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Adler Allein

El agua estaba caliente y el aire olía a humo de tabaco y a jabón; un aroma sofocante que llenaba el pequeño baño y que empañaba los cristales volviendo todavía más borrosas las vistas al bosque. Me sentía bien allí. Acunado por la voz de Sussane Blau y el sonido descuidado del gramófono desde el que cantaba emitiendo notas que ningún humano podría alcanzar.

—Aprieta más —le ordené a Hanna, que me masajeaba la espalda con sus dedos largos y fríos.

Cerré los ojos y me dejé caer un poco más sobre ella.

—Esta semana llegará mi hermana a la villa —le dije en apenas un murmullo—. Debes limpiar toda la casa y ordenar la habitación de invitados por si desea quedarse a dormir.

—Sí, Direktor.

—Le gusta la sangre líquida y algo ácida, tipo cero. He ordenado traer un poco desde la Granja, debes guardarla en la despensa y tenerla preparada para cuando llegue.

—Sí, Direktor.

Volví a quedarme en silencio, trazando círculos invisibles sobre el cristal de la botella de etílico que había a los pies de la bañera.

—Cree que sus visitas trimestrales me importan —seguí murmurando—, cree que me hace un favor apartándose durante un par de días de su lujosa vida en la ciudad para venir hasta aquí y pasarme por la cara todo lo que me pierdo en este pozo infestado de humanos. Se cree que puede llegar aquí y decirme lo que tengo que hacer o lo que es mejor para mí…

Hanna tosió hacia un lado interrumpiendo el recorrido de sus manos sobre mi espalda. Ella siempre me escuchaba en silencio, intentando hacer el menor ruido posible para no molestarme, pero aún así podía oír su ronca respiración como un molesto susurro tras la maravillosa voz de Blau.

—Si no fuera sangre de mi sangre estoy seguro de que la odiaría, a ella y al gilipollas de su marido —continué, intentando no enfadarme por la interrupción. Ni siquiera tendría porqué contarle nada de aquello—. Aún no me puedo creer que se casase con él. Padre no la perdonó jamás; tiene suerte de que yo no sea un cabrón intolerante como él.

Como siempre, el recuerdo del hombre que me había infectado llegó rodeado de un hedor a puro barato y a sangre seca. Le di otro trago a la botella de etílico y dejé que su sabor amargo y picante se llevara con él los recuerdos de vuelta a aquel lugar oscuro dentro de mí.

—Los humanos no tenéis preocupación alguna por vuestra herencia —dije al fin. Empezaba a estar algo borracho—. Os da lo mismo a quien vais a engendrar, así que no os importa reproduciros como conejos. ¿No es cierto? ¿Cuántos hermanos tienes tú, Hanna?

Las manos de la humana se detuvieron unos segundos sobre mis hombros y después prosiguieron su camino antes de que respondiera:

—No tengo hermanos, señor.

—¿A tu madre le costaba concebir niños sanos? —le pregunté con una ligera sonrisa—. Eso explicaría muchas cosas de ti.

—No lo sé. Murió en la guerra, nunca llegué a conocerla.

La voz de Blau se apagó a lo lejos y la habitación se quedó en silencio. Como siempre que se terminaba el vinilo sentí un leve vacío en la parte baja del pecho.

—Qué sorpresa —murmuré—. Sois una raza débil, y si no fuera por vuestra sangre os habríamos exterminado hace mucho.

Ella no dijo nada.

—No merecéis vivir —añadí—. Dilo, Hanna.

—No merecemos vivir —repitió en un susurro a mis espaldas, con aquel acento que todavía me sonaba extraño.

—¿Por qué, Hanna?

Sus manos se detuvieron otra vez en la parte baja de mi cuello.

—Porque no somos más que ratas que se arrastran alimentándose de la inmundicia del mundo.

—Ni siquiera se puede confiar en vosotros —murmuré—. Os aferráis a cualquier muestra de amabilidad y chupáis hasta que no queda nada. —Apreté el puño, donde aún tenía unas pequeñas heridas rosadas de los golpes que había dado al humano—. Entonces, cuando sabéis que no vais a poder sacar más, os volvéis feroces y mordéis. Me mordéis, ¡a mí, qué os lo he dado todo! —Gire la cabeza hacia un lado para mirar a Hanna por el rabillo del ojo—. Cualquier otro Direktor menos blando que yo os habría drenado a todos hace tiempo. No os imagináis la suerte que tenéis de tenerme aquí.

—Sí, Direktor —respondió ella de forma automática.

—¿Acaso crees que miento, Hanna? —siseé, con los dientes tan apretados que podía notar los colmillos clavándose en las encías. Había algo en su forma de decirlo, quizás en el vacío de su voz, que me había enfurecido.

Pude oír como tragaba saliva antes de responder:

—No, Direktor.

Me giré tan rápido que parte del agua ya tibia y la espuma de la bañera se derramó sobre el suelo. Agarré a Hanna de su raquítico brazo y lo apreté con fuerza allí donde ya tenía antiguos moratones. Ella emitió un chillido ahogado del susto y se dejó arrastrar sin resistirse.

—Como vuelvas a hablarme así —le dije furioso—, te haré desear no haber nacido. —Le pegué una bofetada tan fuerte que habría caído de lado al suelo si no la hubiera estado sujetando—. Perra humana… vas a conseguir que te mate, como a las demás.

Hanna tosió de nuevo sin poder evitarlo. No levantó la mirada del suelo, arrodillada sobre las baldosas húmedas del baño como un despojo frágil e inútil. Tenía una imagen lamentable con su uniforme negro, que le quedaba demasiado ancho y le colgaba por todas partes, y el pelo recogido en un ridículo moño: torpe y descuidado, que apenas conseguía contener su melena.

—Quiero que te arregles el uniforme, ¿cuántas veces he de repetírtelo? —le dije tirando de su brazo hacia mí. Habría sido tan fácil rompérselo que la idea se volvió tentadora—. Ya no estás en la Granja, ¿me oyes? Ahora me perteneces, no permitiré que vayas como una humana cualquiera.

