I

¿Dónde ahora? ¿Cuándo ahora? ¿Quién ahora? Sin preguntármelo. Decir yo. Sin pensarlo. Llamar a esto preguntas, hipótesis. Ir adelante, llamar a esto ir, llamar a esto adelante. Puede que un día, venga el primer paso, simplemente haya permanecido, donde, en vez de salir, según una vieja costumbre, pasar días y noches lo más lejos posible de casa, lo que no era lejos. Esto pudo empezar así. No me haré más preguntas. Se cree sólo descansar, para actuar mejor después, o sin prejuicio, y he aquí que en muy poco tiempo se encuentra uno en la imposibilidad de volver a hacer nada. Poco importa cómo se produjo eso. Eso, decir eso, sin saber qué. Quizá lo único que hice fue confirmar un viejo estado de cosas. Pero no hice nada. Parece que hablo, y no soy yo, que hablo de mí, y no es de mí. Estas pocas generalizaciones para empezar. ¿Cómo hacer, cómo voy a hacer, qué debo hacer, en la situación en que me hallo, cómo proceder? Por pura aporía o bien por afirmaciones y negaciones invalidadas al propio tiempo, o antes o después. Esto de un modo general. Debe de haber otros aspectos. Si no, sería para desesperar de todo. Pero es para desesperar de todo. Notar, antes de ir más lejos, de pasar adelante, que digo aporía sin saber lo que quiere decir. ¿Se puede ser eféctico si no es queriendo? Lo ignoro. Los síes y los noes, eso es otra cosa, se me volverán a presentar a medida que avance, y el modo de ciscarse encima, antes o después, como un pájaro, sin olvidarse de uno solo. Se dice eso. El hecho parece ser, si en la situación en que me encuentro se puede hablar de hechos, no sólo que voy a tener que hablar de cosas de las que no puedo hablar, sino también lo que aún es más interesante, que yo, lo que aún es más interesante, que yo, ya no sé, lo que no importa. Sin embargo, estoy obligado a hablar. No me callaré nunca. Nunca.

No estaré solo, en los primeros tiempos. Seguro que lo estoy. Solo. Esto se dice pronto. Hay que decir pronto. ¿Y qué sabe uno nunca, en semejante oscuridad? Voy a tener compañía. Para empezar. Algunos títeres. Los suprimiré después. Si es que puedo. ¿Y los objetos? ¿Cuál debe ser la actitud para con los objetos? Ante todo, ¿hay que tenerla? Vaya pregunta. Pero no me oculto que son de prever. Lo mejor es no detenerse en este tema, de antemano. Si, por una u otra razón, se presenta un objeto tenerlo en cuenta. Se dice que donde hay personas hay cosas. ¿Quiere esto decir que al admitir a aquéllas se han de admitir éstas? Habría que verlo. Lo que se ha de evitar, no sé por qué, es el espíritu de sistema. Personas con cosas, personas sin cosas, cosas sin personas, lo mismo da, estoy muy seguro de poder barrer todo eso en muy poco tiempo. No veo cómo. Lo más sencillo sería no empezar. Pero estoy obligado a empezar. Lo que significa que estoy obligado a continuar. Acaso acabaré por estar muy rodeado, en un cajón de sastre. Idas y venidas incesantes, atmósfera de bazar. Estoy tranquilo, id.

