8

Teníamos que llegar pronto a la fiesta para los saludos y presentaciones, pero sacamos tiempo para hacer una corta parada en el hospital. Shelby contaba con que le dieran el alta al día siguiente y Martin, tras observar a Angel con atención, se ofreció a ayudar. Era evidente que Angel estaba incómoda y agotada después de dormir en la destartalada cama plegable ofrecida por el hospital. Shelby nos dijo más que irritado que le había insistido repetidamente que se fuera a dormir a casa.

Jimmy Henske había regresado ese día a hacerle unas preguntas, pero Shelby le había tenido que decir que seguía sin recordar por qué deambulaba por el jardín esa oscura y lluviosa noche, ni qué vio, ni quién le golpeó.

La habitación de Shelby estaba agradablemente repleta de objetos traídos por sus compañeros de trabajo: libros de bolsillo, revistas de deportes, una cesta de fruta y algunas tarjetas de buenos deseos compitiendo entre sí por ocupar un lugar decente en el amplio alféizar de la ventana.

Mientras Martin y yo salíamos con innecesaria dificultad del hospital (me pregunté si justo antes de empezar los planos, el arquitecto se habría leído un libro sobre laberintos ingleses), de camino al abarrotado aparcamiento, me percaté de que estaba experimentando otra vez esa sensación incómoda, ese escalofrío de pérdida al saber que los Youngblood, unidos a nosotros por amistad y trabajo, se acabarían mudando lejos para siempre.

No tenía el cuerpo para fiestas cuando llegamos al aparcamiento del centro social. Martin apagó el motor y nos quedamos sentados observando el edificio de hormigón y cristal, el recién pintado aparcamiento con sus rudimentarios árboles en los laterales. Ambos exhalamos suspiros simultáneos.

—Podremos con ello —dijo Martin con energía.

—Ya lo sé. —Pero percibí la queja en mi voz y añadí—: ¡Al menos estamos guapísimos esta noche! Y tengo ganas de ver a alguna gente a la que solo veo en las actividades de Pan-Am Agra.

Martin odiaba formar parte de la fila de recibimiento, pero ahí estábamos, cerca de la entrada. Quien quisiera podía estrecharle la mano a Martin, darme un abrazo o saludarnos a ambos con un movimiento seco de cabeza. Había preferido resignarme a que me llamaran «señora Bartell» toda la noche, ya que la constante corrección a «señora Teagarden» habría sido de veras tedioso.

Para esta ocasión, Pan-Am Agra había alquilado el recién construido centro social, que presumía de ser una enorme sala adaptable a numerosos fines. Esta noche tenía un aspecto alegre, con huevos de Pascua gigantes, serpentinas y globos que combatían la atmósfera institucional. En el centro de la sala estaba colocado un árbol artificial dentro de una maceta. De él colgaban unos enormes huevos de plástico que contenían cada uno un trozo de papel con la descripción de un premio que se sortearía durante la noche. Me habían informado de que yo sería la mano inocente que los repartiría y miré con resignación la enorme fuente de cristal en la entrada, que iba llenándose cada vez más de trozos de papel con nombres garabateados a medida que los cada vez más empleados de Pan-Am Agra entraban en la sala tras pegarse de un golpe en la solapa las pegatinas identificativas.

Supuestamente se trataba de una fiesta de etiqueta pero, como siempre hoy en día, hubo gente que vino en vaqueros o pantalones elásticos. Mi madre se habría echado a temblar. Sentí alivio por haber elegido un atuendo más o menos informal: un sencillo vestido de cóctel en tonos crema y dorado. También llevaba tacones, algo que odiaba con todas mis fuerzas. Cada vez que mis pies palpitaban me decía a mí misma que este era mi sacrificio por Martin, a cambio de todas las veces que él asumía que yo haría lo que me hiciera más feliz y a mi manera.

Alcanzaba a ver a mi marido rodeado de hombres trajeados, riendo, sujetando vasos de ponche sin alcohol (Pan-Am Agra no podía favorecer la combinación de alcohol y conducción), que de vez en cuando miraban hacia las mesas donde sus mujeres esperaban ya sentadas. Martin estaba cómodo, manejando la conversación con buen humor y su natural desenvoltura.

A mí no me iba tan bien. Me estaba empezando a cansar de que tantas mujeres me dijeran de tantas maneras diferentes que yo era muy afortunada por tener un marido tan guapo. Si Martin y yo hubiéramos tenido la misma edad, ni lo habrían mencionado; no llegaba a entender del todo por qué aparentemente nuestra diferencia de edad les daba libertad para hablar con total franqueza. Estaba dispuesta a apostar que ninguno de los hombres felicitaba a Martin por mis grandes pechos.

