Adler Allein
Eva olía a menta y fresas. Tenía un peinado a la moda, con grandes bucles en su melena morena que caían sobre su vestido a medida. Le encantaba jugar con los colores de su ropa para que siempre encajaran con el bonito magenta de sus ojos. Era una mujer hermosa, elegante y distinguida; todo lo que se esperaba de una hematófaga de su posición, y de mi familia.
—Este es un lugar frío —me dijo mientras se apretaba más su pelliza negra sobre los hombros—, nunca hace sol. ¿No te aburre?
—No —respondí.
—¿Y qué me dices de lo lejos que está? ¿Cuánto hace que no tienes una conversación de verdad? No una sobre la guerra o el número de humanos que hay en este agujero. —Miró a lo lejos, a las preciosas vistas de las montañas nevadas que el balcón nos brindaba—. Me preocupa que estés aquí tan solo, Ad.
Giré la cabeza para que no me viera poner los ojos en blanco y me encendí un cigarro.
—La semana pasada Klaus y yo fuimos a ver cantar a Sussane Blau —siguió—, me acordé mucho de ti. Es maravillosa, suena incluso mejor que en ese disco tuyo. Su creador debe estar tan orgulloso…
—Sí.
—Deberías haber venido, así podría presentarte al nuevo linaje de los Stärke. Frieda me dijo que al verla enseguida supo que la quería a ella, ya sabes lo exigente que es. Se cree la reina del buen gusto, y la muy zorra no paraba de pasarme por la cara a la muchacha como si fuera un trofeo. Pero la verdad es que es una chica preciosa, en serio, tiene una sonrisa que hace brillar el mundo a su alrededor.
Cogí aire y me peiné el pelo hacia atrás a la vez que me recostaba sobre la silla de mimbre.
—Y Yohanna Dampf no para de preguntarme por ti —dijo con una sonrisa cómplice—. Ni Serilda Süden, tampoco Agneta von Vorn…
Dejó aquel nombre flotando en el aire mientras se miraba las uñas, haciéndose la interesante, como si su mera mención tuviera que despertar alguna respuesta por mi parte.
—Agneta guarda muy buenos recuerdos de ti… —insistió al ver que no iba a decir nada—. Podrías habérmelo dicho, soy tu hermana, no tengo porqué enterarme por los demás de estas cosas.
Se cruzó de brazos y me miró fijamente unos segundos.
—¿No tienes nada que decir? —murmuró molesta.
Me encogí de hombros y solté una bocanada de humo gris.
—¿Quién es Agneta? —pregunté.
Eva abrió los ojos y negó con la cabeza.
—¡Te acostaste con ella el año pasado, en tu cena de ascenso! —exclamó.
—¿Sí? Ese día estaba muy borracho.
—¡Pues ella sí se acuerda! Prácticamente va diciendo que sois pareja. Pensé que os habríais estado carteando, o algo…
—Quizás Klaus pueda permitirse perder tiempo con cartas y romances baratos, pero los hematófagos de verdad aún tenemos muchas cosas que hacer.
—No he venido a discutir, Ad —me interrumpió con expresión seria mientras se cruzaba de piernas. Estaba más delgada que en su última visita.
—¿A qué has venido entonces, Eva? —le pregunté.
Ella me sostuvo la mirada sin vacilar, mantenía los labios tan apretados que apenas eran una línea de carmín en su rostro.
—Soy tu hermana —me recordó entre colmillos—. Perdóname si me preocupo por ti y vengo a este lugar frío y deprimente para hablar contigo.
Solté el humo del cigarro hacia arriba y le acerqué la pitillera, ella la aceptó manteniendo su expresión severa.
Odiaba cuando se ponía tan melodramática.
—Me encanta que vengas a verme —le dije—. Sabes lo mucho que valoro tu compañía.
—Oh, vamos… —murmuró incrédula, poniendo los ojos en blanco—. Tampoco tienes porque mentirme, Ad. —Colocó una boquilla en el cigarro y lo encendió con su bonito mechero de madreperla. El primero de muchos de los regalos caros y extravagantes de un marido enamorado—. Ya han pasado demasiados años para eso…
Sonreí. Eva cogió aire tras una calada y soltó el humo mientras negaba con la cabeza de nuevo, haciendo temblar los bucles pardos sobre sus hombros.
—Estás más delgada —le dije—, deberías dejar de inyectarte esa mierda, sabes que no funciona; nada funciona…
—La necesito, Ad. Me ayuda —murmuró mirando de nuevo las montañas a lo lejos del valle—. Nuestra herencia se hace demasiado pesada. Tanta rabia… tanta furia… a veces siento que simplemente me dejo arrastrar por un torrente de ira irracional del que no puedo escapar.
Yo también aparté la mirada hacia el salón, separado de nosotros por una enorme cristalera.
—Tengo suerte de que Klaus no me deje —prosiguió tras un corto silencio—. Lo intento… pero ni siquiera la morfina es suficiente, siempre acabo molesta por algo que hace. Cualquier cosa sirve para hacerme enfadar —oí como se entrecortaba su respiración y comenzaba a sollozar—, y entonces le grito… le he llegado incluso a pegar, pero él siempre me perdona y…
—Ya basta —la interrumpí. No necesitaba escuchar aquello.
Eva alcanzó un pañuelo de su bolso y se lo pasó bajo los ojos sin correr su maquillaje negro. Cogió una ruidosa bocanada de aire frío y recuperando la compostura añadió:
—Necesitas casarte, Ad. No puedes estar tan solo. Agneta es el linaje de Cecania von Vorn, es la mejor modista de la ciudad, prácticamente todas las tiendas de ropa son suyas.
—Me casaré cuando yo lo diga —le recordé con tono serio.
Ella se giró molesta hacia mí.
—Tienes que hacerlo —repitió cortante—. No está bien que un hematófago de tu posición esté soltero. Te sobran las mujeres, escoge una callada y servicial y cásate. No tienes porqué quererla.
Me volví de nuevo hacia Eva, que me sostuvo la mirada en silencio, con la boquilla de marfil cerca de los labios.
—A veces tu romanticismo me sorprende —le dije.
Ella sonrió mostrando parte de sus colmillos, blancos y bien proporcionados.
—Deja el romanticismo para los humanos, Ad —respondió—. Nosotros tenemos responsabilidades.
Sonreí. Bajé la mirada hacia el cenicero y dejé caer la ceniza sobre el cristal ennegrecido del fondo. Antes de que pudiera responder Hanna apareció con una bandeja, con vasos y una botella de sangre. La dejó sobre la mesa que había entre Eva y yo sin mirar a ninguno de los dos a la cara y puso un vaso delante de cada uno. Como le había ordenado había escogido la cristalería buena y le había sacado brillo, también había traído la sangre tipo cero; la preferida de mi hermana.
—No sabía que tuvieras nueva criada —dijo Eva con un tono de fingida sorpresa—. ¿Qué le pasó a la otra?
—Se cayó por las escaleras —respondí sin apartar los ojos de la humana—. ¿A que sí, Hanna?
Ella levantó la mirada del suelo unos segundos hacia mí y asintió diciendo:
—Sí, señor.
Al hacerlo un mechón de pelo se le escapó de la descuidada trenza, que había recogido sobre su cabeza, y cayó flotando hasta su hombro. Si Agneta hubiera sido Hanna no me hubiera olvidado de ella.
—Adler —me llamó Eva—, te estoy hablando.
Giré el rostro hacia ella.
—Dime.
—Te preguntaba que de dónde es —repitió señalando a Hanna con la cabeza.
Me encogí de hombros.
—De alguna Madriguera de humanos —respondí sin darle mayor importancia.
—¿De dónde eres? —le preguntó directamente a ella.
Hanna tragó saliva mientras Eva y yo aguardábamos su respuesta en silencio.
—Soy de aquí, de Jahreszeiten Land —respondió—. De la Madriguera Herbstlich, al este.
—Sí —asintió Eva tras otra calada de su cigarro, como si tuviera alguna idea de dónde quedaba Herbstlich—, eso me parecía. ¿A qué te dedicabas antes de llegar a la Granja?
