6

Adler Allein

Todo se fundía en blancos y negros y nada tenía color.

Yo estaba allí en la noche oscura y plagada de gritos en la que los hematófagos decididos tomar la ciudad y dejar las cloacas. Las farolas que quedaban encendidas alumbraban los cuerpos esparcidos por la acera. Pálidos y cubiertos de una sangre que olía a ceniza. Habían tratado de luchar, pero nosotros ya éramos demasiados.

Los disparos sonaban a lo lejos y una mujer lloraba en mitad de la carretera. Sosteniendo en sus brazos el cuerpo marchito de un niño. El arma en mis manos estaba fría y la ropa no era suficiente gruesa para protegerme del viento helado de la superficie.

—Todo será un sueño… todo será un sueño al final… —cantaba la mujer entre sollozos.

Una sombra se puso a mis espaldas y el olor a puro barato me llenó los pulmones.

—Mátala —me ordenó padre.

Di dos pasos y me detuve.

—¡Mátala! —me gritó él, pegándome con la culata de su revolver.

Me tambaleé con un dolor intenso en el costado y seguí avanzando. Cuando estuve a pocos pasos le apunté a la cabeza.

Ella me miró. Tenía los ojos de oro, el único color brillando en mi mundo gris.

—Os habéis llevado mi felicidad… —murmuró, aferrando con más fuerza al niño entre sus brazos.

Estaba sudando y el arma se me resbalaba de las manos. Pero apreté los dientes y disparé, porque era lo que padre había ordenado, porque era lo que se esperaba de mí. No había piedad en el nuevo mundo; en nuestro mundo.

Su cuerpo se cayó de espaldas contra la acera y sus ojos se apagaron volviéndose grises y oscuros.

No había matado a una humana, había asesinado al único color que quedaba en el planeta.

Me desperté sobre un charco de etílica y babas. Acostado contra el escritorio mientras el teléfono sonaba. Parpadeé notando un dolor punzante en la parte trasera de la cabeza y cogí el auricular.

—Aquí el Direktor Allein —dije con voz pastosa y ronca.

—¡Ad! ¡Dios mío, Ad! ¡Han atacado la universidad! —me gritó Eva al otro lado. Arrastraba las vocales y tenía un tono más grave del normal porque debía estar totalmente puesta de morfina.

—¿Qué? —pregunté, esforzándome porqué sus gritos llegaran hasta la parte consciente de mi cerebro, aún sumida en una neblina espesa e impenetrable.

—¡La han atacado hace unas horas! ¡Esos cabrones humanos del Nuevo Mundo! ¡Con aviones!

—Deja de gritar —le pedí. La cabeza estaba a punto de estallarme.

—Han tirado una bomba muy grande, han acabado con todo el campus. ¡Miles de muertos, Ad!

—¿Cuándo? —fue lo primero que pensé. Lo segundo fue—: ¿Y Hans? ¡Dónde está Hans!

La voz de Eva se rompió tras la línea y empezó a llorar de nuevo.

—No lo sé… no lo sé…

—Tranquila —le dije levantándome de mi asiento—. Haré unas llamadas y pediré que le busquen. Tranquila, Eva… todo irá bien…

—¡No, Adler, nada va bien! —me gritó—. ¡Llevo horas llamándote! Las líneas están colapsadas y los humanos se acercan. ¿Cuánto tardaran en llegar aquí? ¿Y a la capital?

—No llegaran —le aseguré—. No son suficiente fuertes.

—Ya han atacado la universidad, ¿sigues creyendo que no llegarán?

—Nosotros tenemos el virus —le recordé—. Somos más listos, más rápidos y más fuertes. No tienen nada que hacer.

Eva volvió a llorar y una voz se escuchó al fondo.

—Te dejo, están evacuando la ciudad. Te llamaré cuando pueda.

—De acuerdo.

—Adler… yo… —pude oír como se pasaba su pañuelo de seda por los ojos—. Ten cuidado, ¿vale?

—Lo tendré —le prometí.

—Bien, vale. —Y colgó.

Bajé el auricular lentamente y lo apreté con tanta fuerza que estuve a punto de romperlo. Cogí la botella vacía de etílico que había sobre la mesa y fui hasta la entrada. Hubo un leve cambio de temperatura entre la atmósfera cargada de mi despacho y el pasillo. Bajé las escaleras y encontré a Hanna en la cocina. Estaba sentada en una silla con su uniforme nuevo. Tenía las piernas cruzadas y una expresión pensativa en el rostro mientras miraba hacia el ventanal.

Di un par de pasos hacia ella sin que se diera cuenta. Tenía el pelo suelto y le caía liso sobre los hombros como una cascada de trigo dorado. Comía de una lata de alimentos humanos con los dedos, llevándose pequeños pedazos de carne enlatada, o lo que fuera, a la boca y masticando con lentitud.

Cuando al fin me vio dio un pequeño salto en su silla y se le derramó parte de la lata sobre la mesa.

—Direktor —murmuró, tratando de recoger la comida—. ¿Quiere algo de beber?

—¿Qué hora es? —le pregunté.

—Son las tres, señor.

—¿Por qué no me has despertado?

—Pensé que querría descansar, señor —respondió.

—No estás aquí para pensar.

