde los almacenes lo siguiente que hicieron fue ir hacia las extractoras.

Parecía un mal sueño o una agradable pesadilla. Los Kopf no habían tardado en sumarse a la revolución, sólo algunos se negaron; y a esos los mataron de un tiro. Me dieron una pistola y me pusieron al mando de una especie de equipo médico. Acepté el cargo y me guardé mi impresión sobre aquello. ¿A quién íbamos a curar? Si caías infectado la única cura era un balazo en la cabeza.

Mataron a los guardias que quedaban en la Granja y después liberaron a los civiles, pero no les dieron armas. Habían pegado a esos mismos hombres que ahora estaban salvando. Habían hecho el trabajo sucio de los hematófagos y el rencor de los humanos no se había olvidado. Decirles que ahora eran libres, que podían ir a donde quisieran, no compensaba el horror que les habían hecho vivir.

Los más listos asaltaron la cocina y se hicieron con todas las provisiones. Algunos buscaron a sus familias de entre la multitud que empezaba a reunirse en el espacio central del campo; gritaban miles de nombres y lloraban. Eran cuerpos consumidos por el hambre y al borde de una muerte segura buscando el último momento de felicidad de sus vidas.

—No habrá comida para todos —me dijo Hansel, un enfermero de mi grupo—. Esto no servirá de nada. Con el frío acabaran muriendo de todas formas.

—Eso ellos no lo saben —le respondí—. No creo que duren mucho tampoco cuando venga el ejército a solucionar esta revuelta.

—¿Y qué haremos, doctor?

—Nada, ¿qué es lo que quieres hacer?

Alguno de los presos había conseguido subir a una de las torres y agitaba una bandera gris, eufórico. La gente aplaudía y gritaba feliz, como solo lo pueden ser los ignorantes.

Los Kopf habían capturado a muchos de los hematófagos de administración y la mayoría de los médicos de las extractoras. Los habían puesto en fila en mitad de la Granja, para que todos los vieran. Yo estaba atrás, con mi inútil grupo de médicos y enfermeros, mirándolo todo como si se tratase de algo irreal y distante.

—¡Quemadles! —había gritado alguien entre la muchedumbre, y no habían tardado en imitarle coreando: «fuego», «fuego», «fuego».

La mayoría de los hematófagos estaban asustados y temblaban. Mujeres que sólo estaban allí para teclear palabras en una máquina de escribir y hombres de contabilidad que no había cogido un arma en su vida; y entre ellos el subdirektor.

—¡Vais a pagar, putos bebe-sangre! —les gritaba el Obenkopf del 5, un hombre grande y rubio.

—¡Os matarán! —vociferaba el subdirektor, con el cabello despeinado y los colmillos apretados—. ¡Os matarán a todos, ratas!

Uno de los Kopf llegó con un lanzallamas a la espalda y todos los presos le victorearon.

—¡No, yo no he hecho nada! —gritaba una mujer entre la fila—. ¡Yo no he hecho nada!

—¡Cierra la boca, puta!

—Yo sólo ordeno los archivos —dijo otro de los hematófagos, parecía a punto de mearse encima.

A ese le dispararon en la cabeza.

—Tú serás el primero —dijo el Obenkopf al subdirektor antes de que el hombre del lanzallamas se colocara frente a él.

—¡Nunca conseguiréis salir de esta! —seguía vociferando él—. ¡Este ya no es vuestro mundo, ya no es vuestro país, es nuestro! —El lanzallamas soltó un chorro de fuego que colisionó directamente con el hematófago—. ¡El púrpura prevalecerá! —pudo gritar antes de que el fuego le consumiera la carne.

Los presos se alzaron en una ovación de victoria y el lanzallamas siguió su trayectoria entre los gritos de los hematófagos.

Habíamos cambiado de lugar, ahora eran ellos los que estaban de rodillas y sufrían, pero el odio… el odio seguía estando en cada uno. En nosotros y en ellos. En todos. No importa quien tuviera el arma en las manos.

