Adler Allein
No me gustaba tenerlos por allí, moviéndose de un lado a otro de la villa. Oía sus pisadas en el pasillo, podía oír como caminaban de un lado a otro, por todos lados, como un enjambre de insectos que hubieran infestado mi casa.
Hanna entró en mi despacho, en silencio y con otra botella de etílico en las manos.
—¿Y mi vaso, Hanna? —le pregunté pasándome una mano por el pelo. Llevaba toda la mañana bebiendo y estaba bastante borracho; y aún así los oía, igual que cucarachas a mí alrededor—. Te has llevado mi vaso.
—Su vaso está aquí, Direktor —murmuró ella, cogiendo la copa a mi lado y colocándola justo delante de mí sobre el escritorio.
—¿Cuándo lo has puesto ahí? —pregunté algo extrañado de no acordarme. Algunas letras se me atragantaban y me costaba hablar con los colmillos. Me recordaba a los neófitos que aún no se habían acostumbrado a los suyos y se mordían constantemente la lengua y los labios con ellos.
—Usted lo ha puesto ahí —respondió Hanna, rellenando el vaso de nuevo.
—No, espera —la interrumpí—, basta. No quiero más.
—La botella ya está abierta, Direktor —dijo ella, con su voz suave y su acento ligero—. La sangre se echará a perder.
—¡No quiero más! —dije golpeando el escritorio con el puño.
Levanté los ojos hacia ella, esperando verla temblando del miedo, pero Hanna me sostuvo la mirada con rostro inexpresivo.
Silencio.
—Muy bien, señor —murmuró retirando la botella.
Observé como se la llevaba hasta la mesilla de servir y volví a pasarme la mano por el pelo.
—No… no es culpa tuya, Hanna —murmuré—, son ellos. No me gusta tenerlos aquí.
Ella dejó la botella junto al resto, de espaldas a mí, pero no dijo nada.
—¿Aún no han terminado? —le pregunté—. Los oigo, Hanna, diles que no hagan tanto ruido.
—Es una casa grande, Direktor, y lo hacen lo mejor que pueden.
Ella se dirigió hacia el gramófono y puso la punta metálica sobre el vinilo antes de encenderlo. Blau comenzó a sonar acompañada por un simple piano; Sussane no necesitaba esconderse tras grandes orquestas porque lo mejor siempre era su voz.
—Llevan toda la mañana aquí, ¿cuánto tiempo necesitan? —busqué mi tabaquera entre las hojas de mi escritorio, busqué en los cajones y en mis bolsillos pero tampoco la encontré—. ¿Y mi tabaco?
—No queda tabaco —respondió, acercándose de nuevo con paso tranquilo—. Llegará más con las cosas de la fiesta.
—No es una fiesta —le aseguré, girando el rostro para verla de pie a mis espaldas—, es una putada. Vendrán los amigos de padre y se pasarán la noche hablando de la guerra y de lo blando que soy con los humanos. —Me froté los ojos cansado—. Joder, casi ya puedo oírles: Adler, deberías ser más práctico. Adler, tu padre hubiera hecho… Adler, bla, bla, bla…
Noté sus manos frías sobre los hombros. Al poco dejé caer los brazos de la mesa y cerré los ojos con una exhalación.
—Estás esperando a que llueva… —comenzó a murmurar; y el tiempo se volvió más espeso con cada palabra, y el mundo se derritió a mi alrededor en una nube que olía a hielo y almendras—, muy, muy fuerte sobre el valle. No te gusta la lluvia y sabes que vas a mojarte, pero aún así lo estás deseando…
—Nunca me has dicho porqué deseo que llueva —susurré—. ¿Cuándo me lo dirás?
—Los hombres están moviendo los muebles para que las mujeres puedan limpiar a fondo la casa —me explicó sin responder a mi pregunta, deslizando sus dedos por mi cuello hasta la parte baja de la oreja—, aún tardarán en arreglarlo todo. Podría darles un poco de comida y…
—No… —murmuré dejando la cabeza muerta entre sus manos—, que hagan su trabajo…
—Llevan sin comer desde la mañana y están cansados —insistió.
Cogí aire hasta llenarme los pulmones. Estaba aturdido por el alcohol y algo mareado, pero me sentía bien.
—Haz lo que quieras, Hanna —le dije.
—Gracias, Direktor —murmuró cerca de mi oreja, y su voz fue como un cosquilleo helado que me recorrió el pecho. Sin darme cuenta una estúpida sonrisa afloró en mi rostro.
Entonces un ruido de cristales rotos llegó desde el desván.
—¿Qué ha sido eso? —pregunté abriendo los ojos al instante.
—Nada —se apresuró a responder Hanna. Traté de levantarme pero ella mantuvo las manos apretadas contra mis hombros para impedírmelo—. Iré yo, señor, seguro que no habrá sido nada —insistió.
Tiré de sus brazos para apartarla de mí y me levanté sintiendo un leve mareo a causa del etílico. Sacudí la cabeza para aclararme las ideas y salí hacia el pasillo. Hanna me siguió hasta el desván donde un humano joven recogía apresuradamente los cristales rotos del suelo.
—¡Tú! —le grité avanzando hacia él—. ¿Qué has hecho?
El muchacho gimió con lágrimas en los ojos, balbuceando excusas que no escuché. Tenía las manos llenas de cortes de intentar recoger los cristales antes de que nadie lo viera; pero ya era demasiado tarde.
Le di una patada tan fuerte que incluso yo perdí el equilibrio y tuve que apoyarme en una de las montañas de trastos que inundaban el ático. El humano cayó de bruces al suelo, sobre los vasos rotos, y escupió sangre manchándose el uniforme gris de la Granja.
—Ha sido sólo un accidente, Direktor —dijo Hanna a pocos pasos de nosotros—. Yo lo limpiaré.
—Ese no es tú trabajo, ¡ese es su trabajo! —grité antes de pisarle la espalda al crío. La fuerza del golpe hizo crujir algo bajo mi pie y el pequeño humano emitió un alarido—. ¡Creen que pueden venir a mi casa y romper mis cosas!
Levanté el pie dispuesto a pisarle la cabeza y hundirla todo lo posible en la madera del suelo, pero Hanna gritó:
—¡Adler, basta! ¡Es apenas un niño!
Y entonces sólo hubo silencio.
Me giré lentamente hacia ella, sin creerme todavía lo que había pasado.
—¿Cómo… cómo has dicho? —le pregunté sin vida en la voz.
Ella retrocedió con una mano sobre los labios y chocó contra un baúl polvoriento. Sus ojos dorados y llorosos me observaban mientras su respiración se volvía un murmullo jadeante.
—Es… un niño —repitió tras rodearse a si misma con los brazos.
Tenía una sensación desagradable bajo el pecho que no acababa de reconocer, como una grieta que se hubiera tragado todo lo que era capaz de expresar y me hubiera dejado vacío. Sabía lo que debía sentir, pero simplemente no estaba allí. Y Hanna seguía mirándome y temblando a un lado del desván.
Me froté la cabeza mareado y me tambaleé un poco sobre mis pies. Debía ser el etílico, había bebido demasiado.
—Me has emborrachado… —le dije—. Me has emborrachado —repetí, dándome cuenta de la razón que tenía—, ¿verdad? No has dejado de traer etílico desde la mañana para que bebiera más de la cuenta. —Di un par de pasos hacia ella apoyándome en las cosas que encontraba a mi alcance para no caerme—. Querías que no estuviera cerca de ellos… y después me has convencido para darles de comer.
Empezaba a notar algo nuevo, un tipo de odio que nacía de la incredulidad y la desagradable sensación de sentirse utilizado.
—Me has… traicionado —entendí de pronto. Apreté los dientes y los colmillos se me clavaron en las encías. Dolía, pero no tanto como lo que acababa de descubrir—. ¡Has estado jugando conmigo! ¿Quién te has creído que eres?
