7

Adler Allein

Llegué a la villa y tiré mi abrigo en el armario de la entrada. Eché una mirada hacia la cocina por si Hanna estaba allí antes de subir por las escaleras y me dirigí hacia el despacho.

—Hanna —la llamé—. Ven aquí.

No tardé mucho en escuchar como descendía desde el desván y se quedaba en la puerta de mi despacho esperando.

—¿Etílico, Direktor? —me preguntó con la mirada baja.

—Sí.

Me senté frente mi escritorio y revolví los papeles que había dejado encima sin demasiado entusiasmo. Ninguna de las dos mujeres había dicho nada y no había forma de asegurarse de que Liebe y ese Obenkopf no me hubieran mentido. Me pasé la mano por el pelo. Estaba cansado, cansado de estar rodeado de ratas y mentirosos.

La humana apareció de nuevo con una bandeja cromada, una botella y un vaso.

—Haz mis maletas, Hanna —le ordené mientras se acercaba—. Tengo que hacer una visita a Eva, debe estar pasándolo fatal por lo del atentado… y dudo que ese marido suyo se las pueda arreglar solo. No hay nada que pueda comprarle con dinero que sustituya a Hans…

Ella asintió y dejó la bandeja sobre el escritorio de teca.

—Mete algo de ropa civil, nada del ejército; camisas y pantalones. Si no la llenas del todo puedes meter también tu uniforme dentro, así no tendrás que cargar con él.

—¿Mi uniforme? —preguntó, con la botella de etílico entre las manos.

Levanté la mirada hacia ella y alcé las cejas.

—Tendrás que ponerte algo para ir a la ciudad, ¿no? Puede que allí te compre algún uniforme más apropiado. Ah, y no te olvides de poner también la cinta amarilla, es obligatorio para los humanos, sino la policía te pegará un tiro.

—¿A la ciudad? —repitió, como si no fuera capaz de comprenderlo—. Nunca he estado en la ciudad…

—Bueno —me encogí de hombros—, pues lo estarás dentro de poco. Tendrás bastante trabajo, llevo años sin ir y mi casa, debe estar llena de polvo.

—Creía que tenía su propio servicio allí —murmuró ella.

—Sí, bueno, lo tenía… podré conseguir a algunos humanos para que te ayuden.

Hanna miró tras el ventanal a mis espaldas, a algún punto indefinido entre las montañas, como hacía siempre, perdida en sus propios pensamientos.

Sabía que la ciudad era algo fuera del alcance de los humanos, algo con lo que sólo soñaban, atrapados en sus propias Madrigueras lejos de la Infección. Creciendo en la oscuridad de sus cuevas bajo tierra no podían ni imaginarse lo grande que podría ser una ciudad de verdad.

Sonreí sólo de imaginar la cara de sorpresa que pondría Hanna cuando llegáramos. Le encantaría aquello.

—¿Vas a servirme el etílico o no? —le pregunté agitando el vaso en el aire.

Hanna volvió a mirarme y después miró la botella entre sus manos. Por un momento estuvo a punto de decir algo, pero se fijó en los moratones que aún cubrían sus brazos, como manchas de carbón sobre la nieve virgen.

—Sí, señor —murmuró llenando el vaso que sostenía.

Sus dudas me llamaron la atención, pero no les di importancia.

—También tengo un jardín enorme en la parte trasera con un par de árboles —seguí diciendo. La idea de marchar había surgido de una forma espontánea, sin embargo ahora me hacía incluso ilusión por verla allí. Era una casa oscura y solitaria, la casa que padre me había legado, pero Hanna se encargaría de hacerla brillar. Ya no estaría solo.

Ella asintió y yo bebí el etílico. La sangre pasó picante por mi garganta y le noté un regusto extraño, algo que no conseguía identificar.

—Sabe raro —murmuré al tiempo que cogía la botella—. ¿De dónde es?

—Es de aquí… —susurró ella.

—Tengo que hablar con Schwarz. A saber qué coño les estará dando a esos humanos de las extractoras.

Iba a darle otro trago pero Hanna me detuvo poniendo una mano sobre el vaso.

—No, es… mejor que pare ya.

Levanté los ojos hacia ella y vi algo escondido en aquel abismo dorado. Una intensidad asustada y culpable.

Silencio.

—¿Qué has hecho? —le pregunté.

Hanna trató de retroceder pero la agarré del brazo y me levanté de la silla.

—¿Qué has hecho? —repetí entre colmillos.

—No, suéltame —respondió ella tratando de liberarse de mí.

Iba a gritarle pero noté una punzada desgarradora en el pecho y perdí todo el aire que tenía en los pulmones. Por un momento me desvanecí y estuve a punto de caerme sobre mi escritorio.

Hanna ahogó un grito y retrocedió un par de pasos con una mano sobre los labios.

