5

Adler Allein

La música había empezado a sonar desde que el sol se había escondido tras las montañas. Eva había llegado temprano por la mañana y se había encargado de organizarlo todo dando órdenes a los humanos que había vuelto a traer de la Granja; algunos músicos y un par de mujeres para que sirvieran la sangre en la cena. No quería tener más escoria de la necesaria en mi casa, y menos el día de mi cumpleaños.

Oí como llamaban a la puerta de mi habitación antes de que el tirador crujiera al abrirse.

—¿Tío? —preguntó una voz que reconocí al instante.

—¡Hans! —lo llamé desde el final del enorme vestidor. Había una luz cálida que iluminaba el estrecho pasillo rodeado de estanterías y percheros; y, aunque no necesitara ni la mitad de aquel espacio, me gustaba el enorme espejo que había en la pared del final—. Ven, estoy aquí.

La cabeza morena del joven apareció por la entrada con una sonrisa cómplice.

—Felicidades, tío —me dijo mostrando una botella de sangre adornada con un lazo granate—. He traído algo especial, lo he comprado en la ciudad. —Miró la etiqueta—. El vendedor me dijo que era de la mejor etílica que hubiera probado nunca, el humano al que se la extrajeron había sido emborrachado con un whisky añejo macerado en barrica de roble… o no sé que gilipollez de esas.

Sonreí y terminé de atarme el gemelo de plata en la manga de mi casaca de gala.

—Me alegra que hayas podido venir hasta aquí —le dije.

Hans se adentró un poco en el vestidor echando un vistazo rápido alrededor. Tenía el pelo repeinado hacia atrás con abundante gomina, algo muy de moda entre la juventud, y vestía un esmoquin negro a medida.

—No me perdería tu fiesta por nada del mundo, tío —me aseguró.

Le miré a través del espejo, todavía de espaldas a él.

—Tu madre me ha dicho que habías tenido problemas allí.

Él se encogió de hombros y puso una sonrisa cómplice. Eva había elegido un linaje de rasgos suaves, atractivo de una forma dulce; muy alejado de las facciones que yo y padre compartíamos.

—Sólo un par de peleas sin importancia —me dijo—, ya sabes como le gusta a madre dramatizar las cosas.

Me reí.

—Sí, siempre lo ha hecho.

—¿No tienes un par de copas por aquí? Me muero de ganas de probar tu regalo.

—Tiene que haber un par en mi mesilla, al lado de la cama —le dije pasándome la mano por el pelo—. ¿Acabas de llegar a la villa?

—Sí —respondió caminando en busca de los vasos—, vine en mi coche nuevo. Klaus me lo regaló hace un par de meses, tienes que mirarlo, es precioso.

Puse los ojos en blanco. Klaus seguía utilizando su dinero para hacer feliz a Eva de todas las formas posibles; consentir y mimar a su linaje era una de ellas.

—El primer coche que yo tuve fue una chatarra de segunda mano que tuve que pagarme yo mismo —le dije—, si hubiera pedido dinero a tu abuelo se habría reído en mi cara. No aprenderás nada si te lo dan todo hecho, Hans.

Mi sobrino apareció de nuevo por la entrada con dos vasos de cristal en la mano. Los puso sobre una de las estanterías vacías y descorchó la botella de etílico.

—Ya, bueno, es sólo un coche. En la universidad todos tienen uno —respondió.

—¿Ha llegado alguien más a la villa?

—Sí, un par de familias y algunos generales del ejército. Madre les está atendiendo abajo. —Me tendió mi copa con una sonrisa y alzó la suya en un brindis—. Por tus cincuenta años y todos los éxitos que te aguardan.

—Por los Allein —murmuré yo antes de que ambos diéramos un trago.

La sangre pasó áspera y picante por mi garganta hasta mi estómago. Hans tosió.

—Vaya, es bastante fuerte —dijo con voz afectada.

—Sí, parece que vale lo que pagaste por ella.

—Que no fue poco… —añadió él llenando de nuevo su vaso hasta la mitad.

Volvieron a petar en la puerta antes de que el sonido oxidado del tirador nos interrumpiera.

—Direktor —murmuró Hanna, apareciendo en la puerta del vestidor con mi calzado negro de gala—, ya le he limpiado los zapatos. La señora Allein quiere saber cuánto va a tardar en bajar a recibir a los invitados. Todo está listo y el servicio está esperando para comenzar.

Tenía la mirada clavada en el suelo y el pelo recogido tras la nuca de una forma discreta pero muy elegante, con el flequillo recto sobre los ojos. Eva se había encargado de traerle un uniforme negro de su talla y de taparle los moratones del cuello con un collarín negro de encaje.

Pude notar la intensidad de la mirada que le estaba dirigiendo Hans, perfilando su figura y destilando anhelo. Apreté los dientes y traté de sonar relajado al decir:

—Bien, dile que bajaremos enseguida.

La humana asintió sin mirarme, como llevaba haciendo desde los últimos días, tratándome de una forma distante y fría. Escondiendo su rencor y su enfado tras un mar de indiferencia y formalidad en el que estaba empezando a ahogarme. Yo era el que debía estar enfadado, no ella, yo.

Dejó los zapatos en el suelo dispuesta a marcharse de nuevo.

—Y lleva esa botella a mi despacho —añadí, señalando el regalo de Hans con la cabeza.

Hanna cogió la botella de las manos de mi sobrino murmurando una disculpa al tiempo que levantaba los ojos hacia él en una fugaz mirada. Y lo vi. Noté el momento exacto en que él quedaba atrapado en esas trampas de resina, hundido bajo la densidad de aquel color dorado.

La ira me quemó las entrañas y me desbordó como un río abrasador. No era culpa de Hans, pero eso no me importó, porque lo que Hanna me hacía sentir era solo mío, de nadie más, él no tenía derecho a sentirlo, era mío.

Cuando la humana cerró la puerta seguía con los puños apretados.