De vez en cuando conseguía hablar con alguien a quien apreciaba, como la secretaria de Martin. La señora Sands es una mujer alta y delgada de cuarenta y cinco años, con el pelo teñido de negro intenso y un gran sentido del humor. Esa noche, me dejó impresionada: venía muy arreglada, con un jersey rojo y dorado de lentejuelas, pantalón rojo y sandalias doradas con tacón de ocho centímetros que la hacían incluso más alta. En comparación, mis modestos tacones parecían sobrios. La señora Sands, Marnie para los amigos (que no para mí), me saludó solemnemente, tal y como un potentado saludaría a alguien de estatus ligeramente superior. Su conducta implicaba que aunque yo era la mujer del sultán, ella era el gran visir, es decir, quien tenía de verdad el poder.

Lo cierto es que en muchos aspectos tenía razón y no me importaba reconocérselo. Martin aseguraba que era una secretaria excepcional; evaluaba a la perfección cuándo permitir al personal de la planta tener acceso a Martin, cuándo no molestarle y cómo localizarle en todo momento.

—Cariño —dijo la señora Sands—, necesito hablar contigo. —Miró a nuestro alrededor; por el momento estábamos un poco apartadas. Elevé la vista hacia ella, con sorpresa e interés, ya que habitualmente solo compartíamos cumplidos y charla sin trascendencia.

—Dispara —le contesté.

—A ver, yo sé que el señor Bartell es un hombre que puede manejar cualquier situación (esa es una de las razones por las que me gusta trabajar para él), pero tú eres su mujer y hay algo que está ocurriendo que considero debes saber.

La señora Sands irguió su cabeza y su cardado pelo negro se ladeó ligeramente, como si llevara un casco desabrochado y demasiado grande. Estaba muy bronceada y las arrugas que rodeaban sus ojos marrón oscuro parecían haber sido esculpidas con un cincel.

—Cuéntame —dije, invitándola a continuar.

—¿Conoces a Bettina Anderson?

—Sí. Cenamos en casa de Bettina y Bill en una ocasión. ¡Ah! Y ha dejado un par de mensajes en mi contestador a los que aún no he tenido oportunidad de responder —recordé con sentimiento de culpa.

De hecho, la cena en la casa de los Anderson fue la primera cena a la que asistimos de casados y fue también la primera vez que me percaté de que mi futuro conllevaba numerosas invitaciones obligatorias no deseadas.

Bill Anderson, el responsable de prevención de riesgos laborales de la fábrica, había sido impuesto a Martin por sus superiores. Los Anderson llevaban viviendo en Lawrenceton unos tres años. Bettina, una corpulenta mujer pelirroja de unos cuarenta años, era la esposa más modesta con la que me había topado.

—Hace meses que no veo a ninguno de los Anderson, creo —añadí sin demasiada convicción, consciente de que la señora Sands esperaba oír algo más.

—Creo que está intentando tener alguna cosa con el señor Bartell. ¡No me puedo creer que haya intentado llamarte!

Me quedé boquiabierta.

—Bettina Anderson. Que está casada con Bill, responsable de prevención de riesgos laborales —dije con una leve entonación interrogante, simplemente porque no podía creer lo que escuchaba.

—Exacto. Yo tampoco doy crédito —convino la señora Sands, en respuesta a mi tono y a mi afirmación al mismo tiempo.

Me miré los zapatos, blanco roto con un adorno dorado sobre la punta. Me mordí el labio para evitar la risa.

—Habitualmente el señor Bartell maneja este tipo de situaciones por su cuenta; vamos, sin duda no necesita ayuda para eso —continuó la señora Sands y a mí, de forma abrupta, se me quitó el impulso de reírme. Me pregunté cuántas otras «situaciones» habría manejado Martin sin mi conocimiento. Podía imaginar que debía ser difícil para él decir despreocupadamente: «Otra admiradora rechazada, cariño»—. Pero en esta ocasión esa mujer está actuando de un modo muy extraño, y su marido igual —añadió la señora Sands, con postura y gesto de repulsión.

«Extraño» era uno de los peores epítetos que la señora Sands utilizaba y no lo usaba así como así.

—¿Extraño?, ¿en qué sentido? —pregunté volviendo mi mirada a los zapatos. Esta conversación era embarazosa pero también fascinante.

—Bueno, Bill aparece en el despacho en momentos en los que no necesita de verdad ver al señor Bartell. —Para la señora Sands, mi marido era el único «señor» de toda la fábrica—. Se queda por allí hasta que el señor Bartell se lo quita de encima. Ya sabes lo poco que puede tardar en hacerlo.

Asentí. Desde luego que lo sabía.

—¿Y Bettina? —recordé.

—Cariño, esa mujer llama por teléfono e incluso ¡ha venido al despacho! Claro, yo le he dicho que el señor estaba de viaje.

—Madre mía —dije inadecuadamente.