—Hanna, avisa a Schwarz —le pedí—. Rápido.

Pero ella no hizo nada.

—¡Hanna! —conseguí gritar al tiempo que daba un par de pasos rodeando la mesa.

Un dolor intenso nació en mi estómago y floreció por todo mi cuerpo. Sentí una arcada y vomité sangre sobre el escritorio.

—Hanna… —murmuré con una voz asustada antes de volver a vomitar. Era demasiado doloroso—. ¿Qué has hecho?

Ella no hacía más que mirarme y llorar. Me sentí mareado y cuando volví a darme cuenta estaba vomitando de nuevo, a cuatro patas, sobre el suelo.

—Hanna… por favor… —le dije con una voz que ya no era mía. El mundo se había convertido en un borrón oscuro y sin colores.

La humana retrocedió de nuevo y el miedo se abrió paso entre la bruma del dolor más intenso que había sentido jamás.

—¡Hanna! ¡Hanna, no…! ¡Espera! ¡No me dejes! —supliqué.

Ella dijo algo que no conseguí oír, pero que sonó a «Lo siento»; y su figura negra y dorada desapareció tras la puerta.

—¡No! —grité antes de volver a vomitar—. ¡No me dejes solo…!

Levanté una mano hacia ella, hacia donde había estado, y caí de cara al suelo perdiendo por completo la conciencia.

Hanna…

Doctor Liebe

Meternos en el despacho del subdirektor no había sido tan complicado como había creído. El único que nos había prestado atención había sido el guarda de la entrada, y no dijo nada cuando le había contado que el subdirektor nos había pedido que cogiéramos un par de archivos para llevárselos al bunker. Me conocían y pensaban que yo nunca haría nada que pudiera ponerme en peligro con los hematófagos. Putos gilipollas.

Al meternos en el despacho había cerrado la puerta y el chico, Roth, había cogido el teléfono y se había quedado mirándolo con una expresión seria.

—¿Cómo coño funciona esto? —me había preguntado.

Yo había puesto los ojos en blanco y le había arrebatado el auricular de las manos. Había marcado una tecla roja que había en uno de los extremos y el tono de llamada había comenzado a sonar. Roth me observaba impaciente, a la espera de que en algún momento le traicionara de alguna forma. Sabía que era lo que pensaba, lo veía flotando en sus ojos azules.

—Aquí la villa del Direktor Allein —me había respondido una voz femenina, sollozante y algo afectada, al quinto toque.

—¿Hanna?

—Sí, soy yo —había respondido ella—. ¿Quién es?

—Soy el doctor Liebe, alguien quiere hablar contigo.

Le había entregado el auricular al chico y él lo había cogido con desesperación.

—¿Hanna? —preguntó de nuevo, sin apartar la mirada de mí—. Hanna, soy yo. Sí, lo sé. No me importa, escúchame bien, necesito que hagas algo.

Cuando comprobó que era ella y no le estaba engañando se giró de espaldas a mí, como si eso me impidiera saber lo que fuera a decirle.

—Tienes que… ¿qué te ocurre en la voz? ¿Estás llorando? ¿Estás bien, pequeña? ¿Qué te han hecho? ¿Te ha pegado? ¡Ese hijo de puta! ¡No me mientas!

—No grites —le había advertido.

Roth se giró un momento para dirigirme una mirada cabreada y se volvió de nuevo hacia la pared.

—El golpe será mañana, tienes que escapar de allí e ir hacia la central que dirige el suministro eléctrico de la Granja y quemarlo. Escápate. Sí, en cuanto puedas. ¿Cómo que él no te dejará? Pues envenénale… ¡Me da lo mismo que se muera! No lo sé, échale lejía en la sangre. ¡Tienes que hacerlo!

Había cogido aire y había puesto los ojos en blanco de nuevo. Si en ese «golpe» lo tenían todo tan claro como el chico iba a ser una revolución de mierda.

—Dile que le eche zumo en la sangre —le había dicho—. No lo notará.

—¿Zumo? —me había preguntando como si estuviera loco.

—El virus no es capaz de digerir alimentos por si mismo, por eso necesitan la sangre, son nutrientes ya preparados para la asimilación. Si trataran de comer algo sólido su cuerpo lo rechazaría como si fuera un veneno.

El chico había dudado unos instantes pero finalmente se había girado de nuevo hacia el auricular. Lo agarraba como si fuera algún tipo de sistema mágico de comunicación. Estos niños de Madriguera ya no sabían ni como funcionaba un teléfono… era triste.

