2

Adler Allein

Los gritos resonaban por todo el pasillo y se hacían más claros a medida que avanzaba. Cuando entré en la habitación el interrogatorio cesó y el hematófago encargado de torturar al humano se me quedó mirando con sus ojos lilas, hundidos en un rostro tan esquelético que daba grima.

Era un hematófago escuálido y bastante feo. Estaba claro que su infección había sido accidental. Ahora ya nadie hubiera elegido como linaje a un hombre así. Pero padre había reconocido su propio fanatismo reflejado en los ojos de aquel hombre y lo había acogido bajo su mando. Y por una vez en su vida había tomado una buena decisión.

—Continúa, Egbert —le ordené.

El hematófago asintió con un débil sonrisa y, con sus tenazas, arrancó la última uña de la mano izquierda del humano. Éste gritó de nuevo retorciéndose en su silla y finalizo con un llanto, los regueros de sus lágrimas formaban surcos en mitad de la suciedad y la sangre seca de su rostro.

—¿De dónde sacasteis la bomba? —le pregunté.

El humano levantó la mirada hacia mí. Tenía los dos ojos morados e hinchados y le habían arrancado la mayoría de los dientes.

—Me… la dio… —comenzó a murmurar con voz pastosa— tu… madre.

Apreté los puños para controlarme y cogí aire; olía a sangre, a orina y a sudor rancio. Ya sólo quedaban dos de los cinco humanos que habían destruido la extractora. Al primer par de ellos les había matado yo el mismo día que fueron capturados, y otro había muerto en el interrogatorio el día anterior sin decir ni una palabra.

—¡Un respeto al Direktor, escoria! —le gritó Egbert tras abofetearle con fuerza.

—Lo repetiré una vez más —murmuré entre colmillos dando un par de pasos hacia él—. ¿Quién hizo la bomba?

El humano movió la cabeza con gran esfuerzo hacia mí.

—Yo… yo hice la bomba —reconoció al fin.

Me acerqué hasta ponerme frente a él.

—¿Quién te pasó los materiales?

—Una… —el humano se detuvo para coger aire. Le costaba respirar, probablemente tuviera más de una costilla rota—. Una… una vieja gorda…

—¿Quién?

Tragó saliva y sangre, volvió a coger aire y dijo:

—Tu madre.

Me levanté despacio y cogí las tenazas que descansaban sobre la mesa a nuestro lado.

—Señor Direktor —murmuró Egbert a mis espaldas—, no es una buena idea. Quizás debería esperar al doctor Schwarz…

Pero ya era demasiado tarde. Apuñalé la mano del humano dejándola clavada a la mesa. Con el impacto el cuenco con las uñas que le habían arrancado cayó esparciendo su contenido por el suelo.

—¡Ya no eres tan gracioso! —le grité para hacerme oír entre sus alaridos. La ira me consumía, podía oírla arder dentro de mí, veloz, incontrolable. Alimentada por cada nueva bocanada de aire—. ¿A qué no, jodido perro?

—Ca… br… n —gimió.

Volví a apuñalarle en la muñeca y su sangre brotó de la herida deslizándose hacia la mesa de metal.

—¿Quién hizo la bomba? —le grité—. ¿Quién?

Negó con la cabeza y lloró de nuevo.

—Direktor, no debería…

—¡Cállate! —le grité a Egbert.

Él hematófago se encogió del miedo y retrocedió un paso.

—¡Dime dónde está o te juro que te matare, parásito! —volví a gritarle al humano antes de clavarle las tenazas en el hombro, pero él dejó caer la cabeza hacia atrás, puso los ojos en blanco y se desmayó.

—Despiértale —le ordené al torturador.

Egbert se acercó al cuerpo y le tocó el cuello.

—Está muerto —anunció con un hilo de voz.

—¿Qué? —exclamé sorprendido mientras me pasaba una mano por el pelo—. ¡Mierda!

Le pegué una patada a la mesa, que se volcó provocando un estruendo ensordecedor.

—Ya había perdido mucha sangre, llevaba varios días sin comer y también estaba deshidratado —se explicó el hematófago.

—Trae al otro —le ordené.

—Señor… este era el último. —Veía el miedo en sus ojos y supe cuanto temía decirme aquello—. El otro se suicidó en su celda con una pequeña cuchilla.

—¿Y de dónde sacó una cuchilla? —exclamé.

—No… no lo sé —tartamudeó él.

Alcé el brazo casi sin darme cuenta, dispuesto a darle una bofetada a Egbert. Pero cerré los ojos y me mordí la lengua con fuerza hasta que no pude sentir nada más que dolor.

Estás esperando a que llueva, muy, muy fuerte sobre el valle…

—No importa —murmuré bajando el brazo, con un regusto metálico en la boca—. ¿Ninguno de los tres dijo nada?

—No, Direktor.

—Limpia esto —le ordené antes de salir de la habitación—. Anton —llamé al hematófago que aguardaba fuera, mi segundo al mando. Y, probablemente, el único de mi puta Granja que no era un incompetente.

—¿Sí, señor? —respondió al momento mientras me seguía por los pasillos del bunker.

—Vete a su barracón, mira lo que tenían, preguntadles a los demás humanos —saqué un pitillo de la tabaquera y el encendedor de plata—. ¿Qué han dicho en la fábrica?

—Ninguna de ellas ha dicho nada, Direktor —respondió—, incluso les ofrecimos un mes de doble ración de comida.

—¿Qué cojones está pasando, Anton? —le grité—. ¿De pronto los humanos pueden hacer lo que quieran en mi Granja?

—Encontraremos a los responsables, no se preocupe, Direktor —dijo el hematófago.

—Joder, debería matarlos a todos, como habría hecho mi padre —murmuré tras una calada de aire picante y amargo.

—También ha llegado un informe del frente —siguió diciendo mientras me acompañaba hacia la salida del bunker—. Los bombardeos siguen siendo constantes. Temen que los humanos desembarquen.

—No lo harán —le aseguré—. Tienen demasiado miedo al virus.

—Sí, pero… —Anton tragó saliva antes de seguir, reuniendo el valor suficiente para decirme lo que quería—. Parece que eso ya no los detiene, no como antes. Lo más lógico sería pensar que han… que hayan desarrollado una… cura.

Me paré en seco y le miré a los ojos. Era más alto y mucho más corpulento que yo, y aún así no tenía el coraje de mirarme a la cara.