—Vaya… —murmuró el joven, girándose hacia mí con una sonrisa—, quizá deba apuntarme al ejército yo también…

Antes de que me diera cuenta ya le había abofeteado tan fuerte que había perdido el equilibrio y había chocado contra una de las estanterías.

—¡Es humana! —le grité entre colmillos—. ¡Cómo te vuelva a ver mirándola así haré algo peor que pegarte! ¿Me has oído?

Hans me miró con los ojos húmedos y una mueca de sorpresa. Pude sentir la furia naciendo incontrolable desde su interior; la misma furia que me corría por las venas, la misma que anegaba la sangre de su madre, la misma que convertía a los Allein en lo que eran: parias entre su propia gente.

Doctor Liebe

Peté en la puerta metálica y aguardé a que me abrieran. Cuando la plancha metálica se desplazó con un chirrido y el hedor caliente y cargado me llegó a la cara pasé adentro.

—Mira, el chupapollas del médico se ha dignado a venir —dijo Simon, un hombre moreno y feo con una nariz casi tan grande como la mía.

—¿Dónde está? —pregunté, ignorando lo que acababa de decir.

La mirada de dos pares de ojos me atravesaron con intensidad. Casi podía sentir el odio vibrando bajo su piel, desbordando en oleadas oscuras hacia mí; pero no era nada nuevo. Todos los Kopf me odiaban ahora, a mí y a mi barracón, éramos los cabrones que habían vendido a todos los del 2 por salvar el culo.

Pero no me importaba una mierda lo que tuvieran que decir.

—Al fondo —respondió el otro, Derek, el Obenkopf pelirrojo del 4. No sabía que hacía en el barracón del 5, pero eso tampoco me importaba una mierda.

Fui hasta donde me dijo, atravesando el largo de la mesa central hasta la cama donde Erik el sordo descansaba, pálido y sudoroso.

—¿Cuánto lleva así? —pregunté abriendo mi maleta sobre la cama.

—Desde la mañana —respondió el Obenkopf—. Tiene una herida en el brazo, bajo la manta.

Cogí unos guantes y me los puse antes de retirar la sábana amarillenta para examinarlo. La herida era evidente, le cruzaba de la mano hasta el codo y aún estaba abierta; supurando pus y sangre. Olía a podrido.

—Está infectada —les dije volviendo a taparle—, no hay nada que hacer.

—¿Qué no hay nada que hacer? —me preguntó el Kopf—. ¡Eres un jodido médico! ¡Haz algo!

—Tranquilo, Simon —le dijo el Obenkopf—, claro que hará algo.

Me quité las gafas y me froté un ojo con el reverso de la mano.

—Mirad —les dije, como había echo con miles de pacientes en el pasado—, tiene el brazo infectado. No tengo las medicinas necesarias, tampoco puedo amputárselo porque se moriría desangrado. Lo más humano que podéis hacer es pegarle un tiro en la cabeza.

—¿Lo más… humano? —murmuró Simon. Entonces se abalanzó sobre mí, tirando de mi abrigo y gritándome a la cara—. ¡Puto cabrón!

Habría estado a punto de pegarme si no lo hubiera detenido Derek.

—¡Simon! —le gritó agarrándole por los brazos y levantándolo en el aire—. ¡Simon, tranquilízate!

—¡Qué te jodan, Derek! ¡No es tu primo el que está ahí! ¿Y si fuera esa puta vieja bizca? ¿Qué harías tú?

—¡Simon! —atronó el Obenkopf agarrándole por el cuello y tirando de él hacia la entrada—. Ni se te ocurra moverte de ahí —me advirtió mientras se alejaba.

Me puse las gafas de nuevo y cerré la maleta.

—Si… mon… —susurró Erik, que se había despertado con todo aquel alboroto.

—Sí —le dije—, tu primo es gilipollas.

—Simon… —repitió—. La… pol… ora

Movió su mano sana y me rozó, estaba muy caliente y sudaba. Abría los ojos sin ver nada y volvía a cerrarlos tratando de volver de la bruma que le provocaba la infección. Estaba delirando.

—Duerme, Erik, pronto estarás muerto.

—La pólvora… Simon…

Me detuve, le miré y entrecerré los ojos.

—¿Qué dices de la pólvora, Erik? —le pregunté echando una mirada rápida a la entrada, dónde Derek y Simon aún discutían—. ¿Qué pólvora?

—No… se… será… suf… ente… —su voz era pastosa y apagada.

—¿Suficiente?

—Simon, la… pólvora, falta… pólvora… no… no hay sufi… cien… te…

—¿Y dónde está la pólvora? ¿Dónde, Erik?

Él consiguió encontrar mi mano y la apretó con toda la fuerza que pudo.

—La bomba… Amara… me… Amara…

—¿Amara? ¿Amara es la que nos pasa la pólvora? ¿Eh, Erik?

Él cerró los ojos y volvió a removerse inquieto, pero no dijo nada más. Abrí mi maleta echando otro vistazo a los Kopf y cogí una de las agujas, no me paré a desinfectarla, la clavé en un pequeño bote de adrenalina. Aumentaría su ritmo cardiaco y le daría unos instantes de lucidez, pero lo mataría.

Le moví el brazo y le clavé la aguja en la vena apretando el émbolo hasta el final.

Erik comenzó a agitarse de nuevo y abrió los ojos del todo, amarillentos, pero de un bonito color azulado.

—Erik —le llamé, golpeándole en la cara sudada—. Erik, ¿dónde está la bomba?

—Bomba… —repitió—. Amara…

—¿Ella hizo la bomba?

—Amara… me gusta Amara… ¿Dónde está? Me gusta, Simon… ¿dónde está?

Me contuve para no pegarle en la cara.

—Se lo diré a Amara —le prometí—, pero tienes que decirme dónde está la bomba y la pólvora, no lo recuerdo.

—Ella la trae… ella y Helen… —dijo mientras su pecho subía y bajaba a un ritmo incesante.

—Amara y Helen… —repetí.

Oí unos pasos a mis espaldas y alguien tiró de mí hacia el suelo.

—¿Qué te ha dicho? —me gritó Simon.

