5

Cuando a la mañana siguiente llegué al trabajo, no me sentía lo que se dice especialmente alegre. La reunión con Sam el día anterior fue más o menos como esperaba: Beverly negó obstinadamente que fuese difícil trabajar con ella y me acusó de muchas cosas; dijo de todo, pero no reconoció de forma explícita que pensaba que si hubiera tenido mis estudios, estaría ocupando mi puesto. Puede que eso fuera cierto, pero no era el asunto que nos había llevado allí y sé que incluso aunque yo hubiera admitido estar de acuerdo con ese supuesto, nada habría cambiado.

Tras unos molestos cuarenta y cinco minutos durante los cuales no arreglamos nada y el pelo de Sam se volvió algo más gris ante mis ojos, fui a buscar a Madeleine al veterinario. Según me contó el doctor Jamerson con falsa alegría, le habían hecho un análisis de sangre y habían llevado la muestra al laboratorio; esperaban los resultados en unos días, quizá una semana. Metí a Madeleine en el coche con la sensación de que al veterinario y a su equipo no les habría importado que el hipotético envenenador hubiera utilizado algo más fuerte y más letal; o que, quizá, hubiera atado el lazo con mayor firmeza.

De alguna forma esperaba que el doctor Jamerson me diera una respuesta nada más llegar (¿Madeleine había sido drogada o no?), y que no fuera así me hizo sentir incluso más deprimida. Mientras la gata maullaba de camino a casa, empecé a pensar en hacerme con un perro, uno algo tonto de tamaño mediano que fuera amigo de todo el mundo. Un chucho con pelo marrón y fuerte, y hocico negro…, pero entonces, Jane Engle, quien tras su muerte me había dejado a Madeleine y un montón de dinero, me lanzó desde el cielo, directamente a mi consciencia, una expresión de absoluto rechazo.

Arrastrando los pies, atravesé la puerta de atrás de la biblioteca sintiéndome desanimada y triste. Al menos Angel había salido a hacer footing por la mañana. La vi cuando conducía hacia el centro, me sonrió y saludó con la mano. Ver a una Angel sonriente (y con una tripa protuberante) era algo a lo que tenía que empezar a acostumbrarme. Alisé mi camiseta naranja talla grande sobre mi abdomen. Los leggings que llevaba eran también naranjas y en la parte de delante de la camiseta, brillaba un enorme sol dorado. Tenía la esperanza de que los niños lo consideraran un atuendo alegre. Me había recogido el pelo hacia atrás con un pasador naranja y oro, y la montura de mis gafas era también dorada. Una explosión de color; esa era yo.

—¿Quién es la mujer que vino a verte ayer? —pregunto Perry mientras guardaba mi bolso en la taquilla. Él estaba calentando en el microondas una taza de chocolate, que era lo que bebía siempre sin importarle la temperatura exterior. Era bastante goloso aunque por su delgadez nadie lo diría.

Ahí estaba yo, pensé con ironía, dorada y brillante, pero, como siempre…, las preguntas eran acerca de mi guardaespaldas.

—Angel Youngblood

—No es de por aquí.

—No, es de Florida.

—¿Casada?

Vaya, vaya, vaya.

—Muy casada —contesté con firmeza—. Y, al igual que su marido, cinturón negro de Karate.

A Perry estos detalles no parecieron desanimarle.

—Es una mujer impresionante —afirmó—. Por la forma en la que camina, es evidente que es una atleta. Y el tono de su piel es tan peculiar…

—Sí. Es dorada —contesté mientras excavaba en mi taquilla en busca de unos caramelos de menta. Había tenido esta misma conversación con muchos hombres (y alguna mujer)—. Pensaba que ibas en serio con Jenny Tankersley…

—Ah, bueno. Estamos saliendo —dijo Perry como si nada, y eso que su madre me había dicho que solo les faltaba estar prometidos.

A Jenny, por lo que sabía de ella, no le habría hecho ninguna gracia escuchar que la despachaba tan despreocupadamente. Había estado casada durante dos años con Jack Tankersley, quien tenía su propia empresa de fumigación. Un verano, Jack cometió un error de cálculo con la altitud de su avioneta y tuvo un accidente mortal. Jenny acabó vendiendo el negocio y le fue muy bien. Se quedó como «chica para todo» para los tres pilotos que lo compraron, llevando a cabo todas las tareas: contestar al teléfono, hacer los pedidos, llevar la contabilidad y a veces incluso pilotar, como había hecho con su marido.

