Normalmente, cuando Martin regresaba de un viaje de trabajo, yo le contaba cómo un niño me había vomitado encima de un libro de Los Osos Berenstain o lo que el fontanero me había explicado durante su visita para reparar el calentador de agua.
Cuando esa tarde entró por la puerta, yo no sabía bien por dónde empezar. Al parecer, Martin había pasado por la fábrica de Pan-Am Agra, así que ya sabía que Shelby estaba ingresado en el hospital. Tras sus primeras y aceleradas preguntas, se acomodó para escucharme con esa total atención que le hacía ser tan buen jefe.
Me dio la sensación de que Martin estaba igual de impresionado por el embarazo de Angel que por el ataque a Shelby en nuestro jardín. Y cuando le conté lo del lazo de Madeleine y las muertes de Selena y Beverly Rillington, se incorporó y empezó a dar vueltas por la cocina.
Aún llovía. Las gotas golpeaban la gran ventana de la mesa donde Martin y yo solíamos comer. Desde ahí veíamos uno de los lados del garaje, los escalones que subían al apartamento de los Youngblood y algunas preciosas azaleas ocultas ahora bajo la oscuridad. Quizá las gotas golpearan aleatoriamente el cristal, pero descendían por él con una regularidad monótona. La lluvia aumentó mi sensación de acorralamiento contra el peligro de ahí fuera. Me sentía asediada.
Martin fue del comedor al salón y, de nuevo, atravesando el arco, volvió al comedor. Rodeó la mesa y rápidamente salió disparado hacia la cocina, deteniéndose frente a la ventana para observar la oscuridad.
—¿Quién ha enviado las flores? —preguntó de repente y recordé que ahí seguían, en un jarrón sobre la mesa del comedor. Algunas ya estaban marchitándose y algunos restos de gipsófilas descansaban en la pulida superficie de la vieja mesa.
El episodio de las flores parecía muy lejano y lo había olvidado completamente. Cuando lo añadí a la lista de acontecimientos, Martin me miró con dureza, una mirada que sin duda decía: «¿Y no me has contado nada de esto por teléfono?».
Martin muchas veces me recordaba al centurión del Nuevo Testamento. Ese que le dijo a Jesús que cuando él decía «Ve», el soldado iba y que cuando decía «Ven», rápidamente venía. Al parecer ahora estaba intentando decidir qué podía hacer ante esta situación y, cabreado, veía que no había nada que hacer.
—¿Piensas que el pequeño hospital de aquí es el mejor lugar para Shelby? ¿Le podrán dar los mejores cuidados? Podría hacer que le llevaran a Atlanta en una ambulancia. —Martin parecía incluso feliz ante esa posibilidad.
—No creo que haya ninguna necesidad —dije cariñosamente—. Los médicos del hospital de Lawrenceton saben muy bien que en los hospitales de la ciudad hay cosas que aquí no tienen y le habrían enviado a Atlanta sin dilación si hubieran pensado que la situación lo requería. Además —continué aún con más cariño—, ya sabes que eso es asunto de Angel, no tuyo.
Cambiando de nuevo al tema del embarazo de Angel, Martin soltó lo que yo ya me temía.
—Aprecio a Angel tanto como tú pero ¿no crees que es poco creíble que de repente esté embarazada cuando Shelby tiene la vasectomía hecha? Entrenaba con Jack Burns y va a asistir a su funeral pero le increpa en público cuando le pone una multa. Además, no reaccionó en absoluto cuando le dieron la vuelta al cadáver el otro día. No es que quiera pensar mal pero ¿no te parece demasiado?
—¿Sabes qué? Shelby me preguntó si había visto a alguien más con ella mientras él estaba fuera —dije sin alterar la voz.
—¿Y qué le contestaste? —Martin se giró hacia mí, con las manos metidas en los bolsillos para estarse quieto.
—Le pegué una bofetada que no veas. —Miré a Martin sin parpadear, apartando de mi mente el tenue recuerdo de culpabilidad de mi abrazo con Shelby para evitar que pudiera leerlo en mi cara.
Martin me devolvió la mirada con las cejas elevadas con sorpresa.
—¿Y qué hizo él?
—Admitir que era el padre del bebé de Angel.
Lentamente, Martin tomó aire, lo exhaló y sonrió.
—Vaya. ¿Así que va a hacerse una revisión?
—Tendrá que hacerlo si no quieren tener más hijos —dije.
—No me puedo creer que Shelby vaya a ser padre —dijo Martin ausente, meneando la cabeza.
Me mordí el labio y miré hacia abajo para que Martin no pudiera ver las lágrimas en mis ojos. Sacó sus gafas de leer (una necesidad reciente) del bolsillo de la camisa y se dirigió al teléfono de pared para hojear la minúscula guía de teléfonos de Lawrenceton.
Marcó unos números y esperó, su rostro en «modo jefe»: labios apretados y en línea recta, mirada fija, postura impaciente. A mí me parecía muy sexy, sobre todo porque sabía que su actitud cambiaría al dirigirse a mí de nuevo.
—¿Número de habitación? —me preguntó con rotundidad. Se lo dije, apoyé la barbilla sobre mi mano y contemplé a mi marido mientras hablaba con Angel y después intercambiaba unas palabras con Shelby.
—Aún está aturdido —me dijo Martin cuando colgó—, pero está mejor. Angel dice que quieren tenerle un día más en observación y que después podrá regresar a casa con la condición de que no vaya al trabajo unos días. —Se notaba que Martin se sentía mejor ahora que había hecho algo, aunque solo hubiera sido marcar un puñado de números en un teléfono.
Miré mi reloj y, para mi sorpresa, eran casi las once. Había estado despierta casi toda la noche anterior y desde entonces había soportado una muy buena dosis de ansiedad y nerviosismo. El regreso a casa de Martin me había aportado un chute de energía, pero de pronto me sentí como si hubiera corrido una maratón.
