6

¿Es este tu coche? —preguntó Paul Allison directamente, colgando la radio dentro de su Ford beige, aparcado junto al de Angel.

Me llevó un instante darme cuenta de que se dirigía a mí.

—No. El mío es ese de ahí —señalé.

Conocía a Paul, al menos superficialmente, desde hacía años y no había cambiado nada: delgado, cerca de uno ochenta, ojos azul claro, pelo fino y claro, corto a los lados y peinado hacia atrás, nariz afilada y mandíbula cuadrada, labios delgados y piel muy blanca. Tendría unos cuarenta y cinco años y, para acordarte de él, tenías que haberle visto de cerca unas cuantas veces ya que su apariencia no era en absoluto especial.

Por haber salido con Arthur, sabía que Paul no era un policía querido entre sus compañeros. Le veían reservado, soberbio y poco agradable. No bebía, no fumaba y apenas toleraba a los que lo hacían, no le gustaba cazar, ni el fútbol, ni mirar revistas con chicas desnudas. Su breve matrimonio con Sally había sido el único en su historial. Aparentemente, las fuerzas de seguridad lo eran todo en su vida, igual que lo habían sido para su antiguo jefe, Jack Burns.

—Ya le dije que es mi coche —insistió Angel a punto de perder la paciencia.

No había separado mi vista de Paul, por lo que pude ver la rabia inundando su cara como un tsunami. Estaba tan enfadado que me sorprendió que no desenfundara su pistola y le ordenara a Angel que se tirara al suelo.

—¡Paul! —exclamé.

Parpadeó y me miró. Me coloqué pegada a Angel. Sus ojos iban de Angel a mí y de mí a Angel, con una expresión rarísima.

Que te evalúen y después te suspendan no es nunca una sensación agradable, ni siquiera cuando el que te suspende te importa un pimiento. Suspiré y pregunté:

—¿Me puedes explicar qué hace este bolso aquí? —Ahora que la cara de Paul recuperaba su color habitual y sus ojos parecían cuerdos y enfocados de nuevo, me pareció seguro hablar.

—Estaba a punto de preguntarle lo mismo a esta mujer —contestó con voz mucho más tranquila.

—Me llamo Angel Youngblood —dijo con el mismo tono frío—. He encontrado este bolso en el capó de mi coche al ir a recogerlo después de ir primero a la comisaría y después a esa tienda de ahí. —Y con su cabeza señaló al Shop-So-Kwik que distaba unos diez metros de la salida del aparcamiento del Spacolec. Elevó y ondeó entonces una pequeña bolsa de plástico que llevaba en la mano derecha.

Paul hizo un gesto al que Angel respondió abriendo la bolsa. Dentro había una Coca Cola Light, unos Doritos y una galleta gigante envuelta en celofán.

—Tenía hambre —dijo como explicación.

Nunca jamás había visto a Angel comer algo así: comida basura deliciosa, pero comida basura al fin y al cabo.

—¿De modo que el bolso ya estaba así cuando llegó? —preguntó Paul. El tono de su voz volvía a ser normal: inexpresivo y algo antipático.

—No. Lo he abierto y he echado un vistazo para ver de quién era —dijo Angel con perfecta lógica—. Primero observé el aparcamiento por si veía a alguna mujer que pudiera haberlo puesto aquí y, al no ver a ninguna, miré dentro. Estaba a punto de abrir la cartera cuando apareció usted en su coche.

Paul sacó un lápiz del bolsillo de su camisa, le dio la vuelta al bolso sobre el capó y levantó la cartera. Con la punta del lápiz abrió el cierre y después la cartera. Se abrió por el carné de conducir. La foto y el nombre pertenecían a Beverly Rillington.

A mí no me sorprendió, ya que había reconocido el bolso en cuanto lo vi, pero Angel inhaló una bocanada de aire rápida y profunda, el equivalente a un grito para aquellos para los que el peligro no es una forma de vida.