A Perry parecían atraerle las mujeres fuertes.

—Tu amiga Angel debe de ser la mujer sobre la que Paul hablaba anoche —supuso Perry, removiendo su chocolate con una cuchara de plástico. Yo estaba de pie, en una posición algo extraña, con mi peso sobre la pierna más cercana a la puerta, impaciente por acabar la conversación para volver a mi zona y temerosa por encontrarme con Beverly. Tenía un grupo de una guardería en quince minutos. El día anterior había dejado una nota escrita para el voluntario de la tarde pidiéndole que recortara veintidós flores de primavera en cartulina. Cada niño escribiría su nombre en una de ellas y todos las pegarían en los bordes de las estanterías. Con un poco de suerte, cada niño traería a uno de sus padres a la biblioteca para ver su flor y quizá tanto unos como otros sacarían algún libro. Y yo aún tenía que sacar el celo del cajón y contar las flores…

—¿Cenaste con el ex de tu madre? —pregunté algo sorprendida.

—Paul y yo siempre nos hemos llevado muy bien. Ha sido más un padre que un tío para mí, sobre todo teniendo en cuenta las pocas veces que he visto a mi padre en toda mi vida —añadió Perry con comprensible amargura.

Que el ex más reciente de Sally fuera a su vez el hermano de su primer ex, el padre de Perry, complicaba aún más la situación emocionalmente. Me alegraba saber que no existía un tercer hermano Allison y estoy convencida de que a Sally también.

—Ahora Jenny imparte lecciones de vuelo —siguió Perry, dispuesto a continuar con la charla—. Yo estoy yendo. Y Paul, y tu amigo Arthur Smith.

—Eso está genial, Perry, y me encantaría que me lo siguieras contando más tarde —mentí—, pero ahora tengo que ir a trabajar. Un grupo está a punto de llegar.

Pero justo cuando conseguí alejar mi mente de la policía de Lawrenceton patrullando en avioneta y concentrarme en imágenes de los niños que en unos diez minutos llegarían deseosos de atención individual, Sam salió de su despacho y vino hacia nosotros con expresión muy preocupada. No se le dan demasiado bien las relaciones personales. Es muy bueno gestionando cosas pero no tiene mucha mano con los empleados. Desde hace unos años es consciente de ello y cada vez que tiene que decirle a alguien algo molesto, lo mastica mucho antes de expresarlo.

Por esa razón yo no esperaba nada terrible. Probablemente me diría que el consejo había decidido contratar a una bibliotecaria para el área infantil a jornada completa y que mi trabajo había finalizado. Tuve un instante para pensarlo antes de sentir su mano en mi brazo y escuchar:

—Teniendo en cuenta la reunión que tuvimos ayer, no sé cómo te vas a tomar esto, pero a Beverly Rillington le han dado tal paliza anoche que no saben si sobrevivirá.

***

—¿Cómo? ¿Por qué? —pregunté.

—Siéntate, Roe. Estás más blanca que la pared —me aconsejó Sam sacando una de las sillas de debajo de la mesa redonda.

Perry se sentó a mi lado y vi cómo también palidecía.

—Hace un mes, un conductor ebrio atropelló a la madre de Beverly, Selena —contó Sam—. Aún está en coma. Beverly va todas las noches a verla al hospital. Cuando anoche Beverly salía de su coche al volver a casa tras la visita, alguien la atacó por detrás golpeándola con un trozo de tubería. Varias veces.

—¡Dios mío! —exclamé boquiabierta—. Qué cosa tan horrible. Sam, ¿tú sabías lo de la madre? —Beverly no me había mencionado ni una palabra y de pronto me di cuenta de toda la presión bajo la que Beverly se encontraba. ¿La habría silenciado su orgullo?

—No se lo había dicho a nadie —negó Sam meneando la cabeza.

—Salió en el periódico —añadió Perry—. Lo del accidente de coche. Lo que no sabía era que se tratara de la madre de Beverly.

—¿Entonces Beverly…? ¿Está…? ¿Cómo está de mal? —pregunté.

—Daños cerebrales muy graves —contestó Sam sin rodeos.

—Tengo que contárselo a los demás y enviar unas flores al hospital. Roe, ¿no tenías un grupo ahora por la mañana?

Miré el reloj y me incorporé rápidamente.