—Ahora que ya lo sabes, me siento mejor —me confesó la señora Sands—. Nos vemos, señora Teagarden. —La señora Sands siempre me llamaba por mi nombre correcto aunque, eso sí, acompañado de una mirada tajante. Haber mantenido mi apellido me había restado puntos con ella, pero estaba intentado perdonarme, ya que le parecía una esposa adecuada para el señor Bartell. Me dio un apretón en el hombro y se marchó para unirse a un grupo de amigas que habían estado cotilleando en nuestra dirección.

Sin un segundo para recuperarme de esta memorable conversación y sin tiempo siquiera para mover las cejas hacia Martin para indicarle que quería hablar con él, los Anderson entraron por la puerta. Bill iba de traje, por supuesto, y Bettina llevaba un precioso vestido verde. Cuando ella tímidamente se acercó a mí, pude hacerle un cumplido sincero. Bettina me sonrió con incertidumbre. Vi que sus manos estaban retorciendo el asa de su bolso.

Emití un poco más de cháchara social que Bettina interrumpió de repente:

—¿Podemos hablar hoy? No nos llevará mucho rato. Lamento que tengamos que hablar aquí pero no me has devuelto las llamadas. Por supuesto… —dijo levantando una mano para evitar que yo hablara— que te entiendo, porque sé que has tenido muchas cosas en las que pensar últimamente, pero necesito hablar contigo esta noche. —Su tono era bajo y urgente, con la vista puesta en nuestros maridos. Cualquiera que mirara en nuestra dirección sabría que algo sospechoso se cocía. Dada la cantidad de gente presente, podía apostar que algunos ojos estarían observándonos, así que intenté mostrar mi expresión más aséptica.

—Por supuesto, Bettina —accedí, con tono tranquilizador pero sin sonar condescendiente—. ¿Y por qué no ahora?

—Oh, no, hay gente mirando y es casi el momento de sentarnos. —Así que ella también se sentía observada.

—Esto está hasta arriba de gente —dije—. ¿Por qué no almorzamos el lunes? —Si lograba superar lo de esta noche, seguro que podría soportar un almuerzo con Bettina Anderson.

—Es demasiado tarde, no puedo esperar tanto —me urgió Bettina. En su voz podía notar que estaba al borde de la desesperación.

—De acuerdo. Cuando la gente se esté levantando después de cenar, ven a nuestra mesa y buscamos un lugar tranquilo.

Inmediatamente después tuve que esbozar mi sonrisa social porque aquí llegaba (para mi desilusión) Deena «Alguien-que-trabaja-en-el-departamento-de-envíos». Deena había considerado que unos vaqueros ajustadísimos eran adecuados para la ocasión; debo admitir que le sentaban maravillosamente bien, pero tenía mis dudas sobre si sería capaz de flexionar las articulaciones de las rodillas y la cadera al sentarse en una de las sillas plegables. Habría sido interesante ver un vídeo del proceso de Deena metiéndose en esos vaqueros. Pegó un alarido «¡Hola Roe!» como si fuera una de mis mejores amigas, y arrastró a su acompañante para mostrarme que tenía uno. Para mi sorpresa, el hombre que traía en el remolque era el silencioso Paul Allison.

—Hola, Roe —saludó Paul con calma—. Estoy seguro de que conoces a Deena Cotton. —Yo debí de quedarme fascinada con la parte de abajo de Deena demasiado tiempo, porque ella ya me miraba nerviosa.

—Deena, ¿qué tal van los envíos? —murmuré demostrando que la había reconocido y que sabía dónde trabajaba.

—Bien, siempre liados. ¡Gracias a Dios! —Y Deena emitió una risita muy aguda que me hizo preguntarme a dónde querría llegar Paul con esa relación en comparación a la que tuvo con Sally, quien nunca en su vida produciría un sonido semejante. Al parecer quería ir muy lejos, ya que puso su mano en el trasero de Deena mientras hablábamos y a ella parecía gustarle en vez de molestarle. Intenté visualizar cómo sería desprenderse de prendas tan ajustadas en el calor de la pasión, y justo cuando había decidido que Paul tendría que estar de pie a los pies de la cama tirando del pantalón mientras ella se agarraba al cabecero, me di cuenta de que Deena se había puesto colorada y Paul me miraba fijamente, esperando que yo hablara.

—Espero que disfrutéis mucho esta noche —dije con energía.

Agaché la mirada para no mostrar mi irritación y acomodé mis gafas de montura metálica con un dedo como excusa para echar un vistazo hacia otro lado.

—¡Perry! —exclamé por encima del hombro de Paul—. ¡Qué bueno verte! Para mi asombro, el que fue hijastro de Paul vino directamente hacia mí con una mujer que no debía de ser otra que la eminente Jenny Tankersley. Paul y Deena se desplazaron hacia otro lugar e intenté no mirar de reojo.

—Las pistas de aterrizaje de Jenny son las que utiliza el avión del presidente de Pan-Am Agra cuando viene —explicaba Perry—. Este es el segundo año que la invitan.