—Nada —juré con las manos levantadas—. Solo que una chica le gustaba, no para de preguntar por ella.

—Amara… ¿dónde? —dijo Erik, de lo que estuve muy agradecido.

Derek se puso delante del hombre, cogió una almohada y se la colocó sobre la cara antes de apretar.

—¿Qué haces? —le gritó Simon—. ¡Para, lo estás matando!

Pero Derek no se detuvo, sólo apretó más fuerte mientras Erik se retorcía, inquieto y con el corazón a punto de salirle del pecho a causa de la adrenalina. Cuando al fin dejó de moverse no habría sabido decir si se había ahogado o le había dado un ataque al corazón.

El Obenkopf soltó la almohada y Simon cayó llorando sobre sus rodillas frente a la cama.

Pero no oí sus gritos, porque yo ya estaba muy lejos de allí.

Roth

Mi día parecía haberse dividido en tres partes.

Aquella mañana los crematorios no se habían encendido. Era el día de la fiesta de Allein y no querían que el hedor de la ceniza y la carne quemada pudiera flotar hasta su casa en el bosque y molestar a sus invitados. Así que habíamos tenido que cavar una fosa en el suelo, a pocos kilómetros de la Granja, a las afueras, cerca del río, y tirar allí los cuerpos.

Los cadáveres se habían ido amontonando a medida que llegaban, cargados en camiones que apestaban a muerte, cayendo unos sobre otros como copos de nieve pálidos y secos que se hundían en el limo. Los nuevos Kopf del barracón 2 habían estado trabajando con nosotros, en silencio y con la mirada perdida mientras cargaban los cuerpos y los cubrían con cal viva.

A veces parecía que todo era blanco y gris en la Granja, hasta que alguien moría y su sangre teñía el mundo de rojo.

A medio día, cuando volvía hacia el barracón, un grupo de guardias se me cruzó en el camino. Estaban de espaldas, pero uno se giró al momento, como si me hubiera olido desde aquella distancia; era el tipo de cosas que les habían hecho ganar la guerra. De todas formas no me preocupé mucho. Varik von Asche también era reconocible a kilómetros. No porque tuviera el pelo pardo siempre alborotado y la piel más clara de lo común; era por su actitud. Su forma de moverse, su forma de andar y la tranquilidad con que actuaba estaban imbuidas con una indiferencia muy personal.

A ningún Kopf le gustaba von Asche. Era difícil fiarse de alguien como él. Varick se deslizaba entre la compasión y la crueldad con demasiada facilidad. Pero había un idioma que se le daba muy bien: el dinero.

—Tú —me dijo al poco de acercarme.

Levanté la cabeza y miré al hematófago, pero no a los ojos, nunca a los ojos.

—¿Sí, señor von Asche? —le pregunté.

Dio un par de pasos hacia mí y echó una mirada alrededor. Le seguía otro hematófago al que no había visto nunca pero que parecía muy nuevo allí. Sostenía el rifle entre las manos sin saber muy bien que hacer con él al tiempo que miraba hacia Varick y hacia mí de manera intermitente.

—Te he ido a buscar a tu barracón, no estabas allí, me dijeron que te habían llevado a cavar una fosa al bosque —me explicó. Siempre hablaba con el mismo tono desanimado, con sus ojos violetas más aburridos que atentos y una expresión indiferente—. He estado buscando a esa humana —siguió diciendo a la vez que señalaba para algún punto indeterminado con el dedo para el que debía mirar; como si me estuviera dando una orden—. Quedan tres huérfanas con ese nombre vivas en la Granja, dos están en las fábricas y la tercera en la villa.

—¿En la villa, señor? —pregunté, algo sorprendido.

—Sí, es la esclava personal del Direktor Allein.

Sentí una punzada en el pecho y entrecerré los ojos pensativo.

—En las fábricas no está, ya he preguntado —le dije—, pero no creo que… ella no…

—No me importa —me interrumpió—. Me debes mucho dinero.

Metí la mano en el bolsillo de la chaqueta y saqué una pulsera de plata, nada extravagante; una simple cadena con un corazón de adorno.

—¿Es de los humanos que llegaron del sur? —me preguntó dándole vueltas a la pulsera entre las manos.

—Sí, señor.

Yo había sido uno de los encargados de llevar los cuerpos tiroteados de los Kopf del 2 a los crematorios, y la mayoría tenían los bolsillos todavía llenos de joyas de las «vacas sureñas». Se habían producido muchas peleas por ellas, pero había conseguido hacerme con un buen botín personal.

—Mira —le dijo a su compañero, mostrándole la cadena—, artesanía del sur. De Heissland.

—Son unos bárbaros incultos —murmuró el otro con una pronunciación bastante extraña—, pero tienen una mano increíbles para estas cosas.

—Son los mejores —asintió Varick—. Debe ser por el calor, y el mar… les reblandece el cerebro y los vuelve más instintivos, más emocionales.

—Señor von Asche… —los interrumpí—. ¿Cuánto querría por llevarme a la villa?

—¿A la villa, a ti? —me preguntó, contrayendo levemente las cejas en lo más próximo a la curiosidad que podría expresar su rostro—. ¿Para qué?

—Necesito verla.

—¿Tienes más de esto? —me preguntó mostrando la pulsera de plata.

—Algo más.

Puso una de sus medias sonrisas y se rascó la barba.

—Entonces quizá pueda.

Y por la noche estaba allí. Aguardando, sentado en una parte de las cocinas mientras las mujeres iban y venían llevando y trayendo vasos y botellas. No era el único Kopf que las vigilaba, pero sí era el único que todavía no estaba borracho.

Era una fiesta. El ruido de la música atravesaba las paredes y retazos de las conversaciones descendían a gritos por las escaleras. Arriba, en el salón, había más de una veintena de hematófagos disfrutando, riendo y bebiendo sangre. Y nunca los había odiado tanto.

¿Dónde estaban Simon y sus bombas cuando realmente hacían falta?