La agarré del cuello, donde aún quedaban algunos cardenales de la noche en la que casi la había estrangulado, y le levanté la cabeza para que me mirara.

—¿Me has entendido? —pregunté a escasos centímetros de su rostro.

Hanna asintió como pudo. Tenía la mejilla enrojecida y lágrimas en los ojos, eses ojos de aquel color ámbar tan extraño; como dos trampas de resina capaces de capturar un instante y hacerlo eterno.

Cogí aire tratando de tranquilizarme, sólo para sentir como el olor empalagoso de su sudor me llenaba los pulmones.

Estás esperando a que llueva, muy, muy fuerte…

La solté y aparté la mirada.

—Lárgate —le dije con desprecio—, y tráeme otra botella de etílico. Del bueno, del que está en mi despacho, no de esta mierda que hacemos aquí.

Hanna desapareció por la puerta casi a rastras dejando tras de si una brisa fría y un extraño silencio. Iba a llevarme el cigarro a los labios cuando me di cuenta de que se me había caído al suelo al haberla abofeteado.

—¡Hanna! —grité, dejándome caer de nuevo sobre el agua tibia—. ¡Trae mi pitillera!

Miré la ventana empañada y la oscuridad tras ella mientras tamborileaba impaciente con los dedos el borde de la bañera. La humana apenas tardó unos minutos en volver, quedándose en la puerta, con la botella de sangre en una mano y mi pitillera de oro en la otra.

—Pon el vinilo de Blau otra vez —ordené sin mirarla—, y después lávame el pelo.

—Sí, señor —murmuró acercándose lo mínimo para dejar las cosas que le había pedido a mi lado.

Su voz volvió a sonar vacía, así que cerré los ojos y apreté con fuerza los bordes de la bañera notando como se descascarillaba la pintura blanca bajo mis dedos. Eso me irritaba de una forma que no podía comprender. Porqué no había miedo, ni súplica, ni siquiera odio; no había nada en su voz para mí, como si yo no fuera nada para ella.

Doctor Liebe

Cuando me llevaron a la villa no podía dejar de pensar en el frío que hacía en aquel paraje entre las montañas. En la nieve que caía y se acumulaba sobre el manto de hojas muertas y ramas que había dejado el otoño; todo era deprimente y lo odiaba. Con el frío me dolían los huesos y las articulaciones, además con la capa de nieve caminar se me hacía tan difícil como escalar un empinado risco. Pero lo peor, sin duda, era dormir, porque incluso en los barracones de los Kopf hacía un frío de cojones. Además muchos de los hombres habían enfermado y había tenido que dispensar bastantes medicamentos de la reserva; un desperdicio…

En los buenos tiempos, antes de que nada ocurriera, el invierno solía traer mucho dinero a la consulta. Ahora sólo traía vacío y muerte.

Me bajé del coche cuando el conductor se detuvo frente a la entrada de escaleras blancas de la villa. Empujé la pesada maleta que me acompañaba hasta conseguir sacarla del asiento.

—¿Necesita ayuda, doctor? —me sobresaltó una voz a mis espaldas.

Me di la vuelta agarrando el maletín entre los brazos.

—No vuelvas a hacer eso, niña —le dije con voz áspera mientras cerraba con fuerza la puerta del coche—. Estoy muy viejo para esos sustos.

—Lo siento —se disculpó con su voz apagada y su acento del este, de algún olvidado rincón entre las montañas—. El Direktor le está esperando en su despacho —añadió mientras me acompañaba a la entrada.

—Yo ya hacía visitas al Direktor cuando tú ni habías llegado a la Granja —le dije tirándole mi abrigo sucio y raído encima—. Sé perfectamente donde encontrarle.

Crucé la entrada hasta las escaleras y comencé a subir dejando a la joven con las palabras en la boca. No solía hablar demasiado con el servicio, era una pérdida de tiempo. El Direktor era un hombre temperamental e impaciente, era mejor no hacerle esperar.

Peté tres veces en la puerta doble de caoba que flanqueaba la entrada al despacho antes de pasar.

—Buenos días, señor Direktor —le saludé con una voz cálida y complaciente mientras hacía una pequeña reverencia.

El hematófago levantó los ojos de los papeles que estaba revisando para dirigirme una mirada de desprecio. Como siempre, su mesa estaba llena de botellas vacías, montones de papeles y pitillos a medio fumar sobre un cenicero de cristal gastado.

—Siéntate, Liebe —me ordenó.

—Vine nada más recibir el aviso —murmuré a medida que avanzaba. Cuanto más me acercaba a su mesa más fuerte era el hedor a humo y sangre—. Estoy seguro de que ha de ser algo importante, sin duda.

O al menos eso esperaba. Con suerte el muy cabrón se estaría muriendo; pudriéndose desde ese lugar vacío en su pecho donde debería haber tenido un corazón.

El Direktor se reclinó sobre su silla clavándome sus brillantes ojos púrpuras. No dijo nada durante unos segundos, dejando que el silencio se hiciera denso y pesado; como a él le gustaba.

—¿Sabes lo que ocurrió ayer por la tarde? —preguntó al fin con su fuerte acento del norte.

Apreté las manos sobre la maleta que descansaba en mi regazo.

—Sonó la sirena —respondí.

—Sí —asintió—, sonó la sirena. ¿Sabes por qué?

—No… no lo sé, señor Direktor. —Tragué saliva—. Tenía turno en los crematorios y cuando oímos el alboroto un guardia vino a decirnos algo de unos cuerpos cerca de los invernaderos. No sabemos muy bien lo que ocurrió.

Volvió a quedar en silencio. Levantó la mano y se acarició su cuidada perilla negra mientras yo seguía el recorrido de sus dedos con la mirada; como él sabía que haría.

—Un grupo de presos consiguieron colarse en una de las extractoras y colocar explosivos —explicó al fin—. ¿Puedes decirme como lo consiguieron?

Sentí un sudor frío en la espalda y un sabor amargo en la boca.

—No… no lo sé —fue todo lo que se me ocurrió decir.

