9

Por la mañana me desperté en una cama calentita, con Martin todavía a mi lado y la lluvia azotando el exterior de la casa. Miré el reloj de mi mesilla de noche; eran solo las siete y media. Tenía tiempo de sobra para prepararme e ir a misa a las nueve y media. Me deslicé hacia Martin para apretar mi cuerpo contra el suyo.

Tiene el sueño muy ligero. Escuché el cambio en su respiración y se giró hacia mí y me abrazó.

—Martin, sobre lo que pasó anoche… —dije, con mi voz aún densa por el sueño.

—Ahora no —susurró, y sus manos empezaron a volar.

—Mmmmm —fue lo siguiente que susurré y no volví a hablar durante unos cuantos minutos.

De hecho, no dije ni una sola palabra coherente hasta que Martin salió de la ducha, que yo acababa de desocupar. Mientras introducía mi blusa de seda beige y negra en mi falda larga beige, le lancé una exagerada mirada lasciva. Al levantar su mano en señal de protesta, se le cayó la toalla de un modo interesante.

—No te atrevas ni a pensarlo —dijo—. No olvides mi avanzada edad.

Me reí y comencé a cepillarme el pelo.

—Estoy segura de que podría vencer a tu agotamiento —dije—, pero no quiero llegar tarde a la iglesia y, además, tenemos toda la tarde…

—¿Finalmente no vas al funeral?

—¡Oh, no! —Bajé el cepillo y puse cara de decepción ante el espejo—. Ojalá no me lo hubieras recordado. Imagino que podría inventarme una excusa, pero me siento en la obligación de ir. Después de todo, cayó en nuestro jardín, y eso, creo, me obliga.

—Los sureños tenéis un sentido de la obligación de lo más extraño —observó Martin.

Pocas veces comenzaba las frases de esa forma, así que le perdoné.

—Sé que tienes que ir a recoger a Shelby, con lo que no pensarás ir a la iglesia —dije con cautela—. ¿Crees que estarás en casa a tiempo para el funeral? ¿Quieres ir, en cualquier caso?

—Debería pasarme un rato por la fábrica —contestó subiéndose el calcetín izquierdo—, sobre todo habiendo estado de viaje. —Traté de ocultar mi decepción. Martin sentía que debía ir a la fábrica casi todos los fines de semana—. Intentaré no quedarme mucho tiempo —continuó.

Le puse cara de resignación y hurgué entre mis pintalabios en el cajón de la cómoda. No cambié las sábanas; todavía tenía una leve esperanza de que más tarde en el día se demostraría que cambiarlas habría sido un esfuerzo en vano. Pero, en realidad, me bastaba con sentarnos en la misma habitación mientras leíamos. Aunque nuestra vida sexual era casi siempre maravillosa, nuestro tiempo juntos era ínfimo. Exploré el armario en busca de mis zapatos de salón negros y deslicé mis desnudos pies en ellos.

—¿No te pones medias? —preguntó Martin mientras se subía la cremallera de sus vaqueros azules. Metió la mano en uno de los cajones para sacar una camiseta. En muy pocas ocasiones vestía tan de sport.

—Tengo las rodillas con rozaduras por el golpe de anoche contra el bordillo, no sé si lo has visto. Me duelen bastante.

—Oh, cariño, ¿te he hecho daño antes?

—¡Si ha sido así no me he dado cuenta! Pero ahora que estoy levantada y haciendo cosas sí que noto el golpe. —Flexioné las rodillas y puse una mueca de dolor.

—De paso por el hospital quizás eche un vistazo para ver cómo está Arthur Smith —comentó Martin, aunque sin ningún entusiasmo.

—Probablemente sea bueno para las apariencias —contesté—. Gracias a Dios que estaba agarrada de tu mano cuando le apuñalaron… O lo que le hayan hecho.

Martin se colocó detrás de mí y me besó en ese punto exacto del cuello que siempre me hace jadear.

—No me molesta coincidir con algunos de los hombres con los que has salido, pero coincidir con Arthur sí. Y no es porque piense que sientas algo hacia él, sino porque creo que él todavía se siente atraído por ti. Siempre me mira como diciendo: «Yo la tuve primero, lo sé todo sobre su lunar en la espalda» y ese tipo de chorradas. Y ahora que Lynn y él se han separado, ¿qué es lo que hace? Va y se posiciona en tu línea de visión y te clava la mirada como si él fuera un pintor y tú fueras la Mona Lisa.

—Y le apuñalan —dije para recordarle que la velada de Arthur no había tenido un bonito final por muchas miradas que clavara.