Cinco minutos más tarde, recibía a los niños de la guardería con una temblorosa sonrisa, rezando para que no vieran que también mis manos temblaban al repartir las cartulinas de flores.

Cuando se marcharon, tuve algo de tiempo para reflexionar mientras ayudaba a los socios. Me preguntaba si alguien tendría algo contra la familia de Beverly. ¿Fue el accidente de su madre de verdad un accidente? ¿O el ataque a Beverly no tenía ninguna relación y se trataba solo de algún chaval que bajo el efecto de alguna droga quería conseguir dinero fácil?

Indudablemente era necesario sufrir alguna alteración química para tener la osadía de abordar a Beverly, imponente tanto física como mentalmente. Sentada en mi pequeño escritorio, con las manos entrelazadas en mi regazo y la mirada perdida en las estanterías que me amurallaban, deseé que Beverly y yo no hubiéramos tenido nuestro encontronazo el día anterior, y al reflexionar un poco más en profundidad, deseé incluso con más fuerza que no hubiera habido tantos testigos.

Me avisaron para que fuera al teléfono y, como era de esperar, cuando lo cogí, oí la voz de Arthur Smith hablando desde la comisaría de policía. La casa de los Rillington estaba dentro de los límites del pueblo, así que la policía local se encargaba de la investigación de esta agresión.

—Roe, me preguntaba si podríamos hablar cuando salgas del trabajo. Es acerca del incidente de ayer en la biblioteca —dijo Arthur con esa brusquedad con la que siempre hablaba. Hubo un tiempo en el que esa franqueza me resultaba muy excitante.

—De acuerdo —accedí con evidente falta de entusiasmo.

—¿Puedes pasarte por la comisaría a eso de las dos?

—¿Por qué en la comisaría?

—Simplemente porque es más apropiado —contestó.

Esto empezaba a gustarme cada vez menos. Pensé en llamar a un abogado pero deseché la idea por paranoica. Pero ¿por qué me llamaba Arthur? Él estaba en la brigada antirrobo. Lynn Liggett Smith, su mujer, era la única agente de homicidios de la policía local de Lawrenceton por lo que, para algunos casos, le asignaban otros agentes a su mando. Pero ¿por qué Arthur?

Empezaba a preguntarme si debería llamar a Martin a Chicago. No, mejor no. Ya hablaría con él por la noche. Entonces pensé en si estaría bien llamar a mi madre y no me pareció tan mala idea decirle adónde iba. Como casi siempre, la línea telefónica del próspero negocio inmobiliario del que mi madre era propietaria comunicaba. Decidí entonces pasarme por allí de camino a la comisaría.

La agencia de mi madre, situada en una antigua casa y decorada con colores suaves y elegantes, siempre me hacía sentir inapropiada. Hubo un tiempo en el que intenté despertar mi interés por los asuntos inmobiliarios, e incluso comencé a estudiar para sacarme el título, pero finalmente tuve que admitir que mi único interés en la compra-venta de inmuebles era comprarlos para mí misma. Cuando términos como «compensación por riesgo de tipo de interés» o «hipoteca puente» comenzaron a emerger, mi cerebro colapsó. Aun así, cada vez que veía la frenética pero controlada actividad de Select Realty[5], sentía una punzada de arrepentimiento.

La siempre perfecta recepcionista de mi madre, Patty Cloud, había ascendido primero a jefa de oficina y después a agente inmobiliario. Su sustituta, Debbie Lincoln, controlaba ahora el mostrador de recepción. La propia Debbie también había experimentado su propia evolución. De ser una chica silenciosa, algo lenta, con pelo trenzado y rellenita, había pasado a ser una «tía buena» esbelta y estilosa, convirtiéndose, además, en la experta en informática de la oficina. En el proceso, Debbie había ganado mucho artificio y se había despojado de algo de su encanto natural. También había ganado seguridad en sí misma y perdido el miedo a estar cerca de gente más mayor.

Cuando entré, me lanzó una sonrisa que significaba «te he visto pero estoy liada con esto» y sus uñas color magenta me saludaron. El teléfono, entre el hombro y la oreja; sus dedos, ocupados en separar una pila de folios recién impresos, ordenarlos y graparlos.

—Ajá. Sí, señora Kaplan, estará allí a las tres. No, señora, usted no tiene que hacer nada especial, simplemente le echará un vistazo a su casa y le dirá cuánto podría usted pedir por… No, eso no le obliga a… No, señora, puede llamar a todas las agencias que usted quiera pero sería un placer que nos eligiera a nosotros… Sí, exacto, a las tres. —Debbie soltó un suspiró tras colgar.