—Tengo que irme a la cama —anuncié, percibiendo el agotamiento en mi voz.
—Claro, cariño —dijo Martin instantáneamente—. No has dormido nada. —Me rodeó con su fuerte brazo y comenzamos a subir las escaleras—. Te daré tu regalo por la mañana.
—Vale.
—Pues sí que estás cansada…
—No lo estaré por la mañana —mascullé, esperando que resultara creíble—. Me alegra que estés en casa.
Me quité la ropa que tan apresuradamente me había puesto hacía ya muchas horas y, agradecida, me deslicé en el camisón. De repente pensé en que, a pesar de haber ido, casi ni me acordaba de mi trabajo en la biblioteca de ese día, pero (supongo) todo fue más o menos normal. Me lavé los dientes y la cara porque soy constitucionalmente incapaz de acostarme sin esa pequeña rutina, vagamente escuché a Martin deshaciendo la maleta y el sueño me engulló.
***
Antes de abrir los ojos cada mañana, intento recordar en qué día estamos. Siempre llega ese feliz momento en el que por fin es sábado y no tengo que ir a ninguna parte si no quiero. Creo que esa es una de las razones por las que quise volver a trabajar; de la otra forma, todos los días eran sábado y esa pequeña felicidad acababa desapareciendo.
Abrí un ojo y miré el reloj de la mesilla. Ponía las nueve y veinte. Como eso era claramente imposible, cerré el ojo de nuevo y me acurruqué en la almohada. No obstante, entraba mucha luz en la habitación y percibí el vacío en el otro lado de la cama. Con desgana, abrí ambos ojos y repté hasta estar más cerca del reloj. Las nueve y veinte.
No había dormido hasta tan tarde en años.
Durante unos diez minutos me deleité en la novedad de quedarme en la cama a esas horas. Estaba demasiado despierta como para volverme a dormir. Por la ausencia de movimiento en la planta baja supe que Martin se había ido. Muy a menudo iba a trabajar algunas horas los fines de semana, sobre todo si había estado antes de viaje. O quizá estuviera en el Athletic Club jugando al racquetball. Bajar las escaleras en camisón tan tarde me pareció un poco feo, así que me metí en la ducha y me puse mis vaqueros favoritos de los sábados y una camiseta verde. Para compensar mi holgazanería, bajé una cesta de ropa sucia y puse una lavadora incluso antes de tomar café. Martin había preparado una jarra llena para mí que esperaba junto a una tentadora taza limpia. En el centro exacto de la mesa de la ventana vi un paquete envuelto con papel blanco y adornado con lazo azul.
Me bebí mi primera taza de café mientras leía el periódico de Lawrenceton para posponer el placer de abrir el regalo. Pero el periódico hundió levemente mi felicidad. El ataque a Shelby aparecía en la portada, algo que no me sorprendió mucho; lo que sí me sorprendió fue que hubieran incluido en la historia el incidente del lazo de la gata y lo del cadáver de Jack Burns aterrizando en mi jardín. El artículo relacionaba todos los acontecimientos entre sí de tal forma que me dejó preocupada.
Yo estaba segura de que la razón por la que habían asesinado a Jack Burns era que conocía la identidad de una persona que vivía en Lawrenceton bajo el programa de protección de testigos. No veía qué relación podría eso tener con el admirador secreto de Angel. Combinando estos tres ingredientes, la historia casi sugería que mi casa radiaba algo maligno y que era por tanto candidata idónea para un exorcismo. No me sorprendió ver un nombre desconocido firmando la noticia. Sally nunca habría escrito algo así.
Intenté tranquilizarme leyendo el informe de la reunión del Club del Jardín, que normalmente era para desternillarse. Y no me defraudó. Mi vieja amiga la señora Lyndower (Neecy) Dawson había liado una buena al proponer plantar hiedra en el monumento a la guerra erigido fuera del juzgado, para así evitar que los miembros del Club tuvieran que cambiar las flores regularmente. Entre líneas podía leerse que, durante el debate, las reacciones a su propuesta generaron un rechazo tal que podría durar incluso un año, momento en el cual Neecy probablemente habría olvidado su propuesta, o incluso tal vez se marcharía a «buscar su gran recompensa en el Jardín del Cielo», como quizá los miembros del Club del Jardín llamaban a «criar malvas».
Un destello blanco y naranja captó mi atención y vi que Madeleine, de la que prácticamente no me había ocupado en los dos últimos días, tomaba por fin medidas desesperadas: vigilaba atentamente a un gorrión que buscaba comida en la hierba. Una de las cosas que admiraba de los gatos era su capacidad de concentración. Cuando era niña nunca tuve una mascota, por lo que observar a Madeleine resultaba muy educativo (aunque algunas veces, la verdad, habría preferido prescindir de ese aprendizaje).
Fuera como fuera, siempre que Madeleine decidía cazar, el proceso era digno de admiración: la intensidad de su concentración, el sigilo en su acercamiento, la precisión de su visión. «¿Verían los colores los pájaros?», me pregunté.
Fueran las rayas color naranja de Madeleine o su volumen, algo captó la atención del gorrión y salió volando. Madeleine se sentó y, tras dirigirle una mirada venenosa, comenzó a limpiar sus garras malhumorada. Este gesto provocó que yo regresara a mis obligaciones de «dueña» y me dispuse a alimentarla. Corrió como nunca cuando me escuchó llamarla para comer.
Entonces tuve el placer de abrir mi regalo. Pesaba bastante y me pregunté cómo se las apañaría Martin para traerlo en el vuelo de regreso. Desaté el nudo, lo retiré y rompí el papel. Era una caja de grueso cartón marrón, no era el cartón fino donde vienen las prendas de vestir.