Y sería así, siempre.

Roth

El hombro me dolía y el bosque parecía eterno. Creía que me había perdido en la oscuridad. Tuve que detenerme un par de veces a coger aire y reunir fuerzas para seguir caminando; le había prometido que estaría allí y no iba a fallarle de nuevo.

El fuego de la central ardiendo surgió a los lejos y una sonrisa fugaz me empañó el rostro. Me limpié el sudor de la frente y me pasé la mano por el pelo. A medida que avanzaba veía una sombra sentada a un lado, una sombra demasiado grande para ser solo de una persona. Apreté el fusil entre las manos y el temor más grande que había sentido nunca me nació en el corazón.

Llegué al camino de tierra y los vi, eran dos, pero la melena dorada de Hanna era inconfundible. Brillaba incluso en la noche, lanzando destellos gracias a la luz del fuego. Junto a ella había alguien más, con las manos caídas bajo su espalda y la cabeza hundida en su cuello.

—Pequeña… —murmuré sin atreverme a bajar el arma—, ¿qué haces ahí?

Me acerqué en silencio con una sensación extraña en las entrañas.

—Hanna —la llamé—. Mírame, soy yo.

Alargué la mano hacia su hombro y tiré de ella un poco. De pronto alguien me agarró del brazo y apretó con tanta fuerza que dolió.

—No la toques… —me dijo él, levantando sus ojos magentas hacia mí.

Allein…

Le miré sin entender que pasaba allí, sin entender…

El cuerpo de Hanna se desplomó de espaldas sin nadie que la sujetara y cayó sobre el lodo y la nieve derretida. Su pelo flotó en el aire y se manchó de barro, sus ojos abiertos miraban un cielo infinito y su pecho estaba bañado en sangre. Tenía un arma en la mano y una vida que ya jamás viviría.

Me quedé mirándola, como si no fuera real, y cada respiración era más dolorosa que la anterior.

—Tú… —le dije al hematófago—. ¡Tú!

Le di un puñetazo en la cara tan fuerte que giró el rostro y escupió sangre.

—¡Cabrón! —me tiré encima de él y seguí pegándole una y otra vez, con fuerza—. ¡Hijo de puta! ¡Ella no tenía que morir! ¡Ella no se merecía morir! ¡Ella no!

El Direktor no hacia nada por defenderse. Encajaba mis puñetazos como podía y ni siquiera gritaba. Le agarré de la camisa ensangrentada y lo levante con una fuerza que no sabía que me quedaba. Le arrastré hacia la pila ardiendo que era la central y lo empujé dentro. El Direktor se removió al notar el fuego y trató de escapar, pero ya era tarde, las llamas se habían pegado a su piel, se habían adherido a su ropa y no iban a soltarle.

Gritó, gritó muy alto mientras se consumía. Cayó al suelo y trató de arrastrarse hacia el cuerpo de Hanna, pero le pegué una patada en la cara y le pisé la mano que había alargado hacia ella. Se convulsionó mientras el fuego derretía su carne infectada y al fin se quedó quieto.

Retrocedí un par de pasos con el corazón vacío. No era capaz de sentir nada. Tendría que haber disfrutado aquel momento, tendría que haber saboreado la muerte; pero no tenía sabor. No era dulce, ni agria, sólo dejaba un regusto a ausencia en las entrañas.

Me arrodillé junto a Hanna. Estaba fría.

—Estoy aquí, pequeña… como te prometí…

La rodeé entre mis brazos y le cerré los ojos.

A lo lejos, entre las montañas, había comenzado a amanecer. Porque el sol seguiría saliendo cada mañana, indiferente a lo que pudiera ocurrir aquí. Y el mundo seguiría girando, porque al mundo nada le importaba. Y alguien estaría riendo y sería feliz en alguna parte de ese planeta insensible.

Pero la estrella más grande del universo, de mi universo, había dejado de brillar por siempre.