—Creo que Dryden y el Papa, quiero decir, O’Riley, son agentes federales de alguna clase —le conté a Martin mientras se ponía sus pantalones de pijama color granate. Excepto en las noches muy frías, y no es que haya muchas noches de esas en Lawrenceton, Martin solo duerme con pantalones; nunca he sabido bien qué hacer con las partes de arriba así que a veces acabo poniéndomelas yo—, FBI, CIA o Marshal.
—Mientras no estén interesados en mí —dijo Martin.
—Tú ya no estás metido en eso y la muerte de Jack no tiene nada que ver contigo, la investigue quien la investigue.
Descubrir la vida secreta de Martin había sido el trago más amargo de mi vida. Martin había nacido para ser bucanero. Durante un breve periodo de tiempo, al terminar la guerra, había saciado su pasión por el peligro trabajando para una dudosa agencia financiada por la CIA. Incluso estando ya trabajando en Pan-Am Agra, contactaron con él de nuevo y reanudó sus actividades clandestinas. Solo el total abandono del contrabando de armas que había llevado a cabo en su viajes (legales) de negocios había hecho posible que nuestro matrimonio siguiera adelante.
Me había repuesto hace muy poco de que me hubiera ocultado esta parte de su vida antes de nuestra boda. El asunto me había llevado su tiempo y durante un par de meses la separación se había perfilado como una opción más que posible.
No me gustaba recordar ese periodo. Angel y Shelby aparecieron en mi vida también por esas fechas, pero había conseguido verles más como amigos y empleados que como guardaespaldas, al menos casi siempre. Como Martin había cosechado algunos enemigos durante su época en el comercio clandestino y su actual trabajo le obligaba a viajar mucho fuera de Lawrenceton, había decidido instalar a Angel y Shelby en casa como inteligente medida de precaución. Shelby había empezado a trabajar en Pan-Am Agra como tapadera de su verdadera ocupación: protegerme, pero parecía que allí había encontrado una carrera profesional. Había ascendido a capataz y se vislumbraba otro ascenso en el horizonte. Eso era lo más extraño de toda esta historia.
Mientras estaba sentada en nuestra cama de dos por dos con un libro de crucigramas apoyado en un soporte para portátil sobre mis rodillas, me vino a la cabeza el siguiente pensamiento: tal y como le ocurría a Martin, Jack Burns también era un hombre duro con unos cuantos enemigos.
Jack, que debía de andar por los cincuenta y pocos cuando murió, había pasado la mayor parte de su carrera profesional en el cuerpo de policía de Lawrenceton, aunque también había trabajado en la policía de Atlanta por un periodo de cuatro años. Desde ese momento Jack odiaba Atlanta y, probablemente, la cada vez más cercana incorporación de nuestro pueblo a la creciente área metropolitana de Atlanta le producía más rechazo que a los demás residentes de Lawrenceton. Jack odiaba los cambios y amaba la justicia, que nunca era lo suficientemente pura para él.
Excepto por su corte de pelo y porque se afeitaba todas las mañanas, Jack mostraba una casi total indiferencia por su aspecto. Siempre parecía que hubiera abierto su armario con los ojos vendados y hubiera sacado lo primero que alcanzaban sus manos: habitualmente las prendas que llevaba puestas no guardaban relación las unas con las otras.
—Me pregunto qué hacía Jack subido en una avioneta —murmuré, apartando a un lado el soporte y los crucigramas—. Me parece que en algún momento fue a clases de vuelo. Creo recordar que Bess comentó en una ocasión que podría serle útil para su trabajo.
Martin se estaba cepillando los dientes pero me oyó. Apareció junto a la puerta del baño haciendo gestos. Hablaría conmigo en un minuto.
Oí ruidos de gárgaras y Martin apareció secándose la boca con una toalla. Cuando se dio cuenta de que la había sacado sin querer, la lanzó de nuevo al cuarto de baño y vi cómo aterrizaba en las inmediaciones del toallero.
No se le da demasiado bien eso de colgar las toallas.
—Sally ha llamado mientras estabas fuera —dijo.