No se trataba de ropa, tampoco de bisutería… Hmmmmm.
Libros. Siete libros de mis escritores de misterio favoritos con los marcapáginas de una librería de Chicago sobresaliendo de cada uno de ellos. Abrí el primero, de Sharyn McCrumb, por la página señalada.
¡Estaban todos firmados! ¡Y no solo firmados, sino también dedicados!
Examiné cada uno de ellos, feliz y entusiasmada por todas las horas de lectura que me esperaban, y pensé en un lugar especial donde colocarlos.
Mientras todavía sonreía, sonó el teléfono.
Contesté y… silencio. Pero no era un silencio vacío, como cuando la otra persona se ha dado cuenta de que en realidad no quería marcar tu número y cuelga. Este era un silencio pesado, un silencio de respiración. Mi sonrisa se desvaneció y sentí escalofríos.
—¿Sí? —dije de nuevo, rezando contra toda esperanza porque alguien hablara.
Y lo hizo.
—¿Estás sola? —preguntó una voz masculina. Y se cortó.
Intenté ralentizar mi respiración, recordándome una y otra vez que todo el mundo recibe llamadas obscenas o de broma alguna vez (tal es el empeño del ser humano por comunicarse entre sí que no importa lo bajo que caiga) y no debería preocuparme demasiado. Pero ese día me sentía muy sola, Martin no estaba y el apartamento del garaje también se encontraba vacío.
El teléfono sonó otra vez. Me sobresalté. Me quedé mirándolo y preguntándome si contestar o no. Mientras seguía sonando, atravesé el pasillo de entrada hacia el estudio y esperé a que el contestador saltara. Martin había grabado el mensaje y escuchar su voz me reconfortó. Al terminar la grabación, sonó el pitido y la voz que dejaba el recado resultó ser también tranquilizadora. Paré la grabación y cogí el teléfono.
—¡Sally! ¿Qué te cuentas?
—Me preguntaba si tenías tiempo de dar una vueltecilla conmigo en el coche. No sé si ese marido tuyo está de viaje o no.
—Ya ha vuelto pero ahora mismo no está en casa, así que estoy totalmente libre —contesté, aliviada de tener una razón para dejar la casa sin sentir que emprendía una retirada por puro miedo—. ¿Dónde quieres ir?
—Al aeródromo donde Jack Burns recibía lecciones de vuelo, el mismo donde alquiló la avioneta antes de recibir su «clase final», por decirlo de alguna forma. Necesito a una persona más (tengo un plan) y hace siglos que no hablo contigo, así que pensé que podría combinar ambos objetivos.
Dicho así, ¿quién podría resistirse?
—¿Quieres que nos encontremos en la oficina del periódico?
—Es donde estoy ahora, así que genial.
—Vale. Dame unos minutos y salgo.
Llamé a Angel al hospital para preguntar si necesitaba ayuda urgente con algo y me contó que Shelby estaba mucho mejor, pero que aún no recordaba nada de la agresión. La voz de Angel también sonaba mucho mejor; la noche anterior había pasado por su casa para cambiarse de ropa y, si Shelby continuaba evolucionando favorablemente, quizá volviera en un rato para echarse una siesta.
Llamé a Martin. Si estaba en la fábrica, no contestaba su teléfono. Dejé un mensaje en el Athletic Club a la chica intimidantemente estilizada que contestaba el teléfono, llevaba la agenda de la cabina de rayos UVA y presidía el libro de registro. Pareció encantada de tener una razón para acercarse a Martin.
Corrí escaleras arriba, me miré en el espejo y decidí que cualquier cosa sería apropiada para hacer un recado con Sally. Rápidamente me cepillé el pelo, recogiéndolo en la nuca con una cinta verde a juego con mi camiseta, y limpié mis gafas de los sábados, unas gigantes con montura moteada blanca y morada.
Sally hizo un sonido gutural cuando las vio.
—¡Dios mío, Roe! ¿De dónde las has sacado? Pareces un payaso —exclamó, apartando infinidad de papeles y bolsas de restaurantes de comida rápida del asiento del copiloto.
Vaya con la honestidad de las amigas.
—Son mis gafas de los sábados —me defendí con dignidad, cerrando mi coche y caminando hacia el Toyota de Sally, aún más hecho polvo y viejo que el mío. El aparcamiento de empleados del periódico estaba prácticamente vacío; solo veía nuestros coches y un Cadillac en la esquina, cuyo propietario era Macon Turner, dueño y editor del Lawrenceton Sentinel.
—¿Para gritarle al mundo que los sábados estás en tu estado de ánimo más estupendo, sin preocupaciones y con ganas de diversión? —El tono de voz de Sally era tranquilo y se inclinó de nuevo hacia el interior del automóvil. Abrió una bolsa de basura y con prisa se puso a clasificar su contenido. Entre papeles varios, bolsas de papel de los supermercados y cartones, Sally debía de llevar un árbol entero en el asiento de delante.
—Disculpa el desastre —continuó mientras emergía del coche y llevaba la bolsa al contenedor—. O hago esto bajo presión o no lo hago, y pedirte que vengas conmigo me ha proporcionado esa presión.
Aunque Sally llevaba pantalones, algo muy poco habitual en ella entre semana, sus rizos color bronce y su cuidado maquillaje estaban intactos. El aspecto de Sally no había cambiado mucho en nuestros años de amistad intermitente. Tuvo un corto pero maravilloso episodio de amor por la cocina gourmet, probó el matrimonio de la misma forma y ahora había regresado a las alitas de pollo, a las hamburguesas y a la vida de soltera sin ganar ni un kilo ni una arruga. Lo único que delataba su edad (unos cincuenta y uno, calculaba yo) era su hijo, Perry.