No recordaba haberla visto el año anterior, pero es posible que no nos hubieran presentado; estaba segura de que no habría tenido ningún problema en reconocerla. Jenny, de la misma altura que Perry, tenía unos relucientes dientes blancos que con frecuencia dejaba al descubierto en una sonrisa predadora. Tenía el pelo muy corto, con flequillo y de un color castaño brillante que contrastaba bien con las grandes joyas doradas y el vestido naranja que llevaba. Había escuchado numerosas historias sobre esta mujer y estaba interesada en hablar con ella, pero este no era el mejor momento para llegar a conocerla mejor.

Articulé unas cuantas palabras educadas a las que Jenny, en vez de Perry, respondió, y a continuación la joven pareja se desvió para sentarse junto a Paul y Deena Cotton. Me fijé en que Deena había conseguido sentarse, pero su postura era completamente rígida.

Evalué la gente que entraba (ya por goteo) y los empleados ya sentados (la gran mayoría), y supe que era el momento del comienzo oficial del banquete. Martin buscó mi mirada, haciendo uso de su habitual dominio en encontrar el momento oportuno, y juntos nos dispusimos a buscar nuestros asientos, que serían los primeros que viéramos contiguos. En el banquete anual Martin y yo debíamos ser dos más del grupo, lo que provocaba que algunos de los trabajadores de la fábrica acabaran disfrutando de una noche muy tensa compartiendo mesa con su jefe.

Vi una mesa a unos quince metros y, en nuestro camino cruzando a través de las mesas, pasamos junto a una cabeza de pelo rizado muy rubio que creí reconocer. Cuando miré hacia atrás con sorpresa, confirmé mis sospechas: Arthur Smith estaba sentado ahí con otra mujer, en este caso una muy joven veinteañera con una cola de caballo.

Le miré directamente a los ojos y vi que estos estaban fijos en mí. Cambié mi sosegada expresión a una algo enfadada y después me giré hacia mi marido.

Como era de esperar, a Martin todo esto no se le escapó.

—¿Qué demonios está haciendo él aquí? —murmuró a través de una amable sonrisa. Martin y Arthur sentían desde siempre una profunda antipatía mutua.

—Lynn y él se han separado.

—¿Y ahora sale con una mujer a la que dobla la edad?

Utilicé mi juicio y no dije nada. Yo no pensaba que esa mujer fuera tan joven. Tendría unos quince años menos que Arthur, quien estaría por los cuarenta y cuatro. No pensé que fuera el momento adecuado de recordarle a Martin que él me sacaba quince años.

—¿Arthur y Lynn van a divorciarse? —preguntó Martin mientras retiraba mi silla a la vez que saludaba con la cabeza a los demás comensales, quienes mostraban una interesante variedad de reacciones ante la presencia de su jefe y la mujer de este.

—Espero que no, por el bien de la niña —respondí—. Sería además su segundo divorcio.

Después tuvimos que abandonar nuestra conversación personal para atender nuestras obligaciones sociales. Martin conocía el nombre de todos los trabajadores de la mesa y se presentó a sus mujeres con gran aplomo. Yo no tenía ese don, pero me esforzaba con empeño —y espero que sin que se me notara— en igualar la cordialidad de Martin y su sencilla conversación.

Cada vez que tenía que ir a un evento como este, mis plegarias más fervientes eran conseguir pensar las cosas antes de decirlas, y si eran dos veces, mejor. No quería proporcionar material para anécdotas divertidas.

Intercambié opiniones sobre el sistema educativo con una madre de tres hijos, sobre coserse la ropa uno mismo con otra mujer y sobre plantar rosas con una tercera.

Me abrí camino por la velada con constancia, comiendo un poco de pollo a la barbacoa y ensalada de col pero cumpliendo con mis obligaciones de equipo.

Cuando el hombre de Recursos Humanos, que hacía de maestro de ceremonias, se incorporó para contar unos cuantos chistes y después presentar a Martin, suspiré (silenciosamente) de alivio.

Martin se creció para la ocasión y comenzó un discurso con palabras bien escogidas acerca de la creciente productividad de la fábrica, sus objetivos del año y lo orgulloso que se sentía de trabajar con un grupo de personas tan excelentes. Continuó diciendo que llevaba a Georgia en el corazón, tanto que incluso se había casado con un auténtico melocotón de Georgia[7]. Finalizó elegantemente halagando a todos aquellos que habían asistido a la cena con intención de ser halagados.

Mantuve el rostro en dirección a Martin con una indulgente sonrisa pegada a los labios, pero mi interés se centró en escanear las caras que conocía. Paul miraba a Martin, pero como si no le estuviera viendo; resultaba evidente que sus pensamientos estaban muy, muy lejos. Perry no estaba prestando la menor atención y, si yo estaba en lo cierto, él y Jenny se traían algo entre manos bajo el mantel. Arthur desatendía a su joven cita y observaba a Martin con mirada furiosa, como si mi marido estuviera haciendo comentarios despectivos sobre su familia. Marnie Sands escuchaba atenta para asegurarse de que podía sentirse orgullosa de su jefe y los Anderson se susurraban cosas al oído con nerviosismo.