Eché un vistazo rápido a la cocina y apreté los dientes. Hacía apenas un par de noches yo había estado allí, borracho y diciendo cosas que nunca debería haber dicho. Cosas de las que Hanna fingía no acordarse y que yo fingía no haber sentido.

Me aproximé tambaleante hacia la mesa, recordando también como Eva me había pegado. «Ellos no son nada, ¡nada!», me había gritado antes de volver a abofetearme.

Me senté al lado de la humana y dejé la botella vacía con un golpe seco sobre la mesa.

—Los humano sois una mierda —le dije sin mirarla.

Bajé los ojos hacia sus piernas. La piel que escondía tras la falda del uniforme era de un color crema muy suave, y parecía fresco, y sedoso como el terciopelo.

—Dilo —le ordené, incapaz de apartar los ojos de sus piernas, que descendía, demasiado largas, hasta rozar con las puntas de los pies el suelo.

—Los humanos somos una mierda —repitió. Pero en su voz, con su acento, no sonó como debería sonar.

—Una sucia mierda —añadí.

—Una sucia mierda —me imitó de nuevo.

—No merecéis vivir. —Levanté la mirada hacia sus ojos, medio escondidos bajo un flequillo imperfecto y trasquilado—. Todo lo que he vivido lo confirma. Todo lo que he sufrido lo demuestra.

—Sí, señor.

Cogí un trapo y comencé a enrollármelo en la mano.

—¿Sabes por qué te voy a pegar ahora, Hanna? —le pregunté.

Ella tragó saliva y bajo la mirada antes de negar con la cabeza.

—Te voy a pegar por hacerme dudar de mi mismo. Te pegaré porque no eres mejor que cualquiera de las demás cerdas humanas que infestan mi Granja. Y te pegaré para que ninguno de los dos lo olvide…

Doctor Liebe

—Dijo que se llamaban Helen y Amara, son mujeres del campo femenino. —Y nada más decirlo supe que, de alguna forma, aquello había sido un error.

—¿Estás seguro? —me preguntó el subdirektor.

—Eso fue lo que dijo el Kopf, señor —murmuré.

El hematófago me dirigió una última mirada que pretendía ser tan amenazadora como las de Allein, pero que apenas conseguía intimidarme. Cogió su teléfono y marcó una tecla. Su mesa estaba perfectamente ordenada, con todos los papeles en un montón y una foto en blanco y negro de una mujer no demasiado agraciada junto a otra más hermosa y joven.

—Direktor —dijo el subdirektor al teléfono—, tenemos una nueva pista sobre las mujeres que pasaban la pólvora a los humanos del 2. —Hubo un breve silencio y después asintió a la vez que decía—: Sí, señor. —Y colgó.

Abrió uno de los cajones y sacó su arma. Un sudor frío me recorrió la espalda y apreté la maleta más fuerte contra mi pecho. No creía que fuera a matarme allí, en mitad de su despacho, pero tampoco creía que no fuera a hacerlo después.

—Iremos a buscarlas —me dijo antes de levantarse de su silla—. Reza para tener razón, el Direktor no te pasará otra, Liebe.

—Sí, señor —respondí antes de seguirle hacia afuera.

El subdirektor era de los pocos en la Granja que tenía despacho propio en uno de los edificios más pequeños de administración. El sonido de las máquinas de escribir y el olor del tabaco armonizaron nuestro camino a través de las filas de secretarias.

—Llama a un par de guardias —le dijo el subdirektor a uno de los guardias, uno bastante alto y de un rubio platino que hablaba con una de las mujeres.

—Sí, señor —dijo levantándose de un salto de la mesa de la secretaria con la que tonteaba para encuadrarse—. ¿Quiere a alguien en especial?

El subdirektor se lo pensó unos instantes.

—Llama a Frederick, hará que esas humanas se caguen por ellas. Que venga con cuatro hombres más, llama a Varick también.

—Sí, señor. Ahora mismo.

Nos dirigimos hacia la salida y el aire frío nos alcanzó como una bofetada en el rostro.

—Yo volveré a mi trabajo, señor —dije cuando pasamos cerca del subcampos de los Kopf.

—No, Liebe, tú vendrás también.

—Pero, señor, no las conozco, sólo sé sus nombres.

—No me repliques.

Tuve que callarme y asentir, como hacía siempre. Cargando toda mi rabia sobre el asa de mi maletín.

Cuando llegamos a la parte femenina de la Granja, Frederick y cuatro hematófagos más ya nos aguardaban. Había filas de mujeres ordenadas por barracones, todas pálidas y consumidas con la mirada clavada en el lodo del suelo. Temblaban, pero no sabría decir si de miedo o de frío; quizá de ambas cosas.

El subdirektor se giró hacia ellas y con el arma en la mano comenzó a gritar:

—¡Uno de los Kopf ha hablado y al parecer hay dos de vosotras, perras, que saben algo de la pólvora que roban de nuestras fábricas! ¡Qué den un paso adelante todas aquellas que se llamen…! —se giró hacía mí.

—Amara y Helen —dije.

—¡Amara y Helen!

Hubo un leve murmullo entre las filas de mujeres hasta que unas cuantas dieron un paso adelante alejándose de las demás. Eran casi cuatro docenas.