Sally estaba haciendo una lista mental, asintiendo levemente cada vez que comprobaba cada uno de los puntos que solo ella podía ver. Después se deslizó tras el volante y preguntó:
—¿Nos vamos?
Minutos después volábamos por la autopista. Para Sally el límite de velocidad era una simple recomendación. Como resultado de esta creencia, conocía por su nombre de pila a todos los agentes de tráfico de la autopista. Pero hoy, nadie nos paró y llegamos al aeródromo Starry Night habiendo intercambiado solo una módica cantidad de cotilleo.
Dejamos la carretera interestatal a solo cinco minutos en dirección este de Lawrenceton para coger la autovía durante unos pocos kilómetros hacia el norte, atravesando los típicos millones de pinos plantados a los costados de la carretera. Sally tomó entonces hacia una carretera que apenas merecía ese nombre. Hubo un tiempo en que estuvo pavimentada, pero de eso hacía muchos, muchos años. Esta presunta carretera acababa en el aeródromo que llevaba el romántico nombre de Starry Night[6].
Resultaba evidente que Starry Night era un negocio marginal. Oculto desde la autopista por una línea de pinos y un cerro, el pequeño aeródromo había sido esculpido en el bosque hacía mucho tiempo. Se veían dos pistas e incluso mis ignorantes ojos podían deducir que solo eran adecuadas para aparatos pequeños. Muy pequeños. El diminuto aparcamiento era de grava y estaba delimitado por troncos de árbol. Un camino de cemento llevaba a las oficinas, un pequeño edificio del tamaño de la mitad de la planta baja de mi casa. Este edificio de bloques de hormigón pintado de verde tenía ventanas que lo rodeaban casi por completo y, aunque había cortinas, estas estaban todas abiertas.
Si continuabas por la carretera sin meterte en el camino hacia las oficinas, llegabas a los hangares. Eran dos. Desde la oficina solo se alcanzaba a ver unos pocos metros del interior de los hangares y, aunque ambos estaban en uso (creí distinguir al menos tres pequeñísimos aviones en el primero y dos más grandes en el segundo), no se veía un alma.
Inspeccioné de nuevo el terreno.
—Espera un momento —dije.
Sally, que no se había movido ni un pelo, me miró con una pequeña sonrisa.
—¿Te estás preguntando cómo trasladó el asesino el cuerpo de Jack Burns a la avioneta? —preguntó.
Asentí. Era demasiado descarado cargar con el cadáver hasta el aparato pasando delante de las ventanas abiertas de las oficinas, independientemente de lo desierto que pareciera el lugar.
—Mira —dijo mientras señalaba desde su ventana un estrecho camino de grava con anchura justa para un vehículo. El camino salía desde el aparcamiento y subía por el cerro que se elevaba tras los hangares.
—¿Y las marcas de las ruedas? —pregunté.
—Cuando lanzaron el cuerpo de Jack, hacía unas tres semanas que no llovía —dijo—. La tierra de ambos lados del camino de grava estaba dura como una piedra, así que, si hubiera habido alguna huella, no se habría visto apenas. Si hubiera sido ahora, que ha llovido, la historia habría sido distinta.
En vez de salir pitando del coche para ir a las oficinas, tal y como esperaba, Sally se giró y me dijo:
—Bien, aquí va la razón por la que te he traído.
Sentí cómo saltaba la alarma en el área del «sentido común» de mi cerebro.
—Escuchémosla —accedí. La cautela de mi voz hizo que los labios de Sally se apretaran con exasperación.
—Dan Edgar, el chaval que escribió la historia de la agresión a Shelby, tenía el día vago y no ha querido levantarse de la cama para ayudarme hoy y los otros reporteros están fuera o enfermos.
—Y entonces, claro, pensaste en mí. —Elevé una ceja, aunque posiblemente este efectivo gesto era imperceptible tras mis grandes gafas.
—Sí —contestó Sally sin pizca de ironía—. Eso hice. Eres pequeña, rápida y, si tu marido está fuera, te aburres.
—Bien —dije inexpresivamente, intentando pensar en algo mejor que decir.
—De todas formas, no va a llevar mucho tiempo. ¿Quieres ser «la que entra a hurtadillas» o «la que sirve de distracción»?
—¿Cómo es de grave donde me estoy metiendo?
—Oh, no mucho. Yo me responsabilizo. —Intenté de nuevo elevar la ceja—. Bueno, vale, digamos «grave de bronca» pero no «grave de calabozo».
Opté por ser «la que entra a hurtadillas». Pensé que ya que estaba metida en tal lío, agravarlo un poco más no cambiaría mucho las cosas.
—Vale —dijo Sally—. Esto es lo que tienes que hacer. Cuando estaba escribiendo el artículo sobre la muerte de Jack Burns pasé por aquí, por supuesto, y le pregunté al dueño, un señor algo mayor llamado Stanford Foley, cómo era posible que Jack y otra persona se subieran a uno de sus aviones sin que él lo viera. Dijo que eso sería simplemente imposible, que él estaba aquí todo el rato. La policía piensa que eso no tiene ni pies ni cabeza, y yo también.
—En tu artículo decías que fue Jack quien alquiló la avioneta.
—Sí, eso dije, pero porque confié demasiado en Foley. Jack Burns reservó esa hora y ese aparato pero no creo que Foley le viera en absoluto. Pienso que le trajeron aquí ya muerto (la policía me ha asegurado que no le mataron en la avioneta) y que el asesino lo metió en la avioneta. El coche de Jack estaba aparcado en la comisaría de policía, intacto, por lo que ni se trasladó aquí en su coche ni le mataron en él.
—Pero entonces ¿qué es lo que quieres que haga?