—No hay cura —dije. Y mi voz resonó llenando el vacío del bunker.

—Lo sé, señor —se apresuró a responder—. Pero algunos hematófagos de la guardia están preocupados y corren rumores de…

—¿Quiénes? —le interrumpí.

—¿Quiénes? —repitió sin comprender.

—¿Quiénes hablan de una cura?

—Algunos guardias y…

—Mándalos al frente —le ordené volviendo a caminar hacia la salida—. De inmediato. Y lanza un aviso en los cuarteles, a quien vuelva a hablar de algo tan herético como una cura —la palabra se me atascaba en la garganta como si fuera un trago de ceniza—, lo quemaré vivo en los hornos; como a un traidor al Púrpura.

—Sí, señor. Ahora mismo.

Cuando llegué a la villa estaba todo en silencio. Tiré mi abrigo dentro del ropero de la entrada y subí las escaleras.

—¡Hanna! —grité, y junto mi voz salió una nube de vaho.

Hacía frío y la chimenea de mi despacho estaba apagada.

—¡Hanna! —grité de nuevo. Comenzaba a enfadarme, ¿era tan difícil tener las cosas preparadas cuando llegaba?

Miré los papeles de mi escritorio y me dejé caer sobre la silla. Tamborileé con los dedos sobre la superficie maciza de la mesa y miré el reloj en la estantería. Sólo su sonido mecánico llenaba el silencio. ¿Dónde estaba esa humana? Me levanté con los colmillos apretados y abrí la doble puerta de un golpe, crucé el resto del pasillo y subí por las escaleras que daban al desván.

—¡Hanna! —grité.

El desván era grande y estaba lleno de todo tipo de trastos viejos que los humanos que habían vivido allí habían dejado. Entre los baúles y las pilas de cajas polvorientas se abría un camino despejado hacia una caseta de madera pegada al techo de la casa. Se sostenía sobre pilares de madera a dos metros del suelo y solo se podía acceder mediante una escalera de mano.

—¡Hanna! —repetí. Empezaba a cabrearme de verdad.

Puse una mano sobre la escalerilla pero me contuve para no subir. Me obligué a respirar profundamente y escuchar el silencio del desván; allí no había nadie.

Me precipité escaleras abajo y mi imaginación se desató con un torbellino de imágenes sin control:

Hanna escapando de la villa.

Hanna corriendo por el bosque.

Hanna muerta.

Hanna huyendo… huyendo de mí.

Cuando llegué a la entrada agarré el pomo de la puerta y entonces alguien tosió desde las cocinas. Me acerqué con pasos apresurados hasta allí pero no había nadie. Una corriente fría y húmeda llenaba la sala colándose a través de la puerta de hierro entreabierta que llevaba a la despensa. Me acerqué obligándome a no correr escaleras abajo de nuevo y descendí hacia la gélida oscuridad de la bodega. Al fondo, entre la penumbra y las estanterías repletas de botellas, estaba Hanna. Tenía una botella de sangre en una mano y trataba de alcanzar otra de un estante demasiado alto para ella.

Algo parecido a la serenidad más densa y reconfortante que podría haber sentido me inundó, como si flotara en la oscuridad, junto al polvo y la humedad, depositándose en mi cuerpo y haciéndolo todo más lento y pesado.

Me acerqué sin que me viera y me puse a sus espaldas, mucho más cerca de lo que debería, observando como se mecía y se estiraba. Alargué el brazo hacia la botella que no podía alcanzar, y al hacerlo pude inclinarme lo suficiente para oler su cuello. El olor empalagoso de su piel volvió a saturarme los sentidos; tosco y bruto, espeso y viscoso. Olfatear el aire que la rodeaba era igual que tratar de sorber aceite. Tan denso que casi podía notar el regusto a almendras y hielo en la boca, como si hubiera bebido el invierno.

Hanna ahogó un grito, se encogió, y la botella que tenía en su mano resbaló precipitándose hacia el suelo. El cristal y la sangre se esparció a sus pies manchándolo todo de un rojo escarlata. Se dio la vuelta asustada y se separó de mí rodeándose el cuerpo con los brazos.

—Direktor —dijo sin levantar la mirada de mis botas perladas de sangre—. Lo… lo siento, yo… lo limpiaré ahora mismo.

Silencio.

—Te he estado llamando —le dije sin ningún tipo de emoción.

—No le he oído, señor —se disculpó.

—Te he buscado, no te encontraba.

Hanna levantó la mirada del charco de sangre que se extendía a sus pies, que comenzaba a despedir un fuerte hedor metálico, y me miró un momento a los ojos.

—Estoy aquí.

Eso fue lo que dijo.

Y por un instante la creí.

Pero entrecerré los ojos y apreté la mandíbula. Porque mentía, ellos siempre mentían.

—Más te vale que estés aquí cada vez que vuelva —murmuré con una amenaza impresa en cada palabra.

La humana bajó los ojos de nuevo hacia sus pies y se rodeó el cuerpo con más fuerza.

—No esperaba que llegase tan pronto, Direktor —trató de justificarse.

—¿Acaso tengo que avisarte de cuando voy a llegar a mi villa?

—No, Direktor… —murmuró. Después levantó de nuevo la mirada, sorprendida, como si acabara de darse cuenta de algo, y dijo en apenas un susurro—: ¿Ha ocurrido algo? ¿Se encuentra bien, Direktor?

La mandíbula se me relajó y tragué saliva.

—No, nada va bien —le dije sin darme cuenta.

—¿Quiere que le prepare un baño caliente, señor?

Una larga mirada.

—Sí.

—Subiré enseguida con una botella de etílico después de limpiar esto.

Pero no se movió de su sitio, ni yo tampoco, mientras el silencio se hacía tan espeso y viscoso como la sangre a nuestros pies.

—¿Ha llamado alguien? —le pregunté, aunque ya supiera la respuesta.

—No, señor, no ha llamado nadie.

Asentí despacio y bajé los ojos para mirarme los dedos.

—Vas a tener que limpiarme las uñas.

—Muy bien, Direktor.

Eché un vistazo alrededor pasándome la lengua por los colmillos. Aquel sótano estaba hecho una porquería, apestaba a moho y cosas que se pudren con el tiempo. Lo único que no estaba cubierto de telarañas eran las botellas de cristal apiladas en las estanterías.

—¿Quería algo más, señor? —volvió a preguntarme Hanna.

—No, no necesito nada más.