Apreté el pitillo entre los dedos y lo hice rodar con impaciencia. No me gustaba que Eva le prestara tanta atención a Hanna. Era mi criada, yo la había encontrado, me pertenecía, sólo a mí.
—Yo… hacía… —vaciló.
—Vete, Hanna —la interrumpí antes de que respondiera—. Ordena la despensa.
Eva me miró extrañada, pero no dijo nada hasta que la humana se marchó llevándose la bandeja de metal cromado apretada entre los brazos.
—¿Qué ocurre? —me preguntó.
—Dímelo tú —respondí, incapaz de no mostrarme algo molesto.
La hematófaga levantó un poco la cabeza y se llevó la boquilla a los labios. La punta del cigarro se encendió con un fulgor anaranjado y volvió a apagarse.
—Mi sirvienta humana está mayor —explicó—, he tenido que enviarla a que la drenen. Necesito otra más joven. —Dejó caer su mirada hacia el vaso vacío y lo hizo girar entre sus dedos—. Quería saber un poco más de… Hanna, quizás pueda llevarla conmigo de vuelta a la ciudad y…
—No —la interrumpí.
—¿Por qué? —exclamó. Eva no estaba acostumbrada a que le negaran sus caprichos—. Tú puedes coger a cualquier otra de la Granja.
—Hanna se queda —repetí, haciendo un esfuerzo por controlar el tono de mi voz.
—La acabarás matando —aseguró—, como a todas las demás. Déjame al menos que me lleve a esta. Todas mis amigas querrán tener una igual cuando la vean aparecer, con ese acento extranjero y esos ojos…
—He dicho que no. —Empezaba a perder la paciencia—. Si necesitas criada escoge a la que quieras de la Granja y llévatela.
—Ad, no estás siendo racional. Tú no le das importancia a estas cosas, pero en la ciudad…
—¡He dicho que Hanna se queda! —grité, y mi voz sonó como un graznido áspero y desesperado, a la vez que golpeaba la mesa. El cristal se estremeció bajo mi puño, haciendo temblar todo lo que había sobre ella.
Eva se incorporó un poco en su asiento de mimbre con sus ojos magentas plagados de curiosidad y sorpresa. La miré fijamente, con los colmillos apretados, esperando que no hiciera la pregunta que no quería responder.
—Muy bien… —fue todo lo que dijo.
Entonces pude coger aire para tranquilizarme y recostarme de nuevo sobre mi silla.
—Hay muchas humanas en la Granja —le dije con un tono más relajado, frotándome las sienes con una mano—. Haré buscar una para ti. Joven, sana y con experiencia en tareas domésticas.
—Como desees —murmuró mientras servía la sangre.
Hubo un corto silencio en que ninguno de los dos dijo nada. Bebí un trago del vaso y volví a dejarlo sobre la mesa, la sangre sabía demasiado ácida y era demasiado líquida para mi gusto.
—¿Y ese cuadro? —preguntó Eva señalando con la cabeza a través del ventanal, hacia el salón.
Al lado de una estantería de libros había un cuadro grande colgado en mitad de la pared gris.
—Es de Varick Rauch —le dije.
—Vaya —murmuró alzando sus cejas—. He oído hablar de él. Uno de mis conocidos también tiene un cuadro suyo, pero tenía más colores y algún sentido.
Miré hacia el lienzo de color naranja colgado en la pared.
—Sabrás entonces que Rauch tiene una mutación imprevista del virus en sus ojos que le permite ver más colores que al resto de nosotros.
—Eso dicen… —asintió ella, no demasiado convencida.
—Pues ha pintado uno de esos colores en ese cuadro —le expliqué.
—Yo sólo veo un lienzo naranja.
—Sí, porque tú no puedes verlo, ni yo; pero está ahí.
No esperaba que Eva entendiera lo maravilloso que era aquello, pero yo sí lo entendía. Por eso lo había comprado, porque de alguna forma ese cuadro era como yo.
Eva suspiró.
—¿Así desperdicias tu dinero? —preguntó—. A saber lo que te ha costado eso…
—¿Ahora te preocupa el dinero?
—Me preocupa que lo malgastes —explicó—. Una hematófaga de verdad no te habría dejado comprar algo así, otra buena razón para casarte. A lo mejor ella hasta podría convencerte de que volvieras a la ciudad.
—Vas a conseguir enfadarme de verdad… —le advertí.
—Cuando te pones así me recuerdas a él, y no me gusta.
Empezaba a echar de menos la sangre etílica, pero Hanna estaba en la despensa, demasiado lejos para oírme gritar.
—Padre tenía buenas razones para enfadarse —respondí.
—No me puedo creer que le sigas defendiendo después de todo lo que nos hizo —me echó en cara, como había hecho todas las veces que había salido el tema a lo largo de nuestra vida.
—Gracias a él ya no eres humana —le recordé con un tono peligroso en la voz—. Deberías agradecérselo cada día, con lágrimas en los ojos.
Eva bajó la mirada distraída y se arregló la falda del vestido.
—Él nos ha llenado el corazón de veneno y el alma de odio —murmuró—. No me pidas que se lo agradezca…
La ceniza del cigarro se desprendió sobre mi camisa blanca y la limpié como pude, utilizando mis tirantes oscuros para tapar la mancha.
—Mi pequeño Hans es el que peor lo pasa —siguió diciendo Eva, expresando en voz alta sus preocupaciones, como solía hacer—. Ya ha tenido más de cinco peleas en la facultad, y el curso casi acaba de empezar.
—¿Qué tal le va con las clases? Dile que se pase por aquí, tengo ganas de hablar con él.
—Casi lo expulsan, Ad —dijo con tono afectado—. ¿No me has oído?
—Quizás sea porque los Allein no estamos hechos para pasarnos la vida tras una mesa —le dije—. Mi sobrino se merece algo mejor.
—No lo entiendes —negó con la cabeza dando otra rápida calada a la boquilla de marfil de su cigarro—. La guerra terminará de un momento a otro, los hematófagos ya estamos cimentando nuestro lugar en el mundo. No necesitamos más soldados, necesitamos abogados, médicos, contables, fabricantes… oficios útiles en un futuro de paz.
—No habrá paz hasta que todos los humanos estén a nuestros pies —le aseguré.
—Tengo miedo, Adler —me confesó llevándose una mano al pecho—. Miedo de que no podamos adaptarnos a un mundo sin guerra.
—¿Por qué?
—¿Qué haremos con tanto odio? ¿Qué haremos nosotros cuando no haya nada a que odiar? Cuando todos los humanos estén sometidos. —Su voz temblaba y no tardó en comenzar a sollozar—. ¿Qué será de mi pequeño, de mi linaje, si no puede vivir en una sociedad civilizada? ¿Qué será de ti, Adler?
—No exageres, Eva —le dije—. No somos meros Infectados.
Pero ella tenía los ojos húmedos y la mirada perdida a lo lejos, de nuevo entre las montañas, con una mano apretada con fuerza sobre el pecho.
—¿Vas a seguir adelante con lo de la cena? —le pregunté para distraerla de su nuevo brote melodramático.
Eva me miró unos segundos, sacó una hoja de su bolso y la desdobló sobre la mesa.
—Aquí está la lista de invitados —me dijo con un resto de tristeza en la voz.
Eché un rápido vistazo leyendo alguno de los nombres y le di la vuelta; había más por el otro lado.
—Creí que sería algo más íntimo —le dije—, tú, yo, mi sobrino y algunos amigos de la familia.
—Lo sé —se disculpó ella—. Pero no puedo permitir que pases por alto la celebración de tu cincuenta cumpleaños con una cena cualquiera. No se cumple medio siglo todos los días.
—Esto me hace sentir mayor.
O peor, me hacía sentir como padre. Pero preferí no decir nada.
Eva se rio demostrando una vez más lo impredecible de su carácter.
—Mayor… —repitió—. Ad, estás casi igual que cuando te infectaste. —Puso una mano cálida sobre la mía, con cariño—. El virus hará que siempre seamos jóvenes.
—El virus no es ningún remedio mágico, Eva —le recordé, pero no retiré la mano de debajo de la suya—. Todo se acaba. Nosotros también envejecemos, y acabaremos muriendo algún día.
