4

Madeleine había saltado a la cama en medio de la noche. Ahí estaba cuando desperté, hecha un enorme ovillo dorado. Era ya una gata mayor. Por lo menos tenía seis años cuando la heredé, y Jane Engle, su antigua dueña, había muerto hacía ya unos tres años. Madeleine aún se las apañaba para cazar algún ratón o algún pájaro de vez en cuando, pero en ocasiones tenía dificultades para acertar en sus saltos y me daba la sensación de que el pelo de su cara era más blanco. Sin embargo, Madeleine obtenía unos resultados muy buenos en sus chequeos anuales y, dado que a todas las personas que trabajaban en la consulta del veterinario les habría encantado tener una excusa para sacrificarla, no me quedaba más remedio que aceptarlos.

Ronroneó como si estuviera oxidada mientras la rascaba detrás de las orejas. Martin odiaba que Madeleine se subiera a la cama, así que solo podía quedarse a dormir conmigo cuando Martin estaba de viaje. Antes de su regreso, me encargaba de pasar la aspiradora por la cama o de lavar las sábanas. Al acariciarla con los dedos algo más abajo del cuello, de repente estos se toparon con algo extraño.

Me incorporé y observé a Madeleine con atención por primera vez. Además de su collar de cuero marrón, donde estaban fijadas la chapa de la vacuna de la rabia y la plaquita con el nombre y la dirección, había algo más rodeando su cuello. Era una cinta, una recién estrenada cinta de raso color rosa anudada con un perfecto y llamativo lazo.

Intenté buscar una explicación razonable para la existencia de ese lazo. Resultaba absurdo que algo tan bonito como un lazo rosa pudiera atemorizarme.

Miré el reloj. Los Youngblood estarían despiertos. Marqué su número desde el teléfono de la mesilla de noche.

—¿Sí? —contestó Shelby con rotundidad.

—Disculpa que os llame tan temprano pero a no ser que hayáis sido tú o Angel los que hayáis hecho esto, y francamente no encuentro una razón para ello, alguien ha cogido a Madeleine, la ha inmovilizado y le ha colocado un lazo alrededor del cuello.

—Repítelo otra vez.

—Un hombre o una mujer. Han atrapado a Madeleine, la gata. Le han atado un lazo rosa. En el cuello.

—¿Por qué demonios haría alguien una cosa así? Esa gata preferiría descuartizar a alguien que mirarle a los ojos.

—¿Te ha contado Angel lo de las flores?

—No.

Entonces recordé que la noche anterior tenían cosas más importantes de las que hablar.

—Alguien encargó que ayer enviaran flores a esta dirección. La tarjeta no estaba firmada. —Le conté a Shelby lo que ponía en la tarjeta—. O tu mujer o yo tenemos un admirador secreto. Es bastante perturbador.

—Voy enseguida.

—¿Para hacer qué? ¿Mirar el lazo? ¿Qué conseguiríamos con eso?

Shelby se quedó en silencio durante un minuto.

—Llevaré a la gata al veterinario ahora por la mañana —dijo—. Hay que hacerle un análisis de sangre para ver si alguien la ha drogado. Y sí que quiero mirar el lazo, puede que lo necesitemos si acabamos llamando a la policía.

—De acuerdo. Lo cortaré con unas tijeras.

—Voy a por ella en diez minutos.

Con mucho sigilo, para no alertar a Madeleine, cogí mis tijeras de manicura del tocador. Empecé rascándola suavemente por detrás de las orejas una vez más. La gata estiró el cuello y ronroneó. Después la rasqué en la frente para que cerrara los ojos. Muy, muy suavemente deslicé una de las hojas de las tijeras bajo la cinta rosa e igual de suavemente las cerré. Como era de esperar, el pequeño clic de las tijeras y la diferente sensación que imagino suponía no llevar el lazo hicieron que Madeleine elevara su cabeza de repente y me pegara un mordisco de narices. Yo ya contaba con ello. Madeleine no conocía ni la tolerancia ni la templanza, y lo cierto es que no se podía decir que fuera un buen animal de compañía.

Después de soltar alguna que otra palabrota y de poner un antiséptico en la herida, me anudé la bata y saqué el trasportín del armario de abajo. Puntual, Shelby llamó a la puerta de la cocina.