Hanna movió los labios, pero no dijo nada, porque Hanna nunca mentía.
Salté hacia ella y la humana gritó cayendo de espaldas tras el baúl. Aparté el cofre con una mano, haciendo chirriar el suelo de madera, y me senté sobre su cintura.
—¡Yo te lo he dado todo! —le abofeteé con tanta fuerza que sonó a lo largo de todo el desván.
Los había antepuesto a todos, a todos aquellos… humanos, delante de mí; y yo había caído sin darme cuenta, borracho y aturdido entre sus brazos. Jamás me había sentido tan estúpido, jamás.
—¡Ellos no te han dado de comer! —le rodeé el cuello con las manos y apreté con fuerza—. ¡Ellos no te han acogido en su casa! —La sorpresa y el miedo brillaban atrapados en el ámbar de sus ojos, cristalizándose a medida que se quedaba sin aire en los pulmones—. ¡Me he portado muy bien contigo, Hanna! Quizá demasiado bien… —Se revolvía bajo mi peso, abriendo la boca e intentando respirar. Llorando de impotencia. Haciendo fuerza con sus manos frías y sudadas en mis muñecas, aunque nunca conseguiría liberarse—. ¡Ellos no han hecho nada por ti! ¡Yo soy el único por el que debes preocuparte! ¡Yo soy al único al que debes cuidar! —Gritaba con los dientes apretados. Mi voz sonaba pastosa, dolida y desagradable—. ¡Sólo a mí! ¡A MI! ¡Me lo he ganado!
Entonces sus manos se soltaron y cayeron a los lados de su cuerpo, sus ojos húmedos y enrojecidos miraron el techo y sus labios pálidos dejaron de moverse.
Solté al instante el cuello rosado de Hanna y la contemplé asustado.
—¿Hanna? —dije en apenas un murmullo.
El silencio que dejó mi voz fue demasiado grande. Más tétrico y vacío que la muerte.
Me levanté un poco de su cuerpo y me incliné para escuchar su respiración. De pronto, una especie de jarro, me golpeó la cara haciéndome caer sobre un lado. Hanna se alejó tras golpearme con aquella vasija polvorienta que había conseguido alcanzar entre las montañas de trastos y tosió con fuerza, llenándose los pulmones con un profundo ronquido.
—¡Joder! —exclamé llevándome una mano a la cabeza, que me palpitaba con un dolor intenso. Podía notar la sangre cálida y pegajosa saliendo de una herida sobre mi ceja.
Hanna se arrastró alejándose todo lo posible de mí, escapando para ir a esconderse en algún agujero oscuro donde creía que no podría encontrarla.
Debería haberla perseguido, debería haber hecho que se arrepintiera, debería haber terminado lo que había empezado sólo por atreverse a gritar mi nombre. Sin embargo me quedé allí tirado, contemplando mis manos temblorosas y pensando en lo cerca que había estado de perderla. La presión de mi pecho se fue disipando a medida que mi corazón volvía a latir con normalidad, alejando una angustia que jamás debería haber sentido; pero que era real, patética y desgarradora.
Doctor Liebe
Hacía tanto frío como siempre en aquel infierno entre las montañas. El barro helado a nuestros pies se congelaba en una capa húmeda sobre el suelo que se partía con un leve crujido al pisarla. Yo apretaba mi abrigo raído con fuerza mientras acompañaba a Markus, ataviado con su visón de pelo pardo, a nuestro barracón.
—Había pensado en hacer circular el rumor de que movemos pólvora —decía él, clavando su bastón negro en el barro a cada paso—, así los posibles causante quizá se acercarían para conseguir más. ¿Qué le parece, doctor?
—Habría que ser gilipollas para creerse eso —le respondí tiritando y emitiendo pequeñas nubes de vaho.
—Por favor, Liebe, ese vocabulario —me reprendió con una mueca de disgusto—. Por supuesto necesitaríamos una cabeza de turco por si el rumor llegara a los guardias, alguno de los Kopf de barracón 4 serviría.
—¿No has pensado que quizás sólo se trata de un golpe aislado? —le pregunté enfadado—. Quizá sólo han sido cinco retrasados que han sabido hacer explotar una bomba en el lugar adecuado.
—Un quizá no nos mantendrá con vida, querido doctor —aseguró él—. Me da lo mismo si se trata de un accidente aislado o de una verdadera red de sabotaje, alguien se va a tener que comer esta mierda y no pienso ser yo.
Le miré un momento, sorprendido de que hubiera escogido esa expresión para describirlo.
—Por supuesto —respondí al fin—, ¿pero para que buscar entonces a los verdaderos causantes? Acusemos a un grupo de presos al azar y escurramos la mierda hacia abajo.
Markus me miró con sus ojos negros, entrecerrados.
—¿Y si hay otro atentado? —murmuró—. Nos drenarían por haberles mentido.
—Diremos que ha surgido otro grupo violento, que los presos han empezado a rebelarse debido a la primera bomba.
—Podría ser… —asintió Markus—, pero ¿y si interrogan a los presos que elijamos y ninguno dice nada? Quiero decir que, como realmente no saben nada, quizá los hematófagos sospechen que les hayamos mentido.
—Habrá que arriesgarse —le dije hastiado de sus dudas y sus preguntas—. ¿O tienes pensado no hacer nada? Llevamos una semana buscando a los causantes y no hemos encontrado una mierda. Nadie dice nada, lo sabes, Markus. Debemos hacer algo ya.
El Obenkopf miró hacia el horizonte, hacia las montañas nevadas a lo lejos, más allá de los barracones y las alambradas. Con su mano libre se colocó mejor su abrigo de pelliza sobre los hombros.
—Seremos como la espada de Damocles sobre sus cabezas… —recitó—, oh, que injustas son las parcas y que trágico el destino de aquellos que deben morir…
—Por Dios… —murmuré asqueado, poniendo los ojos en blanco.
—Como hecho de menos el teatro —dijo él—, antes de la guerra mi padre me llevaba todos los viernes por la noche. Lo recuerdo con mucha claridad, yo apenas era un crío, no mucho más alto que mi bastón —explicó mirando su vara con una mezcla de orgullo y nostalgia—. No he vuelto a ver una buena representación desde entonces. Se han perdido tantas cosas…
—No había tiempo para teatro cuando tenías que escapar corriendo de los Infectados —le dije. No quería hablar de aquello, no con él.
—Sí —murmuró apesadumbrado—, ¿usted dónde estaba cuando llegaron, doctor?
Hubo un silencio en el que nos cruzamos con el Obenkopf del barracón 4, un hombre grande y pelirrojo que nos saludó educadamente con una inclinación de cabeza. Markus respondió igual, mostrando sus respetos. Era como ver a dos cabecillas de la mafia encontrarse caminando por la calle.
—¿No tiene pensado responderme, doctor? —insistió cuando pasamos de largo.
—Estaba trabajando en un hospital de Zentrum —le dije.
—¿Es usted de la capital, doctor? —me preguntó extrañado.
—Sí.
—Vaya —murmuró con su sonrisa de dientes torcidos—, no le hacía yo como un hombre cosmopolita, Liebe. Yo soy de una pequeña ciudad al oeste del país, bueno, era más bien un pueblo grande. Debió ser complicado escapar de allí, de la capital, me refiero.
—Sí.
—¿Y quién es Elisabeth? —preguntó entonces—. ¿Su mujer?
Me quedé clavado en el barro del suelo con una expresión extrañada y sorprendida en el rostro.
—Vamos, doctor —dijo el Obenkopf con una sonrisa más grande—. Todos le hemos oído gritar en sueños. No es que me moleste, yo también tengo pesadillas con aquello, pero no tan intensas como las suyas.
Escupí al suelo y pasé de largo con el final de mi abrigo flotando a mis espaldas.
—No era mi intención ofenderle, Liebe —dijo Markus antes de llegar al barracón.