—Un día todavía muy lejano —añadió ella—. Así que mientras tanto celebraremos tu medio siglo con una cena de gala. He pensado en alquilar alguna sala de baile, acaban de abrir una en…
—Será aquí —le dije—, en la villa.
—¿Aquí? —Puso una expresión de disgusto, pero no dijo nada al respecto—. Entonces tendré que traerlo todo. ¿Qué te parece colgar farolillos en la terraza? También aquí, en el balcón y en el salón. Quitaremos los muebles y pondremos una mesa larga para los invitados. Compraremos sangre de buena calidad, de la Granja Herz, y habrá música, violines y un arpa, por supuesto.
—Tendré que traer a muchos humanos para organizar todo eso —murmuré.
—No importa, para eso están —afirmó ella revisando la lista de invitados—. Vendrá mucha gente importante, de la ciudad y el ejército. Amigos de padre sobretodo, los que aún están vivos, sino vendrá algún representante de sus linajes. Sé que no te hará feliz tener a tantos desconocidos en tu casa, pero si lo quieres hacer aquí es lo que hay.
Eva volvió a doblar la lista y, como si recordara algo, me miró insegura y preguntó:
—¿Tú… tú quieres invitar a alguien…?
—¿Y a quién iba a invitar? —le pregunté.
Ella bajó la mirada para que no viera la compasión en su rostro, pero yo sabía que estaba allí; flotando en el magenta de sus ojos.
Miré de nuevo al cuadro naranja y bebí de un trago la sangre del vaso. Hubiera dado cualquier cosa porque hubiera sido etílica.
Doctor Liebe
En la extractora 5 reinaba el murmullo desagradable de las máquinas, era la respiración plástica y mecánica de las bombas de aire que creaba succión en los tubos. Era un mecanismo sencillo pero eficaz que drenaba sin pausa al ganado. Los humanos se mantenían atados, desnudos y amordazados a las camillas de hierro mediante correas mientras las decenas de tubos les drenaban lentamente. Me repugnaba estar allí y me asqueaba la forma en que sus cuerpos pálidos comenzar a ennegrecer por la falta de sangre. Había visto muchas cosas en mi vida, había tenido que amputar miembros en la guerra simplemente por no tener los medios suficientes para curarles de verdad; pero aquello… como médico… me daba ganas de vomitar.
—Odio cuando se despiertan… —murmuraba el joven frente a mí. Estaba mirando su reloj mientras medía el pulso de uno de los hombres del ganado.
—Volverá a desmayarse enseguida —le aseguré—, deja de quejarte.
Él levantó la mirada y apartó la mano del cuello del hombre.
—¿Está nervioso porque dentro de poco será uno de ellos, doctor? —me preguntó con una media sonrisa.
Marqué una cruz sobre el número del cuerpo que estaba inspeccionando certificando su muerte y me dirigí al siguiente. Era una muchacha morena que se removía un poco entre sus ataduras, aún estaba muy sana para llevar allí más de un par de días. Me miraba con sus ojos enrojecidos de llorar suplicando ayuda. Pero no era mi culpa que estuviera allí.
—Mira, niño… —iba a decir, pero él me interrumpió para corregirme.
—Doctor Erinnern.
Aparté los ojos de la mujer y le eché una mirada de arriba abajo con desprecio.
—Porque ellos te hayan dado una tarjeta y una bata no te conviertes en médico —le dije.
—Yo ya era médico antes de llegar aquí —me repitió molesto, como ya había hecho en otras ocasiones—. Tengo conocimientos en…
—¿Acaso has ido a la universidad?
—No, pero mi padre…
—Entonces —le interrumpí—, no tienes una mierda.
El joven me miró enfadado antes de anotar otra cruz sobre el número de su paciente.
—Se cree muy superior a mí porque tiene un título de verdad —me dijo dando un paso hacia el siguiente humano. Medir el pulso era apenas una formalidad, no hacía falta tener una carrera para saber que la gran mayoría ya estaban muertos—. Pero yo crecí en mitad de una guerra por la supervivencia de la raza, no tuve tiempo para ir a la universidad. Todo lo que sé me lo enseñó mi padre, con enfermos reales, con personas sangrando y muriendo en mis manos, no con estúpidos libros y dibujos anatómicos.
—¿Te crees especial, chico? ¿Un héroe, quizá? —respondí—. Aquí todos tienen historias tristes que contar. No me hables como si supieras más que yo de la guerra.
—La guerra fue un momento oscuro en la historia, para todos —dijo una voz fría a mis espaldas. El crío levantó la mirada al instante del cuerpo que inspeccionaba y se enderezó como un auténtico soldado.
—Buenos días, doctor Schwarz —dijo con tono de respeto y la mirada baja.
Yo también me giré para saludar al doctor Sanguijuela.
—Buenos días, doctor —dije sin todo el entusiasmo que había demostrado el joven.
—Es mejor dejar el pasado atrás —continuó, respondiendo a nuestros saludos con una leve inclinación de cabeza—. Los hematófagos tampoco estamos orgullosos de lo que fuimos, pero, por suerte para todos, el virus mutó y nos dotó de una conciencia y una capacidad de razonar. Los Infectados están prácticamente extinguidos.
—Sí, señor —se apresuró a responder el chaval.
Como se notaba que él no había vivido toda la guerra, si lo hubiera hecho no le hubiera costado tan poco doblegarse.
—¿Tú qué crees, Liebe? —me preguntó el hematófago—. No has dicho nada.
Cogí aire y me mordí la lengua para no tener que arrepentirme más tarde. Cuando habías vivido el verdadero pánico, cuando habías visto lo que aquellos monstruos habían hecho, no podías mirar unos ojos violetas sin sentir un odio ardiente en las venas.
—Yo he vivido toda la guerra —murmuré—, yo luché contra los Infectados, y más tarde contra los hematófagos… y no es algo que se pueda olvidar.
El doctor Sanguijuela bajó la mirada y cogió aire con su nariz aguileña de ave rapaz. Tenía canas en su pelo lacio y en su barba, también tenía arrugas en las comisuras de los labios porque había sido contagiado a una edad avanzada, cuando la mayoría ya no sobrevivía al virus. Por eso todos solían ser críos inmaduros que se creían los amos del mundo, como el puñetero Allein.
—También yo, Liebe —respondió apesadumbrado, con sus manos dentro de los bolsillos de su bata manchada con los horrores que presenciaba—. Pero, como ya he dicho, es mejor dejar el pasado atrás.
—Sí, señor —dije tras un silencio.
Mi odio era grande, pero mis ganas de seguir vivo eran más grandes aún.
—Bien, sígueme, quiero hablar contigo en privado —me dijo antes de dirigirse al muchacho—. Tú sigue tachando a los muertos, pronto vendrán los Kopf a cambiarlos.
—Sí, doctor Schwarz —respondió obediente, como un perrito amaestrado.
Seguí al hematófago por el pasillo central de la gran sala de extracción donde se apilaban uno tras otro todos los humanos que formaban el ganado. La visión de aquello era impactante, pero decían que en otras Granjas realmente especializadas en la obtención de sangre era todavía peor.
Al pasar por la parte más oriental se podían ver a los enfermeros poniendo los embudos dentro de la boca del ganado. Vertiendo botellas enteras de licor fuerte para emborracharlos mientras los humanos se retorcían, llorando si aún les quedaban fuerzas, o vomitando sobre la camilla; completamente incapaces de contener tanto alcohol en sus estómagos vacíos.
—El Direktor está impaciente por conocer lo que has averiguado —me dijo el doctor cuando estuvimos lo suficiente lejos—. Los hombres capturados no han dicho nada.
—¿Ninguno? —pregunté impresionado.
El hematófago volvió a coger aire y negó con la cabeza molesto.
—El Direktor perdió los estribos —dijo como toda explicación.
Apreté las manos con fuerza. Ese puto crío impaciente y perturbado… iba a conseguir asesinar a todos en el campo antes de que ninguno dijera nada.
—¿Tú has conseguido algo? —me preguntó. Podía diferenciar el tono algo desesperado de su voz aunque tratara de esconderlo bajo una apariencia de fría serenidad. Como responsable de las extractoras el doctor había tenido que dar cuentas a Allein, y el Direktor no se mostraba mucho más clemente con los fallos de sus hombres que con nosotros.