—¿Lo has oído? Échale zumo en la sangre, no, no importa de qué. Sí, en el etílico mejor, así lo notará menos. No, no sé que le pasará, ¿acaso importa? Si se muere, mejor. Uno menos. Después debes ir hacia la central de electricidad y explotarla. Coge una granada o algo y tírala, muy fuerte, como te enseñé. Te diré donde está…

Sacó apresuradamente un papel arrugado de su cazadora y lo había extendido nervioso sobre la mesa del subdirektor. Pasaba el dedo a toda prisa por encima del plano como si estuviera buscando algo. Miré el mapa descolorido y sucio y después a él.

—La villa está en… —había vacilado.

Yo cogí aire y volví a estudiar el plano y señalando un pequeño punto negro a cierta distancia de la Granja.

—La villa está aquí —le había mostrado con cierta irritación en la voz. Empezaba a darme cuenta de que estaba jugándome el cuello por un chico que no sabía ni lo que hacía—. La central está hacia el sureste.

—Hacia el sureste —le había dicho él al teléfono.

—El sureste queda por donde…

—Sabemos como orientarnos en el bosque, doctor —me había interrumpido con una expresión molesta—. No es el único que ha tenido que escapar de ellos.

—Muy bien.

—Tienes que hacerlo, pequeña, contamos todos contigo —siguió diciéndole al auricular—. Después espérame en la central, iré a por ti y huiremos lejos, ¿vale? Iremos a casa… te lo prometo.

Hubo un breve silencio y después el chico había respondido.

—Ten cuidado… yo… no sé qué haría sin ti —después se había reído un poco y su voz se había tornado más suave y su acento se hizo más sibilante y cantarín—. No hay forma de ponerse un poco tierno contigo… Ya… sé que no me pega, pero… ten cuidado, por favor. Iré a buscarte cuando pueda, pequeña, coge algo de abrigo, hace bastante frío. Sí… bien, yo también lo tendré. Te veré mañana.

Y había colgado con los ojos empañados en lágrimas.

El día que todo se iría a la mierda amaneció con un sol pálido y triste, surgiendo entre las montañas y brillando para aquello que no verían otro amanecer. La sección de los Kopf se cubrió con una capa de incertidumbre y nervios, podías notarlo vibrando en el aire. Todos sabían que algo iba a pasar.

—Hoy hay algo raro aquí —me había dicho Markus a la hora de cenar—. ¿No lo ha notado, doctor?

Me encogí de hombros.

—Han asesinado a un barracón de Kopf hace apenas un par de días, ¿cómo coño quieres que esté el ambiente por aquí?

—Ese vocabulario, Liebe, por favor.

Levanté la mirada hacia él y por un instante me pregunté si me importaría que Markus muriese esa noche; quizá en algún fuego cruzado.

—Me he enterado de que ha encontrado a dos de las mujeres que pasaban pólvora a los del 2 —murmuró tras el breve silencio que pasaba entre que masticaba varias veces su comida y se la tragaba—. Gran trabajo, doctor, ¿cómo las encontró?

—Uno de los hombres del 4 se hizo una herida que se le infectó, lo normal, y cuando estaba delirando lo soltó —le expliqué.

—¿Del 4? ¿Y qué tienen que ver los del 4 con todo esto?

Volví a mirarle fijamente a los ojos, tan negros y vacíos como siempre, y me pregunté si lo hacía a propósito o si estaba bromeando. No podía haber llegado a creerse su propia mentira de aquella forma.

—Supongo que nada —le respondí metiéndome un trozo de pollo en la boca. Quizá aquella sería mi última comida. Me hubiera gustado compartirla con alguien a quien apreciara, pero tendría que conformarme con los Kopf—. Quizá lo hubiera escuchado por ahí, a saber…

—Sí… —murmuró, no demasiado convencido—. ¿Sabe lo que creo, doctor? Creo que tiene que ver con el ataque a la universidad.

—¿Qué ataque? —le pregunté frunciendo el ceño.

—¿No se ha enterado? —preguntó antes de comenzar de nuevo su ritual de masticar y tragar dejándome con la incertidumbre hasta que terminara. Si no recibía una bala cruzada yo mismo le dispararía a la cara—. Los humanos del Nuevo Mundo han atacado la universidad con bombas. Las soltaron desde algunos aviones; probablemente llegaron desde el sur, es probable que tengan alguna base secreta en Heissland o alguna de las islas del Mar Interno.

Me quedé unos instantes sin palabras.

—Las cosas se van a poner feas… —pensé en voz alta.

—Sí —asintió Markus, limpiándose los labios con una servilleta perfectamente doblada—. Eso es lo que pensé yo.

Miré hacia el fondo del barracón sin ver nada. Un par de ojos me observaban con atención. Roth se había pasado todo el tiempo vigilándome desde que había hecho la llamada a la villa. No confiaba en mí, y no se lo reprochaba, pero notar como me miraba me molestaba. Seguía creyendo que iría a arrastrarme junto a Markus o a Allein y les traicionaría; a él y a su… «golpe».