Tecleé el código para desactivar la alarma y dejé que entrara. Shelby, tan alto, con la cara picada y esa expresión tan seria, en algunas ocasiones puede resultar amenazador. Había conseguido sentirme cómoda con Angel, pero Shelby aún me ponía un poco nerviosa.

Esa mañana estaba diferente.

—Roe, ¿tienes un momento? —preguntó discretamente.

Miré el reloj. No tenía que estar en la biblioteca hasta una hora más tarde.

—Claro —dije—. ¿Te apetece un café?

Negó con la cabeza.

—Roe —soltó sin contemplaciones mientras yo me servía una taza—. ¿Has visto alguna vez a alguien ahí fuera mientras yo no estaba en casa?

Dejé mi taza de café de un golpe en la mesa, me fui hacia Shelby Youngblood y le di una fortísima bofetada. Estaba tan enfadada que por un momento no pude ni hablar.

—¡Nunca jamás vuelvas a sugerir que tu mujer te ha sido infiel! —le dije—. Si hubieras estado ayer en la consulta del médico y hubieras visto el disgusto que tenía, si hubieras visto lo aterrada que estaba al pensar que no la creerías, no se te ocurriría decir algo tan estúpido.

Entonces me di cuenta de que Shelby no era el único en decir y hacer estupideces. Acababa de darle una bofetada a un tipo capaz de partirme el cuello en menos tiempo de lo que tardaba yo en abrir la boca.

—¿Tú crees lo que dice el médico? —preguntó con voz contenida y tranquila.

—Por supuesto que sí. Conoces bien a Angel. Ella y tú sois como las mitades masculina y femenina de la misma naranja.

—Ya, pero la mitad femenina está embarazada y la mitad masculina tiene hecha la vasectomía.

—Pues hazte la prueba —le reté—. ¿Qué prefieres? —Y ahí estaba yo, bloqueada por un momento pensando en cómo explicarlo—. ¿Meter una muestra en un bote en la consulta del médico o pensar que tu mujer te ha puesto los cuernos?

—Dicho así… —contestó, y para mi sorpresa, me dio un abrazo.

Fue entonces cuando aprendí una lección sobre los caprichos de la química. Yo amaba a Martin y Shelby amaba a Angel, pero por un instante algo crepitó en mi cocina esa tranquila mañana y yo fui muy consciente de que a mis pechos no les contenía ningún sujetador. Elevé la mirada hacia Shelby y vi como sus ojos se nublaban, justo antes de que la corriente de electricidad cesara y nos separáramos bruscamente.

Si no lo hubiéramos reconocido habría sido incluso peor.

—Será mejor que no volvamos a hacer eso —dije con voz débil, percatándome de que tenía que aclararme la garganta. Me di la vuelta y bebí un sorbo de café.

Shelby estaba en silencio. Le miré y vi que no se había movido un ápice y que sus brazos aún estaban algo separados.

—¿Shelby? —pregunté, nerviosa.

Se estremeció.

—Sí, claro —contestó, aclarándose también la garganta—, Martin te mataría y Angel me mataría a mí, y nos lo tendríamos merecido.

Me puse de nuevo el manto de la amabilidad. Nunca quise ser una de esas personas a las que yo secretamente menospreciaba. Una de esas personas que no saben cumplir sus promesas.

—Será mejor que nos demos prisa —dije enérgicamente—. Tengo que ir a trabajar y ya sabes lo que se puede tardar en cazar a Madeleine.

***

El adorno de Madeleine se confirmó como el extraño comienzo de un extraño día. Todos los empleados de la biblioteca se habían levantado con el pie izquierdo, incluido Sam Clerrick. Sam le echaba la bronca a Lillian Schmidt por hablar bruscamente con una de las socias el día anterior (podíamos escuchar su voz saliendo del despacho mientras metíamos nuestras cosas en las taquillas). Elevé visiblemente las cejas hacia Perry Allison y él me contestó poniendo los ojos en blanco y mirando en dirección al despacho de Sam con cara de «qué le vamos a hacer».