—Ninguno de los Kopf parece saber nada, hemos preguntado a los hombres del barracón donde vivían pero al parecer ya habían recibido la visita de los guardias —le expliqué.
—Quizás no habéis hecho las preguntas adecuadas —sugirió.
—Fue Markus, mi Obenkopf, el que se encargó del interrogatorio.
Eso le calló la boca, todos sabían como era Markus.
—No quisiera que otra de mis extractoras volara por los aires —murmuró el doctor pensativo—. Como responsable de esta sección de la Granja otro descuido así supondría mi ruina. —Lo dijo como si realmente no lo supiera, o como si debiera importarme—. Pero yo estoy completamente seguro de que los únicos que tienen acceso aquí son los Kopf que se llevan a los muertos y vosotros, los doctores. Ya se lo he dicho al Direktor, ningún otro humano de la Granja podría haberse colado aquí. Así que quizás debería insistir un poco más en que encontréis a los responsables; la muerte de humanos con tú capacidad, Liebe, es siempre más dolorosa.
El hematófago me miró fijamente con sus ojos violetas, que se volvían de un tono más rosado a medida que se aproximaba a la pupila. La amenaza del doctor había sido más sutil que los gritos de Allein en su despacho, pero los dos habían hecho lo mismo; escurrir la mierda hacia abajo.
—Ninguno de los Kopf sabe nada —le repetí sin poder evitar traslucir el enfado que sentía—. Y la mitad de los guardias están borrachos o solo se preocupa por lo que puedan sacar del mercado negro. No es mi jodida culpa que no sepan hacer su trabajo.
El doctor me abofeteó con fuerza y mis gafas se cayeron al suelo con un ruido metálico.
—Liebe —dijo cruzando las manos en la espalda para contenerse—, sabes que te aprecio todo lo que se puede apreciar a un humano. Te he tratado mejor que a muchos, sabía que eras un gran médico y te he salvado de ser fusilado pese a tu avanzada edad, pero no consentiré que me hables así. No me importa de quien sea la culpa, pero alguien va a pagar por ello y no seré yo.
Diciendo esto se alejó con paso rápido haciendo que el aire hinchara la bata a sus espaldas. Me agaché para recoger las gafas del suelo viendo como una fractura había aparecido en la base de uno de los cristales.
Era una pena que no hubieran reventado la 9 con el doctor dentro.
Roth
Me mantuve despierto hasta bien entrada la noche, con la mirada fija en la base oxidada de la litera bajo la que dormía. Las mujeres ya se habían marchado hacía rato y Erika se había despedido de mí con un beso tímido en los labios.
—Ten cuidado —me había pedido mientras se ponía de nuevo el uniforme gris.
—Sí —fue todo lo que le dije. Ni una mirada, ni una despedida. Ya le había dado todo lo que le debía.
Escuchaba atento los ronquidos de los hombres y los murmullos del doctor Liebe. Ese hombre siempre tenía pesadillas, y aquella noche no era una excepción.
—No… no… —murmuraba volviéndose hacia mi lado, con su maleta bien apretada entre sus brazos. Una vieja costumbre de la guerra, de cuando incluso dormir era peligroso y debías estar preparado para escapar en cualquier momento—. Ya llegan… Elisabeth… —negó con la cabeza y una expresión de angustia cruzó su rostro— no, Elisabeth. Debes dejarla… deja que se queme…
Me levanté en silencio y me pasé las manos por la cara notando la aspereza de mi barba y lo largo y grasiento que tenía el pelo. Era increíble lo absurdas que se volvían las cosas que antes creías importantes, como las prioridades cambiaban y una cuchilla de afeitar se volvía más valiosa que el oro. Por suerte las duchas semanales mantenían a raya los piojos, en la mayoría de los casos.
«Nunca ha sido un hombre elegante», era lo que a Hanna más le gustaba decir de mí cuando la policía le preguntaba. Después sonreía, como hacía siempre, y añadía: «Es difícil pararse a elegir la ropa cuando escapas de la casa de una mujer mientras su marido te persigue».
Eso dejaba a los policías algo impresionados. Incluso allí, en mitad del cabaret, Hanna tenía la inocencia impresa en la piel, como un tatuaje indeleble.
«Teníamos entendido que era usted su mujer» explicaban entonces, sin comprender que hacía una muchacha como ella en aquel antro oscuro bajo tierra que olía a sudor y maquillaje barato.
«¿Yo?» se sonrojaba ella mientras su sonrisa se hacía más grande y cálida. «¿Quién ha dicho eso?».
«Él mismo lo dijo la última vez que le cogimos».
Y Hanna se reía, y el sonido de su risa era tan dulce como su rostro, y los policías se preguntaban por qué una mujer así había terminado con un gilipollas como yo.
Pero era una pregunta sin respuesta; nadie llegaba a entender realmente a Hanna.
Me dirigí hacia la salida colocándome mi nueva chaqueta y moví lo mínimo la puerta corrediza para poder salir sin despertar a nadie. La noche era fría y la diferencia de temperatura me hizo estremecerme. A lo lejos se veían las torres de guardia iluminadas por focos que apuntaban un poco en todas direcciones, aparte estaban el alumbrado de las vallas electrificadas que marcaba el fin del campo. Nadie tenía muy claro para que lo hacían, después de todo ellos podían ver en la oscuridad.
Al llegar a la parte trasera de uno de los crematorios llamé tres veces a la puerta metálica aguardando con las manos bajo las axilas y un temblor de dientes. Alguien abrió un poco la puerta, lo suficiente para mirar quien era.
—¿Qué quieres? —me preguntó.
—Quería organizar un baile de salón, no te jode —le dije con la voz temblorosa—. Déjame pasar, Erik, me estoy helando aquí fuera.
La puerta se abrió y crucé al instante cerrándola tras de mí. Dentro estaban la mayoría de los de siempre y algunos pocos más, siete en total; demasiados para una partida de dados clandestina.
—¿No hay mucha gente aquí? —pregunté en voz alta mirando uno a uno a los Kopf allí reunidos—. ¿Y los dados? —añadí al no ver a ninguno de ellos inclinado sobre el suelo, entre las pilas de carbón que llenaban el almacén.
—Hoy no hay partida, Roth —dijo Simon, apoyado sobre una pala oxidada y sucia.
Algo no iba bien. Retrocedí hasta la puerta pero el cuerpo grande y pesado de Erik, el primo sordo de Simon, me cerró el paso.
—¿Qué cojones ocurre, Simon? —le pregunté molesto por aquella encerrona—. No os debo nada, lo sabes.
—Tranquilo, Roth —dijo él tras una de sus ridículas risas—. No es por eso.
Estaba nervioso, apretaba los puños dispuesto a defenderme, conocía a esos Kopf y sabía que podían matarme con la misma facilidad que podían hacer desaparecer mi cuerpo como si nada hubiera pasado.
—Vamos, Simon —insistí—. ¿A qué cojones viene esto? ¿Es por lo de amenazarte contra la pared? Te pagaré por la información si quieres, pero no hace falta este numerito.
—Sabes que no podría rechazar dinero —murmuró él sin perder la sonrisa—, pero no es eso lo que nos ha traído aquí esta noche. Ven, acércate.
No tenía pensado moverme, pero Erik me empujó hasta delante, donde la luz amarillenta del almacén era más intensa.
—Supongo que te acordarás de la explosión del 9 —comenzó a decir.
—¿Desde cuándo eres el cabecilla de un grupo? —le interrumpí mirando al resto de los Kopf. Algunos eran de su barracón pero otros, como el hombre pelirrojo que observaba todo desde una esquina con los brazos cruzados sobre el pecho, eran de un barracón diferente.
—Es mejor que oigas primero lo que tiene que decirte —me advirtió Erik el Sordo a mis espaldas.
—Bien —prosiguió Simon—, no es un secreto que tu barracón está buscando a los responsables. También los guardias están presionando mucho por el campo, a las mujeres y algunos hombres para que suelten lo que saben. Por suerte aún no han conseguido avanzar mucho, pero se están acercando.