—No lo sabes… —murmuró el Direktor. Y de pronto se levantó de un salto de su silla y golpeó con un puño la mesa, que crujió con la fuerza desproporcionada del impacto—. ¡Entonces para qué cojones te dejo vivir! ¡Dímelo!

Sus ojos eran como dos pozos de cólera líquida, morada y brillante, en los que ya se habían ahogado demasiadas vidas.

—¿No eres tú el que debe enterarse de estas cosas, Liebe? —siguió gritando sin poder contenerse mientras apretaba los puños sobre el escritorio—. ¡Si cinco putos humanos hacen una bomba y la colocan en uno de mis extractores! ¿No deberías tú saberlo? ¿No es por eso por lo que aún tienes sangre en las venas? ¿No era ese nuestro trato?

—Sí, señor —me atreví a murmurar con la mirada muy baja. Ya no había forma de esconder el temblor de mis manos ni el latido desenfrenado de mi corazón.

—Porque a lo mejor me he olvidado. —Por un momento bajo la voz hasta un susurro y se inclinó sobre su escritorio buscando mis ojos antes de volver a golpear la mesa y gritarme—: ¡Porque de pronto todos parecéis pensar que soy gilipollas!

—No, señor —le aseguré.

—A no ser que tú lo supieras y no me dijeras nada… —añadió.

Levanté la vista sorprendido.

—¡No, señor! —exclamé mientras negaba con la cabeza, con lo que las gafas se me escurrieron, gracias al sudor que me empapaba el rostro, hasta la punta de la nariz—. Si lo hubiera sabido hubiera mandado un mensaje enseguida, pero no he oído nada así en el campo. Se escuchan muchos rumores. Los presos empiezan a estar algo alterados con las noticias que llegan del frente; pero no son más que eso, rumores.

—Me cuesta creer, Liebe, que unos presos, que ni siquiera eran Kopf, pudieran conseguir los materiales suficientes para hacer una bomba sin que nadie se diera cuenta.

Me quedé en silencio el tiempo suficiente para pensar una respuesta adecuada.

—Si yo preparara una bomba no iría diciéndolo por ahí…

—Bien —asintió el Direktor abriendo uno de los cajones de su escritorio y sacando su arma—, entonces ya no te necesito.

—No, no, señor, por favor —supliqué levantando las manos. La maleta se cayó de mis piernas temblorosas e hizo un pequeño estruendo metálico al llegar al suelo. Sonó casi igual que mi dignidad al morir—. Le juro que no sabía nada.

—¿Cómo consiguieron los materiales para la bomba? —me preguntó sin dejar de apuntarme.

—Hay muchas formas de hacerlo —reconocí—. Hay un mercado interno entre los presos y algunos guardias, podrían haber conseguido los materiales allí.

—¿Me estás diciendo que uno de mis hematófagos a facilitado bombas a los presos?

—No, no, señor. Lo que digo es que podrían haber proporcionado algunos de los materiales. No sé que tipo de bomba crearon, no sé nada sobre explosivos. Pero en las fábricas de armas del campo se trabaja con grandes cantidades de pólvora de munición y en las de envases y cazos hay substancias corrosivas y bastante inflamables.

El Direktor entrecerró los ojos y se peinó la parte del flequillo que siempre le caía sobre la frente, por mucho que tratara de engominárselo hacia atrás.

—Te doy un mes, Liebe. Quiero que encuentres a quienes les hayan pasado los materiales a los humanos, a todos. No me importa que hayan sido hematófagos, los quiero a todos.

—Sí, señor —murmuré sintiendo un alivio arrollador. Burlar a la muerte un día más siempre te dejaba aquella sensación de estar levitando—. Lo haré.

El Direktor puso una media sonrisa, que en su rostro parecía más bien un gesto amenazador que de diversión.

—Lo harás —aseguró—. Lo harás si no quieres salir embotellado de aquí en esto. —Y puso una botella vacía de sangre etílica delante del escritorio, para que pudiera verla bien—. Desaparece de mi vista —me advirtió volviéndose a sentar en su silla.

—Sí, señor —asentí recogiendo mi maleta y andando aprisa hacia la entrada.

—Liebe —me llamó antes de que desapareciera—. Hanna está enferma, mira a ver que le pasa —añadió devolviendo su atención al papeleo desperdigado sobre su mesa.

—¿Qué? —murmuré sorprendido.

El Direktor levantó los ojos y me miró bajo sus pobladas cejas negras, aún tenía el arma cargada sobre el escritorio.

—Que vayas a ver a Hanna —me repitió tras un corto silencio.

—Cla… claro, señor —asentí subiéndome las gafas hasta el puente de la nariz—. Ahora mismo. Gracias, señor Direktor, muchas gracias —me despedí antes de cerrar las puertas, dejando tras de mí lo poco que quedaba de mi orgullo.

Encontré a la muchacha en la cocina.

Delgada, demasiado delgada bajo aquel uniforme ancho y gastado. Demasiado pálida y alargada, algo común en el campo, pero no tanto en la villa; donde se podía comer lo que se quisiera. Una de las ventajas de que tu señor sólo se alimentase de sangre.

La observé durante el poco tiempo en que ella todavía no se había percatado de mi presencia. Miré como limpiaba uno de los vasos manchados de sangre reseca en el fregadero mientras sus ojos se perdían en el paisaje del bosque nevado que había tras el ventanal.

Hanna está enferma, mira a ver que le pasa.

Al principio había pensado que lo había oído mal. Porque si el Direktor me hubiera pedido que intentara respirar por el culo no me hubiera sorprendido ni la mitad que con aquello.

La joven se dio cuenta de que la estaba observando y se giró hacia mí esperando a que dijera algo. Tenía una mirada extraña; triste, descuidada pero intensa. Intentó ocultar sus brazos llenos de moratones tras la espalda sin que lo notara, pero las marcas de golpes eran como huellas de tinta sobre la nieve blanca de su piel.

—¿Eres Hanna? —pregunté dejando mi maleta encima de la gran mesa que había en el centro de las cocinas.