Perry, el único hijo de Sally Allison, había trabajado en la biblioteca con anterioridad hacía unos tres años. Como consecuencia de conflictos emocionales complicados y algún problema con las drogas había estado ingresado, primero en un psiquiátrico y después en un centro de rehabilitación en Atlanta, donde se recuperó del todo y maduró. Después de pensárselo mucho y tras una larga negociación, Sam había decidido readmitir a Perry de forma provisional.

En su momento, Perry llegó a aterrorizarme, pero ahora yo creía que su etapa en el hospital y en el centro de rehabilitación habían merecido la pena. Perry, que tenía la misma edad que yo, parecía estar en perfecto equilibrio y control de sí mismo. El cabello de Perry era oscuro y llevaba un peinado moderno, cortado a cepillo en la parte de arriba y algo más largo por los lados y la parte posterior. Sus ojos eran marrones, igual que los de su madre, y parecían más grandes tras sus gafas de aviador. Aunque su constitución era algo enclenque, siempre le habían sentado bien las camisas almidonadas y las luminosas corbatas de seda que utilizaba como uniforme de trabajo.

Ambos cerramos nuestras taquillas e intentamos ignorar la evidente aguda voz de Sam. Me di cuenta de que, aunque con alguna que otra reserva, había conseguido aceptar a Perry. Al principio no me había resultado fácil trabajar con alguien a quien solía temer. Todos los días sentía algo de tensión, pero ahora su presencia formaba ya parte de mi rutina.

—¿A quién ha ofendido Lillian? —susurré.

—A Cile Vernon. ¿No lo sabías?

Negué con la cabeza mientras me servía una taza de café de la cafetera de empleados. Hoy le había tocado hacerlo a Lillian y, a pesar de sus defectos, el café le salía muy bien.

—Cile quería sacar uno de los libros de brujas de Anne Rice y Lillian le dijo que no le iba a gustar, que aparecía mucha brujería y mucho sexo. Cile le contestó que a sus sesenta y dos años debería poder leer lo que le viniera en gana.

—¿En serio?

—Sí. En serio. Y después se fue directamente al despacho de Sam a decirle que el hecho de que una bibliotecaria le sugiriera a una lectora lo que tenía que leer o dejar de leer era muy parecido a la censura.

—¿Y cómo es que Sam ha esperado todo este tiempo para hablar con Lillian?

—Se tuvo que marchar ayer al mediodía, en cuanto te fuiste. Marva y él fueron a ayudar a Bess Burns a elegir el ataúd de Jack.

—¿Los hijos aún no han llegado?

—Acababan de llegar pero estaban hechos polvo. Al parecer se encontraban muy enfadados por el asesinato de Jack, pero no exactamente destrozados de dolor porque se haya muerto. Parece que Jack estaba bebiendo mucho.

Me puse a reflexionar sobre los sentimientos dulces y amorosos que había estado teniendo acerca del embarazo de Angel, y me di cuenta de que solo estaba viendo una de las caras de la moneda. Padres e hijos no siempre tienen una relación cercana y llena de amor. Igual que en los matrimonios, las combinaciones de progenitores y vástagos no siempre funcionan.

Mientras me dirigía a mi escritorio en el área infantil, me obligué a recordar que el hecho de llevar un bebé sano en tus entrañas no implicaba que una fuera a ser feliz para siempre jamás.

Entonces vi a Beverly, mi auxiliar, recordé que era la mañana que nos tocaba trabajar juntas y sentí que mi día daba otro vuelco a peor. Y, forzando una sonrisa, me senté en el escritorio.

Beverly estaba colocando libros en las estanterías, murmurando y gruñendo entre dientes. Este era uno de sus hábitos más molestos, especialmente teniendo en cuenta que, casi con toda seguridad, sus comentarios trataban de cosas poco halagadoras sobre mi persona. Desgraciadamente, a ese volumen no podía oírlos. A pesar de mis argumentos mentales del día anterior, sentí cómo mi corazón se hundía con la idea de tener que lidiar con esa mujer. La china en su zapato era del tamaño del Everest y todo lo que le pidieras, todo lo que hicieras o dijeras, tenía que estar filtrado para poder pasar a través del resentimiento de Beverly.