Elevé las cejas interrogativamente. Sally Allison era la periodista estrella del Sentinel de Lawrenceton.
—Por alguna razón quería que supieras que fue el propio Jack Burns quien alquiló la avioneta en el aeropuerto Starry Night, a unos quince kilómetros de la autopista.
—¿La alquilo él?
Martin asintió.
¡Mi buena amiga Sally sabía que ese pequeño detalle despertaría mi curiosidad! Enganché el clip del bolígrafo a mi libro de crucigramas e intenté imaginarme cómo alguien pudo conseguir que Jack entrara en la avioneta para después matarle y lanzarle al vacío. ¿Podría una sola persona hacer todo eso? ¿Disponían las avionetas de piloto automático? ¿Habría alguien trabajando en el aeródromo controlando las salidas y llegadas de los aparatos?
—Por lo poco que te dijo la mujer de Burns, él conocía la identidad de alguien que vivía aquí en Lawrenceton sometido al programa de protección de testigos —dijo Martin.
—¿Y por qué querría el…?, no sé bien cómo se le llama, ¿«protegido»? ¿Por qué querría matar a Jack?
Martin me miró arqueando las cejas. Algo muy evidente se me había escapado.
—Pienso que la persona que mató a Jack Burns quería conocer la nueva identidad de esa persona.
¡Claro! Debería haberme dado cuenta de eso antes.
—Pero si se trata de las personas contra las que el testigo testificó, ya conocerán el aspecto del protegido ¿no?
—Quizá se ha sometido a una operación de cirugía plástica —dijo Martin—, o quizá esas personas solo piensan que saben quién les traicionó. —Pero su interés en el tema había menguado. Una vez que había visto que no corríamos peligro y que no estábamos implicados, la muerte de Jack Burns empezó a perder todo su atractivo para Martin, excepto por el hecho de que me preocupaba y disgustaba a mí.
—Pero ¿por qué en nuestro jardín, Martin? Es algo que antes te inquietaba —le desafié—. Dame una buena razón. —Me quité las gafas (ese día llevaba puestas las de montura azul) y crucé los brazos bajo mis pechos, más o menos cubiertos por un encaje color marfil, la parte superior de la ocurrencia que Martin me había regalado por su cumpleaños.
—¿Piensas que escogieron nuestro jardín a propósito? —preguntó Martin.
—Sí… Puede ser que sí. No quería tampoco anunciar mis sospechas a bombo y platillo delante de Padgett Lanier, pero la avioneta estuvo volando en círculos hasta que se aseguró de hacer diana. Podían perfectamente haber lanzado el cuerpo en uno de los campos que hay alrededor de la casa, se habría quedado ahí tendido durante días sin que nadie se enterara y tampoco habrían podido seguir el rastro a la avioneta. Se arriesgaron a que Angel y yo viéramos la avioneta para tirar a Jack justo aquí. —Y señalé nuestra cama como si fuera el objetivo.
—Se trataba de una amenaza al «protegido», como tú le llamas —dijo Martin con calma. Ahora que tenía nuevas razones que explicaban por qué Jack había acabado en nuestro jardín, parecía más relajado—. Era una forma de decirle: «Aquí tienes el cadáver del hombre que te conocía, pronto iremos a por ti».
—Podría ser. Pero ¿por qué aquí?
—Querían que se encontrara el cadáver rápidamente para que su mensaje se difundiera cuanto antes. Divisaron un jardín grande con dos mujeres que con toda seguridad llamarían a la policía de inmediato.
No era la primera vez que me daba cuenta de lo que confiaba en la autoridad y poder de decisión de Martin. Si él decía que no había nada por lo que preocuparse, yo estaba bastante dispuesta a aceptarlo. También me di cuenta de algo que debería haber advertido antes: mi marido estaba furioso. A Martin, hombre protector, no le hacía ninguna gracia que su mujer estuviera asustada porque un cadáver había caído del cielo y menos si estaba convencido de que había caído junto a ella deliberadamente.
Martin tenía tanta presión en su interior como un volcán a punto de entrar en erupción. Por desgracia no teníamos en casa una cancha de racquetball, el método favorito de Martin para liberar tensiones.