—¿Difícil? —pregunté.

—Chica, no te haces ni idea —contestó Debbie meneando la cabeza—. Hay una parte de mí que desea que esa mujer no nos dé su casa; da más problemas de lo que vale. Tu madre está enseñando una propiedad, así que si quieres verla es posible que tengas que esperar un buen rato.

—Vaya —murmuré, preguntándome si en ese caso, debía dejar una nota—. Debbie, ¿conoces a Beverly Rillington? —pregunté de repente.

—¿No es terrible lo que le ha pasado? —Debbie grapó el último montón de folios y lo lanzó en la cesta de Eileen Norris, que estaba ya medio llena con notas de mensajes telefónicos—. Eileen no termina de acostumbrarse a pasar por aquí cada vez que entra al edificio y sus cosas se van amontonando. La verdad es que no conozco muy bien a Beverly. Ella va a otra iglesia —añadió Debbie—. Siempre ha sido una persona muy dura, una solitaria de verdad. Tuvo un bebé, ya sabes, a los catorce años nada más… y cuando el bebé tenía más o menos un año, se ahogó con una canica o algo así y murió. Beverly no lo ha tenido nada fácil.

Intenté imaginarme cómo sería quedarse embarazada a los catorce años. Intenté imaginarme cómo sería que se te muriera un bebé.

No quería seguir imaginando.

—Supongo que le dejaré una nota a mi madre —le dije y empecé a caminar por el pasillo en dirección a su despacho. Era el más grande de todos, por supuesto, y ella lo había decorado en un elegante y frío color gris, con algún detalle en rojo sangre por aquí y por allá para aliviar la vista. Su escritorio estaba meticulosamente ordenado a pesar de que sobre la mesa se apilaban los papeles de varios proyectos; yo sabía que los blocs de notas estarían en el cajón superior derecho (y acerté), que todos sus lápices estarían afilados y que se me rompería la punta del primero por lo afiladísimo que estaba y por lo fuerte que lo apretaría contra la hoja. Una vez acabado ese pequeño ritual, todo lo que tenía que hacer era redactar un mensaje diciéndole que estaría en la comisaría de policía, tal y como me habían citado, pero eso sí, evitando hacerla salir disparada de la oficina con todas las alarmas encendidas.

«Quizá escribir un mensaje así no sea posible», decidí tras estar en blanco durante unos segundos, sentada, con el lápiz (ahora casi sin punta) apoyado sobre el papel.

Tras empezar una o dos veces sin éxito, resolví: «Mamá, voy a la comisaría de policía para hablar con ellos sobre cómo es trabajar con Beverly Rillington. Anoche la atacaron. Llámame a casa a las cuatro. Besos. Roe».

Con eso valdría. Yo sabía que si no estaba en casa a las cuatro, mi madre asaltaría las murallas y me liberaría.

Cuando llegué a la comisaría de policía-juzgado-calabozo-oficina del sheriff del condado de Sparling (conocido también como «Spacolec» por sus siglas), aparqué mi coche junto a uno que me resultaba muy familiar; tras un segundo reconocí el coche de Angel, el mismo al que Burns había multado. Recordé entonces que Angel había dicho que iría a su funeral porque entrenaban juntos; ambas historias parecían incompatibles.

Le di vueltas a esa idea durante un minuto tras el cual, con decisión, atravesé el caluroso aparcamiento hasta llegar a la doble puerta de cristal que me introducía en Spacolec.

Seguía sin encontrarle el sentido a lo de Angel cuando vi a Arthur Smith esperándome frente al amplio mostrador de admisiones que iba de pared a pared. Arthur no había cambiado mucho en los tres años que llevaba casado con Lynn. El matrimonio no le había hecho tener ni una barriga más grande ni nuevas arrugas en la cara, y la paternidad no había añadido ni una sola cana a su rizadísimo pelo, aunque bien es cierto que era de un rubio tan claro que el gris, si aparecía, sería envidiablemente imperceptible.

Quizá hubiera cambiado en su forma de enfrentarse a las cosas, en su actitud más básica; parecía más rudo, más enfadado y más impaciente. Se apreciaba con tanta claridad que me extrañó no haberme dado cuenta antes.