Un ruido desde la distancia me distrajo y me volví hacia la puerta del barracón, igual que todos los demás Kopf. La plancha de metal se deslizó y una oleada de frío nocturno entró desde ella. Los primeros en entrar fueron Derek, Simon y otro que no me sonaba.

—¿Qué ocurre, Derek? —le preguntó Markus, levantándose de su asiento y dejando la servilleta a un lado—. ¿A qué se debe esta inesperada visita?

El hombre lanzó una mirada seria a lo largo del barracón y después se fijó en el Obenkopf.

—Esta es la noche, Markus —le dijo—. Hoy habrá una revuelta, es el momento de luchar.

Todo se quedó en silencio.

—¿Cómo? —preguntó Markus—. ¿Qué quieres decir?

—¿Es evidente, no? —murmuró Simon mostrando la barra de metal que había conseguido como arma y que la mayoría también llevaban.

—Erais vosotros… —dijo Markus sin salir de su asombro—. Nunca lo habría pensado… el 4… ¿Cómo?

—Con paciencia —respondió Derek—. Ahora escucha. No podemos fallar, o estáis con nosotros o contra nosotros. No podemos dejaros al margen.

—¡Por fin! —gritó Garin desde el fondo golpeando la mesa con el puño—. ¡Joder, ya era hora!

—¡Silencio! —exclamó Markus, después se giró hacia el Obenkopf pelirrojo—. ¡No me vais a joder así, Derek!

—Es ahora o nunca —repitió—. Hemos perdido a muchos hombres por el camino, buenos hombres, que se han sacrificado por esto, por la causa. No vamos a arriesgarnos a que nos traicionéis.

—¿Y los demás barracones?

—Iremos por orden y hablaremos con cada uno, después comenzará la acción.

—¿Y qué te hace pensar que no os reducirán y os entregarán a los guardas? ¡Es un suicidio! ¡Lo tenemos todo aquí, no necesito sacrificarme por nada!

—No es una opción, Markus, si no vais a cooperar cerraremos la puerta e incendiaremos el barracón con todos vosotros dentro.

Hubo otro breve silencio hasta que Garin volvió a gritar:

—¡Yo voy, que os jodan a los demás!

—Yo también —anunció Seis Dedos. Al poco se le unieron los demás secuaces; Anton y Hubert.

—¿Y el resto? —preguntó Derek.

Poco a poco todos fueron cediendo ante la amenaza. Era como elegir entre dos formas de morir, allí quemados o luchando en un guerra sin sentido ni futuro.

—¿Y usted, doctor? —me preguntó.

Me encogí de hombros y me llené un vaso de licor fuerte.

—Bien —sentenció él—. Roth, confío en que hayas conseguido eso que te pedi.

Todos los ojos se volvieron hacia el joven.

—Sí, está hecho —asintió él.

—¿Qué? —exclamó Markus—. ¿Tú estabas en todo esto, chico?

—El doctor me ayudó a llegar al despacho del subdirektor y pude llamar desde allí —añadió él.

Bebí de mi vaso y sentí el licor bajando por mi garganta como un río ardiente que me dejó sin respiración.

—Doctor… —dijo Markus casi sin aliento. Apretaba su bastón con fuerza entre las manos—. ¿Usted también?

—Es el momento, Markus —le dije sin mirarle, no sería capaz de enfrentarme a la ira de sus ojos negros—. Es su elección, no la nuestra. Sabes bien que nosotros tomamos nuestras decisiones en su momento… y no nos fue demasiado bien.

Fue entonces cuando las luces se fueron y la Granja quedó a oscuras. Miré al techo y alcé las cejas sorprendido. Al parecer aquella chica lo había conseguido, de alguna forma, lo había conseguido.

—Ha llegado el momento —repitió Derek.

Roth

Una mitad se quedó para presionar a los demás barracones y otra nos movimos hacia los almacenes de armamento que había al lado de la estación de tren. Derek iba en cabeza, apenas una sombra alta y rojiza en la noche. Cruzar la alambrada que separaba ambos lugares no fue difícil, lo difícil fue matar a varazos a los guardias que la protegían. Habían comenzado la pareja de Kopf que había salido para preguntarles por la falta de luz, y después todos los demás. Sin piedad, como a animales.

—Tened cuidado con la sangre, que nos os salpique —nos había advertido Edwin, como si no lo supiéramos ya—. Si eso llegara a ocurrir tenemos que reaccionar enseguida…

Derek miró el cargador de los fusiles de los guardias y nos señaló a todos.

—A quien le infecten, disparo a la cabeza —sentenció.

Al alcanzar el primero de los almacenes Simon sacó un cartucho de pólvora fabricado con tela y una mecha de vela.

—¿Vais a reventarlo? —le preguntó Garin.