—Será mejor que entremos y tengamos unas palabras —dijo Paul y no creo que fuera una sugerencia.

—No. —Mi madre vendría con la caballería si no llegaba a casa cuando llamara y no tenía sentido darle a esto más bombo del necesario.

—¿Cómo? —Paul, perplejo, parecía no entender bien el significado de mi «No».

—Cuando llegué al aparcamiento y dejé mi coche junto al de Angel, el bolso no estaba ahí; cuando Angel pasó cerca de mi vehículo, el bolso no estaba ahí. Y qué falta de sentido común para cualquiera de las dos sería sacar el bolso de Beverly. ¡Para eso mejor que nos pongamos las esposas nosotras mismas! ¡Oye, mira qué idea tan buena! Ya que estamos en el edificio de la comisaría y los juzgados, ¿por qué no ponemos una prueba incriminatoria sobre el capó del coche?

En los finos labios de Paul se dibujó una sonrisa poco entusiasta. Era la primera vez que pude entrever lo que Sally había visto en él.

—De acuerdo, Roe, pero si tú no pusiste el bolso sobre el coche de la señora Youngblood y ella tampoco lo hizo. ¿Quién fue? ¿Por qué?

Angel bajó la mirada para encontrarse con la mía, inexpresivas ambas. Pero Angel sabía cuando un pensamiento se cruzaba por mi mente, y sacudió la cabeza: un leve gesto tan contundente como una mano tapando mi boca.

—Nosotras no somos detectives —contesté mirando a Paul. Angel desenvolvió la galleta y empezó a comérsela. Como su boca estaba llena, tuvo que encogerse de hombros.

Paul insistió un rato más pero acabó cogiendo las asas del bolso con el lápiz y se metió en Spacolec. Tras despachar su galleta, Angel abrió los Doritos y la Coca Cola.

—Alguien va a por ti —observé.

—¿Por qué piensas eso? —preguntó Angel masticando un Dorito.

—Las flores: te las enviaron para enfrentarte a tu marido. El lazo de Madeleine: para hacerte saber que no estabas segura. La paliza a Beverly Rillington: justo tras vuestro duelo en la biblioteca. Su bolso: encima de tu coche.

—Eso es lo más extraño de todo —dijo Angel con una mirada cargada de significado. Un significado que no llegué a descifrar.

—¡Por Dios! ¡Todo es extraño! —exclamé perpleja—. ¿Lo dices porque poner el bolso aquí fuera lo pudo ver cualquiera? Todo lo demás se pudo hacer en la oscuridad o desde la distancia, por decirlo de alguna forma.

Angel miró a lo lejos y finalmente asintió.

Tuve que reprimir mis ganas de preguntarle de qué iba todo ese rollo tan enigmático. Nos conocíamos desde hacía dos años, éramos vecinas desde entonces y según mi opinión, todo lo buenas amigas que podíamos ser, considerando que era mi empleada y teniendo en cuenta nuestras formas de ser tan distintas. Pero desde luego conocía a Angel lo suficientemente bien como para saber que solo me diría lo que le rondaba la cabeza cuando a ella le apeteciera, ni un minuto antes.

Por su forma de mirarme, sabía que Angel pensaba que mi actitud era muy densa, tanto como para mí lo era la suya de reservada. Mutuamente desconcertadas y exasperadas, nos metimos en nuestros respectivos coches y condujimos a casa, Angel obedeciendo meticulosamente el límite de velocidad y yo siguiéndola, conduciendo de forma automática. El adjetivo que mejor definía mi estado mental era «confuso».

No podía dejar de pensar en la ausencia de Arthur justo antes de traer el café. ¿Habría plantado Arthur Smith el bolso sobre el capó del coche de Angel mientras esta hacía su compra? Si pensaba que desacreditando a Angel, y por extensión a su marido o al mío, me induciría de alguna forma a tener una opinión más cariñosa sobre su persona, no solo estaba cometiendo un error, sino que estaba seriamente mal de la cabeza.