—No me jodas… —murmuré. No había que ser muy listo para atar cabos.
—No interrumpas —dijo Erik pegándome en la nuca con su mano bien abierta.
—Sí —asintió Simon, ya sin reírse—, nosotros hemos organizado lo de la bomba. Somos una especie de resistencia contra el régimen del campo. —Dejó un momento de dramatismo esperando algún tipo de reacción por mi parte—. ¿No tienes nada que decir? —me preguntó.
—¿Vais a matarme?
—No… —murmuró—, si no nos obligas, por supuesto. Ahora que lo sabes sólo puedes estar dentro o fuera, Roth. Tú decides.
—Esto es una putada, Simon —escupí indignado.
—Lo sé, pero es lo que hay —respondió—. Sé que eres un hombre inteligente, y útil; y sabes que eso no abunda por aquí —se detuvo un instante y levantó el dedo, como si acabara de recordar algo importante—. Y no creas que podrás delatarnos sin consecuencias, aunque vayas corriendo a contarle esto al sádico de tu Obenkopf o al mismísimo Allein, no te salvarás. Tenemos más hombres de los que estamos aquí, si nosotros caemos se aseguraran de joderte bien.
Apreté los dientes lanzando otra mirada alrededor.
—¿Y por qué a mí? —le pregunté, estaba tan enfadado con él que lo habría matado a ostias si hubiera podido.
—Ya te lo he dicho; podrías sernos útil —respondió Simon sin darle importancia. Dejó de apoyarse un momento en la pala para colocarla sobre su hombro—. Estamos preparando el gran golpe y necesitamos más gente.
—¿Qué pretendéis con todo esto? No… no hay ninguna posibilidad de escapar. Simplemente haréis un poco de ruido y después os aplastarán como a insectos.
—Lo sabemos, Roth —afirmó él—. Todos aquí lo sabemos, y lo aceptamos. Es más una cuestión de orgullo, de pensar que aún no nos han vencido del todo.
—¿Orgullo? —exclamé—. Después de todo lo que habéis hecho… ¿me estás hablando de orgullo? ¡Joder, Simon! ¡Te he visto apalear a una vieja indefensa solo para cogerle el abrigo!
—Quizá tengamos un concepto diferente del orgullo —declaró el Obenkopf pelirrojo del barracón 4, desde su espacio en la esquina, a los pies de una de las montañas más altas de carbón—. Para mí es saber que todavía no me he rendido, que soy algo más que un número impreso en mi brazo o escrito en una lista. Que aún puedo luchar y morir con dignidad.
Muchos de ellos asintieron apoyando las palabras del hombre.
—No pienso morir como un perro sin luchar —añadió otro.
—Dignidad… —murmuré. Sonaba a palabra inventada, al principio de algún cuento absurdo o el final de un mal chiste—. Que gran palabra para hombres que se dedican a matar a los suyos a cambio de comida… ¿También creéis que todos a los que están pegando y asesinando para encontraros estarán de acuerdo con eso? —apreté el puño—. Por vuestro orgullo y vuestra dignidad…
—¿Acaso ahora te preocupan los demás, Roth? —me preguntó Simon—. ¿Has tenido un repentino brote de conciencia?
—En toda guerra hay víctimas, chico —añadió el Obenkopf—, hay que hacer sacrificios.
—¿Sabéis que harán si os encuentran? —les pregunté.
—Si eso llegara a ocurrir la resistencia seguiría su curso —afirmó Simon—, tampoco nosotros somos esenciales.
—¿Y qué vais a hacer? ¿Poner otra bomba? ¿Explotar otra extractora?
—No —se rio Simon, y el sonido agudo de su risa me pareció más desagradable que nunca—, haremos algo mejor, pero dinos, ¿estás con nosotros?
Tragué saliva y apreté las manos con fuerza.
—He llegado demasiado lejos para morir ahora —murmuré.
Varick von Asche
A un par de humanos se les habían caído las cestas que cargaban con los vegetales de camino a las cocinas y les estábamos dando la paliza de rigor. Frederick, con el que aquella mañana me tocaba vigilar la sección, estaba disfrutando como hacía siempre mientras el humano chillaba a sus pies. Yo les golpeaba en los muslos y en el culo, con fuerza pero seguro de que aquello no les dejaría heridas importantes; sólo quizá un buen par de moratones. Aunque mis humanos lloriqueaban tanto como los suyos, encogidos sobre el barro en apretados ovillos y con las manos sobre la cabeza.
La pareja de guardias de la torre se había quedado mirando el espectáculo. Eran unos recién llegados y aquello aún parecía llamarles la atención e impresionarles. Para mí eran todos iguales, con aquel corte de pelo barato con los lados rapados y el flequillo repeinado hacia un lado bajo la visera. Eran como pequeños Frederick en busca de dinero fácil y la diversión salvaje que no podían encontrar en las administraciones del ejército. Esperando que de un momento a otro los enviaran al sur, donde aún quedaban ciudades y humanos con propiedades que robar. Incluso el calor no era tan intimidante como para pasar por alto el dinero que allí había.
Me giré hacia Frederick a tiempo para ver como se quitaba el arma del hombro y apuntaba a los humanos temblando a sus pies. Él también había visto como nos miraban los nuevos y quería darles algo de lo que hablar.
—No, Frederick —le detuve—. Sólo una paliza, lo sabes.
—No quiero mancharme las botas otra vez —respondió, como si fuera una explicación razonable.
—Hay que ahorrar munición. Además, después siempre soy yo el que tiene que llamar a los Kopf para que se lleven los cuerpos y traer humanos nuevos —insistí.
—Que más da —fue lo único que dijo antes de disparar—, te traeré una docena nueva si quieres.
Los disparos, carcajadas riéndose de mí, sonaron como un par de truenos en el silencio de la mañana. A lo lejos otro grupo de humanos pasó corriendo hacia las cocinas con un segundo cargamento de verduras, muy rápido, con la esperanza de no caer en el campo gravitatorio de la ira de Frederick.
Le di una patada a los dos hombres a los que yo había pegado, que seguían muy callados a mis pies confiando en que nos hubiéramos olvidado de ellos.
—Iros de aquí —les ordené.
Ellos se levantaron del suelo y corrieron desesperados, igual que ratas, a algún sitio seguro. Me di la vuelta y comencé a alejarme en silencio.
—Vamos, Varick —me llamó Frederick, siguiéndome—. No seas gilipollas.
Pero seguí adelante, ignorándole por completo. No sólo estaba molesto porque al fin les hubiera matado, sino porque lo había hecho para impresionar a un par de novatos recién infectados. Eso le encantaba, que lo mirasen con admiración y respeto. Era casi una necesidad para él.
—Varick —repitió a los lejos con una mueca cercana al arrepentimiento—, sólo son humanos. No… te pongas así.
Incluso yo tenía un límite de paciencia con los de mi raza, y luchar por algo en común no nos hacia amigos, era algo que el diminuto cerebro de Frederick no parecía entender.
Dejé caer un bonito anillo de oro en la mesa. Tintineó entre el ruido de las máquinas de escribir, brillante, rodando sobre si mismo hasta que finalmente el secretario lo detuvo.
—¿Quería algo, guardián? —me preguntó con su semblante neutro de oficinista.
—Quiero ver a Herman —le dije.
—El señor Holz está ocupado ahora mismo —respondió.
Miré a sus espaldas, más allá de todas las mesas ocupadas por las secretarias, había una puerta que separaba el despacho de Herman del resto de la oficina.
Sonreí.
—Dígale que Varick quiere verle.
—Lo siento, guardián —se disculpó—. El señor Holz está revisando las listas de los nuevos humanos que han llegado ayer. Además estamos hasta los topes de papeleo, el Día Púrpura se acerca y muchos de los hombres han pedido un traslado a la ciudad.
Trataba por todos los medios de que no se le notara el desdén que sentía por mí. Al igual que los médicos, los hombres que trabajaban en la sección administrativa del campo no pertenecían al ejército. Y se creían superiores a los guardianes, con sus carreras y sus elegantes camisas de tela. Para ellos no éramos más que peones descerebrados jugando con pistolas. Pero había un idioma allí que todos entendíamos.