—Sí —murmuró, y su acento no me pareció tan dejado y vulgar como antes. En comparación con el del Direktor su entonación sibilante era hasta agradable de escuchar.

—Soy el doctor Liebe —me presenté.

—Lo sé —respondió ella dejando a un lado el vaso limpio—, le recibí a la entrada, doctor.

—Sí —asentí. No podía dejar de observarla con intensidad, como si fuera un extraño animal que hubiera aparecido de la nada ante mis ojos.

—¿Ocurre algo, doctor? —insistió ella. No parecía muy cómoda con mi repentina atención.

—El Direktor me ha pedido que te inspeccione, por si estás enferma —le expliqué, aún sin creérmelo.

—Estoy bien —murmuró con su tono desapasionado. Cogió uno de los trapos que colgaban de un garfio medio oxidado en la pared y comenzó a aclarar la loza que había fregado.

—Ya… —murmuré—. ¿Te importa si me siento aquí?

—No —tosió—, ¿quiere algo de comer, doctor?

—No, gracias.

Habían pasado tantas chicas por allí que ya ni les prestaba atención. Todas eran jóvenes, todas eran guapas, y todas acababan muertas.

—¿Cuánto llevas trabajando aquí, Hanna? —le pregunté—. En la villa.

—Harán dos meses la semana que viene —respondió tras toser un poco más—. Aquí hay calendarios, es más fácil llevar la cuenta que en la Granja.

Alcé las cejas sorprendido, aquello debía ser todo un récord para el Direktor. Mi curiosidad aumentaba por momentos.

—¿Cuántos años tienes?

La chica se detuvo y se giró para mirarme. Multitud de mechones de su cabello rubio se habían desprendido de su moño y le caían sin ningún encanto alrededor del rostro.

—¿Es el examen rutinario, doctor? —me preguntó dejando entrever sus dientes delanteros, desproporcionados, como los de un conejo, bajo sus labios gruesos y agrietados—. ¿Se lo hace a todas las chicas que pasan por aquí?

—¿Sabes lo que le ha ocurrido a todas las chicas que han pasado por aquí? —le pregunté.

Hubo un corto silencio en el que sólo se escuchó el goteo del grifo que había dejado mal cerrado.

—A la última la arrojó por las escaleras y después la pateó hasta matarla —explicó rodeándose la cintura con los brazos—. Tuve que limpiar su sangre del suelo y las paredes el primer día que llegué. —Se detuvo abstraída por el desagradable recuerdo antes de murmurar—: El Direktor es impaciente, y se aburre deprisa.

—Sí, lo es —confirmé agarrando mi maleta y levantándome.

—No tardará en matarme… —murmuró ella, con la mirada perdida de nuevo tras la ventana.

—Tendrás suerte si tiene el arma cerca —dije acercándome al perchero del que colgaba mi abrigo raído—. Así terminará rápido —añadí antes de salir por la puerta.

Hanna no respondió, abrazada a si misma y pensando en el final de su vida; que, sin duda, llegaría pronto.

Roth

Algunos otros decían que el polvo y las cenizas que flotaban constantemente en el aire no les dejaban respirar, que el hedor de la piel muerta al quemarse era insoportable o que después de un día de trabajo terminabas hecho una mierda; con la ropa gris y el cuerpo cubierto por los restos de lo que quedaba de cientos de desconocidos. Pero para mí era mucho mejor que todo lo demás.

Yo… había… había hecho cosas horribles allí dentro. Todos las hacíamos; sólo que a nosotros nos daban más comida y más sitio por hacerlas. No estaba orgulloso, pero las cosas eran así.

—¿Te ocurre algo, princesa? —me preguntó Garin en los lavabos mientras me lavaba las manos y el rostro con abundante jabón. Daba igual lo que hiciera, siempre quedaba ceniza en alguna parte; entre las uñas, bajo las axilar, en los oídos…

El grupo que solía seguirle se rio de su ocurrencia antes de comenzar a cambiarse. Sus dientes eran de un tono amarillento en contraste con sus rostros sucios y pálidos por la ceniza.

—No —respondí casi por obligación. Garin era de eses hombres que habían nacido para propagar el odio en el mundo.

—Tienes cara triste, princesa —siguió él quitándose la parte de arriba de su uniforme y la cinta roja y desgastada del brazo que le marcaba como Kopf—. ¿Quieres un besito, princesa? —añadió poniendo morritos.

Anton, Seis Dedos y Hubert se rieron, como siempre, pero el resto de hombres llegaba y se iba sin prestarnos la menor atención.

—Vete a la mierda, Garin —le respondí secándome con el trapo sucio y maloliente de la pared—. No tengo tiempo para tus gilipolleces.

—Ten cuidado, princesa —me advirtió dejando su tono de burla a un lado. Cuando se ponía serio daba miedo, tenía aquella expresión cruel en el rostro y se le tensaban sus músculos de matón. Antes de llegar al campo trabajaba descargando barcos en el puerto de Wasser y como camorrista para la mafia local—. ¿Tu mamá no te enseño a no meterte con los niños grandes que pueden dejarte medio muerto en el suelo?

Le lancé una mirada de desprecio y salí del baño comunal por los amplios pasillos subterráneos. A lo lejos se escuchaba como el siguiente turno movía los carros del crematorio y cargaba los cuerpos vacíos y secos para meterlos en los hornos. Pasé por delante del cuarto donde limpiaban el pelo que les arrancaban a los humanos antes de drenarlos y quemarlos. Siempre lo hacía buscando una melena lisa del color del trigo colgada por alguna parte.

Algunos ojos cansados levantaron la vista un momento para verme pasar y volvieron a su trabajo. Al final del pasillo subí por la rampa que llevaba al exterior y aspiré el gélido aire del mediodía.

—Se me están helando las pelotas aquí fuera —me dijo una voz aguda al lado de la entrada—. Pero es el aire más puro que me ha entrado en los pulmones desde que desperté.