—Mientras yo estoy ahí dentro hablando con Foley, tú entras en el hangar y te subes a uno de los aviones. Incluso es posible que el que viste el otro día, el que transportaba el cadáver, esté ahí otra vez. Es uno de los que el señor Foley guarda para alquilárselo a quien lo quiera. De hecho, Jack lo pilotó unas cuantas veces.
Subirme a uno de esos pequeños aviones no sonaba tan difícil.
—Según tu teoría, el asesino tenía el cuerpo de Jack en su coche y lo condujo hasta cerca del hangar —añadí, convencida de que aún me quedaba más por oír.
—Eso es. Y en realidad eso es lo que quiero que hagas, que metas el cuerpo en la avioneta. Así probamos que es posible hacerlo sin que Foley se entere de nada. Quiero que lleves mi coche hasta la parte trasera del primer hangar, que es donde estaba el aparato que reservó Jack, y que arrastres el saco que hay en el maletero de mi coche hasta el hangar. Después cargas el saco en la avioneta y te subes en ella. ¿No sabrás pilotar una avioneta, verdad? Estaría genial que pudieras despegar sin que él se enterara.
—Deberías habérselo pedido a Perry. Está tomando lecciones —le recordé, e hizo una mueca que parecía que se había comido un limón.
—Perry no lo haría, sencillamente se le ocurriría otra cosa mejor y más urgente que hacer —dijo Sally—. No sé si a Perry le interesa tanto volar en avión como «volarse» a Jenny Tankersley.
Yo no tenía intención de hablar precisamente de ese tema.
—Venga, coge el saco del maletero, baja la cuesta y a la avioneta —dijo Sally con rapidez.
Todo esto empezaba a sonar cada vez más peligroso y delicado.
—¿Cuánto pesa el saco? —pregunté para ganar tiempo.
—Oh…, bastante. Después de todo, teóricamente se trata de un cadáver.
—¿Y si viene alguien?
—Pues… ¡le decimos lo que estamos haciendo!
Sally parecía pensar que ella se encargaría de todo y yo estaba lejos de pensar que ese sería el caso.
—De acuerdo —accedí, notando cómo mi voz se empapaba de dudas.
—¡Bien! —dijo Sally feliz, cogiendo su bolso y su cuaderno—. Nos vemos aquí al acabar. Tienes diez minutos, ¿vale? Y el objetivo es que no te vea Foley. Ni nadie más.
Sally había hecho que todo pareciera un juego, algo así como una versión macabra del escondite, pero tan pronto como empezó el experimento, todo se tornó demasiado real. Mientras Sally entraba a la oficina para, con suerte, empezar una intensa conversación con Stanford Foley, yo conduje su viejo Toyota desde el aparcamiento hasta la pequeña pista de grava. El coche se tambaleaba a cada bache, y mi estómago empezaba a imitar su movimiento.
Llegué a la parte trasera del primer hangar en nada de tiempo. Aparqué y salí con el gigantesco montón de llaves de Sally colgando de mi mano. Nadie salió del hangar o de las oficinas para pedirme cuentas de lo que hacía. Si forzaba la vista podía ver la cabeza de Sally a través de una de las ventanas traseras de la oficina.
Era el momento de pasar a la fase dos. Abrí el maletero y me quedé mirando el contenido con consternación. Cuando Sally había dicho «saco» yo había dado por hecho que se refería a una bolsa de basura llena de ropa sucia u hojas secas, pero lo que Sally había metido a presión en su maletero era un saco de boxeo que habría cogido del garaje de alguien. La cadena de la que colgaba aún estaba enganchada a los tres aros de la parte superior del saco que confluían en un aro más grande.
—Hija de perra —me salió desde lo más hondo de mi corazón. Realmente no significaba nada en el apurado contexto en el que me encontraba, pero decirlo me hizo sentir mucho mejor—. Vale —añadí, tratando de reafirmar mi valor y mi fuerza muscular—. Vale. Allá vamos. —Y, murmurando alguna que otra cosa más para darme ánimos y tirando con todas mis fuerzas, conseguí sacar el saco fuera del coche.
Si las cadenas no hubieran estado enganchadas, el pequeño experimento de Sally habría acabado ahí mismo. La otra forma en la que podía trasladar el saco, que pesaría unos treinta kilos, era hacerlo rodar por la pendiente. Eso habría funcionado con el saco, aunque el movimiento en la parte de la cuesta habría sido incontrolable, pero con el cuerpo de Jack quedaba descartado.
Así que agarré las cadenas porque, al fin y al cabo, puede que a Jack le agarraran por debajo de los brazos, y arrastré el saco cuesta abajo, sintiendo ya casi al final del trayecto que mis brazos iban a desencajarse. Sally me debía una de las gordas.
A la mitad de la cuesta aprendí algo sobre mí misma. Nunca habría hecho algo así estando soltera por la vergüenza de saber que podrían cazarme e interrogarme. Ahora que estaba casada con Martin, no me importaba tanto. Él me daba la confianza suficiente para hacer lo que yo quisiera hacer, aunque fuera una absoluta estupidez, como sin duda lo era cargar con un saco de boxeo colina abajo por la parte de atrás de un recóndito y minúsculo aeródromo en el noreste de Georgia.
Mis pies, por fin, tocaron cemento y supe que había llegado al hangar. La puerta, enorme y centrada en el muro, estaba abierta de par en par. El señor Foley no era un hombre que se preocupara por la seguridad a pesar del suceso de la semana anterior. Antes de intentar meter el saco, hice un reconocimiento del terreno. El hangar, oscuro como la boca de un lobo, rebosaba sombras. La avioneta más cercana a la puerta trasera era verde, pero vi dos aparatos blancos y rojos, ambos con el logotipo de Piper. Desde cualquiera de ellos pudieron lanzar a Jack Burns tan bruscamente en mi jardín. A pesar de las manchas del suelo, el hangar estaba sorprendentemente limpio, un punto a favor para el señor Foley. Había estanterías a los lados, un pequeño cuarto en una esquina y bidones de metal con trapos y otras cosas encima que no pude identificar.
