Había olvidado que Martin iría al aeropuerto directamente desde el trabajo. Dejaría su Mercedes en la fábrica y lo recogería a su regreso, tres días después. Sus superiores de Pan-Am Agra habían programado uno de esos eventos que hacían hervir la sangre de Martin: un seminario sobre el acoso sexual, cómo reconocerlo y cómo evitarlo. Todos los gerentes de la fábrica volaban a Chicago para participar en él. Como Martin no tenía ningún amigo en especial entre ellos y odiaba cualquier tipo de encuentro que él no presidiera, su postura más positiva era una taciturna aceptación.
Cuando me llamó para decirme que salía hacia el aeropuerto, me insistió una y otra vez en que conectara el sistema de seguridad de la casa todas las noches.
—¿Qué tal está Angel? —preguntó justo cuando ya iba a colgar—. Shelby me ha dicho que no se encontraba muy bien.
—¡Ah! Ya lo hablamos cuando regreses. Se va a poner bien.
—Roe, dime. ¿Se encuentra lo suficientemente bien como para ayudarte en caso de emergencia?
Yo era la única bibliotecaria de Lawrenceton, y muy posiblemente de todo el estado de Georgia (e incluso quizá de Estados Unidos), que tenía guardaespaldas. Pensé en Angel, impactada y asustada en la consulta del médico por la mañana, e imaginé la posibilidad de llamarla si necesitaba ayuda.
—Claro que sí, Angel está bien —dije con voz tranquilizadora—. ¡Ah! Por cierto, vi a uno de los (bueno, desconozco para quiénes trabajan exactamente Dryden y O’Riley…, nunca lo han mencionado), en fin, que me encontré con uno de ellos esta mañana y dice que tiene que venir a casa esta tarde para hablar conmigo.
Casi se me escapa decirle que me lo encontré en la consulta del médico. Martin me habría preguntado qué había dicho el doctor y yo no quería mentirle.
—¿Qué es lo que tiene que hablar contigo? —preguntó Martin.
—Si quieres que te diga la verdad, no estoy segura.
—Roe, dile a Angel que esté contigo en casa cuando ese señor vaya.
—Martin, no se encuentra bien.
—Prométemelo.
Pocas eran las ocasiones en las que Martin utilizaba ese arma. Y era un arma a la que ambos mostrábamos lealtad.
—Vale. Si no está vomitando en ese momento, la tendré aquí en casa.
—Perfecto —convino—. ¿Qué quieres que te traiga de Chicago?
Pensé en las enormes tiendas, en las posibilidades infinitas. No me gustaba tener tantas opciones.
—Sorpréndeme —dije con una sonrisa que pudo percibir en mi voz.
Nos despedimos utilizando algunas de nuestras despedidas personales y después Martin regresó a su mundo laboral, un mundo que yo difícilmente podía imaginar.
Anduve por la casa durante un rato, limpiando el baño del piso de abajo y barriendo el porche delantero, el patio de atrás y las escaleras del pasillo cubierto que va del garaje a la puerta de la cocina. Después llamé a Angel.
Obedientemente, confirmó que estaría en mi casa antes de las cuatro y me disculpé por molestarla en un día tan difícil.
—Martin me ha hecho prometérselo —le expliqué.
—Es mi trabajo —dijo Angel—. Además, no quiero quedarme aquí sentada esperando a que Shelby llegue a casa.
El timbre de la puerta sonó.
—Hay una furgoneta de una floristería en la rampa de entrada —dijo Angel. Debía de estar hablando desde su teléfono inalámbrico, mirando a través de la ventana principal de su apartamento—. Bajo ahora mismo.
Colgó sin despedirse. Fui a la puerta principal y apagué el sistema de seguridad. Oí cómo Angel abría con llave la puerta auxiliar que da a la cocina a la vez que el timbre sonaba una segunda vez. Cuando corrí el pestillo, Angel ya estaba de pie detrás de mí.
—Una entrega a esta dirección —anunció el joven hombre negro con mono azul. En un parche cosido al bolsillo superior izquierdo ponía «DeLane». En sus manos sostenía un ramo enorme de flores de primavera metidas en un alto jarrón transparente de cristal. Era precioso: narcisos, gipsófilas, lirios, y rosas.
—¿Para quién es? —pregunté.
A DeLane se le notaba incómodo.
—Solo pone: «A la más bella». Ahora ustedes dos, señoritas, tendrán que pelearse por él, digo yo —añadió con algo más de entusiasmo. Por la forma en la que miraba a Angel era evidente quién pensaba él que ganaría.
—¿Quién ha hecho el pedido? —preguntó Angel con brusquedad.
—Nos ha llegado desde Atlanta con Call-a-Posy[4] —respondió encogiéndose de hombros—. También a nosotros nos ha parecido bastante extraño, pero la tienda de Atlanta dice que ya estaba pagado. Probablemente quien las haya enviado llamará pronto.