Me arrastré lentamente dentro de mi casa justo a tiempo para escuchar el teléfono. Corrí escopetada por el pasillo, dejando a un lado las escaleras, y me metí en la segunda habitación a la derecha, nuestro estudio-biblioteca-cuarto de la tele.

—¿Y ahora qué sucede? —preguntó mi madre con su fría voz. Podía percibir la mezcla de nerviosismo y exasperación subyacentes, las dos emociones que parecían dominar en su trato conmigo.

Eché un vistazo al reloj del escritorio y, cómo no, eran las cuatro en punto.

—Todo está bien. Acabo de llegar de Spacolec.

—Me parece una atrocidad que te pidan que vayas a ese lugar. Deberían haber conducido hasta tu casa o haberte citado en ese nuevo edificio que has donado a la biblioteca.

—¡Mamá! —Teóricamente nadie podía saber que era yo quien había realizado la primera donación para la nueva zona de empleados—. ¿Cómo te has enterado?

—Tengo mis fuentes —respondió pausadamente, sin rastro de humor.

—Bueno, pues no se lo digas nunca a nadie —dije acalorada. Si lo de mi regalo pasaba a ser público me resultaría dificilísimo mantener el puesto en la biblioteca. No tenía lógica pero era verdad.

—¿Es cierto que esa mujer está muy grave?

—Sam dice que es posible que no sobreviva.

—Qué cosa más espantosa. Y sabiendo que discutiste con ella ese mismo día me puedo imaginar cómo te sientes.

Y era verdad. Era una versión edulcorada de tener una pelea con tu cónyuge, que él se vaya de casa como consecuencia, coja el coche y tenga un accidente. Lo que le había ocurrido a mi madre cuando todavía estaba con mi padre. Yo tenía doce años. Poco después se marchó para siempre, con collarín y todo.

Conversamos un poco más sobre Beverly Rillington y después mi madre me preguntó con qué policía había hablado hoy.

Yo ya había temido esa pregunta.

—Arthur —contesté con desgana.

Juro que escuché cómo la línea de teléfono crepitaba. Mi madre nunca había perdonado a Arthur por haber roto conmigo para casarse con Lynn Liggett, quien, por cierto, estaba visiblemente embarazada en la boda (bueno, tampoco es que hubiera sido mi episodio favorito de «La Vida de Roe», pero me había sobrepuesto y con el tiempo lo dejé correr). Que Dios bendiga a mi madre, quien para algunas cosas era totalmente maternal. Si alguien me hacía daño, ese alguien entraba a formar parte de su lista negra para siempre jamás.

—Roe, mantente alejada de ese hombre —ordenó con su tono «Última Palabra Absoluta»—. Se ha separado de su mujer. La semana pasada Patty le enseñó una casa en tu antiguo barrio y se iba a mudar solo. Que no piense que le prestas la menor atención.

—Espero que lo arreglen y vuelvan a estar juntos —dije con entusiasmo. Mis sospechas de que Arthur me había hecho ir a la comisaría para exhibirme en frente de Lynn eran acertadas. Había superado mi impulso de enfado inicial pero ahora me espantaba ver que Arthur cayera tan bajo. Nunca había visto esa cara en él y me resistía a creer que siempre hubiera estado allí.

Mientras me calentaba en el microondas una cena baja en grasa que había comprado para la ocasión, pensé en las pocas ganas que tenía de recibir la llamada de Martin esa noche. Iba a ser muy difícil explicarle algunas de las cosas que me habían sucedido hoy, y sería más difícil todavía (si no imposible) explicárselas de tal forma que no le hicieran enfadarse con alguien en concreto. Su enfado, al estar demasiado lejos como para actuar, sería en vano. No quería tampoco que el incidente del lazo de Madeleine le causara preocupación.