—El resto puede irse —ordenó el subdirektor.

Las demás mujeres se movieron a paso rápido hacia sus barracones sin ni siquiera dirigir una mirada a las compañeras que dejaban atrás.

—¿Quién de vosotras ha estado pasando pólvora a los Kopf del 2? —preguntó comenzando a pasearse por delante de la fila que había quedado. Mirándolas de arriba abajo, con desprecio.

Ninguna de ellas dijo nada. Se quedaron de pie, temblando y sin apartar la mirada del barro. Algunas habían comenzado a llorar y sus sollozos se oían en mitad del silencio que embargaba la Granja.

—No volveré a repetirlo —les dijo el subdirektor—. ¿Quién de vosotras ha estado pasando pólvora a los Kopf del 2?

Silencio.

—¿Fuiste tú? —le preguntó a una mujer morena, de mediana edad.

—No, señor —respondió ella en un gemido—. Yo no he hecho nada…

—¿Sabes quién fue?

La humana dudó.

—No, señor…

—Bien —murmuró el subdirektor poniéndole el arma entre los ojos—, ¿y ahora? ¿Sabes quién fue?

La humana lloró tratando de ahogar los gemidos de desesperación que le embargaban. Cogí aire y me obligué a seguir mirando, porque aquello lo había hecho yo, yo le había puesto aquel arma entre los ojos.

—No… por favor… —suplicó ella—. He hecho todo lo que me han ordenado…

—No ha sido suficiente —le dijo el hematófago antes de disparar.

El cuerpo de la mujer cayó de rodillas al suelo después de derrumbó hacia un lado. El subdirektor pasó a la siguiente.

—¿Tú sabes algo? —le preguntó.

—Yo llegué hace una semana, señor, yo no sé nada —sollozó ella.

El subdirektor le pegó otro tiro entre los ojos y pasó a la siguiente.

—¿Tú tampoco sabes nada?

A la mujer le costaba respirar y por el color de su rostro parecía que estaba a punto de desmayarse.

—¡Por Dios, no saben nada! —gritó de pronto una de ellas.

Todas las miradas se movieron al instante hacia la mujer mayor que apretaba su mano contra el pecho con tanta fuerza que parecía que quería arrancarse el corazón. La mujer más joven que había a su lado le tiró con fuerza del brazo y le dirigió una mirada asesina.

El subdirektor se movió a lo largo de la fila hacia ellas.

—Perdone a mi madre, señor, esta mayor y empieza a perder la cabeza —trató de disculparla la mujer joven. Pero el subdirektor le dio una bofetada tan fuerte que le giró la cara.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó a la vieja.

—Helen… —murmuró ella sin apartar la vista del suelo. Tenía el pelo cano recogido en un desordenado moño y el rostro surcado de arrugas.

Me llamó tanto la atención que fruncí el ceño sorprendido. Ya no se veían a mujeres de antes, con la marca de los años en el rostro. Nos habían exterminado lentamente. Y quizá nos lo merecíamos después del mundo que habíamos legado a los jóvenes. De alguna forma había sido nuestra culpa, nosotros les habíamos arrebatado su futuro, porque no habíamos creído que fuera cierto. Que algo como el virus fuera real. «Era imposible», eso fue lo que dijimos. «Era imposible…».

—¿Por qué dices que no saben nada? —le preguntó el subdirektor.

Ella levantó la mirada del suelo. Tenía un evidente estrabismo en sus ojos de un azul sucio.

—No saben nada… —repitió.

—¿Y tú qué sabes?

—Sé coser y cocinar —respondió.

El subdirektor se rio de ella.

—¿Y de la bomba que sabes?

Volvió a bajar la cabeza.

—Nada.

El hematófago miró a la mujer joven y le preguntó:

—¿Y tú como te llamas?

La muchacha le miró con un desprecio que desbordaba de sus ojos como un torrente incontenible.

—Amara —dijo.

—Vaya, vaya… —murmuró el subdirektor—. Helen y Amara… parecéis muy unidas. ¿Sabéis que vuestro amigo Erik nos dijo vuestros nombres antes de morir? Os traicionó.

La joven, Amara, siguió con sus ojos clavados en el hematófago.

—No conozco a ningún Erik —le dijo.

Pero la vieja se quedó en silencio y apretó más su mano contra el pecho.

—Nos dijo que una vieja bizca y su amiga pelirroja estabas consiguiendo la pólvora para los hombres del 2 —les mintió él.

—Si eso fuera cierto hubieras ido directamente a por nosotras, no te habrías parado a matar a las demás —le soltó ella; demostrando más cojones de los que podían reunir todos los Kopf juntos.

El subdirektor volvió a abofetearla.

—¡Apresadlas! —gritó a los guardias—. ¡Llevadlas al bunker!

Algunos hematófagos se movieron aprisa para cumplir la orden y cogieron a la vieja de las manos tirando de ella hasta arrastrarla por el suelo. A la joven trataron de hacerle lo mismo, pero ella se defendió como pudo hasta que uno de ellos le golpeó en la cabeza y la dejó inconsciente.

—¡Amara! —gritó al vieja con lágrimas en los ojos al tiempo que se la llevaban a rastras tirando de su uniforme y su moño—. ¡No!