—Gracias —dijo Angel abruptamente y le quitó el jarrón de las manos.
Le dije adiós y cerré la puerta.
Angel sostenía las flores y las observaba con mucha atención. Las puso en la mesa de centro y miró con detenimiento los tallos a través del cristal transparente, cuidadosamente separó todas las flores con uno de sus largos dedos.
—No me gusta que las cosas vengan sin una tarjeta y que solo ponga «A la más bella» —afirmó—. Da mal rollo. Los regalos que no dicen de quién son me parecen sospechosos.
Me pregunté si podía haber sido Martin. Quizá había parado en una floristería en el trayecto hacia el aeropuerto, aunque me costaba creerlo. Él sabía que había dos mujeres en esta dirección y además habría firmado la tarjeta. No tenía sentido que hubiera sido él. Y lo mismo se podía decir de Shelby, quien antes que un ramo gigante de flores, habría comprado para Angel ropa nueva para hacer footing o un nuevo saco de boxeo. (El regalo de la Navidad anterior había sido una nueva funda para llevar oculta la pistola).
—Espejito, espejito, dime una cosa, ¿quién es en este reino la más hermosa? —recité, en un intento de arrojar algo de luz sobre la situación—. ¿Quieres llevártelas a casa y poner a Shelby celoso? O… quizá las haya enviado él.
Angel negó con la cabeza de forma arisca.
—Tener que contestar preguntas sobre quién envió estas flores solo complicaría aún más las cosas y además sé muy bien que esto no es cosa de Shelby.
Nuestro comedor se encontraba entre el salón y la cocina, así que tuve que atravesar el amplio arco para poner un mantel individual de plástico en el centro de la mesa de comedor. Angel me siguió, aún enfurruñada, y puso el jarrón sobre el plástico, secándose las manos en sus vaqueros inmediatamente después, como si quisiera desprenderse de la sensación que el jarrón había dejado en sus dedos. Ambas nos quedamos un rato más de pie, observando las flores. Como no se pusieron de repente a decirnos quién las había enviado, ni explotaron, ni hicieron nada que no fuera estar ahí quietas, siendo flores, pronto esa actividad dejó de resultarnos interesante. Estuve a punto de proponerle a Angel ir a ver qué había en la nevera cuando el timbre volvió a sonar.
—¡Oh, vaya! Son las cuatro en punto —anuncié mirando mi reloj de pulsera—. Deben de ser Dryden y O’Riley. —Miré a Angel—. Estaré segura con ellos. —Yo sonreí pero ella no.
—Te dije que me quedaba.
—Vale, vale. —Me dirigí a la puerta. Los tacones emitían un pequeño clic cada vez que chocaban con el pulido parqué. Era un sonido que casi siempre me hacía sentir mejor. Mi casa se había construido hacía unos sesenta y tres años, pero la habíamos reformado y su estado era maravilloso. No era más que una antigua casa familiar, y ni siquiera se trataba de mi casa familiar, pero me encantaba.
No había vuelto a conectar el sistema de seguridad, por lo que Dryden pudo pasar en menos tiempo que el repartidor de flores.
Miré tras él pero no había rastro de O’Riley. Al apartarme para dejarle entrar, me di cuenta de lo que me alegraba que Angel hubiera decidido quedarse. En ese instante, la mirada de Dryden se topó con ella y su boca se elevó hacia un lado, un enigmático tic que no fui capaz de interpretar; podía ser cualquier cosa, desde una profunda admiración por ver una estupenda muestra de hembra humana, a enfado conmigo por haberle pedido a alguien más que estuviera presente en nuestra conversación.
—Ha venido usted solo —afirmé, ya que nunca me ha dado miedo decir lo que resulta evidente.
—O’Riley se encuentra en otra entrevista —respondió recolocando sus gafas de montura de tortuga en su nariz. Como si el gesto fuera contagioso, como los bostezos en las reuniones, yo hice lo propio con las mías y nos miramos el uno al otro con solemnidad.
—Por favor, siéntese —le ofrecí—. Le presento a Angel Youngblood. Estaba conmigo en el jardín trasero cuando Jack Burns cayó de la avioneta.
—Gracias por ahorrarnos un viaje —dijo Dryden. Yo aún no era capaz de interpretar su expresión. Debía de haber reconocido a Angel como la mujer que estaba conmigo en la consulta del doctor Zelman por la mañana. Seguramente ya había leído todos los informes policiales y sabría que Angel estaba presente durante la caída libre de Jack Burns. No obstante, no parecía interesado.
Cada vez me sentía más confundida con el señor Dryden.