Pero por suerte, también existía otro método.
—Martin, hoy he pasado mucho miedo.
Instantáneamente se acercó por su lado de la cama, se deslizó dentro y me rodeó con sus brazos. Me acurruqué en su cuello. Él me abrazó con cuidado, delicadamente. Sé que la protección de un hombre es algo ilusorio, pero las ilusiones pueden ser tremendamente reconfortantes algunas veces. Elevé mi rostro hacia el suyo y le besé. Cuando estuve segura de que ambos estábamos pensando en lo mismo, apagué la lámpara de la mesilla de noche, me volví hacia él y le mordí suavemente en el cuello.
Más tarde, cuando nos quedamos dormidos, ambos estábamos mucho más relajados.
***
El artículo de Sally Allison en el Sentinel del día siguiente no mencionaba a los dos corpulentos hombres de Atlanta. Martin dejó el periódico en la mesa abierto por esa página para que pudiera leerlo al levantarme y, justo al lado, una taza limpia para el café. Él tenía que madrugar para ir a un desayuno de trabajo con los jefes de su departamento.
Jack Burns, miembro del cuerpo de policía de Lawrenceton desde hacía muchos años, fue asesinado en algún momento del mediodía del lunes. Su cuerpo, lanzado desde una avioneta que realizaba un vuelo a baja altura, aterrizó sobre las 14 horas de ayer en la propiedad de Aurora Teagarden y Martin Bartell, en Mason Road, a un kilómetro y medio del centro.
A Burns, natural de Lawrenceton, no se le conocían enemigos. Su mujer, la profesora ya jubilada Bess Linton Burns, expresó desconcierto sobre el motivo de la muerte de su marido: «Solo se me ocurre pensar que ha podido ser alguien a quien Jack hubiera arrestado, alguien que ha querido vengarse de él», dijo.
«Aún no se conocen las causas de su muerte —afirmó el sheriff Padgett Lanier—. La autopsia revelará esa información».
Lanier continuó diciendo que el departamento del sheriff está investigando cómo alguien entró en la avioneta (de la marca Piper), alquilada por el propio Burns en el aeródromo Starry Night el día de ayer, para después reducir a Burns. La devolución de la avioneta se llevó a cabo ayer y nadie en el pequeño aeródromo ha podido identificar al piloto.
Obituario, en página 6.
Me podía imaginar la frustración de Sally al haber tenido que trabajar con tan poca información. Cuando me llamó la noche anterior para contarme que el mismo Jack Burns había alquilado la avioneta que le acabaría llevando a su destino final, quizá buscaba también algún detalle adicional con el que engordar su artículo. Acompañaba al texto la habitual lúgubre foto de los dos sanitarios cargando en la ambulancia la camilla con el cuerpo cubierto. Se podía apreciar que el bulto era algo más plano de lo normal… Tragué saliva y ahuyenté mis pensamientos. Miré el reloj. Era un alivio tener que mirarlo otra vez y tener razones con las que planificar mis días.
Había reanudado mi trabajo a media jornada en la biblioteca de Lawrenceton hacía cuatro semanas después de que inesperadamente Sam Clerrick me llamara para contarme que su bibliotecaria más veterana le había dicho de repente «no puedo colocar ni un solo libro más, no puedo decirle a ningún otro niño que guarde silencio, no puedo aguantar más a la nueva auxiliar, no le puedo decir a ningún socio más dónde está la colección Georgia».
Yo ya había trabajado para él anteriormente y, al verse en tal aprieto, Sam decidió llamarme. Acepté el trabajo en ese mismo momento y Sam aceptó darle una oportunidad a lo de la media jornada, al menos mientras buscaba a alguien que quisiera el empleo durante la jornada completa.
Trabajaba cinco días a la semana desde las nueve de la mañana hasta la una de la tarde, alternando uno de esos días cada semana, ya que los sábados la biblioteca solo abría de nueve a una. Nadie quería trabajar todos los sábados, y yo tampoco. Cuando yo salía, me sustituía la auxiliar, y a veces, además, esta contaba con la ayuda de algún voluntario.