Limpié mis gafas negras rectangulares, que eran las que llevaba casi siempre a la iglesia por el aspecto serio que me daban. Me miré en el espejo para comprobar mi maquillaje y decidí que estaba, en general, muy pálida. Quizá este año, por primera vez desde mi adolescencia, conseguiría broncearme. Si lo hacía poco a poco es posible que el sol no dañara tanto mi piel.

—¿Sabes? Pensaba que había resuelto todo esto hasta que pasó lo de Arthur —añadí, sacando un pañuelo facial de su caja para fijar mi pintalabios.

Martin, agachado para atar sus zapatillas, dijo:

—¿Cómo? ¿Que habías resuelto el qué?

—Toda esta violencia.

—¿Cuál es tu teoría? —Martin apoyó los codos en sus rodillas para prestarme atención.

—Creo que es por Angel.

Martin se quedó pasmado.

—¿Por qué piensas eso?

—Vale —dije elevando mi mano con los dedos recogidos—. Lanzaron el cuerpo de Jack Burns al jardín mientras ella cortaba el césped.

Martin asintió con cautela.

—Beverly fue desagradable con ella en la biblioteca y a continuación atacan a Beverly.

Yo estaba ocupada desplegando los dedos uno a uno y Martin seguía asintiendo.

—Encontraron el bolso de Beverly en el coche de Angel.

—¿Qué significa todo eso?

—Quien lo hizo le estaba diciendo a Angel: «¡Mira lo que he hecho por ti!». Igual que con el cadáver de Jack en el jardín. ¡Igual que Madeleine!

Martin elevó sus cejas en señal de «explícate».

—El otro día estaba observando a Madeleine mientras cazaba y pensé en lo asqueroso que era recoger sus presas del felpudo. Después pensé en que me las traía como ofrenda: «Soy una gata útil. ¿Ves lo que he hecho?».

Martin parecía confundido ante esta incursión en la psicología felina.

—Jack fue una «ofrenda». Como un ratón muerto. «¿Ves lo que he hecho por ti? Él te ha puesto una multa, así que aquí lo tienes, en la puerta de tu casa».

—¿Piensas que alguien está enamorado de Angel y se lo demuestra hiriendo a las personas que la han molestado? —Martin elevó las cejas en señal de su escepticismo.

—Tiene sentido. Es perverso pero lo tiene —confirmé con decisión—. Y dejó el bolso de la pobre Beverly sobre el capó del coche de Angel para subrayar que la agresión fue en su honor.

—¿Y a Shelby le golpeó en la cabeza porque es su marido?

—Correcto.

—¿Y por qué no le mató?

—¿Quizá porque yo encendí la luz de abajo?

Martin asintió lentamente, no porque le entusiasmara mi teoría sino para indicar que la estaba analizando.

—¿Y qué pasa con Arthur? —preguntó—. Eso no encaja. No creo que él y Angel hayan intercambiado ni una palabra desde que se mudó aquí.

—En eso estás equivocado —dije con aire de suficiencia, habiendo ya pensado en el instante en el que Arthur encajaba en la historia—. ¿Recuerdas? Arthur la citó en la comisaría antes de interrogarme a mí.

—Por lo tanto, este hipotético admirador decidió que Arthur le había hecho pasar un mal rato.

—Supongo que sí. Aunque en realidad fue Falcon Henske quien la interrogó y no Arthur.

—Así que Angel… —dijo Martin lentamente, con tono de duda en su voz—. No sé, Roe. Angel no es el tipo de mujer con la que la gente sueña.

—Tú no sueñas con alguien así, pero yo he visto a hombres babear al verla pasar por la calle —maticé—. Imagino que por ser tan fuerte y esbelta.

—Bueno, es una teoría… interesante.

No se la creyó ni por un segundo.

—Y la policía no piensa en eso porque ven el caso como una agresión a dos de sus agentes —añadí tras pensar en un par de cosas más—. Lo de Beverly pudo ser un atraco y lo de Shelby pudo ser que salió al oír a alguien merodeando.

—Roe, quizá la policía tenga razón.

—Bueno…, quizás, aunque creo que soy yo la que tiene razón. Lo único que no llego a entender —añadí mientras colocaba en mi pelo un pasador esmaltado oro y beige apartando las ondas de mi cara— es por qué la policía no encontró el cuchillo con el que apuñalaron a Arthur.

—Pues nos cachearon a todos a conciencia —dijo Martin con sequedad—. Perry Allison tenía una pequeña navaja pero estaba perfectamente limpia. No creo que la herida hubiera sido en absoluto profunda si le hubieran clavado una navaja como esa.