Por fin se sentó en el sofá y Angel y yo hicimos lo propio en dos sillas que estaban frente a él. Rechazó mi habitual invitación a café o té helado a pesar de que fuera hacía un día sofocante y su traje de chaqueta daba seguro bastante calor.
Por primera vez me fijé en Dryden con atención. Era grande, de hombros anchos y fornido, pero no gordo, no estaba gordo en absoluto. Tras sus gafas, ojos azules, y si tenía alguna cana, su pelo rubio se encargaba de esconderla. Como era de esperar, llevaba el pelo muy corto, tal y como yo siempre había creído que lo llevaban los agentes del FBI (si es que era un agente del FBI), y yacía sobre su cabeza tan liso como si se lo hubiera pulido. Solo conocía a otro hombre con el pelo tan rubio, el detective Arthur Smith, novio mío en su momento y ahora casado y padre de una niña. Las últimas veces que me había encontrado con Arthur había percibido deseo en su mirada, y de repente me pregunté si habría sido él el de las flores.
Supuse que me había perdido en mis conjeturas ya que un carraspeo me hizo regresar al aquí y ahora de un respingo. Angel y Dryden me miraban esperando a que dijera algo.
Suspiré.
—Disculpe, no estaba prestando atención. ¿Podría repetirlo?
—¿Sabe usted pilotar una avioneta?
La idea me hizo reír.
—No —contesté, ya que obviamente Dryden querría una respuesta en el informe—. No recuerdo haber estado nunca en la cabina de un avión o avioneta.
—¿Y usted, señora Youngblood?
—Fui a alguna clase en Florida —dijo con tranquilidad. Vi cómo los largos dedos de Angel descansaban sobre su estómago plano. Me resultaba increíble pensar que un bebé pudiera estar en un lugar tan pequeño, invisible y secreto para los que rodeaban a Angel. ¡Qué cosa tan maravillosa podía llevarse dentro! Las otras opciones resultaban tan mundanas o tan mortales: una gripe, un cáncer, una apendicitis…
Me había dejado llevar otra vez.
—… recordar el nombre del instructor?
—Bunny Black. Era la dueña de una pequeña escuela de vuelo, Daredevil…, pero tuvo que mudarse y nunca he tenido la oportunidad de sacarme la licencia de piloto.
Dryden apuntaba todo minuciosamente, lo que resultaba bastante ridículo teniendo en cuenta que mientras la avioneta estaba totalmente en el aire, los pies de Angel no se habían separado del suelo.
Dije lo que pensaba, educadamente.
Él se encogió de hombros y continuó tomando notas.
Si era así de exasperante en casa, un día de estos su mujer le clavaría un cuchillo de carnicero. Incliné mi cuerpo un poco hacia delante para fijarme en su mano izquierda. Sin rastro de alianza. Bueno, no me sorprendía.
De repente levantó su mirada del cuaderno hacia mí, mostrándome sus ojos, inesperadamente fijos y azules. Nos miramos el uno al otro por un tiempo que me pareció larguísimo.
Me recliné de nuevo en mi silla con la incómoda sensación de haber estado en Marte.
Continuamos repasando tediosamente el horror de ayer. Angel y yo fuimos incapaces de añadir la mínima información a lo que ya habíamos contado a la policía local. Empecé a sentir lástima por no poder recordar, así, de repente, un hecho sorprendente que poder contarle. «¡Oh! ¡Acabo de acordarme! ¡Precisamente llevaba una cámara de vídeo en la mano y creo que le di al botón de grabar justo cuando el piloto se asomaba a la ventana de la avioneta!». Apuesto a que eso cambiaría la expresión en el rostro de Dryden…
Vaya, lo había vuelto a hacer.
—Su relación con Jack Burns, señora Teagarden… —estaba diciendo Dryden y me apresuré a prestar atención.
No pude evitar observar a Angel. Sus ojos se habían estrechado y miraba a Dryden con cautela, como si estuviera decidiendo dónde atacarle primero.
—Jack Burns y yo no teníamos relación —zanjé con neutralidad.
—¿Así que no es cierto que Burns mostró en público hostilidad hacia usted en al menos dos ocasiones?
—No las he contado —contesté en tono impertinente y me arrepentí de inmediato—. La verdad, señor Dryden —y recordé de repente un artículo que había leído en el que la policía insistía en que los sospechosos invariablemente estaban mintiendo cuando comenzaban sus frases con «Para serle sincero» u «Honestamente»—, si la memoria no me falla, no había hablado con Jack Burns en más de dos años, así que no creo que pueda usted afirmar que tuviéramos ningún tipo de relación.
Jack Burns me había visto en las proximidades de varios cadáveres, demasiados como para que eso encajara en su férreo instinto policial. Siempre tuvo la sensación de que yo tenía que ser culpable de algo.