Desde que Allein había fusilado a los del 2 el miedo había calado muy hondo entre los hombres. Ninguno había flaqueado todavía, pero con la muerte tan cercana las dudas no hacían más que crecer y multiplicarse, como parásitos alimentándose de lo que una vez creíste que era justo.

Las mujeres volvieron a entrar en la cocina cargadas de nuevo con vasos y botellas.

—¿Y la criada de Allein? —pregunté por décima vez aquella noche.

—No sé quien es, hay mucha gente —dijo una de ellas, la única aún se dignaba a responderme. El resto simplemente me lanzaban una mirada condescendiente y ponían los ojos en blanco.

—¿Hay alguna humana rubia ahí arriba? —insistí.

—Hay bastantes mujeres rubias —murmuró una echando una ojeada furtiva a la puerta.

—¿Habéis visto los vestidos que llevan? —preguntó la más morena de las cuatro, pero sólo porque sabía que allí nadie la oiría, ni siquiera ellos—. Son preciosos…

—En mi Madriguera había una mujer que antes de la guerra tenía una tienda donde hacía esos vestidos largos y brillantes —susurró la más baja mientras dejaba los vasos en la encimera repleta de vajilla usada. Despedía un hedor metálico debido a la sangre que quedaba en el fondo, y la vieja que los limpiaba no daba a basto ella sola.

—En mi Madriguera jamás había visto algo así —dijo la morena.

—Eres demasiado joven —le respondió otra—, antes de la guerra todo el mundo llevaba cosas así. ¿A que sí, Helen?

La vieja levantó la mirada del cubo en el que fregaba y asintió.

—Había vestidos de todos los colores, con mangas, sin mangas, con pedrería brillante o más sobrios —sonrió con tristeza y bajó la mirada, anegada de recuerdos más agradables que la realidad—. Pero todo eso se perdió.

—No puedes ponerte un vestido para correr por el bosque —dijo la más baja—, ni para huir.

—Si encontráis a una humana llamada Hanna pedirle que baje —las interrumpí—, es importante.

Asintieron sin ganas y a la vez, cogieron nuevos vasos y salieron hacia el salón.

Me pasé la mano por el pelo y cogí aire, estaba cansado y aquello me había valido una fortuna. Hanna no estaba allí, era estúpido por tener esperanzas.

Cuando levanté la cabeza noté que la vieja, Helen, me estaba mirando; al menos con uno de sus ojos, el otro parecía mirar hacia otro lado.

—¿Eres Roth, no? —me preguntó con una voz débil y una sonrisa amable, casi maternal.

—Sí, ¿por qué?

—Soy amiga de Derek… el Obenkopf.

Me encogí de hombros y miré hacia la puerta de nuevo.

—Pues vale.

—También conozco a Erika —siguió parloteando—, es una chica fantástica. Habla muy bien de ti.

La miré de nuevo.

—¿Qué dice de mí?

Mi tono cortante la inquietó un poco y bajó la mirada, llevándose una mano mojada y espumosa al pecho.

—Solo cosas buenas —respondió a la vez que fregaba copa tras copa en el barreño—. Pero últimamente está algo asustada… porque… Derek, o sea, nosotros, necesitamos que Erika nos ayude.

Había algo que trataba de decirme, pero ni me interesaba ni me importaba.

—Pues pedírselo a ella, yo no soy su dueño.

—Ella te quiere, Roth —me soltó de pronto—. Si le apoyaras un poco quizá no tenga tantas dudas y nos ayude. Lo necesitamos…

Empezaba a estar molesto y algo irritado con todo aquello.

—Yo no le he prometido nada —le aclaré con un tono duro—. No es mi culpa que se haya inventado algo que no es verdad. Yo le daba comida y ella se abría de piernas, ahí quedaba todo.

La vieja apretó los labios disgustada y apenada, pero no dijo nada más.

—Parece que uno de los dos se lo sigue pasando bien, incluso aquí —dijo una voz dulce desde la entrada, una voz que conocía de sobra. Una voz con un acento que sonaba al hogar.

—Hanna… —dije, al igual que un jadeo, mientras me giraba hacia ella.

Y ahí estaba, y era… parecía la misma de siempre; y sin embargo, todo era distinto. Nos quedamos en silencio. Ella no decía nada y yo tenía miedo de lo que pudiera decirme. Había hecho tantas cosas por encontrarla que casi ni me parecía real.

Sus ojos dorados se deslizaron hasta la cinta roja de mi brazo, sucia y casi descolorida por el polvo y el tiempo, y volvieron a mi rostro con la misma expresión serena.

—Hanna, yo… —le dije al fin.

—Aquí no —me interrumpió, señalando con la cabeza la puerta metálica de la despensa.

Me levanté casi de un salto y la seguí hacia la fría oscuridad del sótano dejando a la vieja sola en la cocina.

—Hanna —repetí abrazándola por la espalda, muy, muy fuerte entre mis brazos. Sabía que le haría daño, pero necesitaba sentirla, saber que era real al fin… la necesitaba. Y sólo cuando volví a respirar el olor dulce de su pelo comprendí lo mucho que la había extrañado todo aquel tiempo.

Cerré los ojos y por un instante fue como volver a casa.

Ella rodeó mis brazos con los suyos y me pasó una mano por el pelo, en una caricia que derritió el mundo a mí alrededor. Le besé el cuello y le mordí el lóbulo de la oreja, como a ella le gustaba.

—No, Roth —me detuvo, separando el rostro de mí.

—¿Qué? ¿Por qué? —pregunté.

—Me dejaste sola, Roth —me recordó, como temía que haría—. Ellos llegaron y yo estaba sola. Me arrastraron desnuda por la casa y me llevaron a rastras a un camión. Ni siquiera me despertaste antes de escapar.

—Me he arrepentido de eso cada hora desde que me fui —le murmuré al oído—, y sabes que no es lo peor que te he hecho. ¿No vas a perdonarme, pequeña?

Le di la vuelta y la levanté del suelo, al igual que siempre. Solo que ella estaba mucho más delgada y yo había vendido mi alma por una cinta roja que ponerme en el brazo.