—Y nadie tenía restos de sangre…

Simultáneamente, ambos negamos con la cabeza ante la opacidad del misterio que rodeaba el apuñalamiento de Arthur Smith, detective de policía.

Martin me dio un beso y se marchó al hospital, y yo acabé de prepararme para ir a la iglesia.

Mientras metía una carga de ropa sucia en la lavadora justo antes de salir, pensé en que esta había sido la mejor mañana que Martin y yo habíamos tenido en mucho tiempo, tanto que ya no podía ni calcularlo. Los últimos meses, Martin había tenido que viajar más a menudo, y que quedarse más horas en la oficina, no había dejado que pasara más de un día sin ir a la fábrica. Fuera de las horas de trabajo, el Athletic Club le llevaba horas, y las reuniones con las juntas y los clubes a los que le habían pedido que perteneciera (Charity Concern, Rotary Club y un largo etcétera) consumían su tiempo a la hora del almuerzo y por las noches. Yo pasaba cada vez más tiempo sola o arrojada a la compañía de Angel y Shelby, a los que apreciaba mucho pero con los que tenía poco en común.

Al descolgar las llaves de mi coche del pequeño gancho de una de las puertas de la cocina, me di cuenta de que Martin y yo no habíamos salido juntos por la noche en unos tres meses, excepto para cuatro compromisos de la comunidad.

Esa no era la vida que debería llevar la joven mujer de un hombre atractivo, maduro y acaudalado, ¿verdad? Martin debería estar paseándome por todos los locales nocturnos, ¿verdad?

En más de una ocasión había escuchado la estúpida expresión «mujer florero» a mis espaldas y la creía ofensiva y absurda. Por supuesto que yo era algo más joven que Martin y era su segunda esposa, pero no era ningún bomboncito tonto y voluptuoso que se hubiera casado con él por dinero y seguridad. Cuando Martin quería reafirmarse como macho alfa, normalmente retaba a otro hombre al racquetball, no se dedicaba a convencerme para que llevara vestidos muy cortos.

Podría parecer, para alguien que no nos conociera, que Martin hasta cierto punto había perdido la chispa por mí, que nuestra luna de miel quedaba tan lejos que había acabado por convertirme en ama de casa y ocasional acompañante, que había vuelto al trabajo por puro aburrimiento y por la insatisfacción que me producía ser esposa a tiempo completo… O que mi vida de casada era estéril porque había descubierto que yo también lo era.

Vale, ya había conseguido arruinarme la mañana. Yo solita.

Tiré con fuerza de la puerta del garaje para abrirla y saqué mi humilde coche marcha atrás mientras me secaba las lágrimas. Escuchando música country llegué a la iglesia episcopaliana de Saint James. Entré en el aparcamiento a las nueve y media en punto. Aubrey, nuestro sacerdote, con quien una vez estuve casi prometida, oficiaba otra misa en un pueblo cercano a las once, así que nosotros éramos su eucaristía de primera hora.

Tenía los ojos aún enrojecidos, así que me empolvé la cara de nuevo para dar una imagen al menos pasable. El órgano ya estaba sonando, así que a toda prisa metí el pañuelo usado y la polvera en el bolso y salí de mi coche. Cerré la puerta de golpe y empecé a trotar hacia la iglesia. Escuché otra puerta cerrarse dando un portazo y vi que alguien llegaba aún más tarde que yo.

Ya sentada al fondo de la iglesia, divisé una cabeza de pelo castaño estilosamente teñida con tinte Clairol que me era familiar: mi madre y John Queensland refugiados en su banco habitual frente al púlpito (desde hacía dos años, John tenía problemas de audición). El lector del Evangelio de aquel día, el portador del cáliz, Aubrey y dos monaguillos estaban ya alineados tras el coro para comenzar la procesión hacia el altar. Aubrey y yo intercambiamos sonrisas fugaces cuando rápidamente pasé junto a él para zambullirme en el penúltimo banco, que estaba vacío. Acababa de bajar el reclinatorio y apoyar mis rodillas, con una mueca de dolor en mi rostro, cuando me di cuenta de que un hombre se arrodillaba junto a mí.

Terminé mi impuntual oración, me incorporé, cogí el cantoral y empecé a buscar el himno que estaba entonando el resto de la congregación mientras la procesión se dirigía al pasillo central. De pronto, alguien puso un cantoral frente a mi cara, abierto por la página correcta. Lo cogí automáticamente y elevé la vista.