Eso fue lo que dije antes de darme la vuelta y volver a subir las escaleras, de vuelta a mi despacho, para esperar en silencio la noche. Solo, siempre solo.

Doctor Liebe

En el barracón de los Kopf ya estaban todos cenando cuando llegué, medio borrachos, discutiendo y haciendo bromas a gritos. Sentados alrededor de la mesa central llena de fuentes con carne y verduras de los invernaderos.

—Llega tarde, Doctor —me dijo Markus, llevándose el vaso metálico a los labios. Estaba sentado en su sitio, en una de las esquinas; controlándolo todo y sin participar en la conversación con los demás.

—Estaba preguntando a los del 2 si sabían algo del explosivo —murmuré sentándome frente al hombre—, pero según ellos nadie sabía nada. Les pilló tan de sorpresa como a nosotros.

—Yo les he preguntado a los del 4 y me han dicho algo parecido —explicó Markus volviendo a colocar su tenedor perfectamente perpendicular al plato tras comer un bocado de pollo asado. Tuve que esperar a que lo masticase al menos diez veces y se lo tragase antes de que continuara diciendo—: Que habían escuchado rumores de pequeños sabotajes, pero nada como eso.

Miré mi plato vacío y lo aparté, no tenía hambre. Cogí la botella de licor y me llené hasta arriba el vaso. Sabía tan mal que no pude evitar poner una expresión de asco a la vez que lo bebía. Ya no fabricaban bebidas de verdad, solo aquella mierda tan fuerte para emborrachar al ganado y obtener sangre etílica.

—Lo que daría por un whisky doble —le dije a Markus.

El hombre asintió removiendo su propio vaso entre el jaleo de los demás.

—¿Qué haremos, Doctor? —me preguntó con la preocupación enmarcada en su rostro—. Nadie sabe nada, nadie ha visto nada. Como si la bomba hubiera aparecido de pronto en mitad de la extractora. —Suspiró y se limpió sus labios viperinos con la servilleta perfectamente doblada—. Llevo demasiado tiempo dando la cara por esta unidad para que nos hagan esto. ¿Qué le dijo exactamente el Direktor?

—Me dijo que si no encontrábamos a los responsables en un mes nos drenarían a todos, sin excepciones —le mentí por enésima vez.

Markus negó con la cabeza, dejando la servilleta otra vez sobre sus piernas. Era nuestro cabecilla, el Obenkopf, el responsable de nuestra supervivencia allí y él, más que nadie, pondría la Granja patas arriba por salvar su escuálido trasero.

—No es tiempo suficiente… —murmuró entre los gritos y el ruido—, no es suficiente…

Bebí otro trago de aquel matarratas que llamaban licor observando como Markus se desvivía incluso más que yo por encontrarles. Si descubría que le había mentido con aquello me arrancaría la piel a tiras. Pero necesitaba su ayuda, la de todos los del barracón, yo solo jamás encontraría a los responsables.

—Quizás sea hora de empezar a sacarles la información en lugar de pedirla —le dije al Obenkopf.

Markus levantó la vista del plato y me miró con sus ojos negros: escarabajos de azabache sin vida que se arrastraban en su rostro demacrado buscando el siguiente montón de carroña del que alimentarse.

—No podemos pegar a otros Kopf —me advirtió—, empezaríamos una guerra entre barracones y acabaríamos todos en las extractoras.

—Lo sé, no he llegado ayer. —Me incliné un poco hacia él para que pudiera escucharme sin problemas.

—No, por favor, Doctor —dijo anteponiendo una mano de uñas ennegrecidas—, sabe lo mucho que aborrezco los cuchicheos.

Tragué saliva, y con ella la respuesta que siempre tenía sobre sus modales y sus costumbres de aristocrático amariconado.

—Estaba hablando del barracón de los presos, en el campo masculino. Alguno de esos infelices debe haber escuchado algo —le expliqué.

—Sí —asintió Markus. Movió los ojos pensativo por la mesa y finalmente volvió a asentir—. ¡Garin, Anton, Seis Dedos, Hubert!

Los cuatro hombres interrumpieron sus gritos para mirar al Obenkopf.

—¿Qué ocurre, jefe? —le preguntó el más grande de ellos.

—Tenemos trabajo esta noche, Garin —le informó el hombre levantándose de su asiento y cogiendo su bastón negro—. Preparaos.

—Esta noche llega una nueva remesa de presos —se quejó Seis Dedos. Estaba seguro de que en mi vida había visto a alguien tan amorfo como ese muchacho. Estaba plagado de cicatrices y de antiguas heridas por todo el cuerpo; incluyendo quemaduras y mutilaciones, de ahí su apodo.

—Tendréis que esperar a la siguiente —respondió Markus golpeando el suelo con impaciencia.

—No me joda, jefe —exclamó Garin haciendo tronar su puño sobre la mesa, con lo que toda la mesa se quedó en silencio—. ¡No puede dejarnos sin ir a la estación, se lo quedarán todo los demás barracones!

Markus no dijo nada durante unos instantes, en los que no apartó su mirada del hombre.

—Por si no lo sabéis —comenzó a decir con un tono serio pero comedido— estamos a dos pasos de que nos manden a las extractoras. El Direktor nos ha responsabilizado de la explosión —les recordó cogiendo su bastón con ambas manos—, ha asegurado, no sin falta de razón, que no hemos estado atentos a los rumores. Y por ello hemos fallado como Kopfs, y yo —se puso una mano en el pecho y dejo unos segundos de tensión—, yo os he fallado como Obenkopf.

Miró a todos los hombres allí reunidos con una fingida expresión de dolor y mucha parsimonia, pasando su mirada por cada uno, de lado a lado de la mesa.

—Pero no os preocupéis, porque aún no está todo perdido —continuó con un tono más fuerte—. Si todos cooperamos podremos encontrar a los responsables del atentado y así redimir nuestra culpa. Y os invitaré a todos a tabaco de verdad, del bueno. —Muchos aplaudieron con entusiasmo y victorearon al Obenkopf mientras este les pedía silencio con las manos y una sonrisa—. Pero si, mis queridos compañeros —prosiguió—, preferís no participar en el bien común porque anteponéis vuestras putas ganas de robar un par de faldas nuevas a las mujeres que llegan para así ponéroslas y que os den mejor por el culo…

Todos contenían el aliento mirando la sonrisa de asesino perturbado de Markus.

—Entonces me aseguraré de que esta sea la peor noche de todas vuestras jodidas vidas —finalizó.