Simon sonrió tiritando contra la pared de ladrillos. Llevaba un abrigo de felpa marrón oscuro que le había arrancado de los brazos a la mujer de algún hombre rico. Ella había gritado aferrándose a lo poco que le quedaba y él le había pegado hasta romperle los dedos y dislocarle un hombro; era una historia que le gustaba contar cuando se emborrachaba en nuestras partidas de dados clandestinas.

—No hay nada como pasar tres horas encerrado allí abajo y después salir a fumar al aire fresco —murmuré con una vaga sonrisa.

Simon se rio con aquella risa de ratilla de los bajos fondos llevándose su cigarro a los labios de nuevo.

—¿Tienes otro para mí? —le pregunté.

—¿Tienes tú algo que darme a cambio?

Metí la mano en el bolsillo de mi chaleco y saqué un bonito par de pendientes de cobre.

—Por esto deberías darme la cajetilla entera —le dije dejándolos caer sobre su mano extendida.

Simon volvió a reírse.

—Aquí la vida es dura —explicó sacándose un arrugado pitillo de algún bolsillo interior de su abrigo de señora—, y los pequeños placeres se pagan caros.

—¿Puedes darme fuego o tendré que bajarme los pantalones para que me des por culo?

—El fuego te lo daré gratis, pero sólo por lo bien que me caes.

Me incliné sobre el encendedor antes de que cambiase de idea y después murmuré sorprendido:

—¿Me he perdido algo, Simon? Es la primera vez que me regalas algo desde que nos conocemos.

—¿No te has enterado?

—¿De qué? —pregunté escupiendo las fibras de tabaco que me habían quedado en la lengua al fumar. Si antes me hubieran cobrado tanto por un pitillo mal liado me habría encargado de hacérselo tragar al vendedor antes de estrellarle la cara contra el mostrador.

Pero antes todo era diferente.

—Del incendio —respondió tras un silencio en el que se lamió los labios disfrutando de mi ignorancia.

Levanté la mirada hacia sus pequeños ojos claros.

—¿Qué incendio? ¿El de la alarma?

—El de la extractora 9 —continuó apenas capaz de contener la emoción—. La hicieron estallar. ¡Boom! Litros de sangre saltando por los aires junto con la maquinaria y el ganado.

—¿Qué? —exclamé—. ¿La hicieron estallar? ¿Con bombas? ¿Quiénes?

Simon se apoyó de nuevo contra el muro de ladrillos y entrecerró los ojos con una sonrisa.

—La información también tiene su precio —dijo.

—Y mi paciencia tiene un límite, Simon —le advertí—. No me obligues a romperte los dientes.

No me gustaba amenazar, no era mi estilo, pero en aquel mundillo de odio y miedo era lo único que la gente parecía entender. Sin embargo, Simon se rio divertido.

—Lo que he oído es que se colaron en el extractor —explicó—, colocaron las bombas y las hicieron explotar. Nadie sabe como lo hicieron, pero un tío de mi barracón dice que le pasó un poco de sulfato de… no sé que mierda química de esas que explotan, a uno de ellos.

—¿Cómo pudieron hacer una bomba sin que nadie lo supiera? —le pregunté asombrado.

—No tengo ni puta idea —respondió—, pero lo mejor es que…

Se detuvo cuando un par de hombres salieron de la rampa murmurando. Al igual que nosotros, sólo querían respirar algo que no estuviera lleno de ceniza y muerte. Simon señaló con la cabeza la esquina del crematorio y nos movimos con paso rápido a través de la hierba alejándonos de los demás. La información, como bien sabían todos, podía llegar a tener un buen precio; y un buen secreto valía demasiado como para desperdiciarlo con desconocidos.

—Mi primo el sordo oyó a unos guardias hablar aquella noche, cuando fue a buscar los cuerpos con algunos de su barracón.

—¿Tu primo el sordo les oyó hablar? —le interrumpí.

—Se quedó sordo de una oreja en la guerra —dijo con su risita aguda—. Ya te lo he contado, cuando los hematófagos asaltaron su casa estaba preparando…

—Sí, sí, ya me acuerdo —le mentí—. ¿Qué es lo que oyó?

—Pues bien, lo que oyó fue que uno de los humanos miró a los ojos al Direktor mientras les amenazaba, entonces se levantó y le escupió en la cara —las manos le temblaban de la emoción mientras me lo explicaba—. Y eso no fue lo mejor, porque después le grito: ¡Calla, puto engendro! ¡Un monstruo como tú no debería vivir!

Me quedé paralizado, con el pitillo colgando de los labios sin poder creerlo.

—¿Al Direktor? —se me escapó como una exhalación.

—¡Al jodido Adler Allein en persona!

Su éxtasis era comprensible.

—¿Estás seguro de que es cierto? —pregunté.

—Mi primo no miente —aseguró ofendido por mis dudas—. Dice que el hematófago se volvió loco y le destrozó la cara, que le golpeó hasta desfigurarle entero y después ordenó quemar viva a toda su familia.

Había muchas historias similares sobre las crueldades de Allein, el Asesino de Winter; y esta no era la peor.

—Tuvo suerte de que el Direktor sea un hematófago impulsivo —pensé en voz alta—, a saber lo que le habría hecho otro con una mente más fría.

—Debe ser lo que dicen del frente —murmuró Simon—, eso de que los humanos del nuevo mundo vienen a erradicar la plaga.

Me reí.

—¿Crees que van a venir? ¿Crees que saben algo de esto? —abrí los brazos para señalar el campo—. ¿Crees que saben algo de nosotros, o que les importamos? —Escupí al suelo—. Sois unos putos ingenuos. No llegaron con los Infectados y no van a llegar ahora. Están acojonados.

Simon se rio también.

—Quizás no, pero si lo hacen me gustaría estar vivo para verlo.

—Como a todos…

Varick von Asche

Yo luchaba por mi raza, por un mundo donde los hematófagos podíamos ser libres. Algo importante, con literatura, arte y música propias; no unos simples bebe-sangre infectados y sin corazón. Pero no tenía nada en contra de los humanos. Yo también había sido uno de ellos en el pasado, y no lo había olvidado, como fingía hacer la mayoría.