—Sí.

—No hará falta, Seis Dedos puede abrirlo —le dijo.

El hombre deforme buscó algo en su chaleco y sacó una púa, o algo similar, no podía diferenciarlo bien en la oscuridad. Apenas quedaban un par de focos encendidos con la electricidad de emergencia; a excepción de los edificios todo había quedado a oscuras.

—Antes de que me atraparan era conocido como el Abrelatas —murmuró mientras se inclinaba sobre la cerradura—. Puedo abrir cualquier cosa que tenga candado.

Era sorprendente lo poco que sabía de los hombres con los que había compartido mi vida desde hacía… demasiado tiempo. Suponía que Seis Dedos sería otra rata de los bajos fondos, como todos los demás.

Con un ruido metálico la cerradura cedió y la puerta quedó abierta.

—Perfecto, esto marcha bien —murmuró Derek antes de entrar—. Marcha bien…

En el primero de los almacenes no había más que algunas mascarillas y trajes de Anti-plaga, pero en el segundo ya encontramos armas, fusiles en su mayoría, y granadas de mano.

—Será mejor llevar esto a los demás —había dicho Edwin.

—Sí, que algunos hombres las lleven mientras el resto sigue adelante.

Finalmente nos quedamos una docena de Kopf armados y a la espera.

—Es hora de entrar en el cuartel —nos explicó Simon, sosteniendo su fusil como si fuera un salvavidas o algún tipo de amuleto que lo fuera a proteger de los disparos enemigos—. Tenemos que hacer una barricada y tirar las granadas en los cuartos donde deben estar durmiendo.

—Espera, espera… —le interrumpió Garin—. ¿Cuántos de aquí saben usar un arma?

Todos levantamos las manos a excepción de Edwin.

—Soy un hombre de letras —se explicó.

—Bien, pues que el ingeniero vaya a mis espaldas. Nos dividiremos en grupos de tres a cuatro personas; así avanzaremos más rápido.

Puse los ojos en blanco. Era típico de Garin querer hacerse con el control de todo.

—Ellos tienen un plan, no necesitan tus ideas —le interrumpí.

Garin me miró con rabia, sabía lo mucho que le había jodido que me hubieran elegido a mí para representar a los del 4 en nuestro barracón y no a él.

—No, tiene razón —dijo Derek—, si nos dividimos iremos más rápido y el caos será mayor. No les dará tiempo a reaccionar y armarse.

Apreté el fusil y asentí. Aquella no era mi lucha, acabaría escapando hacia el bosque a la primera oportunidad. Si ellos querían matarse era cosa suya.

—Nosotros iremos por arriba —dijo el sureño del 2, señalando con la cabeza al grupo de dos personas que le seguían—. Le meteremos las granadas por el culo a eses comi merdie.

—Nosotros iremos por el ala este —dijo Derek con el grupo de su barracón—. Los del 3 que vayan por el ala norte, los del 5 que acompañen a los sureños arriba y los del 1 por el ala oeste, ¿de acuerdo? Pronto llegaran los refuerzos. Recordad, granadas a las habitaciones y no os cortéis con los disparos.

Todos asentimos y nos separamos. No me gustaba tener que compartir grupo con Garin y sus secuaces, corriendo por aquel cuartel iluminado con la luz amarillenta y pesada de emergencia.

La primera explosión sonó antes de que llegáramos al final del pasillo, después vinieron los disparos y los gritos. La guerra, esa pequeña e insignificante guerra, había empezado.

Nuestro pasillo nos llevó a las cocinas, una sala bastante grande llena de mesas alargadas y vacías. Había contenedores llenos de sangre a los lados y algunas notas y pósters de estrellas de cine hematófagas colgados de las paredes.

—Por aquí deben estar las salas comunes, no creo que haya dormitorios —dijo Hubert. Parecía muy confiado con su arma en las manos, los tres lo parecían.

—Ya lo veo, imbécil —le respondió Garin—. Podemos utilizar las mesas para las barricadas. Es un buen lugar para…

De pronto un hombre cruzó la puerta del lado este. Era un hematófago al que ni siquiera le había dado tiempo a vestirse del todo y que tenía una pistola en la mano. Garin fue el primero en dispararle en el pecho.

—Joder… que ganas tenía de poder hacer esto —dijo mientras el hematófago caía al suelo aún con una expresión de sorpresa en el rostro.

Seis Dedos se acercó y le pisó la cara con fuerza manchando el suelo de salpicaduras de sangre.

—¿Qué haces? —le pregunté, incapaz de que mi voz no sonara nerviosa—. Estás extendiendo el virus por todas partes.

—¿Nos vas a impedir disfrutar de esto, princesa? —me preguntó Garin.

—Que te jodan —le dije.