Hubo otro intenso silencio en el que los Kopf del barracón se intercambiaron miradas, sobretodo los nuevos, que nunca habían contemplado a Markus en pleno ataque psicopático. Los antiguos no necesitábamos el discurso ni la pantomima, conocíamos perfectamente la razón por la que había llegado a Obenkopf siendo un hombrecillo escuálido y no demasiado llamativo.

—Y Garin… —añadió dirigiéndose al Kopf—, coge tu taza, por favor.

El hombre dudó, pero finalmente rodeó el vaso metálico con su mano.

—¿Notas lo frío y duro que está? —preguntó Markus.

Garin tragó saliva y asintió con lentitud. Casi se podía escuchar sus pensamientos en el silencio del barracón.

—Bien… ¡pues te meteré cinco como ese por el culo como vuelvas a golpear la jodida mesa! —le gritó.

—Sí, jefe —murmuró Garin levantándose de su asiento.

—Doc —me dijo Markus suficiente alto para que todos lo oyeran—, coja las correas y el maletín. Tenemos trabajo.

Alcé las cejas y le miré por encima de las gafas, sorprendido. No esperaba que aquello me incluyera a mí, y menos a mi maletín.

—¿Qué piensas hacer con él? —le pregunté.

Markus se giró hacia mí, había perdido toda preocupación y ahora llevaba su expresión de mafioso desequilibrado en el rostro. Esa que me hacía dudar de si realmente no se habría escapado de un psiquiátrico durante la guerra.

—Que lo coja —repitió con un tic en el ojo izquierdo mientras la vena de su frente se agrandaba por momentos.

Me levanté de la mesa y fui hasta mi cama, a un lado del estrecho barracón. Dormíamos en literas separados por un par de pasos, teníamos sábanas y almohadas; y debíamos estar muy agradecidos por ello.

—El resto podréis ir a la estación a rapiñar —dijo Markus pasándose una mano por el pelo graso, antes de dirigirse hasta la puerta corrediza del barracón.

No tardé en seguirlos hasta afuera, con mi maletín en una mano y la chaqueta raída sobre los hombros. Soplaba un viento gélido que podía cortar la piel y consumir el calor del mundo. Y aún así ellas ya estaban allí. Al lado del barracón, medio escondidas para que nadie las viera; temblando y esperando.

Al vernos salir se acercaron con pasos vacilantes, en grupo, con sus ojos hundidos pero esperanzados.

—Esta noche debemos recoger a los nuevos, chicas —le dijo Markus—, es mejor que volváis a vuestros barracones.

Se comenzaron a dispersar sin decir nada, pero no hacia el campo femenino, sino hacia los demás barracones donde habría Kopfs esperándolas.

Y por un instante, sólo un pequeño instante, agradecía que mi niña hubiera muerto.

—Roth, que sorpresa —saludó Markus al joven que en ese momento se dirigía tiritando hacia nuestro barracón—. ¿Dónde estabas?

—En los crematorios, señor —respondió él.

—Ya veo —dijo mirándolo de arriba abajo con desaprobación. Estaba lleno de ceniza por todas partes. Su pelo claro, sucio y alborotado, tenía una capa de polvo, al igual que su barba corta y su chaleco. Aunque su uniforme fuera gris y no se diferenciaba la suciedad, la cinta roja apenas se distinguía en su brazo—. Los demás van a ir a recibir a los nuevos, ¿vas a ir?

—Por supuesto, señor —respondió haciendo un repaso de los que estábamos allí, pero no preguntó nada ni pareció interesarse lo más mínimo por lo que fuéramos a hacer.

—Entonces límpiate —le ordenó Markus—, no quiero que te vean así, los asustarás.

—Claro, señor —asintió el joven caminando hacia el barracón.

El Obenkopf pasó de largo negando con la cabeza y el bastón en las manos, pero yo detuve al muchacho dejando que los demás se alejaran. Garin miró hacia atrás con furia antes de seguir a Markus hacia el camino de barro que daba a las fábricas y, después, al campo masculino.

—Si llega algún médico o algún cirujano entre los nuevos recuerda coger todas las medicinas y antibióticos que lleven encima —le dije. El chico no era ninguna lumbrera, pero en aquel pozo de rateros y matones era de los pocos que parecían tener algo de iniciativa.

—Sí, Doctor —respondió con su acento suave y sibilante.

—¿De dónde dices que eras? —le pregunté con curiosidad.

Mi pregunta no pareció sorprenderle tanto como pensaba.

—De aquí, de Jahreszeiten Land. ¿Por qué?

Me encogí de hombros y avancé un par de pasos hacia el resto del grupo mientras le decía de forma casual:

—Es la segunda vez que oigo ese acento tan ridículo hoy.

Su expresión dejó de ser indiferente y se volvió curiosa, casi esperanzada.

—¿A quién más se lo escuchó?

—Roth… —murmuró una voz a sus espaldas.

Ambos le dedicamos una breve mirada a la muchacha que tiritaba medio escondida en la esquina del barracón. Su pelo rubio se movía en olas, excesivamente largo y fino para poder controlarlo, delante un rostro que aún seguía siendo demasiado hermoso para estar tan delgada y ojerosa.

—Tráeme lo que te he pedido y te lo diré —respondí, fingiendo que ella no estaba allí mirando.

—¿Era una mujer, Doctor? —preguntó, fingiendo que ella no estaba allí escuchando.

Pero sus palabras se perdieron entre la noche y el frío, mezclándose con el vaho de su boca, ascendiendo hacia el cielo, hasta el humo que salía de los crematorios, que nunca dejaban de funcionar.

Roth

El tren llegó colmando la noche con el aullido metálico de su maquinaria. Cuando cruzó la estación comenzó a frenar con un chirrido muy desagradable. Los Kopf aguardábamos a poca distancia, armados con unos bastones de metal pulido que los hematófagos nos daban para la ocasión, mientras ellos vigilaban provistos de fusiles desde la distancia.

—Joder, espero que alguno de esos humanos traiga una chaqueta de pelo decente —oí murmurar a un Kopf que no conocía.

A veces me hacía gracia como ya ni siquiera nosotros nos considerábamos iguales a ellos. Aunque ningún preso podría considerarse igual a los hombres y mujeres que llegaban a la Granja por primera vez, no después de todo lo que habían visto y habían vivido allí.