—Ambos hemos vivido la guerra —le dije abriendo la puerta corrediza con una punzada de dolor al tocar el metal helado—, y ambos sabemos que es mejor no remover la mierda de esos años.
—Muy bien —asintió el Obenkopf entrando en el cálido y apestoso barracón. Aunque nos ducháramos una vez por semana aquel lugar siempre olía a sudor y humanidad.
Dentro ya estaban la mayoría de los hombres comiendo de los platos repletos de carne y verduras bajo una luz pálida y desagradable. Algunos cantaban a coro una canción.
—Y los vi arder entre las montañas, los vi carbonizados en el río y muertos a mis pies. Deja que se quemen, préndeles fuego y deja que se quemen… —gritaban un poco borrachos.
—¡Silencio! —exclamó Markus, golpeando su bastón contra la mesa con enfado—. ¿Cómo os atrevéis a cantar eso aquí? —les acusó—. ¡Qué no vuelva a oíros algo semejante!
—Sólo es una cancioncita popular —respondió Garin a los lejos, con su vaso metálico en la mano. Ese hombre debía disfrutar llevando al Obenkopf al límite, debía divertirle ver el tic de su ojo izquierdo y la vena hinchada de su frente.
—He dicho que no volváis a cantar eso aquí… —repitió Markus con un tono peligroso en la voz—. ¿Y si en vez de nosotros hubiera entrado un guardia? ¿Qué hubiera pasado? ¡Están buscando a los responsables de la bomba y a vosotros sólo se os ocurre cantar esa canción!
Me senté en mi sitio sin preocuparme por la tensión del momento. La juventud ya no conocía otro tipo de canciones, solo cantinelas de guerra, donde el fuego se había convertido en un símbolo universal más poderoso que la cruz de los cristianos. El fuego era redención y purificación, era la única muerte del virus.
—Ningún guarda se acerca a los barracones a esta hora —respondió Garin.
Y como si le hubieran oído la puerta del barracón se deslizó con un fuerte chirrido mostrando la figura uniformada y autoritaria de un hematófago. Todos nos levantamos de las sillas de un salto, igual que accionados por un resorte, bajando la mirada hasta nuestros pies. Markus se giró sorprendido, colocando las manos en la espalda para ocultar su bastón.
—Señor —saludó—. Que sorpresa, ¿quería algo de nosotros?
El guardia no era demasiado alto ni parecía demasiado amenazador, pero se detuvo para contemplarnos a todos con sus ojos lilas de una forma extraña.
—¿El doctor Liebe? —preguntó.
Hubo un momento de silencio y entonces me giré hacia él.
—Soy yo, señor —respondí.
Él me contempló de arriba abajo y se pasó una mano por el fino bigote negro que tenía sobre los labios.
—Coge tu maleta, el Direktor quiere verte —ordenó.
—Sí, señor —respondí al tiempo que me movía hacia mi litera para recoger mi maleta. No me había dado tiempo a comer, pero ya no tenía hambre.
Le dirigí una última mirada a Markus antes de desaparecer por la puerta y él me respondió con la misma expresión sorprendida que debía tener yo en el rostro.
El hematófago me guío por el subcampo de los Kopf en completo silencio hasta la salida que daba a la estación de tren; una enorme puerta de rejas metálicas con una torre de guardia al lado. Antes de llegar a la residencia de los guardias había un número reducido de pequeños almacenes de techo plano y ventanillas estrechas; todos sabían que allí escondían la munición y las armas.
—Entra —me ordenó el hematófago abriendo la puerta de uno de ellos, el número 3.
Lo primero que se me había pasado por la cabeza era que Allein ya se había hartado de esperar, que me haría arrodillarme sobre el limo helado y me metería una bala en la cabeza con una de sus sonrisas de satisfacción. Cuando mataba era el único momento que le veía sonreír, porque sólo matar le hacía feliz. Él era muerte y odio, eso era lo único que lo movía.
Apreté los dientes antes de cruzar la puerta metálica del almacén. Si iba a morir, antes le diría un par de cosas a ese crío de mierda. Pasé hacia la penumbra del pequeño cuarto donde en la mesa del centro aguardaba el Direktor con una mano sobre su ceja derecha.
—Ya era hora, Liebe —murmuró entre dientes. Su acento era más fuerte debido a su evidente ebriedad y parecía costarle hablar claro.
Nunca le había visto así. Despeinado, con su pelo negro alborotado sobre la frente y la chaqueta de su uniforme desabrochada sobre una camisa amarillenta con tirantes. Incluso tenía la barba más larga de lo normal, como si aquella mañana no le hubiera dado tiempo a repasar su cuidada perilla.
—Sí —murmuré. Me había quedado mirándole con una expresión indescifrable en el rostro.
No era aquello lo que me esperaba.
—Cúrame… —su aliento apestaba a etílica incluso desde donde yo estaba—. Cúrame esto…
Se apartó la mano de la frente y pude ver la desagradable herida que tenía sobre la ceja. Un fractura que había comenzado a coagular, pero que aún sangraba lo suficiente para formar gotas que resbalaban sobre su rostro.
Me aparté por puro instinto de él, rodeando la maleta entre los brazos, y el Direktor sonrió.
—Hay guantes en aquel cajón —murmuró señalando una de las numerosas cajas que llenaban el almacén a nuestro alrededor—. Yo tampoco quiero que te infectes, no tendrás tanta suerte.
Me aproximé a donde me había dicho y saqué un par de guantes, e incluso una mascarilla protectora, de la caja. Parecía que allí, entre las cajas de munición, guardaban también trajes plásticos de protección biológica; uniformes de Anti-plaga.
Me quedé unos instantes observando todo aquello. ¿Quién? —fue lo primero que pensé—. ¿Quién había tenido las pelotas de golpear a Allein?
—… además no sobrevivirías, eres un viejo de mierda —seguía murmurando él desde su sitio frente a la mesa.
Cerré la caja y me puse los guantes y la mascarilla antes de abrir mi maleta. El movimiento hizo temblar los pequeños botes y los utensilios que guardaba dentro, iba a coger primero las gasas y el desinfectante, pero me contuve.
—Estas cosas las uso para tratar a los Kopf —expliqué—, si las utilizo con usted tendría que tirarlas. No puedo arriesgarme a perderlas, quizás el doctor Schwarz…
—Schwarz no sabe una mierda de medicina —me interrumpió, inclinándose hacia mí sobre la mesa. Sus ojos púrpuras brillaban incluso en la penumbra del almacén—. No es más que un científico acabado con suerte y un buen linaje.
—Claro, señor —asentí, aunque eso era algo que ya sabía—, pero los utensilios…
Allein golpeó la mesa con fuerza.
—No hagas que te mate, Liebe… —me amenazó en apenas un susurro—. Hoy no he tenido un buen día…
Bajé la vista hasta mi maletín y me atreví a mirarle por el rabillo del ojo, porque sabía que estaba completamente borracho.
—Puede que esto le escueza un poco, señor —le advertí empapando un pedazo de gasa con desinfectante y colocándolo sobre la herida.
—¡Jo… der! —exclamó entre colmillos, dando otro golpe a la mesa y respirando con fuerza—. La voy a matar, la mataré…
Sabía cuanto le dolería debido al virus que recorría su sangre. Desinfectar la herida era innecesario en su caso, la infección actuaba como un protector inmunológico casi perfecto, pero él eso no lo sabía. Así que apreté un poco más fuerte.
Noté algo duro tras la gasa y la retiré un momento para ver mejor la herida. En uno de los extremos tenía clavado un diminuto pedazo de algo que no pude identificar. Saqué las tenacillas quirúrgicas de la maleta y tiré de él con cuidado. Lo observé dándole vueltas, parecía un trozo de…
—Es una esquirla de cerámica —dije con voz apagada tras la mascarilla.
—¡Sé lo que es! —exclamó irritado por el dolor, pero no consiguió asustarme. No allí, no con aquel aspecto y su voz ebria.