Así que, sin perder la sonrisa, deslicé un par de monedas sobre el mostrador. Eran de plata, con el logo del antiguo gobierno; anterior al virus. Monedas de Madriguera. Eran las únicas que traían los humanos que llegaban. Sin embargo, aún eran de curso legal, así que el secretario las cogió con un gesto discreto y una prudente mirada alrededor.
—El señor Holz es un hombre ocupado —me advirtió tras hacerme una señal para que lo siguiera, entre las mesas de las secretarias, hacia el despacho del director del departamento—, sea breve.
Asentí sin hacerle mucho caso. Él llamó a la puerta y abrió lo suficiente para meter la cabeza y decir:
—Señor, un guardia quiere hablar con usted.
—¿Quién? —pude oír que preguntaba Herman con su inconfundible voz grave.
—Varick, el protegido de Frederick —murmuró el secretario, seguro de que yo no podría oírle.
Puse los ojos en blanco y cogí aire. Éramos pocos hematófagos en la granja, quizás un par de cientos y, aunque todos tuviéramos nuestro grupo de amistades, más o menos sabías quienes eran los demás.
Herman se rio, pero como siempre, era una risa triste.
—Hazle pasar —dijo.
El secretario se hizo a un lado y se despidió con un breve asentimiento de cabeza.
—Mira quién ha venido a ver al pobre Herman, no es otro que Varick, el niñito mimado de Frederick —me saludó antes incluso de que cerrara la puerta, sin separar la vista del crucigrama que estaba haciendo—. Supongo que no vienes sólo a disfrutar de mi compañía.
—Hay formas de sufrir más soportables que estar contigo, Her —respondí con una sonrisa, dejando mi arma apoyada contra la mesa y sentándome frente a él—. Estoy buscando a una humana: Hanna. Una huérfana de guerra que llegó a finales de verano.
El hematófago levanto sus ojos lilas y me miró unos segundos en silencio.
—¿Quieres beber algo? —me preguntó.
—¿Es sangre de la buena?
—Por supuesto. —Herman movió las ruedas de su silla haciéndolas chirriar y se dirigió hacia la alacena que tenía a un lado del despacho. Se inclinó y alcanzó una botella medio vacía con una etiqueta de la Granja Herz—. Sabes que sólo bebo de lo mejor —añadió mientras llenaba dos vasos.
Después cogió la bandeja metálica con las copas y se la puso sobre los muñones que quedaban de sus piernas. Observé como lo hacía todo sin moverme de mi asiento, porque si hubiera tratado de ayudarle se hubiera enfadado.
—Cuando te toca un sentido desarrollado del gusto —siguió diciendo mientras volvía hacia la mesa—, no puedes conformarte con cualquier tipo de sangre.
—Un capricho caro —murmuré alcanzando el vaso que me ofrecía.
—Mi creadora me envía dos cajas todos los años —explicó, dándole vueltas a la sangre de su copa. Tenía un tono de voz neutro, pero sus ojos aún escondían algo de rencor—. Es su forma de compensarme por haberse buscado a otro linaje. Más joven… y con piernas.
—Por todo lo que hemos perdido —dije alzando mi vaso en un brindis.
—Por todo lo que nunca volverá… —terminó él.
Bebí lentamente, dejando el tiempo suficiente para que Herman regresara de sus recuerdos. Yo había estado allí cuando había perdido sus piernas. Le había visto gritar, llorando, medio sepultado en el suelo. Yo fui uno de los soldados del pelotón que lo había ayudado a salir de la trampa que habían dejado los humanos en la casa; pero ya era demasiado tarde, ya no volvería a andar jamás.
Ni siquiera el virus conseguía regenerar un miembro.
—Hanna es un nombre muy común —dijo al fin.
Dejé mi vaso vacío en la mesa y asentí.
—Probablemente ya esté muerta —le dije.
—¿Y qué interés puede tener para ti una humana muerta? —preguntó.
La respuesta era sencilla:
—Dinero.
—Eso me imaginaba. —Le dio otro sorbo a su vaso y se limpió la sangre de los labios con la manga de su uniforme negro—. ¿Qué harás con todo el dinero que consigues aquí, Var?
Me encogí de hombros.
—Comprarme una casa en las montañas, tener animales, quizá un par de ovejas y un perro —bajé la mirada hacia mi arma—. Dejar el ejército… y casarme.
Herman sonrió, con un sarcasmo tan fino y puntiagudo como sus colmillos.
—¿Con Leyna, esa chica judía?
—Quizá.
—¿Así que Varick el granjero? —se burló de mí.
—¿Vas a decirme algo de la humana o no, Herman? —pregunté, fingiendo que su risa no me había dolido. Para muchos ser soldado significaba renunciar a tus sueños, pero yo no estaba de acuerdo. No iba a morirme con un arma en la mano y la sensación de haber desperdiciado mi vida.
—Cada semana llegan cientos de nuevos humanos —explicó volviéndose hacia las estanterías repletas de ficheros que cubrían la pared—, de cada rincón conquistado del viejo mundo. Se les tatúa un número y se les asigna un barracón. Y tú quieres que encuentre a una Hanna sin apellido que llegó a finales de verano y que posiblemente ya este muerta.
Alargó la mano y cogió uno de los gruesos archivadores, lo colocó sobre los muñones y comenzó a mover las hojas a toda prisa.
—Es probable que ni siquiera haya llegado a esta Granja. Es casi imposible atraparlos a todos, escondidos en sus Madrigueras, reproduciéndose como conejos y capaces de alimentarse de cualquier cosa… Son demasiados. Es una plaga.
—Seguimos dependiendo de su sangre —le recordé—, y hasta que eso cambie los humanos son un mal necesario.
Herman apretó los labios. Negó con la cabeza y su pelo negro se agitó. Admiraba a Herman por una sencilla razón: nunca se había rendido. No se había dejado arrastrar por el odio. Y abría llegado lejos, muy lejos, si los rebeldes no le hubieran lisiado. Él lo sabía, su creadora lo sabía. Los humanos no sólo le habían mutilado las piernas, le habían mutilado su futuro. ¿Quién quería a un hematófago inválido en un mundo perfecto?
—Por desgracia, Varick, por desgracia… —dijo con pesar, pero no con rencor.
—Algún día el virus volverá a mutar y podremos alimentarnos de comida —le aseguré—, como los humanos.
Herman sonrió, pero era una risa triste; sin esperanza.
—Y algún día también dejaremos de ser estériles y podremos tener nuestros propios hijos, ¿verdad, Varick?
—Esa parte no me interesa tanto —le dije, en un funesto intento de que sonara gracioso—. Odio los críos. Lloran, se cagan… me gusta saber que puedo elegir a mi linaje y saltarme la molestia de criarlo.
Herman asintió con una risa débil; aunque sabía lo mucho que hubiera deseado poder tener hijos.
—Aquí están —señaló volviendo hacia la mesa—. Las mujeres que ingresaron a finales de verano. Las ordenamos alfabéticamente, primero apellido y después nombre. A las huérfanas de guerra las dejamos para el final.
Me mostró una de las hojas del pesado fichero. Había diversas filas impresas de apellidos, nombres y números. Casi al final, en la columna de apellidos, aparecía una raya.
—Hay dieciséis huérfanas llamadas Hanna —siguió explicando mientras señalaba la lista de mujeres. Al no haber apellido habían sido ordenadas alfabéticamente por nombre. Algo de lo que no se podía dudar era de la obsesión casi patológica de los hematófagos por el orden—. De ellas siguen vivas tres; dos están en el campo femenino.
—¿Sólo dos? ¿Y la tercera? —pregunté extrañado.
Herman alzó las cejas.
—Esa no tardará mucho en morir —dijo.
—¿Por qué? ¿Dónde está? —no conseguía comprenderlo. Miraba la lista de «Hannas» de arriba abajo, como si la respuesta estuviera escrita allí y no pudiera verla.
—Allein se la llevó —me explicó al fin.
Levanté la vista y le miré a los ojos, una sonrisa de comprensión empezó a nacerme en los labios.
—¿No será…?
—Sí, es ella —asintió.