Quería llegar pronto a la biblioteca para acabar cuanto antes con el inevitable interrogatorio por parte de mis compañeros.
Era un precioso martes de primavera, acompañaba el sol y una brisa fresca y enérgica. Angel estaba sentada en las escaleras que llevan al apartamento de los Youngblood, situado sobre mi garaje. Su piel tenía un tono turbio, combinación de su palidez en aquel momento con su bronceado crónico.
—¿Qué te ocurre? —No recordaba a Angel poniéndose enferma.
—No lo sé —contestó—, hace unos días que me encuentro fatal. No me apetece levantarme de la cama ni me apetece ir a correr.
—¿Tienes fiebre?
—No —contestó sin energía—, al menos no que yo sepa. Nunca hemos tenido termómetro. —Intenté imaginarme cómo era eso posible.
—¿Has intentado ir a correr hoy?
—Sí. He hecho menos de un kilómetro y después he tenido que volver a casa. —Todavía llevaba puesta la ropa para hacer footing y sudaba copiosamente.
—Mira, Angel, voy a llevarte al médico. Hasta dentro de una hora no es realmente necesario que esté en el trabajo —dije de forma impulsiva. No podía permitir que Angel, quien sin duda estaba muy enferma, condujera sola hasta la consulta del médico.
—No he ido nunca al médico excepto una vez que me pusieron puntos en urgencias —me contó Angel.
—Voy a llamarle —insistí, después de recuperarme del asombro—. Ve a ducharte y a ponerte unos pantalones.
Angel asintió cansada y, ayudándose con la barandilla, se levantó. Mientras yo entraba en casa para llamar al médico y a la biblioteca, la vi subir las escaleras con dificultad.
—Te prometo que trabajaré todas mis horas hoy —le aseguré a Sam—. Tengo que llevar a una amiga al médico. No tiene a nadie más.
—Es uno de los inconvenientes que surgen cuando uno tiene un empleado que en realidad no necesita el trabajo —dijo Sam asépticamente—. ¿Va a ocurrir muy a menudo?
—No —contesté algo ofendida a pesar de saber que lo que decía tenía todo el sentido del mundo—. Mañana llegaré a mi hora. Es solo que hoy necesito llegar un poco más tarde.
Cuando fui a coger mi viejo coche azul, Angel estaba sentada en el asiento del copiloto. Se había puesto unos pantalones blancos y una camiseta de tirantes de color amarillo a pesar de que, según me parecía a mí, hacía demasiado frío para llevar tirantes. Recordé entonces cómo sudaba después de su corta sesión de footing. Angel tenía la cabeza apoyada en el cristal de la ventana.
Su indisposición me preocupaba cada vez más. Físicamente, nunca la había visto a menos del cien por cien y siempre había envidiado su cuerpo de Superwoman (aunque no lo suficiente como para entrenar todos los días para tener uno igual). Durante el corto trayecto hasta el pueblo, Angel se mantuvo en silencio.
La sala de espera del doctor Zelman no estaba tan llena como yo había temido. Había dos parejas de ancianos, de las cuales posiblemente solo uno de cada par necesitaría ver al doctor. Además, extrañamente, también se encontraba allí el rubio señor Dryden, quien discutía con Trinity, la recepcionista del doctor Zelman.
—¿Podría, por favor, decirle al doctor que estoy aquí por un asunto oficial? —estaba diciendo Dryden enfurecido.
—Ya lo he hecho —contestó Trinity con frialdad.
Podía haberle dado un buen consejo a Dryden en ese momento, si lo hubiera pedido. «Nunca cabrees al recepcionista». Esa es la regla número uno para todos aquellos que tienen una lista muy limitada de médicos a los que acudir.
—¿Se da cuenta el doctor de que tengo que regresar a Atlanta muy pronto?
—Sí, sí que se da cuenta. —Bajo la ahuecada permanente que lucía su moreno y canoso cabello, el rostro de Trinity se mostraba cada vez más serio.
—¿Seguro que se lo ha dicho?
—Yo al doctor Zelman se lo digo todo. Soy su mujer.