Dryden me estaba mirando. Su rostro, ilegible; sus ojos, inexpresivos tras sus gruesas gafas. Nos observamos durante un rato; él, analizándome y yo sin poder imaginar qué traía a Dryden a mi iglesia a hacer malabares con un libro de oraciones en una mano y un cantoral en la otra. Al menos no cometió el error de intentar compartir el cantoral conmigo para simular que existía armonía entre nosotros. Cogió otro del estante y se unió al himno con una gran dosis de entusiasmo.

Este hombre estaba absolutamente en todas partes. No podía dar una patada a una piedra sin que saliera Dryden de debajo.

Mientras nos preparábamos para escuchar la primera lectura, me susurró:

—Esta mañana he puesto a los Anderson en un avión.

Asentí con brusquedad y mantuve mis ojos mirando al frente. No podía encontrar ni una sola razón por la que yo debía ser receptora de esa información.

—Bettina me pidió que me despidiera de ti por ella. Te estaba muy agradecida por haberla escuchado.

Le clavé una mirada de reproche, la mirada que reservaba para los chicos adolescentes que hacían el gamberro en la biblioteca.

Pareció funcionar muy bien con Dryden porque durante el resto de la misa permaneció sentado y en silencio, permitiéndome disfrutar de una paz más que necesaria. Me pregunté si me seguiría por el pasillo al ir a comulgar, pero se quedó en el banco.

Cuando replegamos el reclinatorio tras el último «Amén», Dryden dijo en voz baja:

—No van a volver. Después del incidente de ayer, ella tiene demasiado miedo.

Asentí con aprobación. La gente charlaba a nuestro alrededor y de momento no estábamos atrayendo demasiada atención. Me puse el bolso bajo el brazo y abrí la boca para emitir un firme adiós.

—Me gustas —dijo de repente.

Me pregunté si el humo que me salía de la cabeza sería visible. Respiré hondo para recuperar la compostura.

—Me da igual —respondí en una voz grave y letal, sintiéndome forzada a ser muy descortés. Estaba furiosa y también aterrada de que, en cualquier momento, algún curioso feligrés deambulara cerca de nosotros con intención de ser presentado.

Afortunadamente, el resto de la congregación formaba una línea para darle la mano a Aubrey, todos impacientes por salir al maravilloso día que esperaba fuera y regresar a casa a preparar la cena del domingo. El runrún de sus conversaciones ocultaba, gracias a Dios, nuestro incómodo diálogo.

Mi madre charlaba con Patty Cloud. La aborrecible Patty tenía un aspecto absolutamente impecable, como siempre. Era una «extraordinaria coincidencia» que Patty hubiera empezado a asistir a Saint James nada más casarse mi madre con John Queensland, feligrés desde hacía mucho tiempo. John mantenía una conversación amable con uno de sus compañeros de golf.

Por el momento parecía estar a salvo, pero en cualquier momento, mi madre miraría a su alrededor y las preguntas vendrían después, por teléfono: «¿Qué hacías compartiendo banco con uno de los groseros hombres a los que conocimos en casa de Bess y qué te estaba diciendo?».

—Ya he sacado yo por ti el saco de boxeo de la avioneta. —Eso era lo que me estaba diciendo.

Le miré boquiabierta.

Finalmente pude articular:

—¿Cómo lo has sabido?

—Estaba vigilando. Con unos prismáticos. Desde lo alto del cerro que hay entre el aeródromo y la carretera. Un experimento que se le ocurrió a tu amiga reportera, ¿verdad? Dicho sea de paso, pensamos que tiene razón; es muy probable que fuese así como Jack Burns acabó en tu jardín. En esa pequeña avioneta, todo lo que tuvo que hacer el piloto fue reclinarse, abrir la puerta del copiloto, inclinar el avión y largarse.

—Estabas vigilándome —concluí, sin dar crédito. Recordé mi ardua pelea con el saco llevándolo cuesta abajo, el extenuante proceso de introducirme en el hangar y después subirme a la avioneta. Cómo había maldecido y sudado…

—Sí, era mi trabajo hasta que mis jefes decidieron que el aterrizaje de Jack en tu jardín fue un accidente. Después de esa decisión, retiraron a O’Riley del caso y me encargaron a mí vigilar a los Anderson. Pero me gusta más vigilarte a ti, nunca sé lo que vas a hacer. Cargar con ese saco colina abajo debió de ser muy difícil.

—¿Y por qué narices no viniste a ayudarme?