Martin me dio paso como «mano inocente» para empezar con el sorteo de los premios, todos donados por negocios locales de los que Pan-Am Agra era cliente importante. Este año se repartían diez premios y yo tenía que coger un papelito de la fuente, leer el nombre garabateado en él y buscar entre la multitud a ver quién tenía el gesto más feliz. A continuación desenganchaba del árbol una de las cuerdas que sostenía uno de los huevos gigantes y se la daba al ganador, de quien se esperaba que abriera el huevo en público para que todos pudieran admirar el regalo generosamente donado. Era bonito poder darle a la gente objetos que les hacían felices, sobre todo si no tenían ningún coste para mí, y disfruté de esta parte de la noche, y eso que descifrar algunas de las firmas supuso a veces un problema.

Uno de los ganadores resultó estar en la mesa de Arthur, y, al decir su nombre, me di cuenta de que Arthur me miraba de tal forma que parecía que no hubiera cenado y que yo fuera una pechuga de pollo a la barbacoa.

Ansiaba una pistola de agua con todas mis fuerzas.

Por fin la velada llegó a su final oficial. Las parejas con las que nos habíamos sentado se despidieron protocolariamente, Martin se disculpó para ir a felicitar al hombre de Recursos Humanos por la organización del evento y yo me quedé sola por primera vez en lo que parecieron años. Disimuladamente abrí mi polvera bajo la mesa para comprobar los síntomas de desgaste en mi rostro, descubrí una miga de pan en mi mejilla que debía de llevar allí una hora y solucioné ese pequeño problema. Vi una servilleta limpia, la cogí y me limpié las gafas, preguntándome cuánto tiempo tardaría el de Recursos Humanos en liberar a Martin y si yo tendría alguna ampolla en los pies. Después, dejé de estar sola.

Fiel a su palabra, aquí llegaba Bettina Anderson, a quien le había ido peor que a mí en lo que a desgaste se refería: tenía una prominente mancha de aceite en la falda de su vestido verde. Estaba igual de tensa, igual de agitada que al comienzo de la noche.

Sentí lástima por ella y algo de recelo.

—Tienes que ayudarme, Aurora —suplicó con seriedad. Sus labios habían perdido el carmín y su nariz necesitaba polvos. Me agarró del brazo y yo apreté los dientes para poder aguantar el contacto físico.

—Cuéntame qué ocurre —dije de manera serena.

—Jack Burns murió en tu jardín. ¿Dijo algo antes de morir?

Y otra vez con Jack Burns. Intenté borrar de mi mente cómo caía. Su funeral era al día siguiente y a mí me daba pánico pensar en ello.

—No —respondí cansada—. Bettina, estoy segura de que ya estaba muerto cuando cayó. No pudo haber dicho nada. —No parecía convencida. Y habiendo agotado toda mi cortesía continué—: De todas formas, ¿a ti que más te da?

—Tengo tanto miedo… —contestó. Eso estaba claro, podía sentir su pánico—. Él sabía lo nuestro —añadió.

Por un horripilante momento pensé que se refería a que Jack Burns tenía conocimiento de un affaire entre Bettina y mi marido. Después mi juicio regresó y uní un par de factores.

—¿Tu marido es el de Protección de Testigos?

—¡Calla! ¡Calla!

Miré alrededor. No había nadie a tres metros.

—¿Cómo sabes tú eso?

—Bueno, es un rumor que… —traté de explicarle.

—¡Ay, Dios mío! Alguien está hablando.

—¿Entonces es Bill…?

—No es Bill. ¡Soy yo!

—¿Cómo?

—Yo era la contable de uno de los negocios «tapadera» de Johnny Marconi.

—Guau. —Miré boquiabierta a esa mujer, normal y corriente, que había ayudado a derribar a un peligroso hombre involucrado en el tráfico de todo tipo de vicios, un hombre que había asesinado en muchas ocasiones.

—Entonces, ¿les dijo Jack antes de morir quiénes somos?, ¿dónde estamos? —me preguntó, mirándome como si así pudiera conseguir que yo supiera la respuesta.

—No lo sé —contesté, deseando tener una mejor respuesta que ofrecerle.

—Dryden no ha podido averiguarlo, nadie lo puede averiguar, y nosotros, cada noche, permanecemos sentados esperando a que lleguen.

—El señor Dryden ha visto seguro los informes de la autopsia —dije—. ¿Muestran que Jack fuera torturado antes de morir?

—No. Pero algunas marcas habrían quedado eliminadas con la caída —respondió— y, antes de matarlo, pudieron amenazarle con un cuchillo o alguna otra cosa sin llegar a utilizarlo.