Sintiendo las familiares punzadas de la culpa, recité mentalmente mi mantra tranquilizador: me alegraba igual ver a socios blancos que a socios negros, los niños negros me parecían igual de encantadores que los blancos, yo trabajaba igual de bien con bibliotecarios blancos que con bibliotecarios negros. Excepto con Beverly Rillington.

Aun así, había días en los que Beverly simplemente hacía su trabajo y yo hacía el mío. Deseaba fervientemente que este fuera uno de esos días.

Pero no fue así.

Podía oír el carro de los libros chocándose contra las esquinas mientras lo conducía de una estantería a otra. Los murmullos se desvanecían o se hacían más fuertes cuando iba del carro a la estantería y de nuevo al carro. No entendía del todo sus gruñidos, pero mi intuición me decía con más claridad que nunca que tenían que ver con algo que yo no hacía bien.

Suspiré y abrí el cajón del escritorio para sacar mi agenda. Había dos notas con dos mensajes telefónicos en la mesa. Ambas eran peticiones para la actividad de cuentacuentos de un par de guarderías. WeeOnes quería venir un día en que ya había una cita concertada con otro grupo; busqué el libro de citas y subrayé dos huecos disponibles alternativos. Kid Kare Korner quería venir esa misma tarde, algo que solo sería factible si yo me quedaba más horas o si Beverly aceptaba encargarse.

Suspiré de nuevo. Se estaba convirtiendo en un hábito.

Casi era mejor quedarse a trabajar sin cobrar hasta tarde que pedirle a Beverly que les contara ella un cuento. Si le pedías que lo hiciera se lo tomaba fatal y si no lo hacías se sentía ofendida. Cobardemente, aplacé la toma de decisión y empecé a trabajar en la lista de libros recomendados que una de las profesoras de guardería me había pedido. Al revisar la lista recopilada por la anterior bibliotecaria infantil, pensé que algunos de los libros que habitualmente recomendaba no eran adecuados, así que ahora que se necesitaba una nueva lista, me vi peinando las estanterías. Tenía unos cuantos apilados en la mesa que había estado leyendo, cogí el de más arriba para hacer menguar el montón un poco más.

—Algunos venimos aquí para trabajar en serio, no para sentarnos en un maldito escritorio —dijo el murmullo, de pronto perfectamente audible.

Apreté mis manos. Leí otra página. Si el área infantil hubiese sido una habitación de verdad en vez de una esquina en la planta baja del edificio, habría cerrado la puerta y habría tenido una charla con Beverly. Tal como era la situación, solo podía hacer el ejercicio de ignorarla hasta tener la oportunidad de hablar con ella lejos de los socios que allí estaban, aunque no es que hubiera muchos. Pude ver a Arthur Smith esperando con impaciencia en el mostrador de préstamos mientras Lillian introducía un montón de vídeos infantiles en una bolsa. Sally hablaba con Perry en voz baja cerca de la fuente. Un hombre bastante joven al que yo no conocía cotilleaba la estantería de los nuevos libros situada junto a la entrada, y me dio la sensación de que llevaba allí mucho, mucho rato.

Para mi sorpresa, Angel entró por la puerta principal, inusualmente sencilla con unos vaqueros azules y una camiseta de rayas. Llevaba una bolsa de plástico de Marcus Hatfield y un paquete envuelto para regalo. No recordaba que Angel hubiera entrado antes en la biblioteca y vi cómo observaba todo con curiosidad, girando suavemente su cabeza de un lado a otro como un gran felino reconociendo su territorio.

Me divisó y se dirigió hacia mí justo en el mismo momento en el que el volcán Beverly entraba en erupción.

—¿Qué pasa? ¿Es que solo una de nosotras trabaja aquí? —preguntó venenosamente Beverly, aproximándose por mi lado izquierdo.

—¿Cómo dices? —No podía creer que la hubiera escuchado correctamente. Su postura se tornó entonces más amenazante. Beverly estaba demasiado cerca, sus manos apretadas, el cuerpo hacia delante, agresividad en cada una de las partes de su cuerpo. Beverly nunca había sido una persona agradable, pero obviamente ahora se encontraba bajo una situación de estrés tal que había perdido completamente el juicio.