Pero no me gusta mentir, y no se me da bien.

Afortunadamente para mí era ya tarde cuando llamó. Había salido a cenar con otros gerentes y acabaron tomándose algo después. Martin no bebe mucho ya que desprecia a la gente que pierde el control, pero en esta ocasión se notaba que había superado su límite. Así que estaba cansado y se puso sentimental, por lo que fue fácil para mí decirle que ya le haría un resumen de los acontecimientos del día a su regreso.

***

Esa noche di mil vueltas en la cama, en un inusual episodio de insomnio.

No pude averiguar cuál era la fuente de ansiedad que me mantenía despierta.

El sistema de seguridad estaba conectado, así que sabía que nadie podía entrar, pero era una noche lluviosa y borrascosa, y podía oír el viento gimiendo alrededor de la casa. Me quedaba medio dormida y un espasmo me despertaba con la sensación de no estar viendo algo crucial, algo a lo que debería haber prestado mayor atención.

Cada vez que me despertaba, algo nuevo sobre lo que preocuparme me venía a la cabeza: el embarazo de Angel y sus efectos en su matrimonio, los extraños episodios del lazo rosa y el bolso, o la imagen de Jack Burns cayendo, cayendo… Además, Angel y Shelby necesitarían un lugar más grande, es imposible que puedan vivir en ese sofisticado apartamento de una habitación con el bebé…

Me levanté para ir al baño, bajé las escaleras para buscar un vaso de agua, acabé un crucigrama, me terminé el libro que había comenzado en la consulta del doctor Zelman.

A las cuatro y media lo di por perdido. Me envolví en la bata azul que me había regalado mi madre por Navidad, me puse las zapatillas de andar por casa y bajé a la cocina, oficialmente preparada para empezar el día. El temporizador de la cafetera no había tenido la oportunidad de activarse, así que le di al «on» y pude oír el reconfortante siseo del agua comenzando el ciclo del café.

¿Habrían llegado ya los periódicos? El café de la mañana no era lo mismo sin ellos. Pero era tan temprano… Me di cuenta de que no tenía ni la menor idea de la hora a la que llegaban los periódicos de Atlanta y Lawrenceton a nuestra rampa de entrada.

Apreté el cinturón de mi bata un poco más y salí al porche delantero. La lluvia aún caía suavemente y, junto al frío viento, me rozaba como pequeños alfileres. Regresé a la entrada a buscar un paraguas e imprudentemente lo abrí antes de empujar la puerta de rejilla. Como era de esperar, se quedó atascado en la puerta de entrada y tuve que utilizar un desproporcionado número de empujones, giros y palabrotas para atravesarla.

Salir a una hora tan extraña bajo la suave lluvia helada suponía una pequeña aventura. Necesitaba una linterna, pero el incidente del paraguas me había puesto de tan mal humor que rechacé ser razonable. Un potente foco con sensor de movimiento iluminaba nuestro porche trasero, pero no el delantero. La rampa de entrada para los coches estaba fuera del alcance de la luz y lo único que allí se veía era oscuridad. Seguí el camino de baldosas de piedra que llevaban al lado derecho para poder así caminar hasta la rampa de entrada. Lo habíamos pavimentado el año anterior, al menos no me tropezaría con la grava; la lluvia corría sobre el asfalto y mis zapatillas estaban ya empapadas.

Me acerqué a la zona donde normalmente aterrizaba el periódico de Atlanta y allí estaba, envuelto en plástico. Con la sensación de que el esfuerzo había sido recompensado, me lo puse bajo el brazo que sujetaba el paraguas y con la otra mano me recogí el bajo de la bata. Giré para regresar dentro, segura y feliz pensando en el café que estaría ya listo y en los panecillos de canela que iba a descongelar en el microondas. El periódico de Lawrenceton iba a tener que esperar hasta la salida del sol.