Dejé caer el pedazo de cerámica ensangrentada al suelo sabiendo que el virus apenas sobreviviría un par de minutos fuera de un huésped vivo.
—¿Se ha caído sobre algo, Direktor? —me atreví a preguntarle, algo que no habría hecho de estar él sobrio.
Allein me dirigió una mirada furiosa bajo sus cejas oscuras.
—¿Crees qué yo sería capaz de caerme? —me preguntó.
Apreté un poco más la gasa contra su herida y le oí jadear.
—Por supuesto que no, señor —respondí—, pero es más creíble que pensar que alguien se haya atrevido a golpearle.
El hematófago cogió la botella de sangre que tenía a un lado y bebió directamente de ella un par de tragos.
—¿Has descubierto algo nuevo sobre la bomba? —murmuró.
—Creemos que hemos encontrado a los responsables —aventuré, dejando a un lado la gasa y cogiendo la aguja más roma que tenía en mi maleta—. Ahora voy a coserle, señor, no se mueva.
—¿Quiénes?
—Algunos del campo…
—¡No me jodas, Liebe! —me gritó indignado y sin soltar la botella—. ¿Quiénes?
Presioné la aguja contra su piel con fuerza para coser la herida y el Direktor emitió un ruido extraño parecido a un gemido contenido. Si fuera posible hasta diría que tenía los ojos húmedos.
—Bueno, aún no es nada seguro pero todo apunta a que…
—¡Señor! —gritó una voz desde la entrada, interrumpiendo mi esfuerzo de pensar a quién echar la mierda encima.
Ambos nos giramos sorprendidos para ver al subdirektor Anton, el hematófago de confianza de Allein; otro crío que se creía un dios, más alto pero mucho más feo que el Direktor. Aún así, para mí, era como el salvavidas de ojos rosados y colmillos.
—¿Qué ocurre? —le preguntó Allein.
—La mujer ha hablado —se explicó deprisa el hematófago, parecía emocionado y tenía una ligera sonrisa que no desaparecía de su rostro—, la humana de las fábricas que cogimos robando.
Allein se enderezó en su asiento, me miró unos instantes y después preguntó:
—¿Qué ha dicho?
—No hemos podido sacar mucho, pero antes de matarla dijo algo de otras mujeres y los Kopf.
—¿Los Kopf? —murmuró Allein. De pronto parecía más sobrio que nunca, se pasó una mano por el pelo tratando de peinarse y volvió a mirarme—. ¿Qué dijo de ellos?
—Dijo que la rebelión era cosa suya.
—¿Ah, sí? ¿Eso dijo?
—Sí, señor.
—Entonces habrá que hacer limpieza —me agarró del brazo y apretó con tanta fuerza que tuve que morderme la lengua para no gritar—, no me gustan las ratas.
Roth
Yo estaba en los crematorios, encerrado entre el calor y la ceniza que flotaba en el aire, cuando el pitido sonó. Todos dejamos de mover los carros y de meter los cuerpo pálidos de la última remesa de humanos muertos del tren en los hornos. Los miraba desaparecer en el fuego pero no sentía nada. Ya no eran personas. Eran números en una lista, fechas en botellas de cristal; ya solo eran bebida, ceniza y ausencia.
Entonces uno de los guardias pateó la puerta y gritó:
—¡Afuera, ratas! —y disparó al techo con su fusil.
Todos nos precipitamos hacia la salida sin preocuparnos de los cuerpos ni de no pisar el canal de agua ensangrentada que pasaba a un lado. Había murmullos asustados y comentarios indignados por todas partes, pero cuando al fin llegamos afuera todos se quedaron en silencio.
—¡A formar! —gritaban un grupo de guardias en el patio entre los crematorios y los barracones. Por la cantidad de hombres que había allí debían haber sacado a todos los Kopf de sus trabajos.
Empecé a asustarme de verdad.
Nos colocamos en formaciones rectangulares de diez en diez y por barracones dejando un espacio entre los grupos. Al formar parte del 1 tuve que correr hasta delante de todo para colocarme entre Seis Dedos y otro llamado Herman con el que apenas había hablado un par de veces.
—¿Qué ocurre? —le pregunté jadeando el aire congelado del atardecer.
—No lo sé —respondió. Estaba pálido y tan aterrorizado como el resto de nosotros—. Empezaron a gritar y a sacarnos a todos de nuestros puestos. Han traído incluso a los Obenkopf —añadió señalando el cuerpo delgado de Markus, un paso adelantado a todos nosotros y con la mirada fija en el suelo.
—Mierda… —murmuré.
Algo iba mal.
Me giré un poco para ver la formación del barracón 3, tras el grupo del 2, buscando el pelo ajado y pálido de Simon entre la gente; pero era casi imposible de ver.
—¡Silencio! —gritó el subdirektor disparando con su arma al aire antes de que los perros de los guardias dejaran de ladrar como locos—. ¡El Direktor Allein va a deciros algo, escoria!
Todos los humanos nos quedamos en silencio al instante, con la cabeza gacha y el corazón alborotado. El Direktor dio un par de pasos hacia delante por el pasillo central que separaba las 6 formaciones de Kopf. Parecía algo vacilante, como si le costara un poco andar recto.
—Quitaros la ropa, toda —fue lo que dijo con el fuerte acento norteño que compartía con casi toda la guardia. Esa forma de hablar era casi un sinónimo de hematofagia puesto que la infección había llegado desde el norte.
No dudamos en obedecer, quitándonos las chaquetas y el uniforme gris donde teníamos la cinta roja que nos diferenciaba del resto de humanos.
—¡He dicho todo! —gritó al ver que nos deteníamos en la ropa interior.
Los hombres tardaron un poco más en obedecer pero terminamos quitándonos la desgastada ropa interior y tirándola a un lado sobre el barro. Ya estábamos completamente desnudos tiritando bajo un cielo gris oscuro y la mirada de todos los guardias.
—Os he tratado mejor que al resto de humanos… —comenzó a decir el Direktor en un tono alto, para hacerse oír, arrastrando algunas vocales—. Os he alimentado con mejor comida, os he dado un lugar mejor para dormir y os he dejado taparos con los harapos de los que llegaban. Pero… —en ese momento detuvo su paseo y disparó a uno de los Kopf del barracón 4 en el pecho—, creo que os habéis equivocado. Porque no sois mejores que ellos, solo estáis un poco más consentidos.
Volvió a disparar a otro del barracón 4 y después a uno del 2 y otro del 5 sin ningún sentido aparente en su elección. Nos mataba porque quería, nos asesinaba porque podía hacerlo.
—Y sin embargo habéis olvidado quien manda aquí —siguió gritando sin dejar de pasear entre nosotros con su arma en la mano—. ¡Todo esto es mío! ¡Este es mi mundo y yo soy vuestro señor, vuestro amo y vuestro rey aquí! ¡Yo soy vuestro dios ahora, yo decido entre la vida y la muerte en este lugar! —y siguió disparando a otros tres Kopf de distintos barracones como queriendo demostrar sus palabras—. ¡Yo, sólo yo! ¡No vosotros! ¡Yo!
Se giró en redondo mirándonos a todos y apuntándonos con su pistola, decidiendo quien sería el próximo en morir.
—Quizás os hayáis creído que pienso que vuestra vida vale más que la del resto de hombres y mujeres que infestan mi Granja. —Apuntó a uno de los Obenkopf, el del barracón 5, y le pegó un disparo en el muslo. El hombre cayó al suelo gritando con la mano sobre la herida de bala—. Puede que en vuestras mentes retorcidas de humanos hayáis creído por un instante que estabais a salvo, que erais afortunados por poder alimentaros de la carroña que nosotros no queremos. —Avanzó hacia el cuerpo del Obenkopf y le dio una patada tan fuerte en el pecho que le dio la vuelta haciéndole caer de espaldas, absolutamente desnudo, sobre el barro—. ¡Qué quizá, sólo quizá, podríais llegar a ser considerados algo mejores! ¡Pero estáis equivocados! ¡No estáis ni a mis pies! —Entonces puso su bota negra sobre la cara del Obenkopf y la hundió en el barro helado del patio—. ¡Vosotros sois como los insectos que se arrastran bajo la tierra que yo piso!