Fue lo único que se me ocurrió decir, giré mis tacones y con paso majestuoso me dirigí al pasillo central; fui la última en darle la mano a Aubrey. Él me miró extrañado, la expresión de mi rostro debía de ser un cuadro. Me despedí precipitadamente y salí corriendo hacia mi coche, rezando porque mi madre no estuviera allí esperándome. Yo adoro a mi madre pero ese día simplemente no podía verla.

No sé cómo, Dryden había llegado a su coche antes que yo y cuando me dispuse a abrir la puerta del conductor, le vi saliendo del aparcamiento. Dentro del coche hacía un calor agobiante y mucha humedad, así que permanecí de pie con la puerta abierta durante un minuto o dos para que el ambiente se despejara.

Yo también necesitaba esos minutos. La confesión de Dryden me había dejado atónita y temblorosa. Pensar que alguien me había espiado cuando yo me creía totalmente «invisible» me producía escalofríos de miedo y sofocos de enfado. Dryden debía de ser muy eficaz. Que yo no hubiera detectado que nos seguían me resultaba verosímil, pero me era difícil creer que Sally no tuviera sospechas.

Aunque, ¿por qué debería tenerlas?

Por un momento consideré a Dryden en el papel del loco admirador de Angel. Tuve que descartarlo, aunque con reticencias, tras un breve razonamiento. Dryden conoció a Angel el día que vino a casa a «entrevistarme».

Al menos que yo supiera.

El pasado de Angel era un territorio desconocido para mí. Angel no era precisamente locuaz hablando de sí misma. Sabía que había crecido en Florida y que había conocido a Shelby cuando este fue a dar el pésame a los padres de Angel a su casa. Shelby no había sido compañero en Vietnam solo de Martin sino también del hermano de Angel, Jimmy Dell, mucho mayor que ella. Jimmy Dell se encontró con su Creador una vez acabada la guerra y muy lejos de Vietnam, en las montañas de Centroamérica.

Shelby esperó unos años hasta que Angel fue algo mayor y después se casó con ella. Siempre habían sido felices juntos o al menos eso parecía. Incluso ese par de días en los que Shelby había dudado de su paternidad no habían conseguido, finalmente, deteriorar su relación.

Quizá sí que conocía a Dryden. Quizá ambos habían actuado de forma muy hábil e inteligente el día que los presenté.

Pero ¿qué sentido tenía que fuese así?

Ay… Era todo tan confuso…

Miré mi reloj. Martin había tenido tiempo de sobra para recoger al pobre Shelby y llevar a los Youngblood a casa. El funeral no empezaba hasta las dos, así que metí la llave en el contacto y arranqué el coche.

De forma automática conduje en dirección a mi casa pero tras recorrer una manzana pensé que no me apetecía ver a nadie. Puede ser que quisiera estar de mal humor durante un rato, quizá incluso quisiera regodearme en un poco de autocompasión. A veces me gustaba separarme de mi vida para, desde la distancia, observarla con asombro y crispación, y también con una cierta cantidad de desconcierto. Debería haber acabado en una casa como la de mi madre, casada con alguien como Charlie Gorman, un chico perfecto y bueno con el que había salido en el instituto. Charlie siempre había sido el subdelegado y el segundo de la clase, solo le faltaba ser guapo. Le había ido bien con la informática tras licenciarse en la universidad y habría sido un padre maravilloso para, digamos, dos niñas. Si me hubiera casado con Charlie, no habría conocido nunca a nadie que muriera asesinado y nunca habría visto un cadáver. Habríamos ido a Disney World y de acampada…

Vale. Quizá estaba yendo demasiado lejos.

Pero seguía sin tener ganas de ver a nadie conocido, al menos de momento.

Fui donde habitualmente voy cuando la compañía de los seres humanos me resulta indeseada: al cementerio de Lawrenceton. Siempre aparco cerca de mi bisabuela.

Un estrecho camino de grava discurría en la parte interior de la valla del cementerio, tenía la forma de un ocho para así facilitar el aparcamiento en los funerales y el acceso a las tumbas. Mi bisabuela era una de las pocas personas enterradas entre el camino y la valla. Pertenecía a una familia de agricultores. Quizá quiso estar cerca de los campos circundantes.

Shady Rest[9] es un antiguo cementerio cuyo mantenimiento está a cargo de una asociación de Iglesias para personas de raza blanca de Lawrenceton. Hoy en día, la segregación en la muerte es más estricta que en la vida. El cementerio para personas de raza negra, Mount Zion, está en la zona sur del pueblo mientras que Shady Rest está a las afueras, en la zona oeste.