Malone está ahí. De su mortal vivacidad quedan pocos rastros. Pasa ante mí por intervalos sin duda regulares, a menos que sea yo el que pasa ante él. No, de una vez por todas, ya no me muevo. Él pasa, inmóvil. Pero se tratará poco de Malone, del que ya no hay nada que esperar. Personalmente no tengo intención de aburrirme. Al verlo a él es cuando me he preguntado si proyectamos una sombra. Imposible saberlo. Él pasa junto a mí, a unos cuantos pies, lentamente, siempre en el mismo sentido. Estoy muy seguro de que es él. Ese sombrero sin alas me parece concluyente. Se aguanta la mandíbula con las dos manos. Pasa sin dirigirme la palabra. A lo mejor es que no me ve. Un día de estos lo interpelaré, diré, no sé, encontraré, cuando sea el momento. No hay días aquí, pero me sirvo de la fórmula. Le veo desde la cabeza hasta la cintura. Se acaba en la cintura, para mí. El busto está erguido. Pero ignoro si está de pie o de rodillas. Quizás esté sentado. Lo veo de perfil. A veces me digo, ¿no se tratará en realidad de Molloy? Tal vez sea Molloy que lleva el sombrero de Malone. Pero es más razonable suponer que se trata de Malone llevando su propio sombrero. Caramba, he aquí el primer objeto, el sombrero de Malone. No le veo otras prendas. En cuanto a Molloy, acaso no esté aquí. ¿Podría estarlo si quisiera yo? El lugar es vasto, sin duda. Débiles luces parecen indicar por momentos una especie de lejanía. A decir verdad, los creo a todos aquí, al menos a partir de Murphy, nos creo a todos aquí, pero hasta el momento no he visto más que a Malone. Otra hipótesis: ellos estuvieron aquí, pero ya no están. Voy a examinarla, a mi modo. ¿Hay otros fondos, más abajo? ¿Unos fondos a los que se llega por éste? Estúpida obsesión de la profundidad. ¿Hay otros lugares previstos para nosotros, de los cuales éste en el que estoy no es más que el pórtico? Y yo que creía haber acabado con los períodos de prueba. No, no, sé que todos estamos aquí para siempre, desde siempre.

No me haré más preguntas ya. ¿No se trata, en realidad, del sitio donde se acaba por disiparse? ¿Llegará un día en que Malone no vuelva a pasar ante mí? ¿Llegará un día en que Malone pasará por delante de donde yo estuve? ¿Llegará un día en que otro pasará por delante de donde yo estuve? Carezco de opinión.