Hanna me acarició la mejilla con su mano helada y un escalofrío me recorrió el cuerpo.

—A veces el amor no es suficiente, Roth.

Fruncí el ceño y abrí la boca sin que las palabras llegaran a salir.

—¿Qué quieres decir? —pregunté al fin.

—Me prometiste que nunca me dejarías sola.

La solté de golpe y me quedé mirándola.

—¿Y qué coño estoy haciendo aquí? ¿Acaso no te he buscado? Sabes que no haría esto por ninguna otra, solo por ti, Hanna. ¡No tienes ni idea de lo que he tenido que hacer para encontrarte! —acabé gritando.

—Lo sé —murmuró ella.

—¡No! ¡No lo sabes! No lo sabes…

—Yo sigo viendo al mismo chico que venía a mi casa en mitad de la noche…

—Pues no lo soy.

—El mismo chico que venía a verme cantar al cabaret.

—Cantabas fatal… —le dije con resentimiento.

Hanna me miró un instante y después se rio llevándose una mano a los labios.

—Es verdad —dijo—, cantaba fatal. Pero algo tenía que hacer mientras me paseaba de un lado a otro del escenario casi desnuda.

Apreté los labios con fuerza, pero fue imposible no sonreír.

—Odio cuando me haces reír y no quiero —reconocí—, me siento estúpido.

Hanna dio un paso hacia mí y me rodeó el cuello con los brazos.

—Eso ya lo sé —murmuró arrastrando las vocales para hacer más marcado su acento.

—Oh, Hanna… —suspiré rodeándola otra vez y acariciando su mejilla con la mía—. Tuve que hacerlo, pequeña, tuve miedo…

—Todos lo tenemos. —Me acarició la nuca con los dedos.

—Habrá otra bomba —le dije—, pronto. Se está organizando una rebelión, cuando ocurra debes escapar de la villa.

—¿Escapar? ¿Hacia dónde?

—Hacia el bosque, nos reuniremos en algún lugar.

—Adler no me dejará escapar.

—Estará muy ocupado intentando mantener en pie su Granja de muerte para prestarte atención.

Hanna apretó los labios.

—En cuanto descubra que me he escapado se pondrá como una fiera, me buscará.

—Eres humana, Hanna, para él no eres nada. Se enfadará, ocurrirá otra cosa, volverá a enfadarse y para entonces ya se habrá olvidado de ti.

—Se siente muy solo —murmuró, todavía entre mis brazos—, es como un niño triste.

—Es un monstruo, Hanna —le dije mirándola a los ojos.

—Sí, también es un monstruo —asintió—. Un monstruo solo y triste.

Una voz sonó desde las cocinas.

—Es mejor que te vayas —me dijo dándome un beso pegajoso en los labios—. No puedo dejar a las mujeres solas. Podría bajar alguien…

—¿Sigues queriendo salvar al mundo tu sola?

Hanna me miró y sonrió, y por un momento volvimos a ser huérfanos en un mundo que no tenía sitio para nosotros.

—Siempre —respondió ella.

Varick von Asche

Intenté dejar la fiesta antes de que comenzara pero tardé en meter todas las joyas en la bolsa.

Allein había enviado varias cajas de etílico al cuartel y nos había dado la noche libre. La música y los gritos habían llenado la sala principal en escasas horas y todos los hematófagos de administración, e incluso los médicos, se habían unido a nosotros en la celebración. Kaleth me había detenido cuando me alejaba y me había preguntado si podía acompañarme.

—No, quédate —le había dicho por encima del ruido, alguno de los guardias había sacado un viejo acordeón y tocaba una canción bastante rápida.

Él había mirado hacia la puerta con nerviosismo y se había encogido de hombros.

—No importa, no me apetece estar allí.

Yo había sonreído y había negado con la cabeza. Sabía que el extranjero aún se sentía desplazado en la Granja. Se había pegado a mí desde que habíamos estado en la villa y no dejaba de seguirme a todas partes; debía reconocer que estaba poniendo mucho de su parte por tratar de integrarse, pero a veces eso no era suficiente si los demás no te querían con ellos. Al parecer había cambiado de opinión sobre mí, ya no le caía tan mal, y el sentimiento era mutuo.

—Ve junto con Tomas, ha de estar en una mesa jugando al póker con Medio Blaz —había insistido—. Voy a dar una vuelta y quiero estar solo.

Kaleth había asentido con una mirada decepcionada y se había dado la vuelta. Yo había salido al frío y me había colgado la bolsa que llevaba al hombro. El extranjero era un buen chico, pero Frederick le había cogido manía. Era típico de él juzgar a las personas a la primera de cambio y después tomar esa elección tan infantil. Y si a Frederick no le gustabas las cosas se volvían difíciles.

Tardé apenas diez minutos en llegar al edificio de administración. La puerta estaba abierta y todas las oficinas a oscuras. Bajé las escaleras hasta los almacenes y llamé tres veces a la puerta metálica. Se escucharon unos tacones caminando tranquilamente.

—Llegas temprano —me dijo Leyna Stern nada más abrir.

—Lo sé.

Se apartó y pude pasar al interior. Las luces todavía seguían encendidas y arrojaban un agradable fulgor amarillento sobre las estanterías repletas de ficheros y las pilas de archivadores. Encima de la única mesa que había a un lado descansaba una montaña de papeles y una botella de etílico medio vacía.

—¿Tú también estás de fiesta? —le pregunté, dejando la bolsa en el suelo y quitándome la casaca negra.

—Uy, sí, ¿no lo ves? Disfruto como una niña quedándome aquí encerrada —respondió volviendo hacia su mesa. Tenía el pelo alborotado y los labios pintados con carmín.

—He traído bastantes joyas —le dije mientras me sentaba frente a ella—. Este mes llegaron unos humanos del sur muy ricos.

—Lo sé —asintió ella revolviendo sus papeles y cogiendo el lápiz que tenía sobre la oreja—. Dámelas, voy a ver como están y te diré cuanto puedo darte.

—Es artesanía de Heissland. —Cogí la bolsa y la puse sobre la mesa—. Debe valer su peso en oro.