El subdirektor vino hacia mí.

—Puedes irte, Liebe —me dijo—. Ya no haces falta aquí.

Asentí dispuesto a irme lo antes posible de allí.

—Y… —me detuvo—. Si descubres alguna otra cosa, más te vale que vengas a decírnoslo enseguida. Si no quieres terminar como la vieja.

Murmuré un: «Por supuesto, señor», que apenas se escuchó y volví a mi barracón.

Yo no tenía la culpa de lo que aquellas mujeres habían hecho, yo tenía que hacer lo que debía —me repetí una y otra vez—. Elisabeth lo hubiera entendido.

Roth

Habían conseguido un mapa. Era de papel viejo y estaba cubierto en su mayoría de manchas amarillentas que habían devorado los colores originales. Una docena de Kopf estábamos allí, en mitad del almacén de carbón, observando aquel plano quebradizo como si tuviera la respuesta a todas las preguntas del universo.

—Lo primero que hay que hacer es conseguir las armas —dijo Simon, señalando con su dedo la zona de cobertizos cercana a la estación de tren donde se almacenaban las cosas de la guardia.

—¿Y cómo vamos a hacerlo? —preguntó uno de los Kopf del 2 arrastrando su acento sureño plano y pesado. No habían tardado en reclutar a alguno de los nuevos, en su mayoría extranjeros de Heissland, de piel tostada y pelo oscuro.

—Tendremos que cruzar la alambrada y explotar la cerradura —murmuró Derek pensativo, pasándose una de sus enormes manos por la barba pelirroja—. Tenemos pólvora suficiente para hacerlo, ¿no, Edwin?

—Sí, pero la explosión hará demasiado ruido. Alertará a toda la jodida Granja de que estamos allí —respondió él.

—Habrá que desactivar la alarma… —dijo Simon.

—Y las vallas electrificadas —añadió uno de los hombres del 5. Derek había reunido a un representante de todos los barracones, que después contarían el plan a los demás.

—Tendríamos que cortar el suministro eléctrico —masculló Edwin con la mirada fija en el mapa—. Pero la central de control está fuera de la Granja, en el bosque —señaló un punto en el mapa—, más o menos a diez minutos de aquí, de camino a la villa del Direktor. Será imposible llegar hasta allí.

—Sin electricidad tampoco habrá focos ni luces —dijo Simon—. Estaremos a oscuras.

—Los edificios tienen luces de emergencia, igual que las extractoras.

—¿Y cuándo vean que falla la luz no sospecharan de que pasa algo? —pregunté.

—Ya ha habido apagones antes —me recordó Derek restando importancia a mi pregunta—. La nieve se acumula y jode algún cable o alguna tubería de mierda.

—¿No me habéis oído? —preguntó Edwin levantando la mirada hacia nosotros—. La central de control está fuera de nuestro alcance.

—¿Y la villa de Allein se quedaría sin luz también? —seguí preguntando.

—Posiblemente —se encogió de hombros—. ¿Qué más da?

Me rasqué la cabeza, volvía a picarme y posiblemente había vuelto a coger piojos.

—Conozco a alguien en la villa… —murmuré—. La criada de Allein.

Todos me miraron casi a la vez.

—¿A esa chica rubia? —me preguntó Simon, frunciendo el ceño—. ¿De qué?

Tragué saliva y me encogí de hombros.

—Crecimos juntos —les dije—, es… es mi… chica.

—Creímos que te estabas tirando a esa del campo femenino —dijo uno del 3 con una sonrisa maliciosa en mitad de su cara de imbécil. Le faltaban casi la mitad de los dientes y un ojo, que ocultaba bajo un parche negro. Por lo que había oído, antes había sido un famoso boxeador de los suburbios.

—¿Y qué? —le dije con un tono brusco.

—¿Confías en ella? —nos interrumpió Derek.

—¿En Hanna? Sí —respondí sin dudarlo—. Siempre.

—La villa queda a veinte minutos de la central andando, quince corriendo —comenzó a calcular Edwin pasando su dedo agarrotado con aquella uña amarillenta por encima del mapa—. Si la chica consigue escapar a tiempo y llegar hasta allí podría incendiar el sistema y cerrar el suministro de electricidad.

—¿Crees que podrá hacerlo? —volvió a preguntarme Derek. Ya sólo me miraba a mí.

—Sí, supongo.

—Te pregunto si crees que lo hará. No podemos dejar esto en el aire, es demasiado importante que lo haga, ¿lo entiendes, chico? Tiene que hacerlo.

Le miré unos segundos en silencio y me crucé de brazos.

—Lo hará si se lo pido —le aseguré—. Pero quiero que después vayamos a buscarla. No pienso dejarla en mitad de un bosque a oscuras.

Derek se lo pensó.

—Cuando hayamos acabado con la Granja y todo haya salido bien puedes ir a buscarla —me prometió.

—¿Vamos a dejar esto en manos de una puta que trabaja para el Direktor? —preguntó el Kopf del 2. No sé que me irritó más, si su acento o lo que había dicho.

—Cuidado con lo que dices, puto sureño —le advertí señalándolo con el dedo.