Si yo no fuera insensible, su barba me daría lástima. Cae en dos delgadas torcidas de longitud desigual, a una y otra parte de la barbilla. ¿Hubo un tiempo en que también yo me volvía así? No, siempre he estado sentado en este mismo lugar, con las manos en las rodillas, mirando ante mí como un gran-duque en una pajarera. Las lágrimas corren por mis mejillas sin que experimente la necesidad de entornar los ojos. ¿Qué me hace llorar así? De tanto en tanto. No hay nada aquí que pueda entristecer. Tal vez se trate de cerebro licuado. En todo caso, la felicidad pasada se me ha ido completamente de la memoria, si es que alguna vez estuvo presente en ella. Si realizo otras funciones naturales, es porque quiero. Nada me lo impide nunca. Sin embargo, estoy inquieto. Nada cambia aquí desde que aquí estoy, pero no me atrevo a deducir de ello que nada cambiará nunca. Veamos un poco adonde conducen estas consideraciones. Estoy, desde que estoy, aquí, aseguradas en otra parte por terceros mis apariciones. Durante este tiempo todo ha ocurrido en la mayor calma, en el más perfecto orden, fuera de algunas manifestaciones cuyo sentido se me escapa. No, no es que se me escape su sentido, pues igualmente se me escapa el mío. Todo aquí, no, no lo diré, porque no puedo. No le debo a nadie mi existencia, esas luces no son de las que iluminan o arden. Sin ir a ninguna parte, sin venir de ninguna parte, Malone pasa. ¿De dónde me llegan estas nociones de antepasados, de casas donde se enciende, y tantas otras? He buscado por todas partes. Y todas estas preguntas que me dirijo. No es por espíritu de curiosidad. No puedo callarme. No necesito saber nada de mí. Aquí todo está claro. No, todo no está claro. Pero es menester que la explanación se realice. Entonces se inventan oscuridades. Se trata de retórica. ¿Qué tienen, pues, de tan raro, de desplazado casi, estas luces a las que nada les pido que signifiquen? ¿Es su irregularidad, su inestabilidad, su brillantez intensa unas veces y pálida otras, pero que nunca va más allá de la potencia de una o dos bujías? Malone, por su parte, aparece y desaparece con una exactitud maquinal, siempre a la misma distancia de mí, con la misma rapidez, en el mismo sentido, en la misma actitud. Pero el juego de luces es verdaderamente imprevisible. Hay que decir que probablemente pasarían por completo inadvertidas a unos ojos menos avisados que los míos. Pero, ¿acaso no escapan, en ciertos momentos, incluso a los míos? Quizá son luces permanentes y fijas, percibidas por mí con vacilación y por intermitencias. Confío en que tendré ocasión de volver sobre este asunto. Pero ya ahora diría, para mayor seguridad, que espero mucho de estas luces, como por otra parte de cualquier elemento análogo de incertidumbre verosímil, para que me ayude a continuar y eventualmente a decidir. Dicho esto, prosigo, he de hacerlo. Sí, que es lo que decía, ¿puedo deducir, del perfecto estado hasta ahora de este lugar, que será siempre así? Puedo, evidentemente. Pero el solo hecho de hacerme esta pregunta me da que pensar. Por mucho que me diga que esta pregunta no tiene otro objeto que alimentar el discurso en un momento dado, en el que corre peligro de desvanecerse, esta excelente explicación no me satisface. ¿Acaso soy víctima de una verdadera preocupación, como si se dijera de una necesidad de saber? Lo ignoro. Voy a probar otra cosa. Si un día debiera intervenir un cambio, originado por un principio de desorden sobrevenido ya, o en camino, entonces, ¿qué? Esto parece depender del cambio en cuestión. Pero no, aquí todo cambio sería funesto, me devolvería, acto seguido, a la calle de la Gaîté. Otra cosa. ¿No ha cambiado nada verdaderamente desde que estoy aquí? Con franqueza, puesta la mano sobre el corazón, no esperad, que yo sepa, nada. Pero el lugar, ya lo indiqué, tal vez sea grande, lo mismo que puede no tener más que doce pies de diámetro. En lo que se refiere a poder reconocer sus confines, ambos casos son válidos. Me gusta creer que ocupo su centro, pero nada menos seguro. En cierto sentido, mejor sería que estuviera sentado en el borde, puesto que miro siempre en la misma dirección. Pero desde luego no es éste el caso. Pues si así fuera, Malone, al girar a mi alrededor, como lo hace, saldría del recinto en cada una de sus revoluciones, lo que manifiestamente es imposible. Pero, ¿gira verdaderamente, o es que no hace sino pasar ante mí, en línea recta? No, gira, lo noto, y lo hace alrededor de mí, como el planeta alrededor del sol. Si hiciera ruido, no dejaría de oírlo, a la derecha, a mis espaldas o a la izquierda, antes de verlo de nuevo. Pero no hace ningún ruido, pues no estoy sordo, tengo la certeza de ello, es decir, casi la certeza. Por último, entre el centro y el borde hay margen, y muy bien puedo estar situado en algún lugar entre los dos. Igualmente es posible, no me lo oculto, que también yo me vea arrastrado a un movimiento perpetuo, en compañía de Malone, como la tierra con su luna. Entonces, me habría quejado sin motivo del desorden de las luces, simple efecto de mi obstinación en suponerlas siempre las mismas y vistas siempre desde el mismo punto. Todo es posible, o casi. Pero lo más sencillo, realmente, es considerarme fijo en el centro de este lugar, cualesquiera que sean su forma y su extensión. Esto es también, sin duda, lo más agradable para mí. En suma: nada, aparentemente, ha cambiado desde que estoy aquí; el desorden de las luces puede ser una ilusión; temer de cualquier cambio; inquietud incomprensible.

De los ruidos que me llegan se desprende con toda claridad que no estoy completamente sordo. Pues si aquí el silencio es casi total, no lo es del todo. Recuerdo el primer ruido que oí en este lugar y que después he oído con frecuencia. Pues debo suponer un comienzo a mi estancia aquí, aunque sólo fuera para comodidad del relato. El infierno mismo, aunque eterno, data de la rebelión de Lucifer. Así pues, me será permisible, a la luz de esa remota analogía, creerme aquí para siempre, aunque no desde siempre. He aquí lo que va a facilitar singularmente mi exposición. La memoria sobre todo, cuyo empleo creí que debía vedarme, tendrá que decir algo, si la ocasión se presenta. Hay, tirando por lo bajo, mil palabras con las cuales no contaba. A lo mejor las necesito. Así pues, tras un período de silencio inmaculado, se oyó un débil grito. No sé si Malone lo oyó también. Quedé sorprendido: la palabra no es demasiado fuerte. Tras silencio tan prolongado, un breve grito, ahogado en seguida. Imposible saber qué clase de criatura lo emitió y lo emite siempre, si es la misma, de tarde en tarde. Como quiera que sea, no es un ser humano; no hay seres humanos aquí, o, si los hay, dejaron de gritar. ¿Es Malone el culpable? ¿Lo soy yo? ¿No será una simple ventosidad? Las hay desgarradoras. Deplorable manía, cuando ocurre algo, querer saber qué es. Si al menos no tuviera la obligación de manifestarlo. ¿Y por qué hablar de grito? Tal vez sea una cosa que se rompe, dos cosas que entrechocan. Aquí hay ruidos, de tanto en tanto. Que baste eso. Para empezar, este grito, ya que fue el primero. Y otros, bastante diferentes. Empiezo a conocerlos. No los conozco todos. Se puede morir a los setenta años sin haber tenido nunca la posibilidad de admirar el cometa de Halley.