Los Kopf encargados de abrir las cerraduras se acercaron a los vagones de ganado, donde venían apiñados los nuevos humanos, y deslizaron la puerta corrediza. Cientos de ojos se volvieron hacia nosotros, aterrorizados y cegados por los focos que les iluminaban desde las alturas. Los perros de los hematófagos empezaron a ladrar al notar el hedor de la inmundicia y el miedo.

—¡Abajo! —gritaron los Kopf, comenzando con la función—. ¡Abajo! ¡Vamos, ratas!

Los hombres y mujeres dudaron en precipitarse al suelo cenagoso del campo desde la altura de sus vagones, pero cuando los Kopf de delante empezaron a apalearles con sus varas de metal y a empujarles fueron saliendo como una manada desbocada. Probablemente los de delante y los niños desprevenidos acabarían cayéndose y muriendo aplastados por los que salían detrás. Después de pasar días encerrados en esos vagones sin comer ni beber, casi sin poder moverse y haciéndoselo todo encima, aquel no era el final más justo; pero la justicia había muerto en este lado del mundo hacía tiempo.

Cuando los humanos al fin estaban en tierra, a pocos metros del tren, era la hora de que nosotros, los Kopf que aguardábamos detrás, les indicaran la forma en la que tenían que ponerse. En filas de a cinco, con las manos sobre la cabeza y la mirada al suelo. Ellos obedecían aterrorizados por la violencia del momento y la profunda desorientación que sentían. Nunca sabían a donde los mandaban, no sabías nada de las Granjas hasta que llegabas a ellas. La mayoría de humanos eran de Madrigueras perdidas entre las montañas, viejos o jóvenes supervivientes de la Primera Infección y de la guerra. Masas casi analfabetas, padres e hijos de los que habían huido de la Infección en las ciudades y se habían refugiado en núcleos pequeños de población, más fáciles de defender y donde poder subsistir por uno mismo.

—¡En filas de a cinco! —grité señalando el suelo con la vara—. ¡De cinco en cinco!

A mí alrededor ya habían comenzado las palizas. Cualquier excusa servía, una mala mirada, un momento de duda y ya podías gritar, porque nadie acudiría en tu ayuda.

—¡De cinco en cinco! —repetí hundiéndome entre ellos. Me tapé la nariz y soporté como pude las arcadas que me producían aquel olor nauseabundo; olían a mierda, a vómito, a descomposición y a sometimiento. Y no tenían mejor aspecto.

Esos paletos hambrientos de las montañas no interesaban. Los que realmente valían la pena eran los extranjeros, los que aún vivían en ciudades y tenían dinero que gastar porque aún no habían sido del todo sometidos.

—¡Tú! —le grité a un viejo para que me escuchara entre los gritos y los sollozos que llenaban la noche—. ¡Ve al grupo de fuera!

El anciano me miró con sus ojos amarillentos sin entenderme y negó con la cabeza.

—¡Tú! —repetí tocándole con la vara de metal y después señalando el grupo de la tercera edad que se estaba formando a toda prisa a un lado de la estación—. ¡Afuera!

El viejo asintió y salió derecho a donde yo le indicaba. Entonces sonó un disparo y la gente gritó asustada, removiéndose nerviosa en las filas. Después sonaron otros dos muy seguidos y alguien que lloraba.

Salí de entre los humanos limpiando mi cinta roja de Kopf para que ningún hematófago de gatillo fácil me tomara por otro fugitivo. A lo lejos estaban los cuerpos derribados de los insensatos que habían salido corriendo, pensando, quizá, que tendrían alguna oportunidad de huir.

—¡Tú! —le dije a una vieja de las primeras filas—. ¡Con los demás!

Esta pareció entenderme a la primera y fue temblando junto a sus semejantes. De detrás de ella salió una joven para ocupar el puesto libre que había dejado la señora. No sé si fueron sus ojos tristes y asustados, sus labios llenos o su forma de llorar la que me hizo que se me encogiera el corazón; no por ella, sino por alguien que una vez quise y traicioné.

Alguien de antes.

«Esta noche tenemos que ir a la estación», le había dicho a Erika apenas una hora antes, llevándola a un lugar lejos de la entrada de mi barracón.

Ella me había mirado con sus ojos grises de nieve derretida y sus labios se habían estremecido en un leve instante de felicidad. Y la sonrisa vino y se fue, porque nada duraba mucho allí.

«¿Tienes algo de comida, Roth?», me había preguntado, colocando su mano en mi pecho.

Miré hacia la pared de ladrillo del barracón, aunque no esperaba ver nada.

«Te traeré algo antes de marchar», le había dicho.

Ella me había abrazado susurrando un tímido gracias, pero yo seguía teniendo tanto frío como antes. Intentaba no alentar lo que creía que sentía ella por mí, porque yo no tenía nada para ella más que comida y sexo sin amor.

Giré hacia un lado siguiendo el recorrido por la estación. Me moví para alejarme de aquella muchacha y de los recuerdos, señalando a los ancianos e indicándoles el camino junto a los demás. Era una de las primeras fases, seleccionar a los viejos, a los enfermos y a los incapacitados y mandarlos a una fila aparte que iría derecha a las extractoras.

—¡Vamos, levántate! —le gritaba un Kopf a un anciano tirado en el lodo mientras le golpeaba con su vara—. ¿Por qué no te levantas?

Me volví a meter entre las filas revisando a todos los hombres y mujeres jóvenes y de mediana edad que iban quedando.

—¿Qué escondes ahí? —le pregunté a un hombre de gafas delgadas y gorra plana.

Él me miró asustado y sacó la mano de debajo de su chaleco mostrando un pequeño libro de cubierta gastada y páginas amarillentas. Me sorprendió más de lo que debería, pero hacía tiempo que no veía uno. Lo abrí por si contenía algún espacio secreto donde escondía otra cosa, pero solo había páginas repletas de minúsculas letras impresas.

—¿Sabes leer? —le pregunté.

Él asintió.

—¿Eres de aquí?

—No —respondió con un fuerte acento del sur.

Debí imaginármelo cuando vi el libro. Ningún humano de aquí sabía leer ya.

—¿Conoces mi idioma?

—Poco.

Sonreí.

—Pues ya puedes espabilar, te hará falta.

Le puse el libro de nuevo sobre las manos y seguí adelante buscando cualquier cosa brillante que pudiera intercambiar con los demás. En otra de las filas encontré a un hombre mayor, pero no lo suficiente para desangrarlo. Me recordó al Doctor, con aquel pelo canoso y esa perpetua expresión de disgusto en el rostro.