Que el suelo estuviera despejado era la cuestión principal. Tiré del saco, al cual estaba empezando a odiar con todo mi ser, atravesando el pulido suelo hasta el primero de los Piper. Comprobé, perpleja, que estaba abierto. Eché un vistazo a la minúscula cabina con algo de curiosidad a pesar de que sabía que supuestamente tenía que darme prisa. Era la primera vez que veía un avión tan pequeño.
Hasta ese momento no había podido imaginarme a una sola persona pilotando y empujando el cadáver a la vez, pero ahora que veía la cabina, resultaba evidente que era muy sencillo. El piloto podía apoyarse sobre el cuerpo, recostado previamente en el asiento, abrir la puerta del copiloto, darle un buen empujón y asunto acabado. Me dieron escalofríos cuando me imaginé la cara de Jack en el asiento contiguo, y visualicé cómo habría ocurrido el episodio completo.
De pronto la soledad del hangar dejó de ser relajante y se tornó amenazadora. Quería largarme de allí. ¿Qué estaba haciendo una buena chica como yo en un lugar como ese? Con una fuerza nacida de la exasperación, enderecé el saco, me agaché, lo rodeé y lo elevé. Estuve a punto de meterlo en el asiento del copiloto pero mi altura me lo impidió. El agresor de Jack debió de pasar un malísimo rato a no ser que fuera treinta centímetros más alto que yo (aunque mucha gente lo era, por supuesto).
Miré alrededor con desesperación. Vi algunos palés de madera apilados contra la pared. Corrí a coger uno, coloqué el saco encima, me subí en él y con un poco de altura extra pude forcejear con el saco hasta meterlo en la avioneta. No se mantenía bien firme en el asiento y se quedó algo inclinado hacia el asiento del piloto pero, tal y como Sally había pedido, estaba dentro de la avioneta.
Devolví el palé a su sitio, limpié el saco con un trapo para eliminar mis huellas (preguntándome todo el tiempo por qué tenía el presentimiento de que era necesario), lancé el trapo de nuevo al bidón de metal y salí pitando fuera del hangar.
Tuve que conducir marcha atrás hasta llegar al punto que llevaba directamente al aparcamiento; allí fui capaz de maniobrar el coche de Sally para ponerlo de frente y poder bajar la cuesta. Cuando ya conducía el coche en la posición normal, miré mi reloj: diez minutos, la mayor parte de los cuales los había invertido en extraer el saco del maletero y alzarlo a la avioneta.
Me parecieron veinte. Cerré los ojos, me acurruqué en el asiento del copiloto y me pregunté si podría dormir. Pero no, ahí venía Sally acompañada de un hombre más mayor con una bonita cabellera de pelo gris y un mono naranja que le favorecía bastante. Unos auriculares rodeaban su cuello y en los costados del arco metálico, unas pequeñas almohadillas grises parecían capullos de flor. Los cables descendían hasta encontrarse con un radiocasete que llevaba atado a su cintura, igual que el que Angel escuchaba tan a menudo cuando trabajaba en el jardín.
Sally sonreía y Stanford sonreía, y me pregunté si estaría asistiendo al comienzo de «algo importante». El hombre, alto y más mayor, me divisó en el coche y le dijo a Sally algo del orden de «¿por qué no ha entrado tu amiga?». Pude ver la pregunta en su gesto. Sally respondió algo con sonrisa conspiradora y él empezó a reír. Decidí que la que me debía Sally era ahora aún más gorda.
Ella añadió algo más, anduvo hasta la acera y se metió en el coche. Stanford Foley la observaba con rostro feliz. Le di las llaves a Sally y arrancó el motor bajo la atenta y radiante sonrisa de su nuevo pretendiente.
Cuando Sally acabó de decir adiós y sonreír, metió la marcha atrás y le pregunté en tono ácido:
—¿Cuándo vais a salir Stanford y tú?
—Oh, Roe —contestó en tono herido—. ¿Es que no puedo disfrutar de compañía masculina por al menos un minuto?
—No cuando yo me he estado destrozando los músculos por ti —respondí con total intención.
—Bueno, cuéntame. ¿Cuánto te ha llevado? No me lo podía creer cuando he mirado por la ventana y he visto el Toyota. —Sally sabía tener tacto cuando quería y también sabía que más le valía tenerlo ahora.
Le di el informe de mi terrible experiencia todo lo extensamente que pude teniendo en cuenta que había durado diez minutos.
—¿Qué tal tú con Foley? Además de lo evidente.
—Es una persona muy dulce. ¿Sabes que vive en la otra mitad del edificio? Creo que su línea entre estar en casa sin trabajar y estar trabajando y alerta es bastante indefinida.
—Vi que llevaba auriculares.
—Parece ser que escuchar música en un walkman es lo que más le gusta hacer. Adora la música country.
—¿Lo hace a mucho volumen?
—Tengo la sensación de que sí.
—¿Oyó siquiera cómo aparcabas el coche en el aparcamiento?
—No.
—¿Se ha enterado de que he movido el coche?
—No.
—¿Acaso miró hacia el aparcamiento o te preguntó cómo habías llegado?
—No. Cuando llamé a la puerta, él estaba en la zona de la vivienda. Tenía los cascos puestos y cantaba la canción que escuchaba. Tardó una eternidad en oírme. Y no, no miró por la ventana en todo el tiempo que estuve allí.
—Por lo tanto pudo perfectamente no ver el coche o la camioneta que trajo a Jack.