Otros dos guardas entraron por otra de las puertas y Hubert les disparó antes de que dieran un par de pasos más.

—Ayúdame a mover las mesas —me ordenó Garin, tirando una de ellas al suelo con una patada.

—Este no es un buen lugar —dijo Hubert—, hay demasiadas entradas.

—Hay cuatro, una para cada uno; y tenemos las mesas para protegernos. Es el lugar perfecto —le respondió.

Tenía razón, fue un lugar perfecto cuando conseguimos apostar las mesas y formar un cuadrado donde cubrirnos y disparar a los guardias que iban llegando. Las explosiones no habían cesado desde el principio y los disparos que se oían a lo lejos empezaban a doblarse.

Un grupo más organizado de guardias entró en la cocina y retrocedieron a tiempo para que sólo pudiera matar a dos.

—Mierda… —murmuré volviendo a esconderme tras la mesa—. Empiezan a ir en grupos, no somos suficientes.

—¿Cómo le ira a los demás? —preguntó Hubert recargando su fusil.

—Me importa una mierda —respondió Garin saliendo de su escondite para disparar a otra pareja de guardias que llegaba. Los cadáveres empezaban a acumularse y la sangre había formado charcos a sus pies.

Un sonido metálico atravesó una de las entradas y todos nos quedamos en silencio.

—¡Granada! —gritó Hubert—. ¡Cuerpo a tierra!

El ruido fue ensordecedor y las astillas volaron por todas partes. Ahora todo olía a sangre y madera.

Tenía un pitido en los oídos y veía borroso. Sabía que estaban disparándonos, pero el ruido era tan lejano que casi no parecía real. Una mano tiró de mí y levanté la cabeza hacia Garin. Estaba gritando algo y se había hecho una herida sobre la ceja. Me pegó una bofetada y volvió a gritarme.

Me levanté y le seguí hasta una de las salidas con Hubert.

—¿Y Seis Dedos? —les pregunté notando como una gota de sangre me caía desde el oído derecho.

Pasamos todo lo rápido que pudimos hasta un lavabo muy similar al que teníamos nosotros en los crematorios.

—Muerto —explicó Hubert.

—Joder… —murmuré.

—¿Dónde están los putos refuerzos? —exclamó Garin cojeando hacia la isleta central.

—Puede que se hayan echado atrás.

—¡Putos cobardes!

Unos pasos llegaron desde el pasillo y no tardamos en escondernos a los lados de la puerta.

—Son demasiados… —murmuró Hubert apretando el fusil contra el pecho. Las manos le temblaban y estaba pálido.

La puerta se abrió y entraron cinco hematófagos. Disparamos a tres antes de que se dieran cuenta de dónde estábamos. Entonces se giraron y respondieron. Noté un aguijón frío y doloroso en el hombro y Hubert cayó muerto al suelo llevándose con él a otro de ellos.

Garin se lanzó contra el último con un grito animal y le pegó un puñetazo en la cara. El hematófago retrocedió y el Kopf le quitó el arma de un tirón. Después le cogió la cabeza con las manos y se la estrelló contra uno de los grifos de metal que había en el lavabo.

—¡Por mi padre, por mi hermana y por mi madre! —gritó al tiempo que volvía a estrellarle la cabeza. El guarda se agitó un poco y acabó muriendo con parte del cerebro sobre el suelo.

—Garin… —murmuré desde mi sitio en la pared. El hombro me dolía y el uniforme empezaba a mancharse de sangre, pegajosa y caliente.

Él se giró hacia mí.

—Tienes… tienes… en la cara —le dije.

Garin se llevó la mano a donde señalaba y noto la sangre que le había salpicado al haber matado al guarda. La tenía por todas partes.

—Joder —gritó retrocediendo un par de pasos—. ¡Joder!

Me miró unos instantes y después bajó la cabeza y cojeó hacia su fusil. Apreté el arma entre mis manos dispuesto a disparar si trataba de matarme. Él se sentó en el suelo y recogió el fusil. Cogió aire, apretó los dientes y gritó con fuerza antes de dispararse a la boca.

Sus sesos salpicaron la pared y parte del techo con motas de un rojo brillante. Como estrellas en un firmamento gris y amarillo. Estrellas que apestaban a muerte.

Vomité.

Y sólo quedaba yo.

Varick von Asche

El ruido de las granadas y el fuego cruzado inundaba el cuartel. Era demasiado temprano para que yo me hubiera dormido, así que el ataque me pilló despierto; al contrario que a mucho otros. Supe lo que había ocurrido sólo al ver la luz de emergencia parpadeando con su color amarillo grasiento.

Recogí todo el dinero que tenía escondido por los cajones y bajo la cama y lo metí en una bolsa grande de viaje. Alcancé mi fusil y salí al pasillo preparado para lo que pudiera ocurrir allí. A lo lejos había comenzado a tirar granadas a las habitaciones, el olor a quemado y a pólvora llenaba el aire.