No sentía especial placer al matarlos, sólo era algo que había que hacer. Algunos guardias incluso lo pasaban mal, sobretodo los jóvenes, sufrían crisis que después trataban de ahogar con el etílico y el juego. Solían ser los más viejos a quienes no les costaba disparar porque llevaban dentro la marca indeleble de la guerra. A los neófitos les costaba más desapegarse de sus lazos con la humanidad dado que a medida que las generaciones avanzaban los recuerdos y el odio quedaban atrás.

Pero si había que disparar, disparabas. Daba igual que fuera un hombre desnutrido a tus pies, una madre enferma o el crío llorando entre sus brazos. Disparabas.

Por suerte nuestra necesidad de sangre y de ahorrar munición nos ofrecía, la mayoría de las veces, la opción de simplemente pegarles o mandarlos a las extractoras. Aquellas máquinas seguían siendo una forma más lenta y pesada de morir, drenándoles durante semanas hasta dejarles vacíos; pero al menos no tenías que mirarles a los ojos mientras morían.

—Tienen suerte que no esté en la brigada de tortura —murmuró Frederick dándole una patada a un trozo de escombro quemado—. En un par de horas tendría a esas ratas cantando a mis pies.

Le miré por el rabillo del ojo sin moverme. Nos habían ordenado vigilar a los presos mientras limpiaban los restos que la explosión de la extractora 9, la más pequeña de todas, había dejado. Aquel atentado había sido un golpe bajo para todos, sobretodo para los guardias encargados del sector. El Direktor Allein por poco los había mandado al frente, a primera línea de fuego, donde no había etílico ni camas calientes.

—Primero les arrancaría las uñas y después los dedos —continuó el hematófago dando pesados pasos con sus botas de goma negra—, uno a uno con algún cuchillo de sierra. —Y colgándose el fusil al hombro imitó con las manos el corte lento de un serrucho—. Tal que así.

Frederick era mayor que yo, aunque parecía más joven con su flequillo repeinado y el color rubio claro de su pelo. Pertenecía a la cuarta generación de una familia de comerciantes con negocios florecientes en la parte norte del país. No había tardado en sobresalir entre la guardia de Winter por su crueldad innata; y realmente los odiaba, a los humanos, los odiaba con todo su corazón.

—Los desangrarías antes de que pudieran hablar —murmuré, sin ningún interés en el tema.

—No —dijo mientras se acercaba—. Porque le cauterizaría los muñones con un metal al rojo vivo —se golpeó la frente con su dedo índice sin apartar sus ojos violetas de mí—, hay que pensarlas, Varick. A veces eres un poco lento.

—¿Sabes lo que ocurrió? —le pregunté señalando las ruinas con la cabeza. No se le podía dar mucha bola a Frederick con sus temas o se pasaría todo nuestro turno hablándome sobre sus ideas de exterminio en masa. De eso o de su perro, su casa, o su trabajo de civil en la fábrica de vidrio cuando era un recién converso.

—Un par de humanos de mierda se colaron y explotaron la caldera, el sistema se colapsó y la presión de las tuberías hizo saltar la estructura por los aires —dijo con desprecio mirando a los hombres que llevaban y cargaban carretillas con escombros ennegrecidos.

—Muy inteligente —reconocí.

—¿Ah, sí? ¿Te parece inteligente? —me preguntó con tono sarcástico—. ¿Te gustan las pequeñas ideas de los humanos para destruirnos?

Puse los ojos en blanco.

—Sólo digo que ha sido una buena idea, debieron pasar bastante tiempo planeándolo. Alguno de ellos debía tener conocimientos de arquitectura… y una idea clara del funcionamiento de las extractoras.

—Sí, por supuesto, tienes razón… —continuó Frederick—. Les pondremos una placa, ¿qué te parece? Es más, daremos un premio anual al humano más inteligente de la Granja. El que haga el mejor diseño de un explosivo con toda la mierda que pueda encontrar. ¿Qué te parece?

—¿Has oído lo que el humano le dijo al Direktor Allein? —pregunté.

La expresión de su rostro se oscureció y sus colmillos se cerraron con fuerza.

—Me lo contó Michael hoy por la mañana —respondió, indignado de nuevo con los humanos. Así era Frederick, no se podía razonar con él, sólo cambiar el objetivo de su odio—. Casi vomito la sangre del desayuno, no me lo podía creer. Engendro… A veces el Direktor es demasiado bueno, yo los hubiera matado a ostias a todos en ese momento.

—Le escupió a la cara, o eso dicen —añadí.

La ira casi se podía ver crecer alrededor de Frederick como una nube espesa en el aire frío del atardecer.

El ruido metálico de una carretilla al volcarse nos distrajo. Un humano, apenas un adolescente, había soltado la carreta del susto al ver salir un brazo ensangrentado de entre los escombros que llevaba. Un simple pedazo del ganado que había quedado sepultado con la explosión. En la 9 había al menos cincuenta humanos y sus cuerpos no podían tardar en aparecer; enteros o por partes.

—Voy yo —dijo Frederick, todavía con los colmillos apretados.

Cuando llegó junto al chico éste ya estaba de rodillas en el barro suplicando por su vida con lágrimas en los ojos. Su uniforme gris estaba sucio por todas partes y apenas quedaba algo de su color original. Frederick le dio un puñetazo tan fuerte que el niño cayó de espaldas al suelo con algún diente menos y escupiendo sangre. Entonces un hombre más mayor saltó de entre los escombros y se enfrentó al hematófago, empujándolo lejos del crío. Me quité el fusil del hombro y disparé. El padre, el hermano —o quien quiera que fuera ese hombre—, cayó de bruces sobre el fango con un agujero de bala en la frente.

El crío lloraba y gritaba frente al cadáver del humano balbuceando su nombre, todos lo veían llorar a los pies de Frederick, encogido en un ovillo para protegerse de sus patadas. Pero nadie hacia nada, sólo miraban agradecidos de no ser ellos los que sufrían.