—¿Sabes cuanto dinero he perdido por culpa de esa humana? —admití mirando con nuevos ojos a aquella mujer.
No era una humana, era ella: «La humana». Cada domingo de cada semana se renovaban las apuestas entre los guardias. Cada nueva semana apostábamos si seguiría viva o no, y cada vez el bote aumentaba más. La cifra ya había llegado a los cinco números y no paraba de crecer.
—Me lo imagino —afirmó él—, es la que más ha conseguido sobrevivir en la villa hasta la fecha. Dos meses, dos semanas y cuatro días. Todo un récord para Allein. Reconozco que tengo curiosidad por conocer a esa humana.
—Debe ser muy guapa —murmuré—. Allein siempre ha demostrado tener un gusto impecable con sus esclavas.
—No —negó Herman, más para sí mismo que para mí—. Debe tener algo más… debe ser especial…
Le miré tratando de no reírme en su cara.
—¿No sería increíble que fuera la misma Hanna que buscas? —me preguntó entonces.
—Imposible —respondí, completamente seguro.
—Nada es imposible —me dijo.
Estuve a punto de decirle que volver a andar era imposible para él, pero me contuve a tiempo y sonreí.
—No, nada es imposible… —le mentí.
Helen Glaubt
Llegamos tarde a entregar la comida en el barracón 4 y los Kopf aguardaban impacientes. Pero no era nuestra culpa, a la mañana los carros con las verduras se habían retrasado. Los hombres nos habían contado que Frederick había matado al primer grupo. No nos sorprendió demasiado, ese guardia era el Ángel Negro de Winter. El segundo de ellos más odiado, el primero era Allein; siempre sería Allein. Siempre.
Dios los castigaría.
—¡Ya era hora, vieja! —me gritó uno de los Kopf cuando entré con la fuente de sopa entre las manos.
—Lo siento —me disculpé dejándola sobre la mesa. Las demás mujeres me imitaron, adentrándose en la atmósfera pesada y maloliente del barracón.
—¡Qué te jodan! ¡No ha sido nuestra culpa! —le gritó Amara. Estuvo a punto de golpearle en la cara con la bandeja de carne que llevaba.
—Ya basta —los detuvo Derek, el Obenkopf—. Eso no es importante, cerrad la puerta.
El hombre obedeció, pero sus ojos ardieron de rabia. Derek me hizo una seña para que me acercara hasta su silla.
—¿Cómo te encuentras, Helen? —me preguntó.
—Mal —respondí algo nerviosa, después de asegurarme que la puerta corrediza ya estaba cerrada le dije—: Esta mañana no vino la chica con la pólvora.
—¿Cómo? —preguntó. Sus cejas pelirrojas se contrajeron formando una única línea—. ¿Por qué?
—No lo sé —respondí—. Hace poco estuvieron en las fábricas, ofreciendo raciones extra de comida a quien supiera algo de la explosión.
—La han atrapado —sentenció uno de los hombres.
—Joder… —murmuró otro llevándose las manos a la cabeza—. Nos van a despellejar vivos…
—¡Silencio! —rugió Derek—. Todavía no sabemos nada, pudieron haberla matado por cualquier motivo. No os pongáis nerviosos.
Pero era imposible no preocuparse. Si realmente la habían atrapado, si realmente la torturaban, lo más probable es que acabara hablando de todos nosotros. De las mujeres, de los Kopf y de la primera bomba. Me llevé la mano al pecho y apreté mi cruz. Nos quemarían vivos, oh, Señor… era el final…
—Necesitamos más pólvora, todavía no es suficiente —dijo Edwin.
Él era el ingeniero, bajo su apariencia inofensiva, su rostro perruno y su cuerpo escuálido se escondía una mente brillante.
—Convenceremos a otra para que nos ayude —dijo Amara, que cogía puñados de comida con sus manos para llevárselos a la boca, igual que el resto de mujeres. Así pagábamos su silencio—. ¿Qué me dices de Corinne, Helen?
—No —me negué—, ella no.
—Es peligroso ponernos a reclutar ahora —murmuró Derek—, las cosas se están poniendo difíciles.
—Si no lo hacemos todo esto no habrá valido para nada —dijo uno de los hombres—. Los Kopf del 1 están como locos buscando a los responsables. Ese doctor chupapollas suyo le pasa información a Allein. Y Markus…
—Yo me encargo del barracón 1 —le interrumpió Derek—. Simon ha conseguido enrolar a uno de los hombres de Markus, su única misión será entorpecer el avance de la investigación.
—Ya he visto al nuevo, es un crío, Derek —intervino Edwin.
—¿Quién es? —preguntó uno de los hombres mientras se servía un cazo de sopa. A veces hasta me sentía culpable por escupir dentro, pero después recordaba lo que ellos hacían para conseguir la comida y rezaba para que se atragantaran con ella. No podía perdonarles, ni siquiera a ellos, Dios sabía que lo intentaba, pero no podía.
—Ese con el acento estúpido… —respondió otro Kopf, sin dejar de morder la pata de pollo, mientras parte de la comida y la grasa le caía de la boca y se quedaba atrapada en su barba—. El rubio que anda por ahí como si le hubieran metido un palo por el culo. Creo que se llama Reno, o Rano, o algo así.
—Roth —aclaró el Obenkopf.
—¿Roth? —preguntó Amara, limpiándose la boca con la mano, para después mirarme—. ¿No estaba Erika follándose a un Kopf llamado Roth?
—No estoy segura… —murmuré.
Sí que estaba segura, Corinne me lo había contado decenas de veces. Erika y ella se habían hecho muy amigas trabajando en las fábricas y la muchacha se lo había susurrado como si fuera un secreto, como si no la viéramos caminar de noche hacia el subcampo de los Kopf. Todas creíamos que una chica preciosa como a ella no le faltaría comida allí, pero Corinne me había contado que era algo más. Que sólo lo hacía con uno porque realmente le gustaba, con un atractivo joven llamado Roth, un Kopf del 1.
Sabía lo que Amara haría si descubría aquello, y no sería yo quien traicionara a esa muchacha inocente; por desgracia, no hizo falta que dijera nada.
—Sí —asintió Frieda—, lleva semanas hablando se ese cabrón y lo mucho que se quieren —soltó una risa cruel; mitad ironía, mitad envidia.
—Entonces hablaremos con ella —dijo Amara—. Trabaja en las fábricas, ¿no? Si su… novio está metido en esta mierda ella querrá entrar.
Apreté los labios disgustada, aquello no era lo correcto.
—¿Podréis hacerlo, Helen? —me preguntó Derek—. ¿Podréis convencerla?
Bajé los ojos hasta él y después miré de nuevo a Amara. Desde que su hermano había muerto estaba más decidida que nunca a llevar aquella rebelión hasta el final; costara lo que costara.
Tragué saliva y apreté la cruz de mi pecho.
—No creo… que sea justo para ella… —me atreví a murmurar.
—¿Qué no es justo para ella, Helen? —me gritó Amara—. ¡A quién coño le importa lo que es justo! ¿Crees que es justo lo que nos hacen? ¡Yo no he obligado a esa puta a abrirse de piernas!
—¡Silencio! —rugió Derek, golpeando la mesa con su puño—. Lleváosla fuera.
Amara continuó gritándome incluso cuando la arrastraban hacia la puerta corredera. Insultándome con palabras crueles que no le tuve en cuenta.
—Helen —volvió a llamarme Derek—, tú y yo tenemos que hablar.
Se levantó de su asiento y comenzó a caminar hacia el final del barracón.
—Sé que esto es difícil para ti, Nana —me dijo cuando ya nadie nos oía, mirándome desde las alturas con sus ojos claros y severos—. Sé que eres una mujer piadosa y te cuesta ver sufrir a los demás. No sabes como te respeto por conseguir mantener tus principios en un lugar como este —se cruzó de brazos—, pero hay cosas que se deben hacer. No importa que no sea justo, la vida no lo es. Tienes que volver al campo femenino y convencer a esa muchacha para que nos consiga más pólvora.
—Es sólo una niña tonta que cree estar enamorada, Derek —traté de explicar—. ¿Cómo quieres que la obligue a meterse en todo esto?