Eso me ayudaría, pues también yo debo atribuirme un comienzo, si pudiera situarlo en relación con el de mi vivienda. ¿Aguardé en algún otro lugar a que éste se hallara listo para recibirme? ¿Dónde está el que aguardó a que yo viniera a poblarlo? Desde el punto de vista de la utilidad, la primera de estas hipótesis es, con mucho, la mejor, y a menudo tendré ocasión de acogerme a ella. Pero las dos son desagradables. Diré, pues, que nuestros comienzos coinciden, que este lugar se hizo para mí, y yo para él, a un tiempo mismo. Y los ruidos que todavía ignoro son los que aún no se han emitido. Pero no cambiarán nada. El grito no ha cambiado nada, ni siquiera la primera vez. ¿Y mi sorpresa? Debí imaginármelo.

Sería llegado el momento de que le diera un compañero a Malone. Pero hablaré antes de un incidente que sólo se produjo una vez, hasta ahora. Aguardo, sin impaciencia, que se repita. Dos formas, pues, oblongas como el hombre, entraron en colisión ante mí. Cayeron y no las volví a ver. Naturalmente, pensé en la falsa pareja Mercier-Camier. La próxima vez que penetren en el campo, yendo lentamente la una hacia la otra, sabré que chocarán, caerán y desaparecerán, y esto quizá me permita observarlas mejor. No es cierto. Veo tan mal a Malone como la primera vez. Es que, mirando siempre en la misma dirección, no puedo ver, no diré que distintamente, pero sí tan distintamente como la visibilidad lo permita, lo que ocurre justamente delante de mí, esto es, en tal caso, la colisión, seguida de la caída y la desaparición. Su acercamiento nunca lo veré sino confusamente, con el rabillo del ojo, y de qué ojo. Pues también ellas debieron llegar en línea curva y, por supuesto, hasta muy cerca de mí. Pues la visibilidad, a menos que se trate de cómo ando de la vista, no me deja ver sino lo que tengo muy cerca. Añadiré que mi asiento parece haberse elevado un poco, en relación con el nivel del suelo de alrededor, si es que es suelo. A lo mejor se trata de agua, o de otro líquido cualquiera. De modo que, para ver en las mejores condiciones lo mismo que ocurre ante mí, debería bajar un poco los ojos. Pero no bajo los ojos. En suma: sólo veo lo que se presenta justamente delante de mí; sólo veo lo que se presenta muy cerca de mí; lo que veo mejor, lo veo mal.