—¿Qué vas a hacer, hifo da putina? ¿Vas a pegarme? —me preguntó juntando los pulgares con los dedos índice en un gesto muy típico en su país. Era su forma de mandarme a la mierda—. Vamos, los norteños pegáis como mujeres.

—¡Basta! —gritó Derek—. Si en el 2 tenéis una idea mejor la escucharemos, pero si no tendremos que asumir que no hay otra opción que confiar en… esa chica. —Se giró de nuevo hacia mí—. ¿Cuándo podrías hablar con ella?

—No lo sé, no sé como voy a hacerlo —reconocí.

—Los teléfonos de la Granja tienen línea directa con la villa —nos explicó Edwin—. Hay algunos en los edificios administrativos y algunos en los despachos. Pero tendrás que colarte de noche, y rezar para que no te coja Allein.

Entonces alguien llamó tres veces a la puerta y el silencio nos invadió. Nos lanzamos miradas de advertencia y alguna que otra mueca fugaz de miedo. Edwin dobló el mapa rápidamente y se lo metió dentro del uniforme. Uno de los Kopf del 4 fue hacia la puerta para abrir, ese había sido el trabajo de Erik el sordo, pero por desgracia había muerto. Fue el propio Simon quien lo había metido en la incineradora del crematorio con una expresión sin vida y los ojos llorosos.

—¿Sí? —preguntó entreabriendo la puerta.

—Déjame pasar, traigo noticias —dijo una voz jadeante tras la entrada.

El Kopf se hizo a un lado y un hombre pasó a toda prisa hacia nosotros.

—Derek, acabo de ver como se llevaban a Amara y Helen hacia el bunker —le dijo con una expresión de horror en el rostro.

—Mierda… —murmuró Edwin—. ¿Y qué hacemos ahora?

—Hablaran, se lo soltarán todo —dijo el boxeador del 3.

—No —negó Derek—, no dirán nada.

—Amara puede que no, pero Helen… —inquirió Simon.

—¡Helen no dirá nada! —gritó el Obenkopf, apretando sus manos en puños—. ¡No nos traicionará!

—Habrá que acelerar las cosas —murmuró Edwin—. No podemos arriesgarnos. —Se giró hacia mí y sacó el mapa para entregármelo—. Tienes que conseguir llamar a tu chica como sea y convencerla para que lo haga. Tendremos que hacerlo mañana o nunca.

Quedó un silencio espeso plagado de olor a carbón y suciedad. Al haberle dado una fecha, al haber elegido un día y un momento, había dejado de ser una idea esperanzada para convertirse en un hecho desesperado.

—Bien —asentí cogiendo el mapa—. ¿Y qué quieres que haga con esto?

—Tendrás que decirle dónde está la central, ¿no? O se supone que ella va a adivinarlo.

—Ah, ya, sí… —comprendí.

Me guardé el plano dentro de la cazadora y Derek levantó las manos, tenía los ojos húmedos y una expresión decidida.

—Será mañana, a la noche, estad preparados. Haremos que este sitio arda hasta los putos cimientos.

Al llegar a mi barracón aún no sabía ni como coño iba a hablar con Hanna. Tendría que colarme en uno de los despachos, algo que era prácticamente imposible. Abrí la puerta corrediza y me metí dentro dejando atrás el frío.

—¿Os han dejado salir antes de los crematorios? —me preguntó una voz a mis espaldas.

Me llevé una mano al mapa y me giré deprisa.

—Tranquilo, chico, solo soy yo —me dijo el Doctor Liebe desde su asiento en la mesa. Tenía las gafas a un lado y se estaba llenando un vaso con licor; parecía más mayor de lo normal.

—Doctor —le saludé con un leve asentimiento de cabeza—. No esperaba que estuviera aquí.

—Ya… nadie se espera que esté en ninguna parte —murmuró, más para sí mismo que para mí.

—¿No tiene trabajo en las extractoras?

—No, hoy me he tomado el día libre.

—¿El doctor Schwarz no se enfadará?

—¿Y qué va ha hacerme? —me preguntó—. ¿Meterme su mierda de doctorado en biología por el culo?

Me pasé una mano por la nariz sin saber muy bien que decir.

—Estás manchado de carbón —dijo tras beberse de un trago el vaso entero y colocarse las gafas; tenía uno de los cristales cuarteados—. ¿Dónde has estado?

—En los crematorios.

—Chico, puedes seguir mintiéndome o puedes decirme la verdad…

—He estado en los crematorios —repetí.

—¿Y qué es lo que escondes en la cazadora? Parecías preocupado de que no lo viera cuando llegaste. —Un sudor frío se deslizó por mi espalda. Tragué saliva y le sostuve la mirada. Sus ojos grises parecían más grandes de lo normal tras los cristales gruesos de sus gafas—. Soy doctor —se explicó—, la mitad de mi trabajo es pura observación.

—No escondo nada —murmuré.

Liebe cogió aire y dio vueltas al vaso de metal sobre la mesa.

—Sé que Simon y Derek están hasta el cuello de mierda —me dijo—. Erik me lo dijo antes de morir, estaba delirando y habló de la pólvora. No era suficiente, decía, no era suficiente. También habló de Amara y Helen; las acaban de detener y se las llevan para interrogarlas. Ya podéis rezar para que no digan nada.

Di un par de pasos hacia él y me crucé de brazos.