Corrí hacia la dirección contraria y una persona se me cruzó en las escaleras.

—¡Varick!

—¡Joder, Kaleth! ¿Quieres que te mate? —le grité. Del susto que me había dado casi dejé caer la bolsa con el dinero.

—Me levanté y no había luz, no sé que pasa. ¿Qui’s d’ein juane luseg? —trató de explicarse. Estaba tan nervioso que su acento era cada vez más evidente y había partes que decía directamente en su idioma materno—. ¿Qué tenemos que hacer?

—Huir —le dije—. ¿Llevas tu arma encima?

Kaleth me mostró su fusil.

Ui

—Bien, vámonos antes de que esto se ponga peor —murmuré bajando por las escaleras. Mi habitación estaba en la sección media del cuartel, abajo las cosas no pintarían mucho mejor.

El primer muerto que encontramos estaba apoyado contra la pared y tenía el pecho encharcado de sangre y lleno de disparos de bala.

—¿No tenemos que dar la alarma?

—Han cortado la corriente, la alarma no funcionará.

—¿Cómo lo han hecho?

—No lo sé… —reconocí—. Silencio.

Nos quedamos escondidos en un cruce hasta que una pareja de humanos pasó corriendo. Apunté con el arma y les disparé al pecho.

—Coge las granadas que lleven encima —le ordené a Kaleth.

Uno de ellos aún respiraba y llevaba un abrigo de señora bastante ridículo. Lo giré en el suelo y le vi la cara.

—Simon… —murmuré sorprendido—. Putos Kopf, fuisteis vosotros…

—Que te jodan, Varick —consiguió decir antes de escupirme a la cara.

Me levanté y le disparé entre los ojos.

—Tenemos que irnos de aquí —repetí.

Cruzamos el pasillo y llegamos a una de las puertas que daba a las cocinas. Frente a ella había un grupo bastante numeroso de guardias apostados. Estuve a punto de disparar antes de ver sus uniformes negros entre la luz amarillenta que lo cubría todo.

—¡Rayo! —grité.

—¡Trueno! —respondió desde el fondo el Viejo. Las armas dejaron de apuntarnos.

—¿Qué ocurre? —les pregunté.

—Hay un grupo de eses cabrones ahí dentro —explicó el Viejo con su voz rota pero más viva que nunca. Parecía haber rejuvenecido. Sostenía su fusil con fuerza y los ojos lilas le brillaban de emoción. ¿Cuánto llevaba esperando aquello? ¿Cuánto llevaba deseando que la guerra comenzara de nuevo?

—Necesitamos pasar por ahí, no hay otro acceso a la salida —les dije, aunque era algo que ya sabían.

—¿Para qué quieres ir a la salida? —me preguntó el Viejo—. ¡Hay que proteger el cuartel!

—No pienso morir aquí —le solté.

El Viejo me miró asqueado y me agarró del brazo con fuerza.

—¡Es tu deber! —me gritó.

—¡No os debo una mierda! —le grité yo, empujándole contra la pared.

Todos me miraban en silencio sin saber como reaccionar. Me acerqué a la puerta, cogí una granada, le quité el pestillo y la tiré dentro.

Todos nos echamos al suelo.

La puerta tembló y el ruido fue ensordecedor. Volví a abrir y apunté con el arma por si quedaba alguien con vida allí. Todo estaba hecho una mierda, había trozos de astillas y madera por todas partes. Los humanos habían huido por la puerta que daba a los servicios. Había pequeños montones de guardias muertos y un humano con un trozo de mesa atravesándole el ojo.

—¡Seguidles! —gritó el Viejo.

Tiré de Kaleth para que me siguiera por la puerta norte, la que llevaba a la entrada.

—No, espera —me dijo—. El aparcamiento está por allí.

Le miré y después seguí la dirección que señalaba con el dedo, la misma por donde se habían ido los demás. Dudé.

—¡La entrada va a estar llena de humanos! ¡Nus ave d’aine cohe pùa èscáp, Varick!

—Sí, tienes razón, cojamos un jeep —le dije antes de avanzar hacia el pasillo. Había pisado un charco de sangre y ahora dejaba huellas rojas sobre el suelo.

Un disparo solitario llegó de los lavabos y la puerta se abrió un momento después. Tanto Kaleth como yo apuntamos hacia ella sorprendidos y nervioso. El humano tardó en darse cuenta de que estábamos allí. Estaba pálido y tenía una herida en el hombro. Cuando al fin reparó en nosotros se apoyó contra la pared y nos apuntó con su fusil. Lo conocía, era el Kopf que buscaba a la esclava de Allein.

Nos miramos unos segundos en silencio.