Dryden regresó a su butaca, escarmentado. Los dos únicos asientos disponibles que había juntos en toda la sala de espera estaban pegados al suyo. Después de rellenar el formulario de «nuevos pacientes» y el del seguro médico, Angel y yo nos instalamos, sentándome yo al lado de Dryden. Me retorcí en mi asiento, resignada a la incomodidad. En las sillas normales, mis pies apenas llegan a tocar el suelo, así que muy a menudo tengo que sentarme con las rodillas recatadamente juntas y los dedos de los pies apoyados en la superficie. Esa mañana llevaba puesto unos pantalones caquis y una blusa azul cielo con botones en el cuello. Con las prisas en llevar a Angel al médico, me había dejado el pelo suelto y este no dejaba de enredarse en los botones. Ya que Angel, como es lógico, no parecía tener ganas de charla, cuando acabé de desenmarañarme, abrí un libro (siempre guardo uno de bolsillo en el bolso) y pronto me vi inmersa en los acontecimientos que transcurrían en Jesus Creek, Tennessee[3].
—Lleva hoy usted unas gafas de diferente color, ¿verdad? —preguntó una voz masculina.
Levanté la vista. Dryden me miraba con atención.
—Tengo varios pares —le contesté. Hoy llevaba puestas las de montura blanca, para celebrar que era primavera.
Sus cejas rubias se elevaron ligeramente por encima de su gruesa montura de tortuga.
—Son caras —afirmó—. Su marido debe de ser óptico.
—No —rebatí yo—. Soy rica.
Mis palabras le callaron durante un tiempo, pero no lo suficientemente largo.
—¿Es usted la misma Aurora Teagarden en cuyo jardín cayó ayer el cuerpo? —preguntó en cuanto el silencio empezó a prolongarse.
«No, soy una Aurora distinta. Somos muchas con ese nombre en Lawrenceton».
—Sí.
—¿Y por qué no me dijo nada anoche en la casa de los Burns?
—¿Y qué quería que le dijera? —pregunté desconcertada—. «Oiga, señora Burns, he visto el cadáver de su marido. Parecía como si alguien le hubiera golpeado con una maza para ablandar carne gigante». La verdad es que Bess me preguntó si Jack estaba muerto antes de darse contra el suelo y yo le dije que pensaba que sí.
—Entiendo.
«Pues ya era hora».
—Aun así —continuó—, tenemos que hacerle una pequeña entrevista sobre el incidente.
Me di cuenta de la terminología escogida.
—En ese caso, tendrá que ser esta tarde. En cuanto lleve a mi amiga a casa, tengo que ir a trabajar y después debo ayudar a mi marido a preparar su viaje a Chicago y llevarle al aeropuerto. Esto último lo añadí por pura maldad. Martin, como viajero experimentado que era, se hacía siempre su maleta y conducía él mismo hasta el aeropuerto. Lo hacía en un coche de la empresa, para así asegurarse de que ni ladrones ni vándalos tocaban su Mercedes en el aparcamiento de larga estancia. Lo único que yo tenía que hacer cuando Martin se iba de viaje era echarle de menos.
Últimamente le estaba echando mucho de menos.
Dryden sugirió llegar a las cuatro de la tarde a mi casa. Accedí y regresé, descaradamente, a mi libro. Pero Dryden tenía puesto el traje conversador.
—¿Así que su marido es el jefe de planta en Pan-Am Agra?
—Acaba de ser ascendido a vicepresidente de la planta de fabricación. —Pasé la página.
—¿Llevan casados mucho tiempo?
¡Por Dios! Estaba al borde de ser antipática.
—Dos años —contesté brevemente.
En ese momento, menos mal, Trinity dijo el nombre de Angel.
—Por favor, Roe, acompáñame —solicitó mi guardaespaldas en voz baja.