—¿Y qué tiene que ver eso conmigo?

Liebe me miró un instante con su expresión de perpetuo desagrado.

—Sospechaba que habrían convencido a uno de los nuestros, pero tú, chico, no me lo esperaba. Creía que eras más listo.

—¿Y qué va a hacer, doctor? ¿Va a llevarme con los guardias, cómo a las mujeres? Porqué fue usted, ¿no? Usted las delató.

—¿Qué es lo que te mueve a ti, chico? ¿Por qué unirte a esa locura?

—Tengo mis motivos —le aseguré.

—Ya… Haber si adivino: la chica de Allein.

Entrecerré los ojos, asqueado.

—Supuse que os conocíais, no estaba seguro hasta ahora —explicó volviendo a rellenar su vaso—, pero me lo acabas de demostrar. Y dime, ¿qué tenéis pensado hacer? ¿Poner otra bomba?

—¿Va a delatarme a Markus? —le pregunté.

—Quizá —se encogió de hombros—, quién sabe lo que haré. Pero reconozco que ver a más de uno de esos putos críos con colmillos ardiendo no es una idea que me disguste. ¿Qué haréis?

—Tengo que hablar con Hanna —le dije.

Había tomado una elección desesperada y esperaba no tener que llegar a matar al doctor.

—¿Para qué?

—La necesitamos.

—¿Cómo a esa chica rubia que te tiras? Vino hace un rato y me dijo que no podía conseguir más pólvora.

Cerré los ojos y apreté los dientes enfadado. Sabía que meter a Erika en todo aquello no era una buena idea.

—Esa estúpida cría —murmuré.

—¿Sabes que está preñada? —añadió sin darle importancia, bebiendo otro trago de licor—. Me pidió que le hiciera algunas pruebas porque hacía tiempo que no menstruaba.

Un vacío se abrió en mi pecho y me pasé una mano por el pelo.

—Podría ser de cualquiera —murmuré.

—Ella casi me juró que sólo follaba contigo.

—¡Me importa una mierda! ¡Ese crío no es mío! —le grité.

Liebe levantó la mirada hacia mí sin inmutarse.

—Si descubren que está preñada la matarán.

—Pues que se deshaga de él…

—Antes un bebé solía ser un regalo —murmuró—. He traído a tantos niños al mundo que ya ni me acuerdo de todos. Y puede que alguno de ellos sea ahora un hematófago…

—Tengo cosas que hacer, doctor —le recordé.

—Sí, hablar con Hanna, lo sé. ¿Cómo vas a hacerlo?

—No lo sé.

—Lo teléfonos de la Granja tienen conexión directa con la villa.

—Es imposible llegar a alguno de ellos sin que me maten.

Liebe se quedó observando la botella de licor.

—¿Y si yo te consiguiera uno? —me preguntó.

Fruncí el ceño, entre sorprendido y desconfiado.

—¿Por qué iba a hacer eso, doctor? —le pregunté.

—He conseguido sobrevivir a montones de cosas, y aún no sé por qué. Me he mantenido con vida y he vendido mi alma. Ya estoy cansado… cansado de vivir una vida sin sentido. Supongo que ha sido más por pura tozudez que por gusto. Quizá haya llegado el momento de hacer algo de verdad, ¿no crees, chico?

Me encogí de hombros.

—Con suerte al menos conseguiréis que Schwarz se trague su propia mierda. —Dejó su vaso de un golpe sobre la mesa y cogió su maleta—. Vamos, no hay tiempo que perder.

Varick von Asche

Por la noche había nevado bastante y ahora toda la Granja estaba anegada de nieve, que se derretía y hacía el limo más resbaladizo. Kaleth me seguía, como siempre, en silencio y observándolo todo atentamente.

—Llevas una semana aquí y aún no sabes como sujetar el jodido arma —le dije con un tono demasiado brusco.

Kaleth me miró un momento antes de colgarse el arma al hombro.

—¿Todo va bien, Varick? —se atrevió a preguntarme.

—Claro —murmuré.

—Llevas un par de días bastante irascible —insistió.

Me giré y le miré directamente a los ojos mientras la fila de humanos nos imitaba.

—¿Y a ti que coño te importa, Kaleth? —le pregunté.

—Nada, es solo que… —se encogió de hombros—. Tú no eres así.

Me reí, pero fue algo amargo, como mi vida.

—No tienes ni puta idea de cómo soy yo —le dije antes de escupir al suelo—. ¡Seguid andando! —les grité a los humanos—. ¿Quién coño os ha dicho que paréis?

La fila siguió adelante con pasos lentos, uno tras otro, seguidos del tintineo de las palas que cargaban. Directos hacia la entrada que debían despejar de nieve.

Antes de que pasáramos de largo por la sección de invernaderos apareció Tomas, tambaleándose, totalmente borracho, con una botella de etílico en la mano y su pistola en el otro.

—Varick —me avisó Kaleth al verle.

—Ya —le interrumpí—, no pasa nada.

—¡Al puto suelo, ahora! —les gritó a la fila de humanos.

—Tomas —le llamé—. Los necesito, tienen que despejar la entrada.