¡Desachèd vua arme! —le gritó Kaleth.

El humano le miró asustado pero no dejó de apuntarme a mí. Tragué saliva.

—Tranquilo —le dije a Kaleth, antes de que hiciera alguna locura—. Vamos a seguir adelante… y… nos iremos…

El Kopf se movió hacia el lado contrario, sin separar la espalda de la pared, dejando una línea ensangrentada sobre la pared gris. Nosotros también nos movimos hacia nuestro lado sin dejar de apuntarnos mutuamente. El corazón se me iba a salir del pecho y me costaba respirar con tranquilidad.

—¿Dónde… dónde está la salida? —me preguntó él.

—La primera puerta a al izquierda —respondí señalando hacia la cocina.

Cuando al fin llegamos al cruce y desaparecimos de su campo de tiro pude respirar.

—¿Por qué le dejaste con vida? —me preguntó Kaleth. Tenía la frente sudada y el pelo revuelto.

—¿Hubieras querido que me pegara un tiro? Además, ya está casi muerto.

Otra explosión sonó a los lejos y seguimos avanzando.

Había otro grupo en la nave donde guardábamos los jeeps.

—¡Rayo! —grité. Estaba más oscuro que en el resto del cuartel y no se veía tan bien el uniforme.

—¿Rayo? —oí que le preguntaba alguien a otro alguien.

—¡Trueno! —respondieron.

—¿Quién está ahí?

—¿Varick?

—¿Quién está ahí?

—Soy Blaznick, también está Anton y Horst.

Puto Medio Blaz, ¿quién si no?

Avanzamos hacia ellos, apostados entre dos de los coches.

—¿Qué hacéis aquí? —les pregunté, agachándome a su lado.

—Parece que hemos tenido la misma idea que tú —dijo Medio Blaz—. Tampoco es nuestra lucha, Varick.

—¿Cómo sabíais que era yo?

Horst se rio, moviendo solo la parte del rostro que no tenía quemada.

—Rayo y trueno, como en la guerra —respondió—. No es que me traiga muy buenos recuerdos…

—¿Sabéis algo de Tomas? —les pregunté.

Hubo un breve silencio.

—Granada —murmuró Medio Blaz.

Cerré los ojos y cogí aire.

—No se lo merecía… no después de lo de su linaje —dijo Horst.

—No hay tiempo para esto —les corté—. Hay que quemar los demás jeeps para que no nos sigan.

—¿Cómo?

—Saca las granadas que te queden —le dije a Kaleth.

El muchacho sacó dos y me las entregó.

—Ir encendiendo el motor —le dije a los demás entregándole algunas granadas a Horst—. ¿Recuerdas Underbrücke?

El hematófago asintió con una sonrisa de entendimiento.

Corrí hacia el primer jeep de la fila y monté en el asiento del conductor. Sólo teníamos cuatro ganadas y había casi el doble de coches, así que tendríamos que juntarlos todo lo posible para que la explosión dañara a todos un poco. Aparqué el jeep todo lo cerca que pude y tiré una granada debajo. La explosión fue ensordecedora y el aire se llenó de olor a quemado. Hice lo mismo con otros dos y puse el conductor automático en el último para que se estrellara contra la voluta de humo y fuego que habían formado los demás.

—¡Vamos! —nos gritó Medio Blaz al tiempo le levantaba la verja metálica de la nave.

Todos nos subimos justo antes de que la puerta del garaje se abriera y otro grupo de guardias entrara de forma atropellada. La mayoría tenía la ropa llena de sangre y había alguno al que tenía que llevar a hombros.

—Espera, hay más —nos dijo Anton.

—No hay tiempo —le dije encendiendo el motor y dejando la bolsa con el dinero a un lado.

—¡Esperad! —nos gritó uno de ellos. Conocía demasiado bien esa voz.

—Es Frederick —dijo Medio Blaz arrimándose a la ventana. Manoseandose el bigote con nerviosismo.

—¡No hay tiempo! —exclamé apretando el acelerador.

—¿Vas a dejarlos ahí? —me preguntó Kaleth—. ¡No puedes, necesitan ayuda! ¡Nus ne pudons pas allois, Varick!

—¿Quieres quedarte con ellos o quieres callarte, Kaleth? —le grité mirándole por el retrovisor.

Atravesamos la puerta dejándolos atrás, gritando, pidiendo la ayuda que no podíamos darles. Ni siquiera me detuve en la verja doble de la entrada, que acabé reventando con el jeep.

—Joder… —murmuró Anton llevándose las manos al rostro y llorando—. Joder…

—¿Cómo vamos a explicar esto al tribunal de guerra? —preguntó Horst.

—No hay nada que explicar —les dije, sin apartar la vista de la carretera—. Allí no había nadie.

Hubo un silencio.

Nus somè horriblite persónnes…