Estaba concentrada en ver dónde ponía mis pies para ir desde la rampa a las baldosas cuando algo irrumpió en mi horizonte. Al salir de casa, la luz me daba por la espalda pero ahora, al regresar, pude vez una serie de elementos antes ocultos para mí, uno de los cuales era un arbusto plantado donde ayer no había nada.

Me detuve en la séptima baldosa antes de llegar al porche. Ladeé mi cabeza y observé con atención, intentando descifrar lo que estaba viendo. Un montículo grande y oscuro, justo en frente de los setos aledaños a la casa. Mis zapatillas se empaparían por completo si abandonaba las baldosas y me acercaba a investigar. Comencé a caminar, mirando cada vez más de cerca a la indefinida figura inmóvil, sin poder adivinar qué era y sintiendo mis zapatillas inundadas.

Con pies de plomo entré en la encharcada hierba, sujetando con fuerza el periódico y el paraguas.

Segundos más tarde, los tiraba al suelo.

La oscura figura en mi césped era Shelby Youngblood. Se encontraba inconsciente, tumbado de lado y vestía un chubasquero negro con capucha. Estaba inmóvil porque alguien le había dado un golpe en la nuca. Cuando retiré la capucha, vi un gran charco de sangre en su interior.

Tontamente malgasté varios segundos intentando proteger la herida con mi paraguas. Por fin, dándome cuenta de que estaba actuando sin sentido, entré en casa como un rayo y marqué el 911 desde el teléfono del estudio. Una vez le expliqué a la tranquila voz del otro lado de la línea cuál era mi problema y dónde estaba, colgué y marqué el número de Angel. Por alguna razón temí que también le hubieran hecho daño a ella. Pero contestó, con la habitual voz aturdida de una persona a la que despiertan a las cinco menos cuarto de la mañana con una llamada de teléfono.

—Sal ahora mismo —dije atropelladamente—. Shelby está herido. Ya he llamado a la ambulancia. —El sonido del auricular golpeando contra el suelo rebotó en mi tímpano.

Dejé caer mi propio teléfono y salí corriendo hacia el exterior con mis pulmones y mi corazón compitiendo a ver quién trabajaba más rápido. Mientras marcaba el número de Angel, había abierto el cajón derecho del escritorio de Martin y, esta vez sí, llevaba conmigo una linterna.

Me agaché junto a Shelby bajo la lluvia, que por supuesto había decidido caer en ese momento a chorros. Nadie iluminado por la noche con un linterna tiene buen color o aspecto, pero el tono de Shelby era especialmente horrible. Le cubrí con el paraguas preguntándome si habría algo que pudiera hacer.

Debía comprobar si aún estaba vivo.

Introduje mi mano bajo su chubasquero y la posé sobre su pecho, descubriendo que Shelby llevaba el torso desnudo. Subía y bajaba. La profundidad de su respiración era algo que no podía evaluar, pero Shelby respiraba y eso era todo lo que me importaba.

Estaba tan concentrada en él que no vi llegar a Angel y cuando me di cuenta, ya estaba arrodillada al otro costado de su marido. Iba descalza y con camisón, con una camiseta de Shelby encima. Su pelo caía en una holgada maraña alrededor de su estrecho rostro.

—¿Respira? —preguntó de forma cortante.

—Sí.

—¿Has llamado al 911?

—Sí.

—¿Hace cuánto?

—Cinco minutos, están en este lado del pueblo así que llegarán de un momento a otro.

Y justo entonces, a lo lejos, vi las intermitentes luces rojas subiendo por la carretera. Intenté rezar pero la lluvia había pegado mi pelo al cráneo y la sentía bajar por la espalda, además Shelby parecía estar tan cerca de dejarnos que todo lo que podía hacer era meterle prisa a la ambulancia mentalmente y desear que el mejor equipo médico de Lawrenceton estuviera de guardia esa fría noche de primavera.