Pero él no me hizo caso. Apuntó con la pistola al primero de ellos y volvió a gritar:

—¡Tú tienes la culpa! —Y disparó. Dio un paso hacia el siguiente e hizo lo mismo—: ¡Tú tienes la culpa! —Y disparó.

—Tomas… —murmuré frotándome la frente.

Habían atacado la universidad, todo el campus acabó siendo un grupo de ruinas bombardeadas y humeantes. No hubo supervivientes. Y Tomas… su linaje… había muerto. Todo el trabajo, todas las horas extras que había acumulado para darle a ese chaval un futuro habían caído en un agujero negro en el mismo instante en que la primera bomba había explotado.

Eso le había destrozado. Así que se descargaba como podía: matando humanos.

—¡Tú tienes la culpa! —le gritó al tercero antes de disparar.

—Tomas —dije acercándome con cuidado hacia él.

Se giró para mirarme. Tenía los ojos empañados de lágrimas y cólera.

—¿Qué? —me escupió.

—Les necesito para retirar el barro y la nieve de la entrada. No puedes matarles.

—¡A la mierda tu barro! —me gritó. Su aliento apestaba a etílico y tabaco.

Cargó el arma y empezó de nuevo.

—¡Tú tienes la culpa! —Disparó y el humano sollozante cayó de bruces sobre la nieve tiñéndola de rojo sangre.

—Esto no va a devolverte a Ritter —le aseguré.

Él se giró furioso, con los dientes muy apretados y los colmillos sobresaliendo entre sus labios gruesos. Me apuntó con su arma y retrocedí con las manos en alto. Kaleth cogió su fusil del hombro y los sostuvo nervioso entre las manos.

—Yo no soy humano, Tomas… —murmuré—. A mí no puedes matarme sin que haya consecuencias.

Me sentía mal por hacerle aquello. Él se merecía cargarse a todos y cada uno de los humanos de la granja, pero no podía hacerlo. No resolvería nada.

—¿Por qué no coges un par de semanas libres y vas a visitar a tu mujer? —le pregunté—. Nadie te dirá nada, sabes que te lo mereces.

—Métete por el culo a tus humanos, Varick —me dijo. Miró por encima de mi hombro, hacia el extranjero, y escupió al suelo—. No sabes la suerte que has tenido, pedazo de mierda.

Bajó el arma y comenzó a llorar en silencio. Se dio la vuelta y volvió hacia el cuartel tan precipitadamente como había aparecido.

—Tomas necesita unas vacaciones o acabará haciendo alguna gilipollez —le dije a Kaleth.

—Arriba, vamos —le dijo él a los humanos.

—¿Sabes si alguno de tus compañeros ha sobrevivido?

Él bajó la mirada y negó con la cabeza.

—No, no que yo sepa… ¿Y tu prima?

—No.

Anduvimos junto a la fila de humanos un trecho sin decir nada más.

—Esto no es bueno… habrá otra guerra —murmuró Kaleth.

—Probablemente.

—¿Crees que tiene… una cura? Allí, en el Nuevo Mundo.

—El virus prevalecerá, no importa cuantas curas hagan.

Helen Glauben

Los gritos llegaban desde el pasillo y llenaban el frío de la celda. Tenía la cruz de palitos entre las manos y rezaba todo lo fuerte que podía mientras lloraba. Amara no diría nada, nunca, no importa que le hicieran, era demasiado fuerte; pero yo era débil… y estaba aterrorizada.

Un último grito desgarró la penumbra y la risa de un hombre sonó alta y clara.

—No digas nada, no digas nada, no digas nada… —rezaba con fuerza.

Una puerta se abrió y un cuerpo casi inconsciente fue arrastrado hacia mí. Me agazapé en mi esquina con los ojos empañados en lágrimas.

—Tú serás la siguiente, puta vieja, prepárate —me dijo el Kopf con una sonrisa.

Se fueron cerrando la puerta con un golpe seco y yo me arrastré hacia Amara; desnuda y amoratada. Le pasé una mano por el pelo pero ella tembló y volvió a gemir.

—Helen… —dijo con voz pastosa al tiempo que la baba goteaba de su mentón y no dejaba de moquear—. Helen… no puedo… no puedo…

—Tranquila, tranquila —le decía, porque no sabía que más decir.

—No aguantaré más… —gimió.

Miré su cuerpo desnudo, consumido y pálido. Bajo su entrepierna había empezado a formarse un charco de sangre. Los Kopf no habían tenido compasión y no habían escatimado esfuerzo en hacer la violación lo más dolorosa posible. Uno tras otro, los oía reírse entre los gritos de Amara, orgullosos de sus actos y su virilidad.

—Sí, sí lo harás —le aseguré.

Amara movió una mano y me agarró la muñeca con toda la fuerza que todavía tenía, temblando.

—No, Helen, no… —lloró. Quería prometerle que todo iría bien, quería poder decirle que había alguna posibilidad de salir de allí, pero sólo serían mentiras sin sentido—. No voy a poder.

—Amara…

—Helen, tienes que hacerlo tú.

—¿Qué? ¿Hacer qué?

Levantó la mirada hacia mí, con los ojos hinchados y el labio cortado.

—Mátame… —me suplicó entre lágrimas.

Ahogué un gritó y sostuve mi cruz.

—Matar es pecado.