Sally asintió, con su atención concentrada en regresar a la carretera interestatal.
—¿Cómo sabe él que fue Jack quien reservó la avioneta? —pregunté.
—Jack llamó. Quería reservar la avioneta para las diez en punto de la mañana del sábado. Preguntó si alguien más había reservado algún aparato para esa mañana porque era posible que fuera a pilotar el Piper un rato largo.
—Así que Foley le dijo que no había más reservas.
—Exacto.
—¿Cómo es que el señor Foley está tan seguro de que fue Jack quien le llamó?
Sally me miró de repente.
—Bueno, pues porque eso es lo que dijo… ¡Oh!
—Exacto. ¿Quién dice que se tratara de Jack? ¿Acaso no pudo el asesino hacer la reserva? Todo lo que tenía que saber era que Jack utilizaba ese aeródromo.
—Estás insinuando que lo planeó con antelación.
—¿Y por qué no?
Ninguna de las dos habló durante un minuto, pensando con repugnancia, rozando la nausea, cómo el asesino planeó todo tan meticulosamente y cómo, quizá, vio a Jack con frecuencia entre la llamada y la caída.
—Bueno —dijo Sally recomponiéndose y preparándose para adelantar a una camioneta que sin duda rebasaba el límite de velocidad—, tendré que pensar sobre esto un poco más, pero ya más tarde. Oye, he oído que tu amiga Angel está embarazada.
—Sí, se enteró hace unos días.
—¡Qué bien! Shelby Youngblood es un poco mayor para ser padre por primera vez, ¿no te parece?
—Tiene la misma edad que Martin.
—Pues entonces, cariño, más os vale poneros las pilas a ti y a Martin. Tuve a Perry tan joven que cuando veo a todas esas mujeres teniendo hijos tan tarde se me hace raro. Sé que a tu madre le encantaría tener un nieto propio. Su marido tiene tres, ¿verdad?
—Ella disfruta mucho con los nietos de John —giré la cabeza para mirar por la ventana las tiendas de coches de segunda mano y los restaurantes de comida rápida que empezaban a llenar la carretera desde la interestatal hasta Lawrenceton.
—Pero ¿y qué hay de uno tuyo?
—Sally, yo no puedo tener hijos —respondí sin desviar la cara.
Silencio aterrador.
—Roe, lo siento mucho. —Habíamos llegado a un semáforo. Sally me daba palmaditas en la mano y yo reprimía mis ganas de abofetear las suyas.
—Seguro que lo habrás consultado con especialistas… —Sus palabras aún sonaban a pregunta.
—Sí. No ovulo y tengo una malformación en el útero.
Todas las cartas sobre la mesa.
—Roe. No sé qué decir, salvo que lo siento mucho.
—No se puede hacer más —añadí, tratando de mantener las lágrimas alejadas de mi voz.
—¿Desde hace cuánto lo sabes?
—Un par de meses.
—¿Y cómo se lo toma Martin?
Respiré hondo, intentando mantener la serenidad. La llaga era demasiado reciente como para andar hurgando en ella sin provocar un enorme dolor.
—Martin no estaba seguro de querer más hijos, de todas formas. Ya sabes que tiene uno, Barrett, que ya es mayor. Así que empezar de nuevo tenía un atractivo limitado para él.
Sally por fin pareció darse cuenta de que yo no quería continuar con ese tema.
—Bueno, te invito a comer cuando lleguemos, en señal de agradecimiento. Después tengo que ir a devolver el saco. ¿Qué te parece si vamos a Beef ‘N More?
Aparcó cuidadosamente junto a mi coche en el aparcamiento del Sentinel.
Permanecí sentada con los ojos cerrados con fuerza, esperando a que empezara la tormenta.
Pude sentir cómo Sally cambiaba de postura para mirarme. Entonces, preguntó con brusquedad:
—¿Qué pasa?
—Ehhh… El saco está en la avioneta, Sally.
—¿Cómo?
—En ningún momento dijiste nada sobre devolverlo al maletero, Sally —contesté a la defensiva, pero podía notar cómo las comisuras de mis labios se elevaban y cómo reprimía la risa.
—¡No te atrevas a sonreír! ¡Es el saco de boxeo de Sam Edgar! Y me dio órdenes estrictas… ¿Quieres decir que aún está en la avioneta? —Sally no podía creerme del todo.
—Ajá.
Incapaz de decir nada más, empecé a reírme. Tras observarme un segundo con la boca abierta, a Sally le entró también la risa tonta.
—¿En cuál está?
—En una de las pequeñitas, blancas y rojas.
—Ay, Dios. Oh, no. ¿Cómo voy a recuperarlo? ¿Qué le voy a contar a Stanford?
—Sally, cariño —dije saliendo del Toyota—, eso es problema tuyo. Imagino que nuestro almuerzo se cancela, ¿no?
Sally meneaba la cabeza con exasperación, aunque aún sonreía levemente cuando salí conduciendo del aparcamiento.
***
Al llegar a casa, Martin estaba en el trastero, al fondo del garaje. Sí que había ido al Athletic Club. Aún llevaba puesta la ropa de deporte.
Estaba empapado en sudor y olía del mismo modo, así que mi abrazo fue probablemente algo superficial.
—Pensé que podría acabar de cortar el césped —explicó—. Angel y tú no pudisteis terminar la semana pasada y el jardín trasero está… Tiene un aspecto peculiar.
Y era cierto. Caminé por el pasillo cubierto que va desde la casa al jardín y lo observé por primera vez desde que Jack Burns había vuelto a entrar en mi vida. Martin ya había estado trabajando; vi que había rellenado el desnivel del césped. Se podía ver el camino de hierba cortado donde Angel tuvo que soltar el cortacésped al ser derribada por mí.