—Eso ya lo veremos —sonrió ella, mostrando unos pequeños colmillos bastante blancos—. Ya sabes como es mi padre para estas cosas.

—La última vez el precio no fue justo, lo que os di valía mucho más de lo que pagasteis.

—Varick, si encuentras a otro que te compre esta mierda robada de los humanos te haremos precios mejores por ellas; hasta entonces, te jodes.

Sonreí, aunque traté de que no se me notara demasiado.

—Con esa lengua de oro que tienes no comprendo que aún estés soltera, Leyna.

Ella levantó sus ojos violetas con una expresión molesta.

—No es tan fácil estando aquí —me aseguró—, ¿sabes cuántos hematófagos judíos hay? Conozco a cinco, y dos son hermanos míos. Dios, y si me acabo casando con un hematófago cristiano padre me mata.

—Creía que vosotros estabais más unidos, con vuestros barrios y vuestros negocios —le confesé mientras sacaba mi paquete de tabaco del bolsillo—. ¿Tienes fuego?

Leyna buscó en uno de los cajones y me lanzó un pequeño encendedor de acero.

—Le he dicho que iba todas las semanas a la sinagoga de la ciudad y que tenía un rabino llamado Abrahán —se rio—. Pretende que trabaje en la Granja, le consiga mercancía del mercado negro y busque un marido judío, y a poder ser de una buena familia. Creo que el virus le ha afectado a su concepción de la realidad.

—Tu hermana pequeña se acaba de casar, ¿no? —le pregunté con una sonrisa en los labios.

Ella puso los ojos en blanco y abrió la bolsa con las joyas.

—Sí… con un banquero de Wasser —murmuró—. Fue una boda por todo lo alto con multitud de familias importantes de la comunidad, rompieron una botella y hubo un banquete de sangre khoser. Era todo tan jodidamente judío que mi padre casi acaba llorando de la emoción.

Me reí en voz alta, como cada vez que lo contaba. Nunca me aburría de escucharla.

—Es un buen hombre —siguió diciendo a la vez que miraba las joyas atentamente, examinándolas bajo la lámpara como una experta—, pero a veces creo que me va a volver loca con toda esa mierda. Soy una mujer adulta, puedo tomar mis propias decisiones.

Fumé una calada del pitillo y me rasqué la barba.

—¿Le has hablado de mí? —le pregunté.

Leyna levantó la mirada de un anillo de plata con incrustaciones.

—¿De ti? —preguntó antes de reírse—. ¿No me has oído antes, Varick? Si sabe que me he acostado con un no-judío me manda de una patada a la zapatería de mi hermano. A la despensa, a donde no llegue la luz del sol.

—En algún momento se lo tendrás que decir, ¿no?

Dejó el anillo sobre la mesa y respiró hondo.

—Vamos, Varick —me dijo—. Esto es un negocio, tú me das y yo te doy. No tenemos quince años para estar con tonterías.

—¿Te has pensado lo de la granja?

—Ah, sí, ya, la granja… —volvió a poner los ojos en blanco—. ¿Crees de verdad que yo podría estar en una granja? No me gustan los animales, tienen pulgas y se cagan en cualquier parte.

—Los humanos también y trabajas con ellos.

Leyna se rio. No era una mujer especialmente hermosa porque, como yo, pertenecía a una generación anterior; pero era… diferente. Y eso era algo incalculable para mí.

—Te aburrirías de mí, Varick —murmuró con una repentina mirada triste—. Sé como son estas cosas, lo he visto miles de veces. Acabaríamos discutiendo, te echaría en cara haberme alejado de mi familia y tú te buscarías una amante más joven y más guapa.

—Yo no soy así —respondí algo molesto con ella.

Leyna volvió a bajar la mirada hacia le anillo y le dio vueltas entre los dedos.

—Me gustas, Varick. Eres un hombre muy atractivo, incluso para ser un hematófago, ya lo sabes; pero eres tan frío… Y esta vida… nuestra nueva vida, es demasiado larga. No son sólo cuarenta o cincuenta años juntos, son cien… o ciento veinte… es… demasiado tiempo para compartir con alguien. Además, estás en el ejército y…

—Sabes que voy a dejar el ejército —le corté—. No tienes que darme ninguna puta escusa, Leyna. No somos críos, tú lo has dicho.

—No te enfades, Varick, yo no he hecho las reglas —se defendió ella.

Cogí aire y miré para otra parte, a cualquier otra, menos a Leyna.

—Espero que tengas suerte esperando a ese príncipe judío que venga hasta aquí en un puto corcel blanco y te robe el corazón —le dije.

Leyna cerró los ojos un momento, dejó la bolsa a un lado y rodeó la mesa hasta mí.

—¿Y cuándo sea una hematófaga judía gorda y vieja gritando por una granja llena de animales apestosos? —me preguntó cogiéndome la cara con ambas manos para que la mirase a los ojos—. ¿Y qué ocurrirá cuando ya no queden humanos? Cuándo haya otro problema y no tengamos a quien culpar, ¿sabes que pasará entonces? Que los hombres como mi padre pagarán, como hacemos siempre.

—Eso no ocurrirá, ahora sois hematófagos, como nosotros —le aseguré.

—Eso no importará entonces —negó con la cabeza y su pelo castaño hondeó sobre sus hombros—. Ya ha pasado antes, Varick. Y cuando vuelva a ocurrir quiero estar al lado de los míos.

—La familia no lo es todo, Leyna. No los necesitas.

—Ya, sé que tu padre…

—No, no lo sabes —la interrumpí alejándola de mí y levantándome de la silla. Apagué el pitillo sobre su mesa y fui a por mi casaca negra—. Ya me dirás lo que puede darme tu familia por mis joyas…

Leyna se puso delante de mí y sonrió.

—¿Y no has pensado en lo feo que queda llamarse Leyna Stern von Asche? —me preguntó en un triste intento de retenerme allí.

—Sí, todo lo que puedo ofrecerte es una mierda —murmuré.