Arthur había estado charlando con el agente de servicio. Se giró al escuchar el sonido siseante de las puertas neumáticas. Me miró y su expresión cambió repentinamente.

Me sentí de veras incómoda. No estaba acostumbrada a ser un objeto de deseo no correspondido. Seguro que Angel (a quien vi dirigiéndose a mí desde las puertas batientes de madera situadas a la izquierda de la recepción) se había encontrado con hombres babeantes desde su adolescencia. Más tarde le preguntaría cómo se sentía al respecto. En este instante, el aspecto de Angel evidenciaba agotamiento. Su forma de caminar no era tan decidida como habitualmente.

—¿Estás bien? —pregunté, nerviosa.

Asintió, pero mentía.

—Voy a casa a tumbarme un rato —contestó—. No recuerdo haber estado tan cansada en mi vida. Y tengo hambre. Mucha, mucha hambre.

—¿Necesitas ayuda?

—No, tranquila. Shelby llegará a casa en una hora. —No le hablaba directamente a Arthur, pero las siguientes palabras iban dirigidas a él—. Si para entonces no estás en casa, llamaré a Bubba.

Bubba Sewell era mi abogado.

—Luego nos vemos —me despedí mientras salía hacia el aparcamiento por las puertas de cristal. Vi cómo llegaba a su coche, lo abría y de pie estiraba los brazos y el cuello. Cada uno de sus movimientos eran simples y controlados a pesar de su extremo cansancio.

—Por aquí, Roe —dijo Arthur, despertándome a la molesta realidad. Mientras mantenía abiertas las puertas de madera, le hizo un gesto a la mujer en uniforme del mostrador tras el cristal blindado y me dejó pasar. Cuando las atravesé, puso su mano en mi espalda para dirigirme, un gesto de control que repudiaba especialmente. No me gusta el contacto físico casual. Me puse rígida pero lo aguanté.

Cuando caí en la cuenta de que estaba tolerando que me tocara únicamente por nuestra condición de exnovios, aceleré el paso forzando la separación de su mano de mi cuerpo y él dejó caer el brazo.

Hizo un ademán para que me acercara a su mesa, me señaló la única silla que había además de la del escritorio y murmuró algo que tenía que ver con que volvía en un minuto. Después, desapareció, dejándome allí con la única opción de quedarme observando su «despacho». Era un poco como estar en un concesionario de coches donde cada comercial te recibe en un cubículo minúsculo separado de los otros a la altura del cuello y te entrega folios con cifras garabateadas. Era la mesa de Arthur. Había una foto de Lorna pero no vi ninguna de Lynn. No estaba desordenada pero tampoco había mucho material de oficina: ni agenda telefónica, ni carpeta de escritorio, ni grapadora. Solo unas bandejas apilables y una taza navideña descascarillada con bolígrafos y lápices. Ya está, ya había agotado las posibilidades del despacho de Arthur.

Observé después que los paneles de separación de los cubículos, construidos de metal beige y forrados con algo que parecía ser moqueta, disponían también de una ventana de Plexiglas desde la que se veían el resto de las estancias. Lynn estaba a dos «escritorios», inclinada sobre un montón de papeles. Elevó la vista mientras yo aún observaba con curiosidad en su dirección. Tras lanzarme una mirada indescifrable, regresó con descaro a su trabajo.

De «algo inquieta» por estar donde estaba, pasé instantáneamente a «muy incómoda». ¿Era todo esto una artimaña relacionada con los conflictos conyugales de Arthur y Lynn?

Arthur reapareció justo cuando yo ya estaba pensando en largarme. Traía dos tazas de café de distintos juegos, uno con leche y azúcar y otro solo. Puso este último frente a mí.

—Recuerdo que es así como te gusta —dijo.

Su tono era totalmente neutral. Le agradecí el detalle y tomé un sorbo. Estaba asqueroso. Lo dejé con cuidado sobre la mesa.

—Arthur ¿Por qué estoy aquí?

—Porque ayer tuviste una discusión delante de mucha gente con Beverly Rillington. Porque anoche le robaron el bolso y la atacaron. Cuando me enteré de que la señora Youngblood también estaba presente, la cité también. Faron Henske acaba de interrogarla.

Aquí la razón por la que alguien de antirrobo estaba al cargo del caso. Consideraban el caso de Beverly un robo que se había ido de las manos.

—¿Y por qué no me has interrogado en mi casa, o por teléfono, o en la biblioteca?