—¡Helen! ¡Mátame! ¡Mátame, por favor…! —chilló arrastrándose como pudo más cerca de mí—. No quiero morir así, Helen… quiero morir siendo yo…

—No puedo… —empecé a llorar de nuevo—. No…

Ella apretó los dientes, los pocos que le quedaban, y me gritó:

—¡Si no lo haces hablaré! ¿Qué harán los demás entonces? Meses desperdiciados, Helen… no… Mi hermano murió por esto… no voy a traicionarle así…

—No puedo —repetí mientras un hipo incontrolable me invadía.

Verla así era mi tortura.

—Helen… —me suplicó. Una gota de baba y sangre volvió a caer desde su barbilla al suelo—. Si realmente crees en Dios debes hacerlo. No puedo más, Helen. No puedo más.

Levantó una mano temblorosa y cogió la mía para ponérsela sobre el cuello.

—Sólo tienes que apretar, no gritaré —me prometió.

—No tengo fuerza —le aseguré, tratando de que se olvidase de aquella atrocidad.

—Entonces golpéame la cabeza contra el suelo —sugirió.

—No… —me ahogué en un llanto.

—¡Tienes que hacerlo! —gimoteó colocándome las manos sobre los pocos mechones que le habían dejado de su pelo cobrizo—. ¡Vamos, Helen, con fuerza!

—No, por favor, no me obligues a hacer esto… —le rogué con demasiadas lágrimas en los ojos para ver nada más que sombras y desgracia a mi alrededor.

—Hazlo por mí, Helen… —me dijo—. Contaré hasta tres y me golpearás fuerte contra el suelo, ¿vale?

—No… por favor… Amara…

—Uno —dijo con las manos apretadas contra las mías en su cabeza. Bajó la mirada al suelo de cemento, hacia el charco que su sangre, sus lágrimas y su baba había formado—. Dos… —rompió en un llanto y finalmente gritó—: ¡Tres!

No fui yo la que apretó y la golpeó contra el suelo, fue ella misma la que, sin dejar que me alejase ni que liberara las manos, se impulsó contra el cemento. Y cuando empezó grité, grité muy fuerte, pero levanté de nuevo su cabeza y la volví a golpear contra el suelo; una y otra vez. La sangre salpicó el suelo, perlando el gris de la celda con brillantes rubíes. Amara se estremeció un poco al principio y después se quedó quieta, fría… y muerta.

Cuando al fin paré me miré las manos, que no eran mis manos, sino borrones manchados de rojo que no dejaban de temblar. Puede que fueran mis gritos o mi llanto lo que había alertado a los guardias, pero me levantaron del suelo y me llevaron a rastras hacia la sala de tortura.

Dios jamás me perdonaría aquello.

—¿Qué hacíais con la pólvora? —volvieron a preguntarme—. ¿Quién hizo la bomba?

El tiempo pasaba lento y el dolor era cada vez más insoportable.

—El Señor es mi pastor… —susurré de nuevo, afónica y demasiado seca para seguir llorando. Los ojos me ardían y la boca me sabía a sangre.

Una punzada de dolor indescriptible me recorrió el brazo cuando el horrible hombre que se encargaba de la tortura me arrancó otra uña.

—¿Qué hacíais con la pólvora? —me preguntó la voz grave del Direktor desde el final de la sala. No podía creer que aquel hombre que me miraba impasible fuera el mismo que había abrazado a su sirvienta en la cocina.

Cogí aire, que me supo a ceniza, y lloré.

—El Señor es mi pastor, nada me falta…

—¡Cállate! —me gritó avanzando hasta mí.

—Aunque cruce valles tenebrosos ningún mal temeré, porque tú estás conmigo, Señor…

Adler me abofeteó con tanta fuerza que me quedé sin aire. Otro reguero de sangre se me escurrió de los labios.

—¿Quién hizo la bomba? —me preguntó agarrándome del pelo y tirando sin piedad—. ¿Quién, puta vieja?

Levanté la mirada hacia esos fosos púrpuras dónde sólo había enterrados ira y dolor. Me costaba respirar, me dolía el cuerpo y me sentía mareada.

—Yo… —le dije en apenas un susurro que sonó viejo y quebradizo—. Yo… te perdono.

Adler se quedó mirándome y se rio.

—No necesito tu perdón, escoria —exclamó antes de abofetearme de nuevo.

—Yo te perdono —sollocé mientras lloraba. No quería morir. No quería morir… El mundo no era más que un borrón gris que daba vueltas y se hacía más oscuro por momentos—. Pero Dios… Dios no te perdonará. —Encontré una sombra negra y púrpura y miré hacia ella—. Arderás… y estarás solo… porque entonces ya no te quedará nadie… —cogí un último soplo de vida y lo exhalé antes de morir—: Nadie…

Alguien tiró de mí, pero yo ya estaba lejos.

Y me hundí en un mar negro y aterciopelado que no tenía principio ni fin.

Y me ahogué en un abismo infinito que sabía a canciones tristes y palabras olvidadas.

Y dejé tras de mí un mundo roto y gastado. Ya no había dolor, ya no era yo, ya no era nadie. Ahora estaba donde el recuerdo, el miedo, los sueños y la oscuridad son una única cosa.

Pero… ¿Dónde estaba Dios?