¿Por qué me hice representar entre los hombres, a la luz? Me parece que no fue cosa mía. Sigamos. A mis delegados los veo todavía. Me hablaron de los hombres, de la luz. No quise creerlos. Lo que no impide que algo me haya quedado. Pero, ¿dónde, cuándo, por qué medio conversé con esos señores? ¿Vinieron a importunarme aquí? No, aquí nunca me ha importunado nadie. Entonces ha de ser en otro sitio. Pero nunca estuve en otro sitio. Sin embargo, sólo puede ser por ellos por quienes supe de los hombres y de cómo se las arreglan. Es poca cosa. No me habría hecho falta. No digo que eso no servirá nunca para nada. Sabré utilizarlo, si es menester. Ya me ha ocurrido así. Lo que me deja perplejo es deber estos conocimientos a personas con las que nunca pude entrar en comunicación. En fin, el hecho es ése. A menos que se trate de conocimientos innatos, como los que se refieren al bien y al mal. Esto se me antoja poco verosímil. ¿Es concebible, por ejemplo, un conocimiento innato de mi madre? No para mí. Fueron esos señores los que me hablaron de ella. Era uno de sus temas preferidos. Igualmente me pusieron al tanto de Dios. Me dijeron que procedo de él en última instancia. Lo sabían por sus representantes en Bally no se qué, lugar dónde, a creerlos, me infligió la existencia. Y venga a sostener tercos que fue un buen regalo. Pero sobre todo eran mis semejantes los que me querían hacer tragar. Ponían en ello un celo y una obstinación increíbles. No me acuerdo nada de aquellas conversaciones. No debí entender gran cosa. Pero, a pesar mío, conservo algunas descripciones. Me daban cursos sobre el amor, sobre la inteligencia, precioso, precioso. Debe de hacer mucho de todo eso. Fueron ellos también los que me enseñaron a contar y a razonar. Se trata de habilidades que me prestaron servicios, no diré lo contrario, servicios de los que no hubiera tenido ninguna necesidad si me hubiesen dejado tranquilo. Los uso todavía, para rascarme. Tipos asquerosos, con los bolsillos llenos de venenos y de cauterios. Quizá fueron cursos por correspondencia. Sin embargo, tengo la impresión de haberlos visto. A lo mejor en fotografía. ¿Desde cuándo cesó ese atiborramiento de la cabeza? Y, ¿es que ha cesado? Algunas preguntas todavía, las últimas. ¿Se trata tan sólo de una calma momentánea? Eran cuatro o cinco a atormentarme, so pretexto de darme su informe. En particular uno de ellos, Basilio de nombre, según creo, me inspiraba una gran repugnancia. Sin abrir la boca, sólo con mirarme de hito en hito con sus ojos apagados de tanto haber visto, me volvía un poco más cada vez como él quería que fuese. ¿Sigue mirándome aún, agazapado en la tiniebla? ¿Usurpa todavía mi nombre, ese que me aplicaron ellos, en su siglo, paciente, de estación en estación? No, no, aquí estoy a salvo, entreteniéndome en adivinar quién pudo infligirme estas heridas insignificantes.

El otro viene derecho hacia mí. Hace su entrada como a través de pesados cortinajes, avanza aún algunos pasos, me mira y luego se retira andando hacia atrás. Se comba como si llevara a punta de brazos objetos que pesan mucho, no sé cuáles. Lo que de él veo mejor es el sombrero. La copa está muy gastada, como un zapato viejo, y deja pasar a su través algunos cabellos grises. Su mirada, que se alza bastante largamente hacia mí, la siento implorante, como si yo pudiera hacer algo por él. Otra impresión, probablemente no menos falsa: me trae obsequios y no se atreve a dármelos. Se los vuelve a llevar, o bien los suelta y desaparecen. No viene a menudo —me es imposible precisar más— pero desde luego regularmente. Su visita no ha coincidido nunca, hasta ahora, con el paso de Malone. Pero esto ocurrirá tal vez. No se tratará forzosamente de un ultraje al orden que reina aquí. Pues si estoy en condiciones de calcular con algunas pulgadas de margen la órbita de Malone, admitiendo que pasa a tres pies de mí, lo que no es seguro, por el contrario no poseo, acerca del recorrido del otro, sino una noción de las más confusas, dada la imposibilidad en que me encuentro, no sólo de medir el tiempo, lo que por sí solo se basta para inutilizar cualquier cálculo a este respecto, sino también de calcular sus respectivas velocidades de desplazamiento. Ignoro, por consiguiente, si llegaré a poder verlos a los dos juntos. Pues si no se debiera verlos juntos nunca, sería menester que ante mí Malone suceda al otro, o lo preceda, siempre en los mismos plazos exactos. No, me equivoco. Pues la no coincidencia muy bien puede variar (y me parece que tal es el caso) sin que llegue nunca a suprimirse del todo. Ese intervalo vacilante me incita, sin embargo, a pensar que mis dos fieles se encontrarán algún día, se tropezarán y acaso se caerán. He dicho que aquí todo se repite pronto o tarde; no, iba a decirlo y cambié de idea. Pero, ¿los encuentros no son una excepción a esta regla? El único encuentro de que he sido testigo, hace ya mucho tiempo, no se ha repetido todavía. A lo mejor fue el final de algo. Y quizá me habré librado de Malone y del otro, no es que ellos me molesten, el día en que los vea juntos, es decir, en colisión. Desgraciadamente sólo ellos circulan por aquí. Otros vienen hacia mí, pasan ante mí, dan vueltas a mi alrededor. No me molestan, no me cansaré de repetirlo. Pero a la larga esto podría resultar aburrido. No sé cómo. Pero el caso es para tenerlo en cuenta. Se ponen cosas en marcha sin preocuparse de cómo hacer que se detengan. Es para hablar. Nos ponemos a hablar como si pudiéramos dejar de hacerlo con sólo querer. Es así. La busca del medio de hacer parar las cosas, acallar su voz, es lo que al discurso le permite proseguir. No, no debo tratar de pensar. Las cosas, las figuras, los ruidos, las luces con que mi prisa por hablar disfraza cobardemente este sitio, es menester de todas veras que, al margen de toda cuestión de procedimiento, llegue a desterrarlos. Preocupación por la verdad en el prurito de decir. De aquí la posibilidad de verse libre por medio de un encuentro. Pero suavemente. Primero ensuciar, y después limpiar.