Y disparó al hombre en el pecho.
—No sois más que eso, ni nunca lo seréis, jamás —sentenció.
Alguno de los hombres del 3 murmuró algo y enseguida cayó muerto sobre el fango con una bala en el cerebro.
—Quería dejar esto claro —prosiguió cambiando el cargador de su arma—, porque sé que algunos han conspirado contra mí. Me han traicionado y me han dejado como un subnormal en mi propia Granja. Lo sé, sé que fuisteis vosotros, una mujer de las fábricas donde robáis mi pólvora lo dijo antes de morir. Y también sé que no valoráis la vida de vuestros compañeros, así que aunque me ponga a mataros uno a uno —y volvió a disparar a otro hombre al azar—, seguiréis sin decir nada. Pero os invito a todos a señalarme, aquí y ahora, a los responsables.
Fue en silencio hasta delante de todo, donde aguardaban todos sus hematófagos en fila con sus rifles y continuó:
—O simplemente os drenaré a todos.
Dejó otro pequeño silencio mientras nos recorría con la mirada. Desde allí delante pude apreciar la herida que tenía sobre la ceja derecha, bien cosida pero demasiado reciente para dejar de sangrar. Quizás alguien le había golpeado, alguno de los suyos o un humano descerebrado. Pero sabía lo de la resistencia, una de las mujeres de Simon había hablado y ahora estábamos jodidos.
Apreté los dientes, que me castañeaban sin parar, con las manos temblando a los lados de mi cuerpo. No podía decir nada porque, como había dicho Simon, no conocía a todos. Aunque lo más probable era que fuera una mentira para acojonarme.
—Yo lo sé, señor Direktor —murmuró una voz en mitad del silencio. Para mi sorpresa se trataba de Markus, mi propio Obenkopf, que levantaba una mano pálida y sucia—. No estaba seguro, por eso no lo dije antes, pero los responsables son los del barracón 2.
Al momento el Obenkopf del 2 comenzó a gritar indignado.
—¿Qué dices, sádico amariconado? —le escupió—. ¡Nosotros no hemos sido!
Allein los contemplo un momento y señaló con su arma al hombre para que se callase.
—¿Cómo lo sabes? —le preguntó a Markus.
—El doctor Liebe y yo hemos estado buscando a los responsables desde el principio y nuestras investigaciones nos llevaron a los hombres del 2 —se explicó con la mirada baja y un tono de voz extrañamente agradable y complaciente—. No pudimos profundizar más porque no queríamos crear problemas entre los Kopf que ralentizara nuestro trabajo en su Granja, señor Direktor.
—¿Qué investigaciones? —siguió interrogando el hematófago.
—Ya sabe, señor Direktor, palizas y sobornos…
—Entiendo…
—¡Eso es mentira! —gritó de nuevo el Obenkopf del 2—. ¡Esa sucia rata está mintiendo!
—¿Es cierto, Liebe? —le preguntó el Direktor al médico, escondido en la primera fila tras Markus.
Liebe tardó un momento, pero enseguida respondió:
—Sí, señor, es cierto.
—Bien entonces —asintió Allein dando la espalda a la formación de 1—. Fusilad a todos los de ese barracón y encontrar nuevos hombres que los sustituyan. El resto podéis iros, pero recordad que si vuelve a pasar algo como lo de la extractora 9, a vosotros será a los primeros que mate esta vez. ¡Vamos, largo de aquí!
Todos recogimos la ropa y nos vestimos a prisa. Mi uniforme gris estaba frío y manchado pero era mejor que estar desnudo. Nos dispersamos yendo a nuestros barracones tan rápido que en el patio sólo quedaron gritando y suplicando los hombres del 2.
—¡Cierra la puerta! —me gritó el doctor Liebe cuando entré en último lugar en el barracón. La primera tanda de disparos sonó a lo lejos junto con los gritos de los Kopf.
—Más os vale —comenzó a murmurar Markus, que se había colocado su uniforme del revés—, que encontréis a los verdaderos responsables antes de que se les ocurra poner otra bomba. Porque sino lo que nos hará el Direktor por mentirle será peor que drenarnos.
Sentía asco por lo que él y el doctor habían hecho, pero también un gran agradecimiento mezclado con vergüenza.
—Los demás barracones se enfadarán por esto —informó Garin con un golpe seco en la mesa—, nos odiarán y buscarán la forma de vengarse.
—¡Qué se atrevan! —gritó Markus mientras su vena de la frente comenzaba a hincharse, como hacía siempre antes de uno de sus ataques esquizofrénicos—. ¡Qué se atrevan a apuntarme con el dedo! ¡Les he salvado la puta vida, como a todos vosotros! Deberían venir aquí y besarme el culo…
Y otra tanda de disparos sonó a lo lejos.
Varick von Asche
Ya había sido un día extraño desde la mañana. Había dormido poco por participar en una de las timbas de Tomas el gordo. Había perdido una buena parte de mi dinero, pero había merecido la pena por ver a Medio Blaz y Frederick discutir a gritos sobre cuales deberían ser los pilares de la nueva sociedad hematófaga. Frederick, fiel a su carácter intransigente, decía que la esclavitud de los humanos sería la única solución. Sin embargo, Blaznick aseguraba que un sistema esclavista resultaba insostenible para la sociedad hematófaga. Había expuesto con buenos argumentos su teoría social más orientada a la servidumbre, pero Frederick casi había enloquecido y había estado a punto de pegar a Medio Blaz si entre todos no lo hubiéramos contenido.
Al levantarme y bajar a las cocinas de la residencia de la guardia me había encontrado al Viejo hablando otra vez de la guerra. Normalmente se pasaba la mañana fumando y bebiendo en su habitación hasta que decidía bajar a la Granja y pegar a todos los humanos que encontraba.
—… y me escupieron a la cara —decía con su voz ronca de alcohólico y fumador—. Mi propio hijo estuvo dispuesto a matarme cuando el proceso empezó, por suerte pude escapar al bosque antes de que la fiebre me dejara inconsciente. Estaba tan aterrado que me escondí en un agujero cenagoso bajo la corteza de un árbol muerto. Y ellos me persiguieron para cazarme, como a un animal. No fueron los soldados ni los de anti-plaga los que me apalearon, fue el hijo de mi vecino, el sobrino del sastre a quien le compraba toda la ropa, el frutero al que yo mismo había arreglado sus botas. Mi mujer lloraba, pero para ella yo ya estaba muerto.
—Todos fuimos rechazados en nuestro momento, Viejo —le respondió Horst—. Mi hermano incendió nuestra casa conmigo dentro. Por poco no salgo vivo, pero no me libré del todo… —añadió echando un vistazo a la piel oscura y agrietada de su mano izquierda.
—¿Sabéis donde está Medio Blaz? —les pregunté dirigiéndome a la nevera donde se almacenaban las botellas de sangre—. Me toca guardia en la sección de los invernaderos con él.
—Ya no —negó Horst, señalando con su mano sana un papel pegado en la pared frente el cual se había aglomerado una pequeña multitud de hematófagos—, han reorganizado las guardias de hoy. Por lo del cumple del Direktor y la vigilancia de su villa.
Me acerqué al papel haciéndome un hueco entre los hombre un tanto extrañado y con la botella de cristal frío en la mano. Con la letra afilada y llena de florituras del subdirektor estaban anotados los nombres de todos los guardias reorganizados en parejas. Como apenas llegábamos a doscientos hematófagos en la Granja la lista no era demasiado extensa.
—¿Quién es Kaleth? —pregunté al encontrar mi nombre apuntado junto al suyo.