Me estremecí y me alegré de contestar a la llamada irritada de Martin. Había descubierto que el bote de gasolina para el cortacésped estaba casi vacío, así que tuve que ir corriendo al pueblo a comprar más. A mi regreso, vi que Martin había sacado el cortabordes y estaba limpiando los bordes del jardín y los de las baldosas de piedra de la parte delantera. El cable se había quedado enganchado y él intentaba arreglarlo con enérgica intensidad.
—Estamos demasiado acostumbrados a tener cerca a Shelby y Angel —dijo Martin tras pelearse con el cortabordes durante varios silenciosos y tensos minutos.
Le había estado mirando trabajar con intención de levantarle el ánimo, pero empezaba a contemplar la posibilidad de retirarme a la casa con algún pretexto. Estaba claro que Martin se encontraba a punto de perder los estribos, un horrible acontecimiento que no ocurre con frecuencia.
—Puedo cortar yo el césped si tú quieres seguir con eso —le propuse con amabilidad.
Martin me contestó en términos nada ambiguos que no quería ver o tocar el cortabordes en todo lo que le quedaba de vida.
Deduje que prefería pasar el cortacésped.
—Bueno, pues voy a preparar el almuerzo —me ofrecí, pensando en qué podría cocinar rápidamente y distinto de lo habitual.
—Haz solo algo ligero —atajó Martin, llenando el depósito del cortacésped con gasolina con la misma concentración con la que lo hacía todo—, recuerda que esta noche tenemos el banquete de Pan-Am Agra.
—Ah, es verdad —dije, intentando esconder lo hundida que la idea me hacía sentir.
El lado negativo de ser la mujer de Martin era tener que ir a tantísimas «cenas». Debíamos asistir a las cenas que ofrecían los directivos de la fábrica en sus casas particulares, a las cenas anuales de las juntas de esto y aquello (naturalmente a Martin le pedían participar en numerosas juntas), a las cenas benéficas para recaudar fondos… y la lista seguía y seguía; y al ser Martin el vicepresidente de Pan-Am Agra (el ejecutivo local de mayor rango), de mí se esperaba, por decirlo de alguna forma, que fuera la primera dama.
Soy educada por naturaleza y mis modales en la mesa son los adecuados, ya que mi madre se encargó de formarme correctamente. También me gusta ponerme ropa bonita y, como a todo ser humano, que le hagan un poco de caso. Pero la sensación de sentirme continuamente observada, la ansiedad que me provoca poder avergonzar a Martin y, sobre todo, la soporífera monotonía de estos eventos, habían reducido mi entusiasmo inicial muy rápidamente.
Algo abatida, fui a la cocina a preparar una macedonia y mirar mi calendario. Sí, había apuntado la cena y también había pedido hora con Benita en Clip Casa para hacerme un recogido en el pelo. Tenía que estar allí en veintidós minutos.
Corté la fruta con energía, dejé la cocina hecha un desastre y gritando desde la puerta de atrás, le conté a Martin adónde iba. Él había dejado la puerta del garaje abierta al tratar de arreglar el cortabordes y Madeleine, como siempre, se había aprovechado de la situación llenando de huellas de sus patas todo el Mercedes de Martin. Le volví a decir lo estúpida que era, limpié las huellas con un trapo, eché a la gata del garaje, saqué mi coche marcha atrás y le di al botón del mando que cerraba la puerta mientras Madeleine se sentaba enfurruñada en la puerta del apartamento de los Youngblood.
Benita estaba ociosa, toqueteando su pelo naranja, cuando llegué corriendo a la puerta. Llegaba cuatro minutos tarde. Los sábados eso era pecado. Me sentía tan arrepentida que traté de hacerle recuperar su buen humor, y ella a su vez me veía tan poco que encontró un arsenal de acontecimientos familiares que relatarme.
La atmósfera del salón de belleza era relajada, y mis músculos, tensos tras el episodio del saco de boxeo, me transmitieron que se alegraban de poder descansar. El olor a productos químicos, la decoración en tonos pastel, el marcado acento sureño de Benita y el zumbido del secador me hicieron sentir somnolienta y alegre. Benita decidió que necesitaba cortarme las puntas, se encargó de hacerlo y comenzó el largo proceso de recoger mi masa de pelo. Todo lo que yo necesitaba hacer era decir «¿en serio?» o «sí, claro» de vez en cuando. Hojeé una revista, como siempre sorprendida y algo desilusionada por lo que otras mujeres aparentemente consideraban interesante (al menos, en opinión de los editores) y planeé lo que me pondría por la noche. Alguna otra mujer relacionada con Pan-Am Agra fue a Clip Casa para ponerse guapa para el banquete y yo fui educada con todas pero, como no me apetecía hablar, no inicié ninguna conversación.
Dejé el salón de belleza bien avanzada la tarde y volví a casa.
Cautelosamente inspeccioné el jardín trasero y observé que tanto el césped como los bordes estaban cortados. Con un alivio considerable entré por la puerta de la cocina para observar que estaba completamente limpia. Crucé el pasillo hasta el estudio y encontré a Martin envuelto en su albornoz de felpa marrón, viendo los informativos. Apagó el televisor, se levantó para darme un beso y caminó a mi alrededor analizando mi peinado. Benita había alisado mi pelo hacia atrás, recogiéndolo en una trenza que después había enrollado en mi nuca.
—Estás guapísima —murmuró Martin, acercándose por detrás para besarme la nuca. Me estremecí de placer y ambos miramos el reloj del escritorio de Martin.
—¿Tendrás cuidado con mi peinado? —pregunté directamente.
—Todo el cuidado posible —contestó Martin, sin interrumpir su actividad en mi cuello.
—Te echo una carrera hasta arriba —propuse.
Pero, claro, me cogió.