Tuve un destello de lucidez cuando el hombre y la mujer, jóvenes ambos, cargaron a Shelby en la parte de atrás de la ambulancia. Corrí hacia la casa, abrí el armario de los abrigos y de un tirón saqué la gabardina de Martin. Mientras bajaba a zancadas los escalones del porche, grité a Angel justo en el momento en que iba a subir a la ambulancia. Pude percibir la irritación en su rostro, pero se dio cuenta de que necesitaba cubrir su cuerpo con algo más de lo que llevaba, me dio la espalda, bajó los brazos y los separó ligeramente. Le puse la gabardina sobre el camisón y los brazos empapados tan rápido como pude.

La sirena chilló y la ambulancia se marchó, y por fin pude entrar en casa. Todo lo que llevaba estaba totalmente empapado y aunque no hacía muchísimo frío, estaba calada y congelada hasta los huesos. Me desnudé junto a la puerta de entrada para no llevar más agua de la necesaria a los suelos de madera (podía ver las manchas de mis entradas y salidas previas), y a toda velocidad subí las escaleras hasta la ducha para que el agua caliente me despojara del frío y la suciedad. Me vestí en un tiempo récord encendiendo la lámpara de calor del baño para que mi pelo empezara a secarse y enchufando mi secador habitual para usarlo a la vez. Pero tengo una mata de pelo tan grueso que estaba tardando demasiado, así que acabé conduciendo hacia el hospital con el pelo húmedo, rizándose y ondulándose sobre mi cara como si fueran serpentinas.

Me dio tiempo a usar mi llave de emergencia del apartamento de los Youngblood para recoger algo de ropa para Angel. Era de veras extraño estar hurgando entre sus cosas, metiendo la ropa básica en una bolsa de plástico de Wall-Mart. En el último momento añadí zapatos, un cepillo de dientes y un cepillo para el pelo.

Angel estaba sentada en la sala de espera de urgencias del pequeño hospital de Lawrenceton con las manos entrelazadas y la mirada perdida. Por un momento ni siquiera me reconoció.

—¿Qué te han dicho?

—Ehhhh…, tiene una conmoción cerebral, una muy grave. Debe quedarse aquí unos días —dijo con voz inexpresiva, anestesiada.

—¿Se va a recuperar?

—Lo sabremos cuando se despierte.

—En ese caso, Angel, creo que… ¿Me estás escuchando?

—Sí, te escucho. —Su aspecto era lamentable. Estaba tan calada como yo antes de la ducha y se había puesto la gabardina de Martin por encima de su ropa empapada. Aunque por el momento no estaría pasando frío, la humedad se encontraba atrapada bajo el abrigo. Su cabello rubio caía a trozos por la espalda y sus descalzos pies estaban cubiertos de tierra y trozos de hierba. La pasividad de su fuerte cuerpo daba tanta lástima que tuve que refugiarme en ser práctica.

—Te he traído ropa, zapatos, tu cepillo de dientes y el del pelo. ¿Han puesto a Shelby ya en una habitación?

—No, aún está en Urgencias. Llevaron una máquina de rayos X portátil, pero al estar embarazada me tuve que ir. Ni siquiera me quisieron poner uno de esos chalecos pesados, querían que me fuera.

—Bien. Vamos a averiguar en qué habitación le van a poner. Tú vas a entrar y vas a darte una ducha, y cuando acabes, la cafetería estará ya abierta, así que podremos ir a comer algo.

Angel parpadeó. Parecía estar algo más alerta.

—Eso suena bien —afirmó titubeante—, pero nadie estará con él.

—No necesitas vigilarle, ya lo hacen por ti. Se va a poner bien —aseguré con suavidad—. Ahora voy a buscar a la persona encargada de las admisiones para empezar con todo el proceso.