—Yo soy Kaleth —respondió una voz desde la puerta con un leve acento de Nachgeschalteten Land. Era demasiado evidente por su entonación que era extranjero, aunque intentara ocultarlo bajo una pronunciación perfecta.
Levanté la mirada de la hoja hacia él y lo observé en silencio durante un breve momento. Era guapo, pero eso no era una novedad, pero sí tenía los ojos de un tono lavanda muy particular.
—Kaleth Colère —se presentó extendiendo una mano hacia mí.
—Varick von Asche —respondí, estrechándole la mano con firmeza.
—¿De los von Asche de Dunkel? —me preguntó.
—Sí
—Coincidí con Senta von Asche en la universidad, una chica encantadora.
—Mi prima —asentí—, el orgullo de la familia.
Hubo un corto silencio entre nosotros en el que ninguno de los dos añadió nada. No sé que estaría pensado de mí, pero yo sólo podía pensar una cosa de él: los problemas que me daría.
—¿Y qué hace un niñato extranjero y consentido como tú aquí? —le preguntó el Viejo con su falta de tacto habitual. Todos los que no hubieran vivido la guerra eran iguales para él; unos críos que no valoraban suficiente la suerte que tenían—. Vuélvete con tus libros a la ciudad, en esta Granja no hay sitio para principitos.
—Perdónale —intervino Horst—, es un primero y se cree que puede tratar a los demás como una mierda porque luchó en la guerra.
Kaleth sonrió mostrando sus colmillos blancos y algo torcidos, como si quisiera quitarle importancia al comentario.
—Por desgracia el marido de mi creadora ha fallecido recientemente y me he visto obligado a dejar la universidad durante un tiempo —se explicó volviéndose de lado hacia el Viejo—. La beca de estudios que me daban no era suficiente para ambos.
—La universidad es un lujo al alcance de pocos —le dije moviéndome un poco para dejar sitio frente a la hoja. Siendo la única universidad hematófaga del país se había convertido en un lugar muy exclusivo—. Muchos linajes importantes están allí, me extraña que no hayas hecho buenos amigos dispuestos a ayudarte.
Kaleth me devolvió la mirada sin perder parte de su sonrisa, pero en la intensidad de sus ojos noté que había entendido lo que quería decir. Chico listo.
—Nunca me ha gustado depender de los demás —respondió sin dejar el tono agradable de su voz—, y la universidad es muy grande. Al contrario que tu prima no he tenido tiempo de hacer buenos amigos. —Se detuvo un momento para dejar bien marcado aquel punto, esperando quizás una reacción violenta o molesta por mi parte, sin embargo, ni me inmuté.
Senta era una joven muy hermosa porque es lo que mi tía antepuso al elegirla, además era muy obediente y divertida, pero no lo suficiente lista para sacarse una carrera. Cazar un buen marido era su único objetivo y su obsesión, como la de muchas mujeres que iban allí.
—Además —añadió él—, no me importa posponer mis estudios por ayudar a mi creadora, después de todo le debo mucho…
—Sí —murmuró el Viejo dejando caer la ceniza de su puro sobre la mesa—, sí que se lo debes, todos se lo debéis a los vuestros —dijo señalándonos a todos con su dedos amarillento y sucio—. Pero se os olvida y a medida que pasan los linajes vais perdiendo el respeto por quienes luchamos por la libertad que tenéis ahora. Sin miedo, sin cazas.
—Es una pena —le dije abriendo la botella de sangre tibia—, los buenos amigos lo son todo en estos tiempos.
—Eso parece… —murmuró él. Mantuvo su sonrisa pero se trataba de un gesto más forzado que amable.
Le volví a mirar a los ojos mientras bebía y casi pude sentir el momento exacto en el que decidía que yo no le gustaba; apenas una mueca, un brillo decepcionado en el lavanda de sus ojos.
—¿Cuándo has llegado? —le preguntó Horst tratando de cambiar a un tema más neutral y sin trasfondo.
—Hace apenas dos días —respondió el extranjero—. Me alisté en la universidad y me iban a enviar a descifrar códigos a Inteligencia, pero preferí venir aquí. Pagan menos pero el tiempo de estancia obligatorio es menor.
—Es hora de irnos —le dije dejando la botella vacía sobre la mesa—, tenemos que ir a la villa y tardaremos al menos media hora en llegar.
—Es mejor que os deis prisa —aseguró Horst con una media sonrisa de la parte no quemada de su rostro—. No deberíais darle ninguna escusa a Allein para que os mande de una patada al frente.
—¡El señor Direktor! —le corrigió a gritos el Viejo—. ¡Un respeto a tu superior, Horst! ¡Ese hombre es todo un ejemplo de moralidad, al igual que lo fue su creador!
Le hice una señal a Kaleth para que me siguiera hasta la salida, dejando a los dos guardias discutiendo de nuevo.
—¿Sabes conducir? —le pregunté cuando estuvimos de camino a la puerta principal.
—Por supuesto. André, el chofer humano de mi creadora, me enseñó —dijo siguiéndome de cerca, a paso rápido—. Fue piloto antes de la guerra y aprendí mucho de él, pero en mi país el suelo es más sólido y no nieva tanto. No sé si será lo mismo aquí.
—En mi país no ponemos excusas para no hacer las cosas —respondí irritado—. Y no hablamos de los humanos como si fueran personas.
Noté la mirada asqueada que me dirigió por el rabillo del ojo y respiré hondo, miré que no viniera nadie y finalmente le detuve colocando una mano en su hombro.
—No me gustan los cambios imprevistos —reconocí con un tono confidencial, porque yo también había sido una vez un novato—. Yo no soy la niñera de nadie. Así que ahórrate todas las preguntas estúpidas sobre la Granja. Nosotros nos encargamos de la seguridad y de mantener a raya a los humanos, no te metas en problemas, cierra los ojos, aprieta el gatillo y no digas estupideces. Quizá así puedas volver a la ciudad con más dinero del que pensabas, ¿me has entendido, Kaleth?
—Claro… —murmuró él alzando una de sus cejas—, sé perfectamente lo que se hace aquí, Varick.
Me aparté y él se peinó su tupé moreno con la mano y una mueca arrogante. Su aspecto, su forma de hablar, su forma de actuar… su presencia era como un brote verde en un árbol muerto; un brote que no duraría mucho allí.
—Ya veremos… —murmuré caminando de nuevo hacia el garaje del cuartel.
Cuando vivías en la ciudad oías hablar de las Granjas, te hacías una vaga idea de lo que había, sabías de dónde venía la sangre que bebías, sabías que allí estaban los humanos; encerrados y vigilados para que no nos hicieran daño. Pero todo era diferente cuando llegabas, cuando tenías que mirarles a los ojos y disparar, cuando los veías llorar a tus pies y pensabas que la única razón por la que no estabas tú allí había sido casi un accidente, la elección de alguien… o pura suerte.
Algunos hematófagos aún estaban hablando frente a los jeeps cuando entramos en la nave grisácea del garaje. Entre ellos estaba Tomas el gordo, que me saludó con una de sus torcidas sonrisas.
—¿Mala noche, Varick? —preguntó cuando nos acercamos. Estaba apoyado plácidamente en el lateral de un jeep color tierra y tenía unas marcadas ojeras oscuras bajo sus pequeños ojos granates—. Se te ve cansado… y un poco más pobre que ayer.
—Probablemente —asentí con una sonrisa. Tomas le echó un vistazo a Kaleth y volvió a mirarme con la curiosidad bailando en su rostro rollizo; así que añadí—. Y hoy me han cargado con un novato. Así que mi día no hace más que mejorar…
El hematófago se rio y saludó con la cabeza al nuevo.
—Bienvenido, chaval —le dijo—, ¿cómo te está tratando Varick? Yo que tú no me quejaría demasiado, es un cabrón de gatillo fácil.
Kaleth sonrió con educación, pero era obvio que no se sentía cómodo con aquello.