Traté de encontrar algún argumento con el que tranquilizar a Bettina.

—Si Jack hubiera confesado, ya habrían venido. —Fue lo mejor que se me ocurrió. Intenté imaginarme a los asesinos a sueldo de la Mafia viajando desde Chicago a Lawrenceton, Georgia, haciendo preguntas en el Shop-So-Kwik[8]. Mi mente se atascó.

—¿Tu marido trabajaba para Pan-Am Agra en Chicago? —le pregunté.

Se me quedó mirando unos segundos.

—No, pero tenía un empleo similar en una empresa parecida; conocía las prestaciones y beneficios de Pan-Am Agra y sabía que tenían fábricas aquí y en Arkansas. Cualquiera habría valido, pero dio la casualidad de que necesitaban a alguien con su puesto aquí, así que lo organizaron todo. Nadie del pueblo sabía quiénes éramos en realidad excepto Jack Burns. O al menos eso pensábamos.

Todo esto resultaba de veras interesante, pero me percaté de que su marido y el mío nos estaban esperando, conversando aburridamente. Si Bill Anderson mantenía con Martin la misma conversación que su mujer mantenía conmigo, desde luego no mostraba ningún indicio. Martin se dio cuenta de que le miraba y agitó levemente el brazo del reloj, su señal de que quería marcharse.

—Desearía poder decirte algo más —dije con franqueza.

—Dryden no cree que hayamos sido descubiertos, pero nos vamos de vacaciones mañana y mantendrán la vigilancia por si alguien hace preguntas. Regresaremos. Odiaría tener que mudarme, pero quizá tengamos que acabar haciéndolo, ya sabes —añadió poniéndose de pie—. Si le dices a alguien todo esto, es posible que nos maten. He intentado hablar con tu marido, pero creo que se ha olido que teníamos algún secreto porque no ha querido verme en privado, y Bill no llegaba a decidirse si era o no una buena idea hablar con Martin. Él pensaba que si tú sabías algo, se lo contarías a tu marido. Bill tiene buena relación con Martin, y tú y yo solo nos hemos visto esa noche, en nuestra casa. Ahora que ya sabes lo nuestro, nuestras vidas te pertenecen. Pero tenía que preguntarte si sabías algo, si habías visto algo. Teníamos que saberlo. Era necesario.

Y sin añadir nada más, esa mujer fornida y pelirroja a quien yo siempre conocí como la aburrida y humilde Bettina Anderson se marchó lentamente, temiendo por su vida. Cogió a su marido del brazo, le dijo algo en voz baja y Bill le ofreció la mano a Martin para despedirse.

Me pregunté cuál sería su nombre real. Me pregunté cómo se sentiría su marido al tener que esconder a su mujer. Me pregunté si tenían hijos en Chicago y qué sabrían esos hijos.

—¿De qué va todo esto? —preguntó Martin. Yo había estado tan absorbida que no me había percatado de su aproximación—. Llevan una semana haciéndome preguntas rarísimas —continuó—, y queriéndose reunir conmigo en privado sin decirme ninguno para qué. En cuanto me impusieron a Bill desde Chicago, me olí que algo extraño ocurría con los Anderson, y no quiero verme envuelto en cualquiera que sea el problema en el que están metidos… después de mis problemas con el gobierno. —Intercambiamos la mirada; aquella era una época de la que ya no hablábamos.

—Pensé que quizá se sentía atraída por ti —confesé.

—Yo también estaba preocupado por esa posibilidad —admitió—. Aunque no tenía pinta. Pero todo ese secretismo… ¿Vas a contármelo?

—No sé —dije con preocupación en mi voz—. No sé si puedo. —No recordaba haberle ocultado nada a Martin en los dos años que llevábamos juntos, pero tampoco podía ignorar la súplica de Bettina por mantenerlo en secreto—. ¿Puedo pensármelo? —pregunté a Martin.

—Claro. De todas formas muchas veces pienso que conozco la vida privada de mis empleados mejor de lo que querría. —A pesar de sus palabras, deduje por la postura de sus hombros que estaba molesto conmigo.

Cuando estábamos acercándonos a la salida (Martin se despedía de derecha a izquierda de personas que se habían quedado a charlar), nos encontramos cara a cara con Arthur Smith y su acompañante con cola de caballo. La mano de Martin apretó la mía más fuerte.

—Hola Sue —saludó Martin a la chica—, ¿cómo estás?

—Bien, señor Bartell —contestó vergonzosa—. ¿Conoce a Arthur Smith?

El silencio se mantuvo demasiado tiempo y ni siquiera Sue pudo ignorarlo.

—Así que ya os conocéis —dijo nerviosa finalmente, consciente de que algo pasaba.

Martin y yo saludamos con la cabeza a Arthur de forma idéntica y Martin dijo:

—Buenas noches, Sue, nos vemos mañana en Productos AG.