Shady Rest es un cementerio bastante común y tradicional, nada del estilo moderno con las lápidas a ras de la hierba. Las lápidas más antiguas se remontan a unos veinte años antes de la Guerra Civil[10], cuando Lawrenceton pasó a convertirse en algo más que un minúsculo asentamiento. Hay robles y otros árboles de maderas nobles, y un césped muy corto cubre el agradable terreno ondulante. Pequeñas vallas de hierro, interrumpidas por minúsculas entradas, rodean algunas de las parcelas familiares más antiguas. Hay una valla de forja, alta y elegante, cercando todo el cementerio. La entrada principal no tiene puerta que la cierre; en cambio, las dos entradas traseras están normalmente cerradas y candadas excepto cuando se celebra un funeral. Nunca se ha cometido ningún acto vandálico en Shady Rest, pero estoy segura de que algún día ocurrirá. De vez en cuando, alguien dona un banco de cemento para poder sentarse junto a uno de los dos estrechos caminos que atraviesan las sepulturas, aunque yo no recuerdo haber visto a nadie sentarse, excepto a mí misma.

Tras saludar con la cabeza a mi bisabuela, casi siempre voy a sentarme junto al señor Early Lawrence, que naturalmente, es quien le dio nombre a Lawrenceton. Se lo ganó con esfuerzo y astucia. Un empresario precoz, ese era el señor Early Lawrence. A pesar de que sus descendientes no quieren hablar del tema, de alguna forma Early pudo guardar su dinero y multiplicarlo tras la guerra. Incluso hoy en día, ninguno de los Lawrence es lo que se dice pobre.

Early Lawrence tenía una lápida imponente, quizá llegara a medir tres metros, y en el ápice, coronándola, un ángel de piedra con las manos extendidas, las palmas hacia arriba, implorando… ¿Quizá instando a los transeúntes a que se compadezcan de Early? ¿O recordando al jardinero que corte el césped? Nunca he llegado a comprender del todo el porqué de ese gesto suplicante. Y muy a menudo, cuando iba al cementerio a reflexionar sobre los asuntos que me generaban ansiedad o dolor, cavilaba sobre ello.

Tras la fuerte lluvia de la mañana, el suelo estaba empapado. Como el banco parecía estar húmedo, saqué la vieja toalla que guardaba en el maletero. Seleccioné el lugar, extendí mi toalla de flores y me senté con un suspiro.

Cerca de la parte central del cementerio, comprobé con aprobación que ya habían instalado la carpa verde junto al hueco cavado que recibiría a Jack Burns. La funeraria Jasper estaba en todo. Las sillas para la familia estaban ya desplegadas y ordenadas, cubiertas con fundas verdes. Hierba artificial escondía los montículos de tierra en la parte posterior de la carpa. El verde artificial brillaba a causa de las pequeñas gotas de agua.

Me acerqué para verlo mejor y observé que el dispositivo que hace descender el ataúd estaba ya sobre la tumba y que el tenso entramado de tela verde que recibiría el ataúd estaba extendido encima. Me pregunté cuál de las dos palancas que había en uno de los lados soltaría la tela, pero ni de broma iba a experimentar con ello. El puro interés por el mecanismo me mantuvo allí durante unos momentos hasta que recordé que en ese agujero descendería el cuerpo de un hombre al que conocía. Avergonzada, emprendí mi retirada hacia la tumba de Early Lawrence.

Elevé la vista hacia el ángel, estudiando su rostro una vez más en busca de alguna pista que me revelara la intención de su gesto. Me pregunté quién lo habría esculpido ¿Los fabricaría en serie o los haría por encargo? Había disfrutado esculpiendo las alas, eso era evidente…, eran generosas y bellas, con todas las plumas que una obra en piedra permitía.

Tuve los típicos pensamientos: ¿qué dirían todos estos «Lawrencetonianos» si pudieran ver el pueblo ahora, si miraran hacia el horizonte y vieran cómo Atlanta se aproxima más y más, invadiéndonos? ¿Qué pasaría si mi abuela por parte de madre, a quien recordaba solo levemente (descansaba allí, junto a mi bisabuela, pero dentro del camino), pudiera dar su opinión acerca de los éxitos de su hija y la peculiar vida de su nieta?

La nuestra no era una familia fértil. Yo era la hija única de una hija única y, según decía el especialista, yo ni siquiera podría tener ese único bebé concedido a mi madre y a mi abuela. Hacía ya dos meses que lo sabía, pero a veces aún lloraba cuando pensaba en ello. Tenía que superarlo. Comencé a contar mis respiraciones, lentas y regulares: inspirar, espirar, uno, dos, tres, cuatro… La autocompasión era una droga y no podía engancharme a ella. La autocompasión es como el chocolate, solo puedes permitirte un poquito.