—¡Los bolsillos! —le dije señalando su chaqueta marrón.

Él me miró con enfado y se metió las manos en sus bolsillos para sacar un bonito reloj de cuerda dorado que no tardé en arrebatarle de las manos.

—¡La chaqueta! —le dije empezando a quitársela. Era de mi talla y parecía de buena calidad, de color oscuro y no demasiado vieja.

Otro disparo sonó a lo lejos.

Niet! —negó el hombre, apartándose de mí.

—¡Qué me des la chaqueta! —le grité tirando de ella.

El viejo volvió a apartarse y me empujó. Caí al suelo de culo, podía notar el barro húmedo bajo el trasero. Todos a nuestro alrededor nos observaban con las manos sobre la cabeza y expresión asombrada. Me levanté apoyándome en la vara de metal y apreté lo dientes. Entonces le pegué, muy fuerte, en el pecho. El hombre se quedó sin respiración, tambaleándose entre el resto de humanos, que habían formado un círculo a nuestro alrededor.

Tenían que ver aquello, todos tenían que verlo.

Volví a pegarle en la espalda, una y otra vez hasta que cayó sobre el barro; e incluso entonces le seguí pegando. En la cabeza, hasta que su cráneo se quebró y su cerebro salpicó la noche.

Sólo entonces me detuve.

Jadeando, contemplando como ese hombre, que una vez había sido alguien, ahora no era más que un cuerpo desangrado entre el fango. ¿Quién le hubiera dicho a ese padre, ese hermano o ese abuelo que su vida acabaría así? Apaleado a manos de un joven que podría ser su hijo, por culpa de una sucia chaqueta oscura que no valía nada.

Me agaché junto a él sintiendo como las manos me temblaban mientras rebuscaba en sus bolsillos otra vez y le quitaba la cazadora para ponérmela. Estaba sucia de sangre y olía fatal pero, como pensaba, era más o menos de mi talla.

—¡Esto es lo que pasa si no obedecéis! —les grité a los demás, señalando con mi vara manchada de sangre el cuerpo muerto a mis pies—. ¡Bienvenidos a la Granja Winter!

Salí de entre ellos sintiendo su aversión como oleadas de aire caliente. Podía ver el odio brillando en sus ojos, colgando de sus labios. Ellos me miraban como si yo fuera el malo allí, como si fuera lo peor que podían encontrar en aquel lugar. Qué equivocados estaban. No tenían ni idea, ni puñetera idea, de la valiosa lección que les había dado.

—Ya están ordenados —me dijo Kevin, un Kopf de mi barracón, al colocarme a su lado—. ¿Chaqueta nueva?

—Sí —murmuré sin ganas.

—Has tenido suerte —siguió mientras paseábamos delante de los humanos—. Estos putos perros no traían nada. No sé de qué Madriguera de las montañas los habrán sacado —dio otro vistazo asqueado a los hombres y mujeres que aguardaban tiritando su destino—. La pasada noche al barracón 5 y 2 le tocaron unos que venían del sur, de Heissland, allí no hay suficientes hematófagos, ya sabes, por lo del calor. Pero el caso es que llegaron cargados de cosas.

—Ningún abrigo, supongo —murmuré.

Kevin se rio mostrando sus dientes ligeramente torcidos y de encías negras.

—No, ningún abrigo. La mayoría se murió congelada en el tren. Pero lo que si trajeron fueron montones de joyas.

Ya lo había oído antes. Muchos de los Kopf de esos barracones no se aburrían en contarlo una y otra vez refiriéndose a los extranjeros como «vacas sureñas».

—Ya empieza la selección —le dije señalando más adelante, donde un hematófago había comenzado su discurso de bienvenida.

—Míralos, Roth —señaló Kevin sosteniendo su vara metálica sobre los hombros—. Que lamentable… Cuando nosotros llegamos no éramos así. Tan deprimentes…

—No me acuerdo de cuando llegué aquí —confesé.

—Yo tampoco, pero estoy seguro de que no éramos así.

Miré de nuevo a la multitud que se apiñaba aterrorizada, escuchando, o intentando entender, que era lo que el hematófago les estaba diciendo. Puede que se sintiera afortunados de seguir vivos, pero pronto se darían cuenta de lo equivocados que estaban.

Varick von Asche

—Lo que quiero decir es que no me parece bien —insistió Medio Blaz.

—No es decisión tuya —le recordé—, si la orden sigue adelante no podrás hacer nada.

—No puedes estar a favor, Varick —me acusó mientras se recolocaba el arma al hombro—. Sería un completo desperdicio.

Cogí aire y me pasé las manos por los ojos cansado de patrullar de un lado a otro de la sección. Llevábamos casi toda la noche dando vueltas y, aunque Medio Blaz siempre me había parecido una buena compañía, empezaba a estar harto.

—Si los de arriba dicen que hay que quemarlos, se queman —dije con un tono más cortante del que hubiera deseado—, me da igual quien los haya escrito.

—¡Sigue siendo cultura! —se quejó levantando su rostro sonrojado hacia mí—. Sé que nosotros tenemos un intelecto superior, pero no avanzaremos si tenemos que empezar de cero. No podemos renegar de todos los descubrimientos, todas las obras de la literatura humana, los libros son los pilares de una sociedad civilizada.

—Nosotros escribiremos nuestros propios libros, crearemos nuestra propia cultura.

—¡Sí, sí! ¡Es cierto, lo haremos! —asintió él siguiéndome un paso por detrás mientras gesticulaba de esa forma exagerada tan típica suya—. Algún día tendremos a nuestros propios filósofos, a nuestros propios genios y nuestras propias obras de arte. Pero aún no, Varick. ¿Y de qué se van a nutrir sus mentes si todas las obras maestras del pasado han sido quemadas y prohibidas? Ese es un radicalismo que roza la estupidez.

Me detuve y le puse una mano en el pecho antes de inclinarme hacia él. Medio Blaz me contempló unos instantes, con sus pequeños ojos lilas brillando con la emoción que le infundaban sus propias palabras.

—Ten cuidado con lo que dices, Blaznich —le advertí.

Medio Blaz bajó la mirada nervioso y se manoseó la línea oscura de su bigote.

—Sabes que tengo razón… —murmuró en voz muy baja para que sólo yo pudiera oírle.