Martin sostuvo una de las puertas de cristal y salí al frío aire de la noche. Él apareció de nuevo a mi lado y me cogió de la mano. Oí el zumbido de la puerta al cerrarse, y después otra vez al abrirse para la joven Sue y Arthur.

Nada más salir, nos encontramos con un grupo de personas que, tentadas por la preciosa noche, se habían quedado un rato para charlar en la acera. Perry y Jenny Tankersley, Paul y Deena Cotton, Marnie Sands (quien parecía buscar algo en el interior de su bolso) y Bill y Bettina Anderson, que habían sido abordados por uno de los jefes de departamento de Martin, un hombre medio calvo y barrigón llamado Jesse Prentiss, que les estaba presentando a su mujer, Verna.

Y de repente, el caos total. El caos en forma de un veloz y aterrorizado gato gris que, como un rayo, corría atravesando las manchas de luz y oscuridad del aparcamiento, un gato al que un perro lanudo, de cuyo collar colgaba un trozo de cuerda deshilachada, pisaba los talones.

Hubo una risas gritonas aquí y allí, exclamaciones de alarma de todos aquellos que no pudieron ver inmediatamente cuál era la causa del alboroto y unos pocos intentos, no demasiado entusiastas, por llamar al perro o sujetar el trozo de cuerda. La escena reunió a los más rezagados en un corrillo desperdigado. Enseguida los animales se marcharon a prolongar su persecución en un área residencial en la calle contigua. Los ladridos del perro se seguían escuchando de forma nítida.

Mis ojos, como los de los demás, habían seguido al gato que primero saltó encima de un coche aparcado entre las sombras en los lejanos límites del aparcamiento del centro social para después saltar otra vez al asfalto. Con la mitad de mi atención escuchaba los comentarios y bromas que el incidente había estimulado y con la otra mitad intentaba averiguar si efectivamente había visto una cabeza rubia en el coche por encima del cual el gato había saltado en su huida.

Ahora ya, sin ninguna duda, vi un retazo de pelo rubio, y una de las lámparas de sodio capturó el destello de unas gafas.

Vaya, vaya. Para rematar una noche disonante, ¿quién podría estar espiando escondido en el aparcamiento si no el señor Dryden? ¿Agente Dryden? ¿Marshal Dryden? Incluso su protegida se había referido a él solo como «Dryden».

¿Estaría vigilando si alguien seguía a los Anderson? ¿O estaría observándonos a nosotros?

Una vez salieron los animales del aparcamiento, estaba yo tan absorta en mis pensamientos que, totalmente por sorpresa, sentí una repentina presión en la espalda.

Una mujer gritó. Mi mano, suavemente entrelazada con la de Martin, se vio separada de repente.

Para mi desconcierto, súbitamente me vi empujada contra el suelo por algo pesado y templado imposible de sostener, y eso que arrastré mis pies intentando buscar el equilibrio y bloqueé las rodillas para empujar el peso hacia atrás. Escuché otro chillido, y pensé: «No he sido yo», y un profundo quejido seguido de una palabrota, y todo en el mismo segundo en el que este peso inexorable e inexplicable me tiró al suelo. Adelanté mis manos para parar la caída, pero ni siquiera mis brazos pudieron evitar que mi mejilla golpeara la acera.

En el infinito minuto que transcurrió antes de que me quitaran el peso de encima, mientras yo permanecía tumbada bajo la espantosa carga, sentí algo húmedo en mi cara, abrí los ojos y vi sangre goteando en el recién estrenado bordillo a un centímetro de mi nariz.

Tras un frenético inventario de los dolores que sufría, pude afirmar que no se trataba de mi sangre.

De la cacofonía de voces a mi alrededor, distinguí los gritos de Paul Allison reclamando calma y el firme alarido de una mujer pidiendo ayuda. Bettina Anderson, pensé.

—A la de tres —escuché que decía Martin y el sonido de pies colocándose a mi alrededor—. Una, dos, ¡tres! —dijo Martin, y el peso que me oprimía desapareció. Había tenido la respiración anulada y, desesperadamente, intenté coger aire, fracasando en el intento.

Vi varias rodillas tocar el pavimento a mi lado.

—No te muevas —ordenó Martin con tensión—. Amor mío, ¿tienes algo roto? ¿Estás herida?

En mi lucha por conseguir aire, no podía contestarle.

—¡Llamad al 911! —gritó una voz masculina. Jesse Prentiss, pensé—. ¡Tú! ¡Perry Allison! ¡Hay un teléfono en la oficina de la directora a la izquierda de esas puertas de cristal! —Pies corriendo ligeros; Perry apresurándose obediente hacia el centro social.

Y ahora pies corriendo, pesados.

—¿Quién ha resultado herido? —Dryden, respirando con dificultad. Así que yo tenía razón, estaba aparcado al fondo del aparcamiento.