¿Y si, por cambiar, me ocupara un poco de mí? Pronto o tarde me vería acogotado. Esto, al pronto, me parece imposible. ¿Dejarme acarrear en el mismo carretón que mis criaturas? ¿Decir de mí que veo esto, que siento aquello, que temo, espero, ignoro, sé? Sí, lo diré, y de mí solo. Impasible, inmóvil, mudo, sosteniéndose la mandíbula, Malone gira, extraño para siempre a mis flaquezas. He aquí a uno que no es como yo no sabré nunca dejar de ser. Ya puedo estar sin moverme, que él es el dios. Y el otro. He puesto en él ojos implorantes, ofrendas para mí, una necesidad de ayuda. No me mira, no me conoce, no carece de nada. Sólo yo soy hombre y todo lo demás es divino.

El aire, el aire, tratemos de ver qué se puede sacar de este viejo tema. De un gris justamente transparente en mi proximidad inmediata, se extiende fuera de este círculo encantado en finos velos impenetrables, de un tono apenas más oscuro. ¿Soy yo quien proyecta esta débil claridad que me permite distinguir lo que ocurre ante de mis narices? No veo, de momento, la utilidad de suponerlo así. La más profunda noche a la larga se deja taladrar hasta cierto punto, como he oído decir, sin ayuda de otra luz que la del cielo ennegrecido y de la tierra misma. Nada nocturno aquí. Este gris, no por ser primero tenebroso y después francamente opaco, deja de ser de una luminosidad intensa. Pero en realidad, esta pantalla contra la cual mis miradas tropiezan, con todo y seguir viendo aire en ella, ¿no será mejor el cercado, de una intensidad de plombagina? Para aclarar esta cuestión necesitaría un palo, así como los medios de servirme de él, ya que poco sería éste sin ellos, y a la inversa. Necesitaría también, dicho sea de pasada, participios futuros y condicionales. Entonces lanzaría el palo, como una jabalina, directamente hacia delante de mí, y sabría si, en lo que me rodea tan de cerca y me impide ver, de lo que se trata es del vacío siempre, o de lo lleno, según el ruido que oyera. O bien, sin soltarlo, para no exponerme a perderlo de una vez por todas, me serviría de él como de una espada y acuchillaría ya el aire, ya la muralla. Pero la época de los palos pasó, y aquí no puedo contar estrictamente más que con mi cuerpo, mi cuerpo incapaz del menor movimiento y cuyos mismos ojos ya no se pueden cerrar como hacían antes, según Basilio y consortes, para que descansara de ver y de no poder ver o simplemente para que me ayudaran a dormir, ni pueden volverse, ni bajarse, ni elevarse al cielo, mientras permanecían abiertos, sino que están obligados, centrados y desencajados, a quedar fijos en el corto pasillo que tienen delante, donde el 99% de las veces no ocurre nada. Deben de estar rojos como carbones encendidos. A veces me pregunto si las dos retinas no están encaradas entre sí. Por lo demás, pensándolo bien, este gris es ligeramente rosado como el plumaje de algunos pájaros, entre ellos, según creo, la cacatúa.