—Viene de la universidad —le informé, porque sabía que a Tomas le interesaría mucho aquello. Se estaba matando a trabajar en la Granja para poder costearle a su chico una buena educación y cualquier oportunidad para recordárselo a todos le henchía el pecho de orgullo.
—¿Sí? —exclamó él—. Mi linaje también está allí, quizás lo conozcas, se llama Ritter, Ritter Stein. Estudia arquitectura, es de primer año.
—No… no me suena —se disculpó Kaleth—, hay mucha gente allí y yo iba a la facultad de letras, así que no… no debimos haber coincidido…
—¿Vais hacia la villa? —le pregunté a Tomas.
—Sí, ¿queréis venir con nosotros? —respondió señalando con la cabeza a otro guarda—. Vamos a salir ahora para allí. Exactamente… —añadió sacando aposta el reloj de bolsillo que me había ganado la noche anterior—, dentro de un minuto…
—Acabarás devolviéndome ese reloj, Tomas —le aseguré mientras abría la puerta del conductor en la que estaba apoyado.
Cuando los cuatro estuvimos dentro del jeep puse en marcha el motor y apreté el acelerador.
—¿Sabías que mi padre humano era relojero? —me preguntó Tomas a mi lado. Tenía la barriga tan grande que le chocaba contra la parte delantera del coche.
—Creía que tu padre había sido chulo de putas —le dijo su compañero, inclinándose hacia delante desde los asientos de atrás. No conseguía recordar su nombre.
Saqué la mano por la ventanilla y saludé al guarda que vigilaba la torre de entrada antes de que nos abrieran la gran verja doble que separaba la Granja del bosque colindante.
—Que te jodan, Alaric —le respondió Tomas mirándole por el retrovisor mientras guardaba el reloj y sacaba una cajetilla de pitillos algo arrugada—. Cuando a mí me infectaron tú ni siquiera habías nacido. ¡Me pasé meses escondido en las putas alcantarillas que apestaban a mierda y meados!
—Se nota —le respondió Alaric, riendo—, nadie te hubiera escogido ahora con esa cara de subnormal que tienes.
Tomas se puso rojo y estuvo a punto de morder el cigarro que se había puesto en los labios. Él se había infectado cuando todavía no había Granjas, cuando las ciudades aún eran refugios humanos y no podías elegir a la carta a tu linaje.
—Yo también me infecté cuando lo importante era ser inteligente —le conté—. Una cara bonita no te ayudaba a sobrevivir en las cloacas, no con los de anti-plaga rozándote los talones con sus lanzallamas.
Eso le cerró la boca. No me gustaba que se metieran con Tomas por algo tan infantil y estúpido como su aspecto. Tomas era un buen hematófago y además una gran persona; no se podía decir lo mismo de la gran mayoría de los guardias.
—Mi padre humano era sastre —dijo el nuevo, rompiendo el silencio que había dejado mi voz—. Tenía una pequeña tienda en Nuit de l’eau, la capital.
—Mi prometida está como loca por qué la llevé allí —comentó Alaric, con la vista puesta en la sucesión de pinos que rodeaban la carretera—. Lleva aprendiendo vuestro idioma desde hace meses. Para mí es como oír una sucesión de gorgoteos y silbidos; no hay quien os entienda.
Kaleth se rio.
—¿Y tu padre humano, Varick? —me preguntó Tomas mientras me ofrecía un pitillo.
Lo cogí sin apartar la vista de la carretera.
—Mi padre trabajaba en anti-plaga.
Encendí la radio para no escuchar el silencio que había dejado de nuevo mi respuesta.
Helen Glaubt
Estábamos bien, estábamos a salvo; gracias a Dios.
Nos habían traído en aquel camión oscuro, sin saber a dónde íbamos ni que nos harían. No había podido dejar de temblar durante todo el trayecto, abrazada con fuerza a Corinna, a la que había conseguido encontrar, y segura de que íbamos a morir. Ella había estado llorando sin parar y gimiendo que quería irse, irse a casa, diciéndome lo mucho que echaba de menos a su madre y a sus hermanos.
—Todo terminará pronto —le había susurrado al oído entre los gritos y los lloros de las demás mujeres.
Amara ni siquiera se había movido, agazapada, con el rostro hundido entre las piernas.
Cuando el camión al fin se había detenido hubo un silencio tirante y nervioso, nos mirábamos unas a otras sin ver nada en la oscuridad. Hasta que en el momento que la puerta se abrió, arrojando una luz cegadora sobre nosotras, empezamos a gritar de nuevo; tan afónicas y asustadas que apenas sonaba humano.
—¡Afuera! —nos habían ordenado, empujándonos para que saliéramos de allí. Pero todas nos apretujábamos contra las paredes lo más lejos posible de ellos.
Dispararon un par de veces al cielo y volvieron a gritar.
Cuando al fin nos bajamos estaba amaneciendo por el horizonte y el cielo había clareado, pero el frío seguía helándonos los huesos. Nos dirigieron hasta la parte trasera de aquella casa donde el mismísimo Allein había hablado con nosotras, ordenándonos limpiar la villa de arriba abajo sin más explicaciones.
Todas sentimos un alivio desolador y yo sostuve la cruz de mi pecho con fuerza, agradeciendo al Señor otro glorioso día en este mundo. Corinna volvió a llorar intentado disculparse por su comportamiento en el camión pero no le permití hacerlo. Le limpié las lágrimas con la manga sucia de mi uniforme y la abracé con fuerza.
—Añorar a tu familia no es algo malo —le había dicho—, no tienes nada de que avergonzarte, querida. Nada.
Eso la tranquilizó.
La villa era grande pero estaba vacía. Muchas de las habitaciones olían a cerrado y el polvo se había acumulado durante meses sobre los muebles. Los únicos lugares que no nos obligaron a limpiar fueron la habitación del Direktor y su despacho, del que no dejaba de entrar y salir esa preciosa chica rubia. Era extraño verla caminar con ese aire ausente y la mirada baja, con botellas de sangre vacías en las manos y una sonrisa amable para todos nosotros. Ofreció comida enlatada a las mujeres que limpiábamos la cocina y nos pidió que no hiciéramos demasiado ruido.
Después llegaron los hombres en un camión similar al nuestro y empezaron a mover todos lo muebles para reorganizar el salón y poder limpiar el polvo. Entre ellos también habían enviado a un par de Kopf; a los que habían dejado para la ocasión las varas metálicas con las que recibían a los nuevos en la estación de tren. Parecían alterados y molestos, hablaban entre ellos en susurros y casi sin prestar atención a lo que hacían los demás hombres.
—Algo va mal —murmuró Amara mientras fregaba el suelo a mi lado. Cuando había quedado claro que no íbamos a morir se había limpiado la cara y me había dicho con expresión serena: «Te dije que todo iría bien»
Giré la cabeza sin dejar de frotar el cristal de la ventana para ver a los Kopf, agrupados en la puerta del salón.
—¿Por qué? —le pregunté.
—Mira a Simon, nunca le había visto tan serio. Algo pasa, Helen. Lo noto. Tenemos que hablar con él.
—No podemos, eso levantaría sospechas.
—¿No puedes hacer como que te da un achaque o algo, por la edad? —me preguntó, lanzando miradas nerviosas a los Kopf.
—Claro que no —respondí enojada.
—Podrías mearte encima —insistió.
—¡Amara! —exclamé.
—Vale, tengo otra idea.
Soltó la fregona de golpe y se encaró contra otra de las mujeres. Una chica morena, bastante joven, que se llamaba Bluma.
—¿A quién llamas tú puta? —le gritó Amara antes de empujarla con violencia—. ¡Te voy a partir la cara!
Bluma cayó al suelo con una expresión sorprendida y asustada.
—Yo no… —murmuró, pero su voz quedó ahogada por el grito de Simon.
—¡Vosotras! ¡Dejad de pelear!
Se acercaron ambos; él y su primo sordo, que se encargó de agarrar a Amara de los brazos.