Temí que si me levantaba, Beverly me golpearía, así que me quedé en la silla de mi escritorio con el libro abierto en la mano. Angel, quien se acercaba a Beverly por uno de sus costados, había puesto la bolsa y la caja silenciosamente en el suelo.

De pronto me di cuenta de que no podría soportar que Angel me defendiera aquí, en la biblioteca, en mi propio territorio.

—Beverly —le dije con tranquilidad, consciente de que Sally y Perry nos miraban con curiosidad. En realidad, todos los allí presentes nos observaban—. Beverly, estás enfadada conmigo pero es mejor que no lo solucionemos aquí. Podemos ir al cuarto de empleados o al despacho de Sam.

—Lo único que tienes que hacer es tu maldito trabajo —protestó Beverly—. Estás ahí sentada sobre tu trasero sin hacer nada mientras yo lo hago todo.

No tiene mucho sentido entablar una conversación con alguien que está totalmente convencida de que eres una mala persona y de que estás equivocada. En vez de estar buscando una estrategia, me vi especulando, y no era la primera vez, sobre la salud mental de Beverly. Pero tenía que mitigar la tensión de alguna manera. Angel había palidecido y se concentraba en cómo atacar a Beverly. Si Beverly daba un paso más hacia mí, Angel la golpearía. ¿Y qué pasaría después?

—Quizá tengas razón —dije—, quizá has estado realizando una gran parte del trabajo y yo no he cumplido mi parte. ¿Por qué no lo hablamos con Sam?

—Lo único que hará será ponerse de tu lado —contestó Beverly. Ahora ya su voz no contenía tanta furia reprimida como antes.

—Le voy a llamar ahora mismo —anuncié levantando el auricular del teléfono y marcando su número.

—Sam —dije rápidamente cuando contestó—, Beverly y yo estamos teniendo algún problema trabajando juntas. Beverly siente que su carga es demasiado pesada.

—Vaya —contestó pensativo. Pude oír su silla chirriar al echarse hacia atrás—. Al no tener a nadie a jornada completa en esa sección, es cierto que ha habido más trabajo para ella.

—Será mejor que nos reunamos ambas contigo para hablarlo —sugerí sin alterarme un ápice—. En tu despacho.

—Roe, ¿pasa algo ahí fuera?

—Cuanto antes —dije con tanta tranquilidad que bien podría haber estado hablando de cómo regar las rosas del jardín.

—Vale. Entiendo. Nos vemos hoy a la una cuando salgas.

—De acuerdo. Se lo diré.

—Nos reuniremos con él a la una en su despacho —le dije a Beverly colgando el teléfono muy delicadamente. Para mi alivio, su postura era ahora menos agresiva. Sally volvía a hablar con su hijo, pero los vigilantes ojos de Perry seguían observándonos. Arthur, que ya había terminado de sacar los vídeos, ojeaba los libros nuevos. Un par de personas que habían intentado escuchar la conversación sin que se les notara que lo hacían, como sureños corteses que eran, regresaron a su actividad con alivio.

Beverly se dio la vuelta para volver al trabajo y descubrió a Angel.

—Y tú ¿qué miras? —gruñó Beverly arrastrando sus palabras con un exagerado acento de la calle. Las dos mujeres se miraron la una a la otra durante un larguísimo minuto, pero incluso Beverly tuvo que admitir su derrota ante Angel, y con un «Hmmm» para mostrar desafío y salvar su dignidad, regresó a su carro de libros.

Volví al libro que esperaba sobre mi escritorio poniendo mis manos sobre los muslos para disimular el temblor. Mis ojos se llenaron de lágrimas. Cuando las cosas suceden en público es mucho peor que cuando ocurren en privado y si algo llega a pasar en la biblioteca…, si Angel y Beverly acaban llegando a las manos… ¡¡En la biblioteca!!

Odiaba que la gente me viera llorar y, encima, no había kleenex en el cajón de mi escritorio. Un lloroso niño había usado el último hacía dos días y se me había olvidado reponerlos. ¡Maldita sea!

Una mano apareció bajo mi nariz sujetando un pañuelo blanco de algodón. La mano dejó caer el pañuelo sobre mi escritorio, rápidamente lo recogí agradecida y me sequé los ojos y la nariz.