Aunque todo se vuelva oscuro, aunque todo se vuelva claro, aunque todo siga gris, el gris es el que se impone, para empezar, dado lo que es, pudiendo lo que puede, hecho de claro y de oscuro, pudiendo vaciarse de éste o de aquél, para no ser más que el otro. Pero quizá me hago ilusiones, en el gris, sobre el gris.

¿Cómo hago, en tales condiciones, para escribir, no teniendo en cuenta sino el aspecto manual de esta amarga locura? Lo ignoro. Podría saberlo. Pero no lo sabré. No esta vez. Soy yo el que escribo, el que no puedo alzar la mano de mi rodilla. Soy yo el que pienso, lo justo para escribir, yo cuya cabeza está lejos. Yo soy Mateo y soy el ángel, yo llegado antes de la cruz, antes de la falta, llegado al mundo, aquí.

Añado, para mayor seguridad, esto. Estas cosas que digo, que voy a decir, si puedo, no están ya, o no están todavía, o no estuvieron nunca, o no estarán nunca, o si estuvieron, o si están, o si estarán, no estuvieron aquí, no están aquí, no estarán aquí, sino en otro sitio. Pero yo estoy aquí. Todavía, pues, estoy obligado a añadir esto. Pero héme aquí, yo que estoy aquí, que no puedo hablar, que no puedo pensar, y que debo hablar, por consiguiente pensar un poco tal vez, no puedo hacerlo sólo en relación conmigo que estoy aquí, en relación con aquí donde estoy, pero puedo hacerlo un poco, bastante, no sé cómo —no se trata de eso—, en relación a mí que estuve en otra parte, que estaré en otra parte, y en relación a esos lugares en donde estuve, donde estaré. Pero no he estado nunca en otra parte, por incierto que sea el porvenir. Y lo más sencillo es decir que lo que digo, lo que diré, si puedo, se refiere al lugar donde estoy, a mí que en él estoy, pese a la imposibilidad en que me encuentro de pensar en él, de hablar de él, por culpa de la necesidad en que estoy de hablar de él, de quizá pues pensar en él un poco. Otra cosa: lo que digo, lo que tal vez diré, a este respecto, respecto a mí, respecto a mi morada, está dicho ya, puesto que, estando aquí desde siempre, aquí sigo todavía. He aquí, en fin, un razonamiento que me gusta, digno de mi situación. No tengo, pues, que inquietarme. Sin embargo, estoy inquieto. No voy pues al desastre, no voy a parte alguna, mis aventuras han concluido, mis dichos están dichos, a esto llamo aventuras. Sin embargo advierto que no. Y temo mucho, pues no puede tratarse más que de mí y de este lugar, que siga estando otra vez a punto de ponerle fin, hablando de ello. Lo que no llevaría a ninguna consecuencia, antes al contrario, como no sea a la obligación en que me hallaré, una vez libre, de volver a empezar, a partir de ningún sitio, de nadie y de nada, para volver a lo mismo, por nuevos caminos desde luego, o por los de antes, irreconocibles cada vez. De aquí una cierta confusión en los exordios, el tiempo de colocar al condenado y de acicalarlo. Pero no desespero de poder un día prescindir de mí, sin callarme. Y ese día, no sé por qué, podré callarme, podré acabar, lo sé. Sí, ahí reside la esperanza, una vez más, de no hacerme, de no perderme, de seguir aquí, donde me he dicho que estoy desde siempre, pues corría prisa decir algo, acabar aquí, sería maravilloso. Pero, ¿es de desear? Sí, es de desear, acabar es de desear, acabar sería maravilloso, quien quiera que yo sea, donde estoy.