—Tener razón no es lo importante —dije poniendo la mano en su hombro con afecto—. Lo importante es que tu opinión no moleste a las personas que te hacen ser lo que eres. —Sonreí—. Me lo dijo Leyna la otra noche.

Medio Blaz se apartó de mí, negando con la cabeza. Midiendo apenas metro sesenta era increíble lo testarudo que podía llegar a ser.

—Vamos, Blaz —le dije con una débil sonrisa—, no te conviene pensar así, lo sabes.

—Esa chica y tú… ¿Queréis arte hematófago, Varick? —me preguntó—. ¿Queréis literatura hematófaga?

—Por supuesto —asentí.

—Pues no la habrá en un mundo en el que te digan lo que debes pensar… o lo que debes sentir.

—Tampoco lo habrá si… —iba a responder, pero me detuve al escuchar un murmullo a nuestras espaldas.

Me giré deprisa y cogí el fusil que llevaba colgado al hombro.

—Sal despacio y con las manos en la cabeza —ordené en voz alta.

Medio Blaz todavía no había oído nada, pero no dudo en empuñar también su fusil. Todos teníamos un sentido más desarrollado que los demás, era parte de las ventajas del virus. Lo más común era el olfato, por eso una de las empresas de más éxito en la ciudad era la producción de colonias y perfumes. Sin embargo, yo podía oír caer un alfiler en una casa vacía.

Un humano alto y delgado se descubrió a la luz de los focos de las alambradas, con las manos en la cabeza. Llevaba una cazadora oscura manchada de barro y sangre sobre su uniforme gris y una banda roja alrededor del brazo. Bajé el arma y me giré hacia Medio Blaz para indicarle que siguiera hacia delante. Él asintió dirigiendo un último vistazo al Kopf por encima del hombro antes de alejarse.

—¿Qué quieres? —le pregunté.

—¿Eres Varick? —me preguntó con la mirada baja.

—Para ti señor von Asche, escoria —le respondí. Sabía que Medio Blaz no podría escucharnos. De todas formas, aunque pudiera no me importaría demasiado. Dejando a un lado todas sus ideas antisistema era un hematófago en el que se podía confiar, pero aunque supiera que no diría nada no podía dejar que ningún humano me hablase como a un igual. No era por toda esa mierda de la raza superior, era más una cuestión de respeto.

—Perdón, señor von Asche —se corrigió al instante sin levantar la mirada de mis botas negras—. ¿Puedo bajar los brazos?

—Que no te vea meter las manos en ningún bolsillo —le advertí.

Desde lo de la bomba los guardias andábamos un poco nerviosos. El humano pareció entenderlo porque mantuvo los brazos bien separados de su cuerpo.

—¿Qué tienes para mí? —le pregunté colgándome el arma al hombro y echando un vistazo alrededor. La noche era intensa y sólo los postes alumbrados de las vallas electrificadas arrojaban algo de luz sobre la Granja.

Los humanos creían que nosotros podíamos ver en la oscuridad, pero era mentira.

—Tendré que meter la mano en el bolsillo —me avisó él.

Me quedé un momento en silencio observándole.

—Venga, rápido —le dije—, más vale que merezca la pena.

El Kopf deslizó la mano hasta el bolsillo interior de su chaqueta y sacó la esfera dorada de un reloj de cuerda. Me lo entregó para que los inspeccionara y lo abrí con cuidado para ver el movimiento continuo de las manecillas sobre un fondo de madreperla, en el que había gravadas unas iniciales: J. C. Lo volví a cerrar y levanté la mirada antes de guardarlo en el bolsillo de mi abrigo.

—Si los humanos siguen llegando con este tipo de cosas a la estación seré yo quien vaya a recibirlos. —Era una especie de broma, pero el Kopf ni se inmutó. Así que recuperé mi tono serio y añadí—: Vamos, se rápido, no tengo toda la noche.

—Quiero encontrar a alguien —comenzó a murmurar deprisa con su acento del este—. Hay una mujer que estoy buscando, creo que está aquí pero no estoy seguro. Tiene el pelo rubio, liso y es bastante delgada…

—¿Encontrar a alguien? —le interrumpí tras una risa corta—. Yo consigo cosas, no soy una puta brújula.

—Es alguien importante —respondió.

Me pasé la mano por los labios incapaz de contener la risa y acabé rascándome la barba del mentón.

—¿Sabes cuántos humanos hay sólo en esta sección de la Granja? —le pregunté ladeando la cabeza.

El humano se encogió de hombros.

—No, señor.

—Casi seis mil, y hay casi el triple en la sección de las fábricas. ¿Y tú quieres que encuentre a una mujer rubia y delgada?

—Hay un registro, con nuestros nombres y un número —aventuró él antes de remangarse el brazo izquierdo para enseñarme el tatuaje de su cifra de identificación.

Me quedé callado unos instantes, porque yo también sabía lo que era querer a alguien.

—Te saldrá caro.

—Lo sé.

—Habría que sobornar a algunos administrativos y después a Herman, el director de organización. Sólo él tiene acceso a todas las listas. ¿Tienes tanto dinero?

—Lo conseguiré —murmuró. Y sonó como si realmente pudiera conseguirlo.

—¿Cómo se llama la humana?

—Hanna.

—Hanna… ¿qué? Dime su apellido.

—No… no tiene apellido. Sólo Hanna.

—Huérfana de guerra —comprendí. Eso complicaría mucho las cosas—. ¿Eres consciente de que habrá cientos de Hannas en el registro? Y puede que ninguna sea la que buscas.

Lo dije con la esperanza de que cambiara de idea, de que abriera los ojos y se diera cuenta que sería una pérdida de mi tiempo y de su dinero. Sin embargo, me miró a los ojos y me dijo:

—Quiero creer que alguna de ellas será la que busco, señor. —Y añadió—: Si sigue viva.

Una media sonrisa me afloró en los labios.

—¿Estás seguro de que la han traído aquí?

—Sí, señor.

—¿Y cuándo llegó?

—Puede que a finales de verano. No estoy seguro.

—¿De qué barracón eres?

—Del 1, señor.

—Si encuentro algo te lo diré —le dije sacando un cigarro del bolsillo—. Ahora lárgate, si alguien te pregunta, tú y yo no hemos hablado.

—Sí, señor von Asche —respondió levantando un momento la mirada de sus ojos grises hacia mí antes de retroceder y escabullirse entre las sombras.