Considerablemente sorprendida pero feliz de poder escaparme de Dryden, metí el libro en el bolso y me puse de pie. La enfermera del doctor Zelman sustituyó a Trinity guiándonos hasta una reducida sala de exploración pintada de rosa y azul en cuya camilla difícilmente cabría el cuerpo de Angel. Había algo en la enfermera que me resultaba familiar. A medida que iba hablando con Angel sobre sus molestias y dolores, tomándole de manera eficiente la tensión y la temperatura, caí en la cuenta de que la mujer de blanco era Linda Ehrhardt y recordé que hace ya mucho, mucho tiempo, fui una de las damas de honor en su boda. Desde hace años su nombre era Linda Pocock. Cuando acabó con Angel y se dio la vuelta, también me reconoció.
Tras los habituales abrazos y exclamaciones, Linda dijo:
—Imagino que ya sabrás que me divorcié y que he vuelto a casa.
—Lo siento mucho… Pero será estupendo poder vernos de nuevo.
—Sí, eso estaría genial. Por supuesto, mis peques se han venido conmigo. Ahora mismo están en el colegio.
—Disculpa. Lo había olvidado. Eran dos niñas, ¿verdad?
—Sí, Carol y Macey. Linda extrajo el termómetro de la boca de Angel y lo miró, anotando el resultado en la ficha de Angel sin ningún cambio en su expresión.
—Señora Youngblood, va a tener que desnudarse para su reconocimiento —dijo Linda bastante alto, dando por hecho que el habitual silencio de Angel significaba que era poco inteligente y no simplemente poco habladora—. En esa esquina está la cabina para cambiarse. Póngase solo una de esas batas.
Angel fulminó con la mirada a Linda al ver la cabina y tuve que admitir que no pensé que fuera posible que Angel pudiera cambiarse en una superficie tan minúscula. Finalmente se las apañó, eso sí, refunfuñando. Y como no iba a quedarme ahí escuchando sus gruñidos, fui a cepillarme el pelo frente al espejo que había sobre el lavabo, arrastrando con cuidado el cepillo por toda la masa de ondas marrones a mechas, intentando no sacarlo con demasiada fuerza para así evitar romper las puntas. Decidí dejarlo cuando el pelo empezó a volar descontrolado, cargado hasta los topes de electricidad estática. Angel ya había conseguido acomodarse en la mesa y tenía sobre su regazo la sábana obligatoria; aun así era evidente que estaba incómoda y no poco asustada.
Justo cuando Angel iba a decir algo, el doctor Zelman entró de golpe en la sala. Él nunca simplemente entraba o salía de una habitación, él hacía entradas y salidas. Casi nunca cerraba la puerta del todo, eso era algo que tenían que hacer la enfermera o el acompañante del paciente. (Me deslicé detrás de él para cerrarla). A sus cincuenta y pocos años, Pincus Zelman, «Pinky», llevaba ya veinte años trabajando en Lawrenceton. Había ejercido una corta temporada en Augusta pero, inexplicablemente, esa experiencia provocó que añorara algo más rural.
—¡Señora Youngblood! —exclamó con alegría—. ¡Está usted tan sana que no ha venido a verme nunca, en los dos años que lleva aquí! ¡Cómo me alegro! ¿Qué puedo hacer por usted hoy? —El doctor Zelman me pilló intentando cerrar la puerta de forma discreta y me dio una palmada en la espalda tan fuerte que casi me tira al suelo—. ¡La pequeña señorita Teagarden! ¡Más guapa que nunca!
Le mostré una sonrisa incómoda mientras se dirigía de nuevo a Angel.
Estoicamente, Angel enumeró sus síntomas: cansancio ocasional, náuseas ocasionales, falta de energía. Hice una mueca de dolor al pensar que el día anterior le había pedido a Angel que me ayudara a cortar el césped. El ahora silencioso y concentrado doctor Zelman empezó a explorarla de arriba abajo, incluyendo la zona pélvica, algo que Angel sin duda no esperaba (ni yo tampoco) y que soportó a duras penas.
—Bien, señora Youngblood —dijo el doctor Zelman con seriedad buscando su lápiz entre su pelo canoso (lo tenía detrás de la oreja)—. Es una verdadera pena que no haya venido su marido hoy con usted porque tenemos mucho de lo que hablar.
Angel y yo palidecimos. Le agarré la mano.