Confío en que este preámbulo acabará pronto, a beneficio de la exposición que decidirá de mí. Desgraciadamente temo, como siempre, ir más lejos. Pues ir más lejos es irme de aquí, encontrarme, perderme, desaparecer y volver a empezar, desconocido al principio, después poco a poco tal como siempre, en otro lugar, donde me diré que estuve siempre, del cual no sabré nada, ni nada podré saber, dada la imposibilidad de ver, de moverse, de pensar y de hablar, pero del que poco a poco, pese a estos inconvenientes, sabré algo, lo bastante para averiguar que es el mismo de siempre, el que tiene aires de haber sido hecho para mí pero que no quiere de mí, ése que yo tengo aspecto de querer y que no quiero, de poder preferir, ése del que sin duda no sabré nunca si me engulle o me vomita y que acaso no sea más que el interior de mi cráneo lejano, por donde yo erraba en otro tiempo —ahora estoy fijo—, perdido de pequeñez, o empujando contrarías paredes, de mi cabeza, de mis manos, de mis pies, de mi espalda, de mi pecho, y siempre murmurando viejas historias, mi vieja historia, como por primera vez. No hay, pues, que tener miedo. Sin embargo, tengo miedo, miedo de lo que mis palabras harán de mí, de mi escondite, una vez más. ¿Y si hablara para no decir nada, pero absolutamente nada? Así evitaría tal vez estar roído como por una vieja rata ahíta, y con mi camita de baldaquino, una cuna, o bien me haría roer menos deprisa, en mi vieja cuna, y las carnes arrancadas tendrían tiempo de pegarse de nuevo, como en el Cáucaso, antes de volver a ser arrancadas. Pero parece imposible hablar para no decir nada, se cree conseguirlo, pero siempre se olvida algo, un pequeño sí o un pequeño no, lo bastante para exterminar a un regimiento de dragones. Sin embargo no desespero, esta vez —al tiempo que digo quién soy y dónde estoy—, de no perderme, de no partir, de acabar aquí. Lo que impide el milagro es el espíritu de método, al cual estuve acaso un poco excesivamente sometido. Desde luego no me da ni frío ni calor que Prometeo fuera liberado veintinueve mil novecientos setenta años antes de haber purgado su pena. Pues confío en que no exista nada en común entre yo y aquel miserable que se mofó de los dioses, inventó el fuego, desfiguró la arcilla, domesticó al caballo y, en una palabra, obligó a la humanidad. Pero la cosa ha de señalarse. En suma: ¿voy a poder hablar de mí y de este lugar sin suprimirnos? ¿Voy a poder callarme? ¿Existe alguna relación entre estas dos preguntas? Gustan las apuestas. He aquí varias, o quizás una sola.

No me engañan esos Murphy, Molloy y Malone. Me hicieron perder el tiempo, trabajar inútilmente, dejándome hablar de ellos, cuando era menester hablar solamente de mí, al objeto de poder callarme. Pero acabo de decir que he hablado de mí, que estoy hablando de mí. Me río de lo que acabo de decir. Es ahora cuando voy a hablar de mí, por primera vez. Creí obrar bien al hacerme acompañar por esos burros de carga.[2] Me equivoqué. Ellos no han padecido mis dolores, sus dolores nada son comparados con los míos, sólo una pequeña parte de los míos, esa de la que creí poder desprenderme, para contemplarla. Que se vayan ahora, ellos y los demás, los que me sirvieron, los que aguardan, que me devuelvan lo que les infligí y que desaparezcan de mi vida, de mi recuerdo, de mis vergüenzas y mis temores. Bueno, ya estoy yo solo aquí, nadie gira a mi alrededor, nadie viene hacia mí, ante mí nadie encontró nunca a nadie. Ésos no estuvieron nunca. Nunca fueron más que yo y este vacío opaco. ¿Y los ruidos? Ya no, todo está silencioso. ¿Y las luces, con las que contaba tanto? ¿Habrá que apagarlas? Sí, hay que hacerlo, no existen luces aquí. El gris tampoco está; el negro es el que había que decir. No son más que yo, del que no sé nada, sino que nunca hablé de ello, y ese negro, del que tampoco sé nada, sino que es negro, y vacío. He aquí pues eso de que, debiendo hablar, hablaré, hasta que no tenga más que hablar. Dará lo que dé. ¿Y Basilio y consortes? Inexistentes, inventados para explicar ya no sé qué. Ah, sí. Todo mentiras. Dios y los hombres, el día y la naturaleza, los impulsos del corazón y los medios de comprender, soy yo quien cobardemente los ha inventado, sin ayuda de nadie —pues no hay nadie—, para retrasar el momento de hablar de mí. En adelante, se acabó este asunto.