La persona «encargada de las admisiones» se alegró de verme, ya que solo había podido sacarle a Angel el nombre de Shelby y su fecha de nacimiento. Le di los datos del seguro médico de Shelby (el mismo que tenía Martin, ya que ambos estaban cubiertos por Pan-Am Agra), su dirección, el nombre del pariente más próximo y todo lo demás excepto el número de la Seguridad Social, pero le prometí que Angel lo recordaría después de desayunar. A fuerza de ser alegre y persistente, conseguí el número de la habitación que ocuparía Shelby, y llevé allí a Angel resistiendo el impulso de pedir que me dejaran ver a Shelby a mí también.

Quince minutos después, con la bolsa de aseo para Shelby que me dieron en Admisiones, una ducha caliente y ropa limpia, Angel era una mujer nueva; y ya, después de usar nuestro poder de persuasión para entrar a la cafetería de empleados, cuando engulló un plato de gachas de maíz, salchichas y tostadas, empezaba a aproximarse a la normalidad.

Fue precisamente entonces, mientras Angel tomaba su segundo zumo de naranja y yo mi tercer café, cuando nos encontró el ayudante del sheriff.

Se trataba de un hombre joven que me era desconocido, ataviado con un uniforme impoluto. Parecía preocupado y agotado, todo a la vez. Se presentó como Jimmy Henske.

—¿Tiene usted algún familiar en las fuerzas de seguridad del pueblo? —pregunté.

—Así es, señora, mi tío Faron. ¿Conoce al tío Faron?

—Sí, le conozco.

Había interrogado a Angel el día anterior. Me lo había contado Arthur. Faron era un buen hombre, con un marcado acento sureño y una actitud obsoleta acerca de las mujeres en la policía y las personas negras con dinero y poder. Pero Faron era también un hombre cortés e inquieto, totalmente ignorante de sus prejuicios y que juraría sin dudarlo sobre una pila de Biblias que él era igual de justo con todo el mundo.

Jimmy tenía la constitución y el tono de piel de la familia. Los Henske tendían a ser altos, delgados, de piel rojiza, con nariz aguileña y grandes pies y manos (incluidas las mujeres). Jimmy intentaba cortésmente mantener una conversación conmigo, pero sus ojos se le escapaban hacia Angel. Suspiré, intentando hacerlo bajito.

—Bien, señora Teagarden, entiendo que usted encontró al señor Youngblood en su jardín. ¿Es cierto? —Había retirado ya la mirada de su objetivo.

Le conté lo que había sucedido, le dije que no había oído ningún ruido por la noche (aunque con la lluvia y el viento no era de extrañar) y le expliqué que mi marido estaba de viaje. Jimmy Henske concentró entonces su atención. Si hubiese sido un perro perdiguero, habría elevado su hocico. Claramente se estaba preguntando si Angel le había asestado un golpe a su marido porque este se había escapado para estar conmigo. O quizá (y su fija mirada giró de nuevo hacia mí) ¿lo habría hecho yo al intentar Shelby ligar conmigo?

Utilicé mis mejores armas para alejarle de esas sospechas diciéndole que, cuando Martin no estaba, Shelby a veces vigilaba el jardín y que estaba segura de que, debido al incidente del lazo de Madeleine, en eso andaba cuando le atacaron.

Era una suerte que Shelby hubiera llevado a Madeleine al doctor Jamerson, pensé mientras le explicaba el incidente al ayudante Henske, ya que eso confirmaba nuestras sospechas de que alguien había entrado en mi propiedad.

Jimmy no entendía por qué alguien iba a entrar a escondidas en el jardín para atar un lazo en el cuello de Madeleine, y, para ser sincera, yo tampoco, pero me alegraba pensar que la respuesta era su problema y no el mío.

Una vez que un confundido Jimmy Henske se marchó hacia Spacolec con su cuaderno repleto de garabatos indescifrables, un enfermero vino a decirnos que Shelby estaba en su habitación, consciente.