Porque nosotros éramos más fuertes, más rápidos, más crueles. Teníamos dentro el virus que había cambiado el viejo mundo y la historia de la humanidad. Nada podría cambiarlo ya.

Frederick mató al niño con una patada en la cara y todo se quedó en silencio al fin. Escupió encima de los cuerpos sin vida y se limpió con la manga de su cazadora negra de guardia los restos de saliva de los labios.

—Joder —se quejó volviendo hacia mí—, ahora tengo las botas sucias de sangre.

Helen Glaubt

Trabajaba en las cocinas, preparando la pasta de cereales molidos y el pan mohoso que comen los hombres y mujeres del campo. También cocinaba para los Kopf, esas… malas personas. Siempre les escupía en la sopa. Sabía que a Dios no le gustaba que hiciera esas cosas, pero me perdonaría, Él sabía que se lo merecían.

Cuando terminaba mi turno en las cocinas trabajaba en los invernaderos o clasificando la ropa usada que traía la gente nueva que llegaba cada pocos días en el tren. Yo y algunas mujeres más las cortábamos en tiras y las clasificábamos por colores para que fueran más fáciles de coser después.

Se me daba bien coser. Durante la guerra había sido yo la que remendaba todas las prendas que se rompían en el orfanato, podía hacerlo con los hilos deshilachados de las cortinas; no quedaba demasiado bonito pero conseguía arreglarlos. De todas formas ya nada era bonito en el mundo, desde la primera alarma de infección todo se había vuelto gris y oscuro. Y mis colores, mis amados colores, habían desaparecido.

El ruido de las mujeres en la gran cocina era como un murmullo suave entre los golpes de cazos y sartenes. La cena ya estaba servida y sólo quedaba lavarlo todo. Una de las jóvenes pasó por mi lado dejando un paquete amarillento y mal envuelto frente a mí. Lo cogí aprisa mirando nerviosa a mí alrededor y lo guardé en el bolsillo secreto de mi pecho, bajo el uniforme, donde llevaba la cruz que me había fabricado con un cordel y un par de ramitas.

Los guardias paseaban aburridos a lo largo de la cocina, pasando entre las mesas y nosotras con sus rifles al hombro y una expresión indescifrable. Ellos podían ver más que nosotras, podían oír más que nosotras, nunca sabías si estaban escuchando; por eso nadie hablaba de lo que no debía hablar.

Antes de acabar de limpiar la mesa me acerqué a la esquina donde aún quedaban unos trozos de pan deshecho y los cogí tan discretamente como pude, los mastiqué deprisa y los tragué casi enteros. Robar era pecado, pero trabajaba mucho para ellos, así que era casi como un pago. Dios lo sabía.

Con una orden seca uno de los guardias nos ordenó irnos a nuestros barracones. Nos pusimos en fila y fuimos desfilando una detrás de otra hacia la salida que daba a la sección femenina del campo. Era desagradable estar cerca de las demás porque todas olían muy mal, sobretodo las que tenían su periodo; pero si no llovía lo suficiente ni nevaba no había ningún charco donde limpiarse, así que sólo podían usar tierra o barro para secar la sangre. Yo también debía apestar, pero no lo notaba.

—Helen —me llamaron cuando salí.

Corinne se acercó con paso lento y los brazos alrededor del cuerpo. Sus ojos grandes y azules estaban hinchados de nuevo y tenía el pelo revuelto bajo su pañuelo morado. A nadie le gustaba ya ese color, era su color; el color de sus ojos y su enfermedad.

—Hola, querida —le dije con cariño acercándome a ella—. ¿Un día duro en la fábrica?

Corinne asintió tapándose los labios. Había estado llorando.

—¿Qué ha ocurrido? —pregunté, aunque no quisiera saberlo.

—Han venido y nos han preguntado si robábamos munición o pólvora —dijo con la voz ronca—, entonces, como ninguna dijo nada sacaron sus pistolas y empezaron a disparar. Mataron a Lanna, la chica del barracón 4. Y su madre comenzó a llorar y a gritar, también la mataron… fue horrible.

—¿Esa niña sorda? Oh, Señor, pobrecita… —murmuré llevándome una mano hacia el bolsillo secreto con la cruz y el paquetito—. ¿Por qué os han preguntado eso?

—No lo sé —susurró ella con lágrimas en los ojos. La mayoría ya nos habíamos acostumbrado a ver la muerte, nunca era fácil, pero si empezábamos a llorar cada vez que alguien moría nos secaríamos por dentro. Corinne apenas había llegado hacía unas pocas semanas y aún le costaba superar esas cosas—. Vinieron y nos lo preguntaron —continuó—, estaban seguros de que mentíamos. Nos dijeron que si alguna lo sabía recibiría comida extra durante un mes… ¡un mes!

Abrí la boca sorprendida y comenzamos a caminar hacia nuestro barracón antes de que el sol se pusiera del todo y los guardias sacaran a sus perros.

—¿Tú sabes algo? —le susurré al oído.

—¡Claro que no! —respondió ella—. Ninguna sería tan estúpida como para…

—¡Helen! —gritó una voz a nuestras espaldas. Ambas nos giramos conteniendo la respiración—. Helen, ven aquí.

Era uno de los guardias, uno alto y albino. Solté a Corinne y le di unas palmaditas discretas en la espalda para que se fuera. La joven me miró y se escabulló a paso rápido secándose las lágrimas con sus brazos escuálidos.

—¿Sí, señor? —le pregunté al guardia cuando me acerqué lo suficiente.

Él se llevó el pitillo a los labios y señaló el camino para que le siguiera. Evitaba mirarme en ningún momento, el corazón empezó a tamborilear en mi pecho y agarré con fuerza la cruz de palos y el saquito. Aquel era Joseph el Bueno —así lo llamaban las chicas—, no solía gritarnos ni pegarnos por cualquier motivo, y aquí eso era suficiente para que te pusieran un apodo así.

—Se me han roto los pantalones —dijo al fin—, quiero que los remiendes.

—Claro, señor —respondí sintiendo un alivio inmediato.