—Porque este es el mejor lugar —contestó el macho alfa de la policía.

Elevé ligeramente las cejas y me coloqué bien las gafas doradas, empujándolas sobre mi nariz.

—Pues empieza a preguntar.

Expliqué de nuevo la patética escena de ayer: la ira in crescendo de Beverly, la llegada de Angel, el intercambio de miradas entre ambas y la extinción gradual de la crisis.

—¿Te sentiste amenazada físicamente por Beverly? —preguntó Arthur con calma. Estaba reclinado sobre su silla, mirándome fijamente de un modo que en su momento me pareció adulador y excitante.

—Lo dudé durante un instante.

—¿Te tranquilizó pensar que tu guardaespaldas estaba allí para encargarse de la situación?

Sentí cómo mis ojos se abrían al máximo y mis hombros se ponían rígidos.

A Arthur pareció encantarle esa repuesta.

—¿Pensabas que no nos daríamos cuenta, Roe? Cuando aparecieron los cadáveres de la familia Julius, investigamos a tus amigos los Youngblood. Shelby Youngblood y tu marido tienen una interesante historia en común, ¿verdad?

—Martin y Shelby son amigos desde Vietnam.

—Y después se metieron en asuntos algo oscuros, ¿no es así?

—¿Adónde quieres llegar, Arthur? Sabes perfectamente que Martin está de viaje. ¿Estás sugiriendo que uno de los Youngblood atacó anoche a Beverly Rillington porque me hizo pasar un mal rato en la biblioteca?

—Hay teléfonos en Chicago. —Arthur, apoyado negligentemente en el respaldo de su silla, abandonó esa relajante postura y se echó hacia delante con su dura mirada aún fija en mí.

—O sea, que estás sugiriendo que mi marido estaba tan enfadado por mi discusión con Beverly (delante de numerosos testigos) que llamó a los Youngblood para que le dieran una paliza.

—Yo no he dicho eso, pero es una extraña coincidencia que tras una década generando conflictos, Beverly Rillington fuera atacada hasta casi la muerte precisamente después de tener una disputa contigo y con tu guardaespaldas. —Estas dos últimas palabras las emitió con un soniquete especialmente desagradable. Empezaba a pensar que Arthur estaba yendo demasiado lejos sin saber dónde se estaba metiendo.

—No estarás sugiriendo que he sido yo, ¿verdad? —dije con tranquilidad, aunque estaba cualquier cosa menos tranquila—. Porque Beverly me saca unos cuantos kilos y unos cuantos centímetros.

—No —contestó Arthur sin apartar la mirada—. No, tú no. Alguien que se preocupa por ti.

Pensé en decir «¿Y si más bien hubiera sido alguien que se preocupa por Angel?», porque claramente también a Angel la habían insultado en público. Si cuadraba la teoría de que lo que provocó el ataque fue el incidente en la biblioteca, era más factible que fuera Angel la que inspiró la agresión. Nadie olvidaba a Angel.

Pero pronunciar esto en voz alta habría sido lo mismo que señalar a Shelby con el dedo, al menos para el estado mental de Arthur en aquel momento.

—Así que estás convencido de que yo no ataqué a Beverly. Y entonces ¿por qué estoy aquí sentada respondiendo a tus preguntas si me estás diciendo que estás convencido de que no fui yo?

Y, sin darle oportunidad de contestarme, cogí mi bolso y abandoné Spacolec con decisión. Sentí la tensión en mi espalda al pensar que diría mi nombre en cualquier momento, pero no lo hizo.

Como la mayoría de mis grandilocuentes gestos, este se vio frustrado por lo que me encontré al llegar al aparcamiento. En vez de deslizarme altivamente en mi coche y salir pitando de allí dejando un rastro de grava, tuve que lidiar con otras dos personas enfadadas.

Angel estaba de pie frente a su coche, con rostro inexpresivo pero actitud tensa. A su lado, hablando por la radio policial, el detective Paul Allison, quien por una vez parecía agitado. En el capó del coche de Angel, como si de una bolsa con basura esparcida se tratara, un destartalado bolso negro de polipiel, abierto de par en par, filtraba la miscelánea de la vida de una mujer: peine, cartera, kleenex, listas de la compra arrugadas y un paquete de caramelos.

Lo reconocí al instante. Era el bolso de Beverly, seguramente el mismo que le habían robado la noche anterior durante la agresión.