—¡Atrás todo el mundo! La policía está de camino —ordenó en voz alta Paul Allison con su tono de agente de la ley—. Les he llamado por radio desde mi coche. Atrás todo el mundo. ¿Alguno de ustedes es técnico en emergencias sanitarias?

—Yo —dijo Jenny Tankersley mientras sentía las manos de Martin explorando mi cuerpo.

—¡Pues acércate! —exclamó Martin, y Paul Allison preguntó con voz conmocionada:

—¿Roe está herida?

—Se ha caído, pero está bien —dijo Dryden caballerosamente, o eso me pareció—. En cambio este hombre de aquí está sangrando mucho.

—Hay sangre en Roe —señaló Paul con tensión.

Y entonces pude respirar… Hacía semanas que algo no me hacía sentir tan bien como esa profunda bocanada de aire.

—Estoy bien —grazné—. Ayúdame a levantarme, Martin, no creo que la sangre sea mía.

Me empujé hacia arriba con los brazos hasta arrodillarme y, después, Martin me levantó hasta ponerme de pie. Frenéticamente comenzó a tocarme la cabeza y el cuello para ver dónde me había hecho daño.

Estábamos algo apartados de la acción, que se centraba ahora en una persona tumbada en el suelo. La chica de la cola de caballo, Sue, sollozaba con histeria en una de las farolas.

—De repente cayó al suelo —decía una y otra vez—, se separó de mi brazo y se cayó.

—La sangre no es mía —dije para tranquilizar a Martin. Esta vez me prestó atención.

—Dime cómo te encuentras.

—Me he golpeado la mejilla contra el suelo —resoplé, respirando con dificultad. Realicé otra respiración profunda y empecé de nuevo—. Tendré las manos y los brazos doloridos por intentar parar mi caída y me he rozado las rodillas. Pero, aparte de eso, estoy bien. ¿Cómo he acabado en el suelo?

—Algo le ha ocurrido a Arthur Smith —dijo Martin lentamente, sin apartar la mirada de mi rostro—. Estaba justo detrás de ti y, sin previo aviso, ha comenzado a caerse, lo ha hecho encima de ti y te ha derribado.

—¿Ha sido un ataque al corazón? No, claro, la sangre. ¿Le dispararon? ¿Cómo es que está herido?

—Ahí llega la ambulancia —dijo Martin—. Quizá lo averigüemos.

Jenny Tankersley había estado con Arthur, desgarrándole la camisa para así descubrir la herida sangrante y comprobando su pulso. Los técnicos salieron lanzados de la ambulancia.

—No sabemos cómo pero tiene una herida en el hombro —les dijo, dejándoles paso.

Nadie hablaba con Arthur, pero pude ver que sus ojos estaban abiertos y captaba lo que pasaba a su alrededor. Por su aspecto supe que estaba tan aturdido como yo, pero cuando fijó su mirada en el primer hombre que salió de la ambulancia, pareció calmarse y dijo con claridad:

—Murray, me han apuñalado en el hombro.

Un silenció cayó sobre la pequeña multitud. Martin me abrazó y yo me recosté en su pecho. Agradecí que Martin estuviera sujetando mi mano cuando atacaron a Arthur, ya que demostraba que era imposible que él tuviera nada que ver. No es que él fuera a hacer algo así pero para alguna gente, conociendo el poco aprecio mutuo que se tenían, la proximidad de Martin podría resultar sospechosa.

Entonces me di cuenta de algo que se le debería haber ocurrido a todos los presentes. Si a Arthur no le habían disparado sino que le habían apuñalado, el culpable tenía que ser una de las personas que conformaban el pequeño grupo que charlaba sobre la acera.

Mientras la ambulancia desaparecía con Arthur en la parte de atrás, los Prentiss se ofrecieron para llevar a Sue a casa.

—Me temo que vamos a tener que quedarnos aquí todos un rato —dijo Paul con calma, y para reforzar sus palabras, dos coches de policía entraron volando en el aparcamiento, seguidos poco después de otros dos.

Ya había sido abatido un detective de la policía. Así que, con Arthur, eran dos los agentes atacados en la misma semana. Antes de que acabara la noche vi a todos los miembros de esa fuerza de seguridad saliendo y entrando del centro social.

Nos cachearon a todos, incluso a mí, algo que no tenía ningún sentido, como apuntó Martin varias veces.

—Martin, no me importa —le dije son voz cansada mientras me marchaba al lavabo de señoras con una mujer policía (afortunadamente no era Lynn Liggett Smith)—. Quiero acabar con esto cuanto antes e irme a casa.

Caminé con pesadez, con mi pequeño bolso de fiesta bajo mi brazo para someternos, mi bolso y yo, a un registro.

No se encontró ningún cuchillo ni objeto punzante en ningún miembro del grupo.

Era como si un cuchillo hubiera caído del cielo, hubiera apuñalado a Arthur por la espalda y una cuerda invisible hubiera tirado de él.