Angel se levantó como un rayo y yo coloqué nuestras bandejas en su carrito y la seguí a paso más lento. Necesitaban tiempo a solas y yo tenía que llamar a Pan-Am Agra para decirle al jefe de producción que no contara con uno de los jefes de personal ese día, ni los siguientes. Me hice cargo de esa pequeña tarea, preguntándome si debía recoger el cheque de Shelby, pero desperté de mis pensamientos cuando vi que un anciano me observaba con curiosidad. Yo estaba de pie junto a la cabina del hall, con la mano aún en el auricular, mirando sin pensar la ranura de las monedas. La falta de sueño estaba haciendo mella en mí ahora que la adrenalina producida por la emergencia se disipaba.

Un vistazo a mi reloj me hizo saber que eran solo las ocho de la mañana.

Y ya había sido un día largo.

Con el corazón hundido, me di cuenta de que me tocaba ir a trabajar. Con Beverly en el hospital, era especialmente importante que fuera. Me pregunté cómo estaría y bueno, la verdad es que estaba en el lugar idóneo para averiguarlo.

Fui al control de enfermería y pregunté por ambas, Beverly y su madre, Selena. La enfermera, una mujer joven a la que no había visto antes, me dijo de manera concisa que las dos, madre e hija, habían fallecido en el transcurso de la noche.

Me senté en la zona de espera durante un rato, con una revista en mi regazo, rezando para que nadie me hablara, con un dolor horrible en el corazón.

Cuando mi mente empezó a funcionar de nuevo, me sentí casi arrepentida. Mis pensamientos eran todos desagradables. ¿De veras se podía tratar de una coincidencia que Beverly Rillington, quien amenazó públicamente a Angel, y el marido de esta última fueran ingresados la misma semana por contusiones en la cabeza?

Finalmente me puse en pie, fui a la habitación de Shelby y llamé suavemente a la puerta. Angel sacó la cabeza.

—¿Cómo está? —susurré.

—Pasa.

El aspecto de Shelby era horroroso. Estaba dormido pero Angel me dijo que la doctora ordenó que no se le dejara dormir mucho tiempo seguido. Periódicamente había que despertarle. Habría seguro una buena razón para hacerlo, pero mi saturado sistema no podía absorber nada más.

—No vio quién lo hizo, Roe. No recuerda nada de lo que pasó después de la cena de anoche. No recuerda haberse vestido y ponerse el chubasquero, ni sabe por qué tuvo que salir…

Observé a Shelby mientras Angel murmuraba y murmuraba. Estaba habladora. Se sentía aliviada y razonablemente segura de que Shelby se iba a recuperar.

Shelby estaba sin afeitar, un estado en el que yo ya le había visto antes, pero la piel bajo la incipiente barba era de un gris angustiante. El cabello que sobresalía por debajo de la venda estaba apelmazado con sangre y a mechones por haberse secado con agua de lluvia. Un oscuro cardenal gigante destacaba en su brazo derecho, y Angel pensaba que se lo habría hecho al defenderse. Shelby había recibido un golpe en ese brazo al protegerse la cabeza, pero el gesto no funcionó una segunda vez. Además, tenía una costilla rota, dijo Angel…, al caer al suelo, le habían dado patadas.

No era necesario mirar a Angel para saber de un vistazo que, si le encontraba, mataría a quien le había hecho esto a Shelby. Tras un rato, Angel se vino abajo. Se quedó mirando a Shelby como si sus ojos pudieran unirles, como si la vida de Shelby no pudiera escaparse si ella estaba allí, aferrándola.

Yo andaba perdida en mis pensamientos. ¿Por qué Shelby no oyó a su atacante? Hacía años que era guardaespaldas, y era rápido, fuerte y despiadado. ¿El sonido de la lluvia y el viento habían mermado sus sentidos de tal forma que no pudo prever la proximidad del intruso?

¿O se giraría él al ver a alguien conocido, alguien a quien no creía su enemigo?