—Lo harás —sentenció. Derek era un hombre serio y paciente, pero imparcial en sus decisiones. Así es como le había educado—. No es tiempo de dudar, no es por ti, ni por mí; es por todos nosotros, Nana. Por la causa.
—Pero…
—No, Helen —me detuvo. Supe que no habría vuelta atrás cuando le oí decir mi nombre—. Amara tiene razón. O estás dentro o estás fuera, no puedes juzgar qué es correcto o qué no lo es.
Cogí aire y busqué mi cruz. Quería a Derek como a un hijo, siempre había sido así. Y sabe Dios que en el orfanato no había hecho más que darme problemas. Había sido un niño difícil y me había desvivido por convencer a las demás cuidadoras que no lo echasen de allí, pero al final había sido él quien había decidido escaparse. Años después, cuando ni siquiera creía que se acordara de mí, Derek había movido cielo y tierra para conseguir mantenerme con vida en aquel lugar; aunque ya fuera demasiado vieja. Le debía tanto…
—Que el Señor nos perdone.
—Nana —murmuró cogiéndome de las manos, las tenía frías y algo sudadas—, he hecho cosas horribles aquí; ya lo sabes. Pero si tu Dios existe, será Él quien nos suplique disculpas cuando llegue el momento.
—Haré lo que pueda —le prometí con la mirada puesta en sus pies.
—Esa es mi chica —sonrió.
El viaje de vuelta había sido tenso y silencioso. Amara aún estaba enfadada y las demás no querían decir nada sobre el tema.
—¿Vas a hacerlo tú o tengo que hacerlo yo? —me soltó ella cuando estuvimos ya en nuestro barracón. Ya comenzaba a anochecer y las mujeres volvían de sus trabajos en la fábrica y en las cocinas. A medida que llegaban hacía más calor, pero también olía peor.
Eché una mirada alrededor buscando la melena rubia de Erika.
—Aún no ha llegado —respondí.
—Escúchame, Helen. Esa puta tiene que conseguirnos la pólvora o todo lo que hemos hecho durante meses se irá a la mierda.
Fruncí los labios disgustada con todas esas palabrotas que soltaba al hablar.
—No la amenaces, Amara —le pedí—. Si la asustas sólo conseguirás que vaya corriendo junto a su Kopf, o peor, que se lo diga a los guardas.
—Ahí llega —dijo Amara mirando por encima de mi hombro. Se pasó una mano por su pelo oscuro y me miró—. Como la jodas, Helen, no te lo perdonaré jamás.
No me dio tiempo a responder. Me cogió del brazo y cruzó a paso rápido las literas donde comenzaban a apiñarse las mujeres. Cuando llegamos hasta Erika se giró hacia las dos chicas que la rodeaban e hizo un gesto rápido con la mano.
—Iros de aquí —les ordenó—, esto no va con vosotras.
Las dos muchachas se miraron, pero no dudaron en desaparecer. Todas sabían que Amara y yo hacíamos algo, algo peligroso. Nos oían cuchichear por la noche, veían como las mujeres que nos rodeaban desaparecían para no volver jamás. Empezaban a sospechar, sobre todo después de la explosión, pero hasta el momento ninguna había dicho nada.
—Eres Erika, ¿verdad? —le preguntó Amara.
—Sí… —susurró ella. Nos miraba a ambas de hito en hito, como si fuéramos serpientes venenosas a punto de atacar.
—¿Conoces a un Kopf llamado Roth, no?
Sus ojos grises brillaron un instante.
—Sí —respondió, un poco más tranquila.
Miré alrededor preocupada. Algunas mujeres nos observaban y hablaban en voz baja desde sus literas.
—Nosotras también le conocemos —mintió Amara—, y también conocemos a algunos Kopf amigos suyos que están preparando una cosa muy especial.
Erika abrió los ojos y volvió a ponerse nerviosa.
—Yo no se nada —se apresuró a responder—, no me dice nada. Lo juro. Yo no…
—Baja la voz —le avisó Amara—. Ahora estás en el barco, no hay vuelta atrás. Necesitamos que cojas algo en las fábricas de armas.
—¿Robar? —preguntó Erika, cada vez más asustada.
—Sí —respondió Amara, comenzaba a perder la paciencia—. Claro que robar, ¿crees que esos putos bebe-sangre te lo van a regalar?
Dejé caer una mano sobre el brazo de la muchacha, como haría una madre cariñosa, y forcé una sonrisa.
—Roth nos ha dicho que podríamos contar contigo si te lo pedíamos —murmuré, con el mismo tono con el que había hablado a docenas de niñas asustadas en el orfanato—. Nos ha dicho que eras una chica valiente y que confiaba en ti.
Erika se relajó un poco y tragó saliva.
—¿Eso ha dicho? —preguntó con una sonrisa tímida antes de que sus mejillas se pusieran rojas.
—Sí, por supuesto —me apoyó Amara—. Tu nombre fue el primero que le vino a la cabeza cuando le preguntamos si conocía a alguna chica…
—… a alguna chica especial —terminé yo.
Erika se mordió el labio inferior, completamente ruborizada, parecía estar flotando en un limbo.
—¿Y qué tengo que hacer? —preguntó—. ¿Qué es lo que tengo que… robar?
—Es muy sencillo —respondió Amara—, sólo tienes que…
Entonces un estruendo se escuchó afuera, después alguien disparó una pistola y la puerta del barracón se abrió de par en par. Quedamos cegadas por las luces de una decena de linternas y todas las mujeres comenzaron a gritar agazapadas en sus literas.
—¡Afuera! —gritó una voz—. ¡Afuera, perras!
El corazón me latía tan fuerte que casi no podía escuchar nada más. Sólo era capaz de pensar en que la muchacha de la pólvora había hablado, que aquellos hombres estaban allí por nosotras, que moriríamos ardiendo vivas en uno de los crematorios.
Amara me agarró del brazo y me gritó al oído.
—¡No les digas nada, Helen! ¡No les digas nada! ¡Por Dios, Cristo y todo en lo que mierda creas!
Apreté la cruz de mi pecho tan fuerte que podría haber roto las ramitas, me giré hacia ella y asentí. Amara tenía sus bonitos ojos de chocolate inundados de lágrimas y los dientes muy apretados.
Ellos entraron con sus armas en las manos y gritando. Comenzaron a sacar a las mujeres de sus literas, tirando de sus uniformes sucios o de su pelo. Algunas se resistieron más, pero todas terminamos saliendo afuera, al frío, donde sólo nos aguardaban más de ellos con perros que no dejaban de ladrarnos.
Automáticamente nos agrupamos en filas de a cinco, una detrás de otra. Miré a mí alrededor buscando el pañuelo granate de Corinne, rezando para que se hubiera colocado muy lejos de nosotras y no viera como me llevaban atada.
Pero no fue eso lo que ocurrió. Lo que hicieron ellos fue traer un camión muy grande y abrir la puerta trasera para gritarnos:
—¡Todas dentro! ¡Ahora!
Las mujeres comenzaron a gritar y llorar otra vez, pero ellos dispararon al aire y no tardamos en subir obedientes al camión.
—¿A dónde nos lleváis? —preguntó una—. ¿A dónde?
—¡Yo no hice nada! —gritó otra.
—¡Fueron ellas! ¡Ellas! —se atrevieron a gritar algunas señalándonos a Amara y a mí.
—¡Sí, sólo ellas! ¡Nosotras no! —dijeron algunas más.
Amara se giró enfadada desde la altura del camión.
—¡Putas! —les gritó, mostrándoles el dedo corazón en un gesto obsceno—. ¡Qué os jodan a todas! ¡Putas cobardes!
—¡Adentro! —le dijo uno golpeándola con la culata de su rifle.
Amara cayó de espaldas al suelo y se arrastró hasta la esquina donde estaba yo.
—¿A dónde vamos? —le pregunté. Estaba apretándome tan fuerte el pecho que me dolía.
—No lo sé, no lo sé —respondió ella, poniendo las manos sobre cabeza para que nadie la viera llorar.
Y cuando estuvimos todas dentro cerraron la puerta. Y entonces, en la oscuridad, aterrorizadas y temblando, un motor hizo vibrar la noche.