Le seguí a paso rápido hasta uno de los almacenes, donde nos aguardaba otro guardia.

—¿Esta es la humana? —le preguntó al albino.

—Sí —respondió antes de abrir la puerta del almacén—. Entra —me ordenó.

Estaba oscuro pero sabía donde me metía, era el cuarto maloliente donde se guardaban los uniformes grises de los presos. El otro guardia, más bajo y gordo que él, encendió la luz. Me puse nerviosa al verlos a ambos allí, observándome. Gracias a Dios por alguna razón ellos no podían hacer… eso con humanas. Era algo que las chicas bonitas agradecían de todo corazón.

—¿Pero a cuál de los dos está mirando? —se rio el bajito con aquellos ojos de un violeta oscuro y sin brillo.

—No seas gilipollas, Tomas —respondió Joseph el Bueno—. No tiene gracia.

—Claro que la tiene, ¿a que sí, vieja? —me preguntó.

—No… no lo sé —murmuré. A algunos guardias les hacía gracia mi estrabismo, bromeaban y sabía que por el campo femenino me llamaban la Vieja Bizca.

—Estos son los pantalones —dijo el albino sacándolos de un cajón cercano a la puerta—, están rotos por los pies y la entrepierna. Allí tienes las agujas y el hilo. —Señaló un armario al final de la sala y fui directa hacia allí sin hacer preguntas.

—Esto apesta —murmuró el gordo contrayendo su pequeña nariz con desagrado.

—Me han dicho que has engendrado linaje, Tomas —murmuró Joseph, ajenos ya a mi presencia. Nunca daban importancia a lo que los humanos pudieran escuchar—. Y a la primera.

—Sí —respondió el otro con un tono de orgullo en su voz áspera—. Sabía que lo conseguiría, es un chaval increíble. Joven, guapo, fuerte… la infección apenas le ha dejado secuelas. En unas semanas estará listo para ir a la universidad.

—¿Cuarta generación, no? —siguió preguntando entre calada y calada de su pitillo negro mientras yo escuchaba muy atenta desde el fondo.

—Quinta, yo soy la cuarta.

—Cierto, perdona —se disculpó—. ¿Y tiene alguna variante imprevista?

—No, pero es muy listo, seguro que consigue sacar la carrera en dos o tres años.

—¿Qué va a estudiar?

—Mi mujer decía que estudiara derecho —el gordo soltó un bufido y puso los ojos en blanco—. Pero es mi linaje y yo decido lo que estudiará, cuando ella tenga el suyo que le haga desperdiciar su vida con el derecho. Yo prefiero la arquitectura.

—Gran idea —asintió Joseph—, yo había pensado lo mismo. Con todos los nuevos hematófagos de la ciudad han empezado muchas reconstrucciones de edificios, se necesitan buenos arquitectos.

—¡Exacto! —exclamó el gordo—. Lo único que quiero es que no le falte la sangre en el vaso a mi linaje, ¿es tanto pedir? —dejó su arma apoyada en la pared y sacó una petaca del bolsillo—. ¿Quieres un poco?

—¿Etílica?

—Por supuesto —respondió con una sonrisa. Sus colmillos sobresalieron bajo sus labios, eran más gruesos de lo normal, al igual que su rostro, y estaban un poco amarillentos.

—No bebo alcohol, gracias.

—No me jodas, ¿qué eres, una viejecita? —se volvió a reír—. Seguro que incluso la bizca bebe de vez en cuando. ¿A qué si, abuela? —me preguntó en un grito de lado a lado del almacén.

Bajé la vista y seguí cosiendo los pantalones negros como si no lo hubiera oído.

—Déjala, Tomas, está haciendo su trabajo.

—Eres demasiado bueno, Joseph —dijo el gordo tras eructar y beber de su petaca—. Tienes suerte de que a mí no me importe, pero sin mano dura se te subirán a la chepa. ¿Has oído lo del humano que le escupió al Direktor?

Me temblaron las manos y la aguja se me escapó de entre los dedos cayendo al suelo con un tintineo. Los dos guardias se giraron un momento hacia mí, pero no dijeron nada.

—Sí —respondió el albino—. No se hablaba de otra cosa hoy.

—No me extraña. El humano le echó un par de pelotas, yo ni siquiera miro a Allein a los ojos, ese hematófago está como una jodida cabra.

Joseph se rio por primera vez.

—Los de las primeras generaciones siempre lo están —aseguró él—. La guerra les hizo papilla la cabeza.

—Mi creador luchó en la guerra y no tiene esos cambios de humor —respondió el otro.

—He oído que su hermana es igual. Dicen que es algo en su sangre, algún tipo de variación imprevista en su genética que los vuelve violentos.

Me levanté del suelo donde cosía y di un par de pasos hacia ellos con el pantalón en las manos.

—Ya está, señor —le dije al albino.

—Bien, vuelve a tu barracón, si te paran diles que yo te hice llamar —dijo cogiendo la prenda de ropa—, pero no les cuentes nada de esto.

—Sí, señor.

El gordo me agarró del brazo con su mano caliente y sudorosa antes de que pudiera escapar.

—Si le cuentas a alguien algo de lo que has escuchado aquí me encargaré de que te fusilen —me amenazó, el hedor de la sangre llegaba hasta mí con cada una de sus palabras—. No será difícil, sé lo que haces.

Me quedé quieta en el sitio, no podía respirar. Llevé la mano hacia el pecho, hacia mi bolsillo, pero como era interior quedó como un simple gesto afligido.

—Sí… —aseguró él con su horrible sonrisa—. ¿O te crees que nadie ve como robas comida? Puta vieja —se volvió hacia Joseph—, se cree que es invisible.

Asentí y bajé la mirada.

—Gracias, señor —murmuré antes de colarme tras la puerta y escapar con paso rápido hacia mi barracón, junto todas las demás. Ya no era ninguna muchacha y al llegar el corazón casi se me salía del pecho; pero estaba tranquila. Agarré otra vez la cruz y el saquito.

Ellos no sabían nada sobre la pólvora que había dentro.