—Varick… vamos, no compliques las cosas. Todo es perfecto como está —me agarró del cinturón y comenzó a desabrocharme la hebilla—. Creo que necesitas relajarte un poco…

Dejé que me quitara el cinturón y metiera las manos en la bragueta. Cogí aire al sentir el calor de sus manos.

—Me gustas, Leyna —murmuré.

Ella me miró y los ojos se le empañaron.

—Lo único que te gusta es el dinero —susurró.

Supe que se arrepintió al mismo momento de decirlo, pero ya era tarde.

Le aparté las manos de mi bragueta y me abroché el pantalón.

—Varick… —empezó a lamentarse—, no… no es lo que quería decir…

Me puse la casaca y busqué algo en el bolsillo.

—Toma, era para ti —le dije tirándole una pulsera de plata con un corazón de adorno. La cadena cayó al suelo y allí se quedó—. Dásela a tu padre, a ver si te puede comprar un marido con ella.

Leyna apretó los colmillos y se cruzó de brazos.

—No finjas que no es cierto —exclamó—. ¡No tienes ambiciones, no tienes amigos, ni sueños! ¡Lo único que te hace levantarte por la mañana es saber que serás un poco más rico que cuando te acuestes!

Me giré hacia ella desde la puerta, estaba enfadado, sin embargo, mi voz sonó como un torrente helado.

—Creía tener un sueño, y creía tener más que una amiga; pero me equivoqué.

Cerré la puerta de un golpe seco y me alejé despacio. Podía oír como Leyna lloraba, pero ella no podía oír como lo hacía yo.

Helen Glauben

El reloj marcaba más de las tres y estaba cansada. Me escocían las manos del agua fría y de frotar la infinidad de vasos de cristal sucios. Por alguna razón a ellos no les gustaba tomar sangre dos veces en la misma copa.

El resto de mujeres ya descansaban sentadas en los taburetes que rodeaban la mesa central. Comiendo con las manos de las latas que la sirvienta personal del Direktor les había traído de la despensa. Ellas las habían cogido con una mezcla de sorpresa y rencor; querían la comida, pero no querían tener que agradecérselo. No a ella.

—Antes muerdo cristal que darle las gracias —había murmurado Dama, la más joven y morena de las cuatro.

—Todavía no lo entiendo… —había respondido Alicia.

Todas sabían ya quién era aquella mujer, puede que no supieran su nombre ni su aspecto, pero lo sabían… y la odiaban. La habían odiado desde el mismo instante que Adler había disparado a la cabeza de la primera humana de la fila.

—¿Por qué? —volvió a preguntar Bluma, como ya habíamos hecho cientos de veces entre nosotras—. ¿Por qué a nosotras y no a ella? ¿Qué ha hecho mejor que nosotras?

—Una mujer que conozco de las fábricas me dijo que la conocía —explicó Dama mientras pasaba los dedos por el fondo de su lata vacía, buscando hasta la última miga que pudiera encontrar—. Me dijo que su hermana conocía a una chica que había sido su vecina en su Madriguera. ¿Y a qué no sabéis a que se dedicaba antes de venir aquí?

Todas la miramos con la curiosidad impresa en el rostro. Dama alzó una ceja y sonrió, disfrutando enormemente de su minuto de gloria.

—Era puta —soltó al fin.

Bluma se llevó la mano a la boca ahogando un grito de sorpresa.

—Lo sabía… —murmuró Alicia mientras negaba con la cabeza y sus rizos rubios vibraban en el aire—. Se ha estado follando a Allein —puso una expresión asqueada—, es repulsivo.

—Por muy puta que sea, si de verdad lo hubiera hecho, se habría infectado y ya no sería humana —dijo Frederika, que hasta el momento se había mantenido en silencio, sentada a mi lado y comiendo de su lata como si se la fueran a arrebatar de las manos en cualquier momento.

—Pues algo habrá hecho, la muy cerda —respondió Alicia—. Puede que por eso la estuviera buscando ese Kopf, para que le diera un servicio rápido.

—Ellos no necesitan venir hasta aquí, las mujeres van hasta ellos —dijo Frederika con un rastro de rencor en la voz.

—Ambos tienen el mismo acento, quizá ya se conocían —fue lo primero que dije desde hacía horas.

Las cuatro mujeres me miraron.

—Se habrá traído a los clientes hasta aquí —dijo Alicia, y todas se rieron.

Pero no eran ellas las que se reían, era la envidia que las consumía. Porque por alguna razón aquella muchacha triste tenía algo con lo que ellas jamás podrían haber soñado: la protección de Allein.

La puerta trasera se abrió y ella entró en la cocina acabando con las risas y la conversación de un golpe frío. Todas bajamos la cabeza sin mirarla.

—¿Queréis más comida? —preguntó acercándose a la mesa—. Hay de sobra en la despensa.

Nosotras nos miramos en silencio.

—Yo sí —dijo al fin Frederika. Era una mujer bastante fea y de mediana edad, pero poseía un carácter muy práctico a la hora de tomar decisiones.

—Iré yo a buscarlas —dije caminando hacia la despensa, porque necesitaba mover un poco las piernas.

—Te acompaño —murmuró Bluma sin levantar la mirada de la mesa antes de seguirme.

Pero antes de que le diera tiempo a cerrar la puerta metálica a nuestras espaldas unos pasos llegaron desde las escaleras y una voz grave, áspera y alcohólica grito:

—¡Hanna!

Me giré hacia la joven, que a su vez me miró todavía con la mano sobre el tirador, dudando entre volver a abrir la entrada o cerrarla del todo.

Negué con la cabeza y subí las pocas escaleras que había conseguido bajar. Me puse a su lado y miré a través de la rendija que había dejado la puerta entrecerrada; apenas una línea del grosor de tres dedos que mostraba una parte de la cocina. Podía ver parte de la mesa y a las cuatro mujeres que habían quedado allí, totalmente heladas de la sorpresa.

Los pasos se detuvieron, pero la puerta de la cocina quedaba fuera de mi visión, así que no pude verle. Aunque sabía perfectamente que era Allein.