Oí un petirrojo, y después un sinsonte. Las abejas realizaban su función entre los arbustos en flor y las pocas azucenas prematuras plantadas junto a las lápidas. Vi, desperdigadas, algunas macetas cubiertas con celofán rojo con restos de flores de Pascua marchitas, pero en general la gente cuidaba bien a sus muertos.

Qué paz… Deliberadamente me quité el reloj y lo metí en el bolso. Al cabo de un rato mis lágrimas se secaron y me liberé de mis preocupaciones, permitiendo a mi mente dejarse llevar. Era como si las numerosas ceremonias religiosas que se habían celebrado allí hubieran empapado la tierra, no con angustia, sino con un calmado desapego, con pensamientos de eternidad. De vez en cuando veía algún coche pasar; Shady Rest estaba peligrosamente cerca de una de las nuevas urbanizaciones.

Cuando por fin me puse en pie había alcanzado mi paz interior, o al menos tranquilidad.

Y ya no quería que me sirvieran a Charlie Gorman en bandeja.

***

Regresaba a mi coche sin prisa, leyendo las lápidas, cuando empecé a reflexionar. Me daba la impresión de que no me había estado haciendo las preguntas correctas. Me había preguntado «por qué» estarían sucediendo estos raros incidentes y «quién» podría estar detrás de ellos. Pero había olvidado plantearme el «cómo».

Estaba convencida de que todos los acontecimientos ocurridos las pasadas dos semanas estaban relacionados: los asesinatos de Jack Burns y Beverly Rillington y los ataques sanguinarios a Shelby y Arthur Smith.

A Jack Burns le habían tirado desde una avioneta, por lo que el asesino (y me refiero a él en masculino) sabía volar. Jack había muerto de un golpe en la cabeza (el periódico local de la noche anterior lo contaba), igual que Beverly Rillington, por lo que el asesino era fuerte y no tenía miedo a usar la violencia.

Si el asesino pudo acercarse a Shelby, quien aún no recordaba nada del ataque, significaba que se trataba de alguien a quien Shelby conocía o no tenía por qué temer. Eso, o sabía trabajar con sigilo.

Si el apuñalamiento de Arthur en medio de una multitud contenía algún tipo de mensaje, la persona en cuestión se estaba volviendo cada vez más imprudente. Lo de Arthur tuvo que ser impulsivo. Si el cotilleo que había oído era correcto, el arma era probablemente una sencilla navaja. Esto significaba que alguien del grupo se vio arrastrado por una furia tan repentina y destructiva que no pudo evitar herir a Arthur a pesar de estar arriesgando todo su plan.

De algún modo, en algún lugar, el asesino escondió el arma de tal forma que ninguno de los policías pudo encontrar ni rastro de ella. ¿Sería posible tragarse una navaja? Pensé alocadamente. Nos habían registrado a todos. ¿Dónde demonios podría estar? Este era un «cómo» crucial. ¿Cómo logró esconderla?

En las novelas de misterio que tanto me gustaban, este era el tipo de enigma que me hacía continuar leyendo con avidez hasta encontrar la respuesta. Nunca intentaba descubrirlo por mí misma, sabía que el escritor me daría la solución en una página o dos. Pero aquí no podía ir al final del libro…

Abrí la ventana del coche con la manivela, permitiendo que la brisa fresca enredara mi pelo. Miré la carpa verde sobre la tumba de Jack Burns y, sobre su superficie, me imaginé de nuevo el final del banquete.

Martin y yo salimos por la puerta, y él me cogió la mano. Arthur y su acompañante iban justo detrás. Recuerdo lo enfadada que yo estaba con Arthur y cómo me había estado mirando.

Cuando reviví ese momento, una gota de sudor frío me bajó por la espalda.

La ignoré con una gran fuerza de voluntad y me dispuse a analizar lo que pasó.

La fría y dulce noche. El aparcamiento. El pequeño grupo de gente sobre la acera. Las sosegadas voces intercambiando bromas. Jesse Prentiss presentando a Verna (una voluminosa mujer de unos sesenta años con labios finos y una permanente) a los nerviosos Anderson, que lo único que querían era irse de allí. Perry preguntándole a Jenny Tankersley si quería tomar una copa en su casa… Paul con sus manos en los bolsillos buscando las llaves del coche, su acompañante de pie con los brazos cruzados en el pecho, probablemente con problemas de circulación debido a que sus vaqueros actuaban como torniquetes. ¿Quién más? Marnie Sands, rebuscando en su bolso, harta. Recuerdo que pensé que no encontraría sus llaves.