—Os vamos a enseñar a comportarse como es debido —dijo Simon cogiéndome del brazo y tirando de mí, aunque yo no hubiera hecho nada—. El Direktor a dicho que nada de ruido, ¡moveos, ratas!
Salimos hacia el pasillo y nos llevaron hasta una de las habitaciones vacías de la primera planta. Los demás Kopf nos echaron una mirada aburrida y no dijeron nada.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Amara cuando Simon cerró la puerta a nuestras espaldas.
—¿Estás bien, Amara? —le preguntó Erik, con verdadera preocupación en la mirada.
—Lo estaré cuando me digáis que ha pasado.
—El Direktor lo sabe —dijo Simon llevándose una mano al pelo—. Nos ha hecho formar a todos los barracones y ha ido matando a un hombre tras otro sin ningún sentido. El Obenkopf del 1 ha culpado a los del 2 y los han fusilado allí mismo.
—¿A los del 2? —pregunté yo, con la mano apretada contra el pecho—. ¿Por qué?
Erik se encogió de hombros.
—Suponemos que necesitaban a una cabeza de turco.
—¿Saben algo de… nosotros? —inquirió Amara.
—Nada que sepamos —murmuró Simon—. Pero el tiempo se agota, tenemos que acelerar las cosas. ¿Habéis hablado con la mujer de las fábricas?
—Sí —dijo Amara—. Os conseguirá el resto de la pólvora.
La miré y apreté los labios disgustada. No era cierto que la muchacha fuera a hacerlo, y menos ahora, que estaría asustada. Pero no dije nada.
—Bien, porque lo necesitamos —advirtió Simon—. Las cosas se pondrán muy feas dentro de poco.
Ambas asentimos a la vez. Íbamos a volver a nuestro lugar en el salón, pero antes me fijé en la manga empapada en sangre de Erik.
—Estás sangrando —le dije.
El Kopf se miró el brazo algo sorprendido y se recogió el uniforme mostrando una herida rojiza y un poco hinchada.
—No tiene buena pinta.
—No es nada —aseguró él—. Me la hice esta mañana en los crematorios, con la plancha de metal.
—Oh, pobre Kopf. Se ha hecho pupita mientras cargaba muertos y los quemaba… —murmuró Amara con sarcasmo antes de pasar por su lado con indiferencia.
Erik vio como se alejaba con una expresión dolida.
—Ha perdido a su hermano hace poco —le recordé, dejando caer una mano en su hombro. Erik no era demasiado inteligente, pero había demostrado ser un buen hombre; todo lo buen hombre que podría ser un Kopf—. No se lo tengas en cuenta.
—Ya… —murmuró, sin apartar la vista de la puerta—. Es una mujer difícil.
—Cuida de esa herida —dije antes de volver con las demás.
Era una pena que Amara fuera demasiado orgullosa para aceptar la ayuda de los demás. Había cubierto su corazón con rencor y odio, había ensordecido su conciencia y ahora estaba tan ciega que ni siquiera podía ver lo mucho que ese chico sordo la adoraba.
La tarde pasó y al anochecer nos hicieron desfilar hacia el camión para devolvernos al campo. Un instante después el ruido de un motor ahogó el sonido de nuestros pasos sobre la gravilla. El Direktor bajó de su coche oficial negro, adornado con las banderillas granates a los lados, e hizo que nos detuviéramos. Agarré la cruz de mi pecho y contuve el aliento.
Él estaba diferente; sucio y algo descuidado. Con el pelo revuelto y una mirada turbia. Como siempre que le veía me asaltaba el mismo pensamiento, nadando entre el terror que me infundía, hundido bajo la aversión que me inspiraba. Y en un corto instante pensaba en lo atractivo que era.
—Traed a Hanna —le pidió a uno de ellos mientras nos miraba con una expresión indiferente, porque nosotras no éramos nada para él.
Nos quedamos en absoluto silencio, esperando, tiritando y en fila frente al Direktor. Desconcertadas, asustadas y temiendo lo que pudiera suceder. Corinna estaba dos puestos por delante de mí y me miró por el rabillo del ojo sin levantar la cabeza; apreté mi pecho y recé, recé muy fuerte para que no se pusiera a llorar. No allí, no ahora.
La muchacha rubia llegó desde la villa escoltada por uno de los guardias. Caminaba con determinación hacia nosotras y con una expresión sin vida en el rostro. Cuando estuvo suficiente cerca se detuvo y se rodeó el cuerpo con sus brazos delgados y plagados de moratones. El Direktor la miró a los ojos, en silencio, pero no como a nosotras sino de verdad. La miraba a ella, con una intensidad que se tragaba el mundo y consumía la noche. Había una tensión palpable en el aire helado, algunas de las mujeres se atrevieron a levantar un poco la cabeza y ver lo que estaba ocurriendo; porque fuera lo que fuese no parecía tener ningún sentido.
Entonces el Direktor sacó su arma y comenzó a dispararnos en la cabeza, una a una, en orden desde el extremo más cercano al camión, hasta llevar al menos cinco. Algunas gritaron horrorizadas y suplicaron por su vida, pero no hubo perdón.
—¡Al suelo! —nos gritó sin dejar de mirar a la joven, y todas caímos de rodillas sobre la gravilla del patio.
Ella nos observaba aturdida, con los ojos húmedos y una mano sobre sus labios.
—Me has traicionado —le dijo al fin él entre dientes—. Has abusado de la confianza que te he dado, pero aprenderás cual es tu sitio aquí…
—Lo… siento —tartamudeó ella.
—¡Ya es tarde!
Y el Direktor mató a otra mujer, que cayó de bruces al suelo, con el rostro enterrado en la gravilla. Acercándose a cada paso hacia su criada y hacía mi posición en la fila. La mano me temblaba en el pecho y las lágrimas me caían tibias por el rostro. Podía oír a Corinna gimiendo desconsolada frente al arma del Direktor; ella sería la siguiente en caer en aquella locura. Y recé, recé muy fuerte.
Señor, protégenos…
—¡Dame las gracias, Hanna! —le volvió a gritar él—. ¡Mírame a los ojos y dame las gracias por no ser a ti a quien mate!
La muchacha estaba paralizada, negando con la cabeza mientras lloraba.
—Ellas no tienen la culpa…
—¡Agradécemelo! —le gritó más fuerte todavía.
—Por favor… —suplicó Corinna a los pies de aquel monstruo—, no me mate…
Oh, Señor, ten piedad…
—Gra… —comenzó a tartamudear Hanna— graci…
Pero su voz quedó ahogada con el último disparo. Corinna cayó de espaldas, con una bala entre los ojos. El pañuelo morado que le sujetaba el pelo se desprendió flotando unos instantes en el frío nocturno hasta hundirse en un charco de sangre.
El Direktor bajó al fin su arma, dio un par de pasos hasta quedar frente a la criada y la agarró de un brazo.
—Si vuelves a hacerme algo así, Hanna —le susurró muy cerca del rostro—, serás tú quien las mate.
Y pasó de largo dejándola sola en mitad de aquel patio que apestaba a sangre y muerte. Los guardias nos pusieron de nuevo de pie y nos ordenaron entrar en el camión. Desde allí pudimos ver como la joven caía al suelo temblando y vomitaba, llorando en la oscuridad.
¿Quién era ella? ¿Qué la hacía más valiosa que a nosotras? ¿Qué la hacía diferente?
Los guardias cargaron también los cadáveres en el camión. Nosotras gritamos horrorizadas y nos apretujamos al fondo, lejos de su piel fría y su sangre. Amara me apretó con fuerza mientras yo gemía y lloraba.
—Fue rápido, Helen —me dijo—. No sintió nada.
El cuerpo de Corinna cayó desde la pequeña montaña de muertas hacia nosotras con un agujero entre sus grandes ojos azules. Me miraba en la oscuridad preguntándome: «¿Por qué?».
¿Por qué?