Apreté el bolsillo secreto de mi pecho y la cruz de palitos.

—¿Qué ocurre? —preguntó Bluma a mis espaldas.

Levanté la mano pidiendo silencio y moví los dedos nerviosa; aquello no pintaba bien. ¿Por qué había bajado él desde el salón? Recé al Señor para que no fuera como la última vez.

—¡Fuera! —gritó el Direktor.

Dama, Frederika y Alicia se escabulleron de la cocina saliendo por la puerta trasera, sin mirar atrás. Nosotras aún estábamos encerradas allí, y cuando pensé en cruzar la puerta y huir, ya era demasiado tarde.

—Esto aún está sucio, Hanna… —dijo con una voz demasiado ebria. Se escucharon algunos pasos vacilantes hacia la mesa—. ¿Tan difícil es limpiar un par de vasos?

—Estábamos a punto de limpiarlo, señor —respondió la muchacha, con la mirada fija en el suelo.

Sonó un golpe seco y el tintineo de la vajilla al estremecerse. El Direktor había chocado contra la mesa y ahora se esforzaba por andar derecho hacia la humana.

—Arriba no paran de hablar —murmuró con su acento agravado debido a la etílica. Parecía una sucesión continua de «R», «L» y algunas vocales alargadas hasta lo incomprensible—. No dejan de sonreírme como si me conocieran y de felicitarme… Como si les importara una mierda cuantos años cumpla.

—Sí, señor —respondió ella.

—Y les odio… le odio a todos…

Al fin pude distinguir la figura del director, emergiendo desde la parte de la cocina que no podía ver. Agarrado a la mesa con las manos mientras daba pasos dudosos hacia su criada. Tenía el pelo algo desordenado y un mechón rebelde sobre la frente; demasiado negro para no evocar el plumaje de un cuervo.

—¿Necesitaba algo, Direktor? —le preguntó ella. Casi parecía irreal ver a aquella muchacha delgada y pálida tan quieta y tan tranquila delante de aquel monstruo.

—Venía a… —murmuró echando un vistazo a la cocina. Se frotó una mano contra la camisa blanca, surcada con manchones de sangre y sudor—. Venía a ver si ya estaba limpio.

—Estábamos a punto de limpiarlo, señor —repitió ella.

—Ya te he oído la primera vez, Hanna.

—Sí, señor.

Hubo un breve silencio en el que por un momento Allein perdió el equilibrio, y habría estado a punto de caerse si la mujer no le hubiera cogido a tiempo del brazo para enderezarle.

El Direktor murmuró algo que no pude escuchar y se inclinó hacia ella. La levantó en el aire y la sentó sobre la mesa. Hanna ahogó un grito y mantuvo la mirada fija en el suelo mientras la vajilla volvía a vibrar.

—No te enfades conmigo, Hanna… —murmuró él mientras le rodeaba la cintura con los brazos y hundía el rostro en su cuello—. Yo no soy el malo aquí. Tú me golpeaste, fuiste tú la que me traicionó

Aguanté el aire en los pulmones y apreté más fuerte mi cruz. Por un instante pensé que iba a morderla, pero Ellos nunca hacían eso, todos lo sabían. Alimentarse directamente de los humanos era algo que sólo hacían los Infectados.

Hanna levantó la mirada vidriosa hacia el ventanal de la cocina y dijo con voz vacía:

—Sí, Direktor.

Adler cogió aire y movió la cabeza hacia un lado. Sus ojos parecían más brillantes, de un púrpura resplandeciente y sedoso.

—Eres mi favorita, Hanna —murmuró, demasiado borracho para que le importara—. De todas… de todos… Es… extraño —bajó la vista, abaneando la cabeza y con la mirada perdida. Entonces apretó con más fuerza a la humana y levantó el rostro hacia ella—. Mírame.

—Es tarde, Direktor, quizá deba volver al salón, con los demás.

—¡No! ¡Yo diré cuando es tarde y cuando volver! —le gritó golpeando la mesa con el puño. Uno de los vasos se deslizó hacia el borde y cayó llenando el silencio con el ruido del cristal roto.

La humana cerró los ojos, pero si estaba asustada no lo demostró. Allein cogió aire de nuevo y se miró la mano antes de deshacer el puño.

—Mírame a los ojos, Hanna, por favor… —murmuró.

Hanna bajó la mirada hacia él, pero no había nada en ella; sólo un abismo dorado y denso.

—Si tú cuidas de mí, yo cuidaré de ti… —le prometió él.

Hanna negó con la cabeza sin comprender.

—¿Por qué? —le preguntó.

Allein la miró con una intensidad que me asustó, y por un momento creí que la mataría allí mismo por atreverse a preguntar. Pero lo que hizo fue golpear suavemente la nariz de la muchacha con un dedo y decir, como si fuera lo más evidente en el mundo:

—Porque eres mejor que la morfina… y peor que el cáncer, Hanna.

La humana frunció el ceño pero no dijo nada.

—Necesito confiar en ti y quiero que te quedes… ¿Te quedarás?

—Está muy borracho, Direktor.

—Te he hecho una pregunta, Hanna. Es muy simple, ¿te quedarás aquí… conmigo?

La muchacha miró hacia el ventanal de nuevo y después volvió a bajar los ojos hacia Allein; pero había algo nuevo en ellos.

—Estaré aquí —murmuró.

—¡Adler! —gritó de pronto una voz desde la entrada.

El Direktor levantó la cabeza y soltó a la humana.

—Eva —dijo.

—¿Qué haces? —murmuró la mujer con la ira latiendo en cada palabra.

—Estaba hablando con Hanna —respondió él antes de girarse hacia la muchacha—. Lárgate —le ordenó.

Hanna bajó de la mesa y fue a paso rápido hacia la despensa, abrió la puerta y nos encontró allí, observando. Se puso roja y bajo la mirada antes de entrar y cerrar la puerta. Me aparté para dejarla descender las escaleras y una bofetada sonó a través de la puerta metálica seguida de gritos de mujer.