—Gracias, Arthur —dije con esa voz congestionada que supone uno de los mayores atractivos del llorar.

—No hay de qué —contestó—. ¿Cómo sabías que era yo?

—Recuerdo tus manos —respondí sin pensar.

Elevé mi vista horrorizada al darme cuenta de lo que acababa de decir y observé como el rostro de Arthur se iba sonrojando lentamente igual que le pasaba cuando…, bueno, en nuestros momentos personales.

Si el día de hoy empeoraba, mañana pasaría todo el día en la buhardilla de mi casa. Sería un lugar más seguro.

Angel estaba de pie manteniendo una discreta distancia. Tenía los ojos puestos en Beverly, quien colocaba libros en las estanterías. En el mostrador principal, Lillian nos observaba a Arthur y a mí, con curiosidad voraz. Sally se había ido y Perry estaba regando la enorme y feísima planta que flanqueaba una de las puertas principales.

Arthur, que poco a poco fue recuperando su color normal, me dijo adiós con voz áspera y se marchó. El agua de la planta rebosaba del tiesto y caía en el plato que había debajo.

Lillian se inclinó para coger un libro bajo el mostrador y se lo entregó al hombre joven. Angel me dio el paquete envuelto.

Era como si alguien hubiera cambiado de canal la televisión. De pronto todo había vuelto a la normalidad. Era como si el incidente de Beverly nunca hubiera ocurrido.

—Es para ti, por llevarme ayer al médico. Además no sé qué le has dicho a Shelby, pero de repente todo le parece bien. ¿Quién es esa zorra de ahí?

—Gracias por el regalo. Shelby te quiere mucho. Beverly Rillington.

—¿Y cuál es su problema?

—Te lo cuento luego —respondí bajito, rezando para que Beverly no estuviera escuchando—. ¿Puedo abrir el regalo ahora? —Intenté dibujar una sonrisa que pasara por normal.

—Claro —contestó Angel—. Adivina qué tengo en la bolsa.

Angel estaba feliz como unas castañuelas. Por norma general, ella desempeñaba sus tareas despacio y muy minuciosamente a no ser que se tratara de su campo profesional: las artes marciales o los servicios de protección. En esos casos era rápida y letal.

Esa rápida y letal mujer me había comprado una blusa de seda marrón dorado absolutamente preciosa.

Se lo hice saber.

—Me pareció que era algo que te pondrías —dijo tímidamente—. ¿Es de tu talla?

—Sí —contesté feliz—. Muchísimas gracias, Angel. Espero que también hayas comprado algo para ti.

Angel, orgullosa y avergonzada, sacó de su bolsa de Marcus Hatfield una camiseta azul y blanca, una blusa blanca de premamá y un jersey largo de color negro.

—Es todo muy bonito. ¿Crees que los pantalones van a ser un problema?

—Seguro que sí —dijo apoyándose en el borde de mi escritorio para doblar sus compras—. Todos los pantalones y el ochenta por ciento de los vestidos que me he probado me quedan demasiado cortos. Me tendré que apañar con el jersey.

—¿Es que vas a necesitar un vestido pronto? —pregunté, no sabía que Angel se pusiera vestidos.

—Sí. El funeral —explicó—. Jack Burns. Ya sabes. —Y con su alargada y delgada mano, hizo un gráfico movimiento de espiral en descenso que culminó con un golpe en la superficie del escritorio.

—¿Cuándo es?

—Dentro de una semana. Tendrán el cuerpo para entonces.

—¿Y vas a ir?

—En cierta forma creo que tengo que hacerlo —dijo Angel—. Yo también le conocía. Ya sabes, además de lo de la multa.

Intenté no mirarla fijamente.

—No, no tenía ni idea.

—Había empezado a venir al Athletic Club por las tardes, le daba a la cinta de correr. Él sabía que yo vivía contigo.

—¿Hablaba sobre mí?

—Sí —dijo sin darle importancia, deslizando su mano en las asas de plástico de la bolsa—. Tenía obsesión contigo, Roe. Bueno, me voy. Hasta luego.

Y dando grandes zancadas, se marchó, toda dorada, alta y esbelta y por primera vez desde que la conocía, radiante y feliz.