Pero no quería ponerme a intentar explicarlo y tampoco sentía que tuviera la obligación de hacerlo.
—Señora Youngblood, ¿usted vive en ese apartamento sobre el garaje? —Dryden apuntó con su lápiz al garaje, claramente visible a través de las ventanas con orientación sur del salón.
Angel asintió.
—¿Se lo alquila la señora Teagarden?
—Vivimos ahí sin pagar alquiler y a cambio ayudamos a Roe y a Martin. —Angel tenía un aspecto completamente relajado, completamente neutro. Era como si no estuviese allí.
—¿Ayudamos?
Angel levantó las cejas sutilmente.
—Ayudamos con el jardín, yo ayudo a Roe en las tareas del hogar, hacemos todas esas cosas para las que se necesita una persona de apoyo. Martin viaja mucho y es muy práctico para Roe.
Ya me gustaría a mí ver el día en el que le pido ayuda a Angel para las cosas de la casa. No obstante, una respuesta más realista, «somos sus guardaespaldas», habría requerido una explicación mucho más extensa que no queríamos ofrecer.
—¿Y hace cuánto que existe esta relación laboral?
—Pero, por favor, ¿qué conexión puede tener todo esto con el asesinato de Jack Burns? —pregunté, harta de repente de la presencia de Dryden en mi casa, del aburrimiento que me producían las interminables e incómodas preguntas. Se me ocurrían un montón de cosas que necesitaba hacer y que preferiría estar haciendo antes que esto. Además, Shelby llegaría a casa en diez minutos y Angel debía prepararse para una tarde tensa y decisiva.
Me puse de pie.
—Señor Dryden, no quiero ser descortés —aunque supongo que lo fui—, pero estoy segura de que tendrá cosas mejores que hacer. En mi caso, desde luego, así es. Todo lo que nosotras hemos hecho ha sido ser, por pura casualidad, testigos del terrible incidente.
Dryden, con labios apretados de enfado (o al menos yo pensé que era enfado), se dispuso a guardar el lápiz y el cuaderno.
—Espero que no sea necesario volver a molestarlas —afirmó, bastante calmado. Miró entonces por encima de mi hombro, a través del arco que daba al comedor—. Bonitas flores —añadió, una vez más sin pizca de emoción.
—Gracias por venir —dije con, espero, firme cortesía.
Cuando se fue, Angel me miró, negando con la cabeza.
—¿Qué? —pregunté indignada.
—Solo te ha faltado morderle… —contestó y avanzó hasta la puerta de la cocina—. No olvides conectar la alarma cuando yo salga —exclamó girando la cabeza hacia mí. A través de la ventana de la cocina, la miré mientras avanzaba por el pasillo cubierto que lleva al garaje, saltaba los peldaños de madera de dos en dos y abría el cerrojo de su puerta. Obedientemente, pulsé la correcta combinación de números en el panel de la pared y recé por Angel, Shelby y el bebé.
***
Esa tarde recibí otra de esas incómodas llamadas de teléfono. Últimamente había recibido unas cuantas. Alguien que llama al número equivocado y no dice nada cuando una voz desconocida contesta. Lo mínimo que podrían hacer sería decir: «Disculpe. Me he equivocado de número» o «Disculpe la molestia». Finalmente decidí dejar que sonase el teléfono hasta que saltara el contestador automático y, por supuesto, la siguiente persona que llamó fue Martin. Simplemente le hice pensar que estaba demasiado lejos del teléfono como para contestar antes del tercer timbre. No tenía sentido contarle nada de lo de las llamadas. Solo conseguiría preocuparle, quizá además llamaría a los Youngblood y se preocuparían también.
No le conté nada de las flores.
Ni le conté nada del embarazo de Angel.
Sí que le conté cómo había ido la entrevista con Dryden. Cuando Martin supo que Dryden había venido solo, hizo una de las cosas que me hacen quererle tanto. No dijo ni una sola palabra sobre su insistencia en que Angel estuviera presente. Pero pude notar la diferencia en su voz mientras hablábamos: ahí estaban el acero y la dureza de los que yo no era casi nunca testigo. Quizá era su forma de ser cada día en el trabajo, esa que evitaba traerse a casa, o quizá solo algo que despertaba en él el peligro, el olor a amenaza hacia él o hacia las personas o cosas que más quería.
Y no es que se le pudiera acusar de paranoia o de ser demasiado precavido, no con todo lo que se escuchaba en las noticias cada día, ni con los horrores que Martin había visto en Vietnam o Centroamérica. Sería un acto de egocentrismo insensato por mi parte pensar que esos horrores no podían ocurrirme a mí.
Desde la lejana ciudad de Chicago, lugar que yo nunca había visitado, Martin me dijo que usara mi sentido común y que, por Dios, no me olvidara de conectar el sistema de seguridad.