Nos desplazamos hacia la derecha y ya de frente al aparcamiento, nos preparamos para cruzar hacia el Mercedes de Martin. El perro y el gato le habían proporcionado al agresor la distracción necesaria para decidirse: lo intentaría con Arthur…, la simple idea de la rabia extrema necesaria para impulsarle a hacer algo tan arriesgado me hizo estremecer.

A continuación, claro, mi caída al suelo. Me toqué el moratón de la cara, tenía un chichón azul en la parte derecha de mi frente además de una pequeña costra en la mejilla derecha. Había tenido suerte.

La confusión, los gritos, los gemidos y palabrotas de Arthur. Martin ayudándome a ponerme de pie, intentando ver dónde me había hecho daño. Jesse Prentiss, inesperadamente autoritario, diciéndole a Perry que corriera dentro a llamar a la ambulancia…, el ruido de Perry apresurándose. Hubo pies corriendo por el bordillo, saliendo y entrando del lugar de los hechos. Dryden corrió hacia nosotros y Perry corrió para marcharse.

Paul Allison había dicho, demasiado tarde, que ya les había llamado desde su coche. Perry ya estaba dentro del edificio cuando Paul nos lo comunicó. Perry tuvo la oportunidad perfecta para dejar el cuchillo.

Vale ¿Y Dryden? Su presencia al fondo del aparcamiento era explicable, estaba protegiendo a los Anderson, pero pudo haber tirado un cuchillo de alguna forma, ¿no? No, decidí de mala gana. Arthur estaba de cara al coche de Dryden y la herida la tenía en la parte de atrás del hombro.

¿La acompañante de Arthur, la chica de la cola de caballo? No. No solo no parecía creíble sino que además la habían registrado, igual que a Deena Cotton, quien no llevaba bolso (si hubiera llevado un mosquito en el bolsillo de los pantalones, habríamos podido contar las patas). Jesse y Verna Prentiss, aunque hubieran alargado sus brazos o su imaginación al máximo, estaban demasiado lejos para alcanzar a Arthur. Martin y yo íbamos de la mano y yo caminaba por delante de Arthur. Marnie Sands estaba en la posición adecuada y tenía una mano dentro de aquel enorme bolso… Pero ¿cómo pudo entonces salir limpia del registro?

Paul nos había observado todo el tiempo hasta que llegaron sus compañeros, a no ser que… Sí, hubo unos segundos en los que estuvo arrodillado junto a Arthur, sujetándole la cabeza con su mano. Había estado mirando a su colega herido. Fueron unos segundos…

Cuando me fui del centro social, vi a los agentes de policía examinar la zona donde Arthur había sido apuñalado. Si el cuchillo hubiera estado allí (y solo pudo ser escondido apresuradamente) lo habrían encontrado.

No. De alguna forma Perry ocultó el cuchillo al entrar en el centro social. Tuvo que ser Perry.

Pensé en mi amiga Sally, en lo alegre que estaba el día que llevamos el saco de boxeo al aeródromo. Ya lo había pasado bastante mal con Perry, debido a sus temporadas de depresión y su problema con las drogas. La perspectiva de tener a Jenny Tankersley como nuera debía ser peccata minuta en comparación. Era inevitable pensar que Perry era el mejor candidato para esta serie de horribles acontecimientos. Había mirado a Angel con ojos de deseo y había tenido una oportunidad para esconder el cuchillo.

Pero eso no era ni de lejos prueba suficiente para su arresto.

Arranqué el coche y salí despacio del cementerio sin la menor idea de adónde ir. Era la hora de comer. Compré un sándwich en el restaurante local de carne a la parrilla y me lo comí sentada en el coche, una práctica que habitualmente detesto. Quizá debía haber llamado a Martin. Pensé en hacerlo pero después recordé que el día anterior había tenido que localizarle, e infantilmente decidí que le vendría bien preguntarse dónde estaba yo por una vez. Pero esos no eran más que pensamientos superficiales, ideas que rondaban la parte frontal de mi cerebro.

Tenía esa sensación de cuando todo el mundo empieza a reírse estruendosamente con un chiste y una se queda ahí, nerviosa, esperando a que la frase final tenga sentido. Bien, algo grande y obvio estaba justo delante de mis narices y yo no podía verlo. Era como si hubiera un agujero en mis gafas. En ese punto no veía nada, todo lo de alrededor, sí.