Volví junto a Medio Blaz encendiendo el pitillo con una cerilla. Él me esperaba fumando a lo lejos, con una mirada de desaprobación. Aunque no fuera un hematófago especialmente divertido sí tenía una imagen muy graciosa con su fino bigote, que no dejaba de acariciarse cuando se disgustaba, y su pelo negro engominado hacia un lado.

—Debes tener cuidado con lo que haces con los humanos —me advirtió cuando estuve a su lado—. El mercado negro y los sobornos no son del gusto del Direktor. Y el dinero no lo es todo, Varick.

—Creí que un libre pensador como tú lo entendería más que nadie —admití.

—Es mala idea, les da esperanzas.

—Cambiar un poco de tabaco por joyas no me parece una mala idea.

Medio Blaz se detuvo y levantó la mirada hacia mí.

—A veces no sé quién eres, Varick —murmuró—. No sé si eres uno de los blandos u otro radical sin cerebro.

—Aquí no hay buenos ni malos, Blaznich —le aclaré con tono serio—. Sólo hay personas.

Helen Glaubt

En el invernadero hacía un calor sofocante y la humedad y el sudor se volvían una capa pegajosa sobre la piel. Trabajábamos a lo largo de todo el terreno removiendo la tierra y regando las verduras y hortalizas con las que se alimentaba a los animales del establo.

—Es… es peligroso, Amara —murmuraba mientras aferraba con fuerza la regadera de cobre para no temblar—. ¿Y si nos descubren? ¿Qué será de nosotras?

—No puedes echarte atrás ahora, Helen —me recriminó la joven a mi lado. Echó un rápido vistazo alrededor y siguió susurrando—: No después de que haya empezado.

Ninguna de las dos nos mirábamos a la cara mientras trabajábamos para no levantar sospechas, aunque ellos estuvieran vigilando demasiado lejos para oírnos. Nunca se adentraban demasiado en el caluroso invernadero si podían evitarlo.

—Han estado preguntando en las fábricas —le avisé—. Han ofrecido un mes de comida para quien dijera algo. Nos traicionarán…

—No —negó ella, totalmente convencida—, no lo harán. Todas sabíamos a lo que nos enfrentábamos al empezar con esto.

—Las presionarán… —la voz me temblaba y los ojos se me humedecieron—, se lo dirán, lo sé. Oh, Señor, nos quemarán vivas…

—Helen —murmuró enfadada—. Nadie dirá nada, cállate.

Dejé la regadera sobre la tierra húmeda y me sequé los ojos con la manga sucia del uniforme. Amara tenía una voluntad de hierro pero yo sabía que el resto de nosotras empezaba a dudar, y si sólo una decía algo…

—¿Y tu hermano? —le pregunté—, ¿sabes algo de él? ¿Crees que habrá dicho algo?

Amara dejó de apuñalar la tierra con su pala unos segundos.

—Le di una cuchilla de afeitar por si lo atrapaban con vida —me dijo.

—Oh, Señor… —susurré llevándome la mano a la cruz de mi pecho—. Crees… crees que se habrá…

—Mi hermano no es ningún cobarde —aclaró la joven mientras el sudor se deslizaba por su rostro.

—¿De dónde sacaste la cuchilla? —le pregunté, volviendo a sujetar la regadera entre las manos.

—Me la pasó un Kopf —explicó tras un corto silencio.

—¿Un Kopf?

—Sí, un Kopf, ¿estás sorda? —su tono era brusco y me asustó.

—¿Y qué le diste a cambio?

Amara no respondió, siguió cavando de espaldas a mí y se secó el sudor de la frente. Me giré un poco hacia ella y vigilé que ellos no nos prestaban atención, fumando cerca de la entrada con sus fusiles al hombro.

—¿Amara? —murmuré.

—Hice lo que tuve que hacer —dijo al fin, con el tono duro del que intenta ocultar su dolor—, por mi hermano.

Tardé un poco en comprenderlo, pero al fin llegó; inevitable, como el amanecer.

—Oh… Amara… —susurré apesadumbrada.

—Cállate —me gritó entre dientes—, no necesito tu compasión.

No dije nada, no había nada que pudiera decir para hacerla sentirse mejor. No era la primera mujer que se rendía ante ellos, ante sus pecados y su lascivia. El hambre era un enemigo cruel y ellos tenían comida, la comida que yo les preparaba, y que después arrojaban a los pies de las mujeres que se abrían de piernas para ellos. Sabías quienes eran, las oías volver royendo los huesos ya sin carne, chupándose los dedos y llorando. Sus mejillas coloradas y sus caderas rollizas eran como anuncios gritando: «Putas», entre los cuerpos consumidos de las demás.

—¿Y tu hermano qué dijo? —pregunté tras otro largo silencio.

Amara se rio con amargura y voz temblorosa.

—Se enfado —dijo—, me gritó y me pegó… pero se llevó la cuchilla.

Cerré los ojos notando una presión en el pecho. Sentía lástima por ella, pero también un gran alivio por no estar en su lugar. Sólo Dios sabía lo que hubiera hecho yo por mis hijos.

—El Señor te perdonará —le aseguré—, el Señor nos perdonará a todos.

—Helen —murmuró ella—, si vuelves a decir algo así te pegaré, te daré tan fuerte que te pondré los dos ojos rectos.

Bajé la mirada, pero no dije nada.

—Dios ha muerto —añadió.

Abrí la boca, tan sorprendida que no podía respirar, y me llevé la mano a la cruz. No podía ni creer lo que había dicho.

—¡Amara! —exclamé horrorizada.

Ella se giró hacia mí, tenía los ojos enrojecidos y las mejillas surcadas de regueros claros.

—¿Qué Dios habría permitido que esto sucediera? —me preguntó entre dientes—. ¿Qué clase de Dios dejaría que esto sucediera?

—¡Vosotras! —nos interrumpió uno de ellos desde lejos—. ¡Cómo os vea volver a hablar vais directas a las extractoras!

Amara volvió a girarse y dio un par de pasos alejándose de mí. Estaba molesta con ella, con lo que había dicho y también algo sorprendida por lo que había hecho. Pero no me haría dudar de mi fe, no, jamás. No había dudado cuando el Señor había querido arrebatarme a todos los bebes que había dado a luz, no había dudado cuando mi marido había caído en las garras del virus en la guerra, ni cuando había vuelto transformado en un monstruo sediento de sangre.

Me limpié las lágrimas que me caían de los ojos.

No había dudado entonces y no dudaría ahora.