—Porque, por supuesto, señora Youngblood, como seguro ha supuesto, está usted embarazada.
Las dos abrimos la boca a la vez.
—Ya lo sabía, ¿verdad? Debe de hacer por lo menos dos meses que no le viene el periodo. Está como poco de diez semanas, o quizá más, pero, claro, con su estupenda forma física, no se aprecia.
—Mis reglas no son nada regulares —dijo Angel muy asombrada—. No he prestado atención y no se me ha ocurrido sospechar eso porque mi marido… tiene la vasectomía hecha.
Me senté abruptamente. Por suerte había una silla debajo.
Por una vez, el doctor Zelman parecía desconcertado.
—¿Se ha hecho su marido alguna revisión últimamente? —preguntó.
—¿Una revisión? ¡Pero si le han hecho un corte ahí dentro! ¿Para qué debería hacerse una revisión? —Por una vez, Angel elevó la voz.
—Es sensato hacerlo, señora Youngblood, es muy aconsejable hacerse una revisión. Algunas veces los conductos seccionados vuelven a crecer. Lamento haberle dado esta noticia tan alegremente ya que me está pareciendo que usted y su marido no tenían planeado tener hijos, pero hay un bebé en camino, muy en camino. Al estar usted delgada y tener una inmejorable condición física es posible que el embarazo no se aprecie en quizá un mes más, especialmente al ser esta, como imagino, su primera vez.
Angel negaba con la cabeza sin dar crédito.
—Si su marido quiere hablar conmigo —ofreció el doctor Zelman amablemente—, le puedo explicar cómo ha sucedido.
—Estoy muy segura de que va a pensar que ya sabe cómo ha sucedido —dijo Angel lúgubremente—. Pero yo nunca le he… —Negó con la cabeza, continuando la frase para sí.
***
Tuve que ayudar a Angel a vestirse, ya que se la veía de veras conmocionada. Angel estaba muy disgustada, así que intenté no sonreír pero yo estaba tan entusiasmada con la idea que me resultaba difícil.
¡Un bebé!
—¿Cómo voy a trabajar? —preguntó Angel, aunque no como si de verdad le preocupara mucho.
—¡Va! ¿De guardaespaldas? Si yo, ahora que Martin está fuera de todo ese lío, ya no necesito ningún guardaespaldas —dije con dulzura—. Si tú quieres puedes echarme una mano en la casa. Ya se nos ocurrirá algo. Quizá pueda cuidar yo de tu bebé. ¿Alguna vez podré?
Angel se percató del ansia en mi voz.
—Todo esto debería estar pasándote a ti —dijo ella con una ligera sonrisa en sus finos labios.
—Bueno, Martin está algo preocupado por su edad —contesté, e inmediatamente después pensé en darme una bofetada a mí misma: Shelby Youngblood tenía la misma edad que Martin, cuarenta y siete años, Angel, treinta y ocho, y yo, treinta y dos y medio—. Bueno —añadí enérgicamente—, dile que llame al doctor Zelman, ¿vale? Quizá, con lo de la vasectomía y lo demás, puede que se disguste un poco.
—Te aseguro que así será —dijo con gravedad.
Angel salió en dirección al coche atónita y en silencio. Me aseguré de que entraba en el vehículo y después corrí hacia la consulta para recuperar mi bolso, que me había dejado en la sala de exploración. Era evidente que yo estaba revolucionada y disgustada ya que normalmente tengo las mismas posibilidades de dejarme el bolso que de dejarme la cabeza. Se lo expliqué a Trinity Zelman, quien, con un gesto, me dijo que pasara a por él y vi a Linda esperando en la puerta de la sala con el bolso en la mano.
—Sabía que volverías a buscarlo —dijo—. ¡No te olvides de llamarme! —Y se fue deprisa por el pasillo hasta el pequeño laboratorio. Yo tomé la otra dirección para salir hacia la sala de espera, dejando la primera consulta a un lado y el despacho del doctor Zelman al otro. La puerta del despacho del doctor Zelman estaba como siempre entreabierta y pude escuchar la agradable voz sin acento del señor Dryden. Finalmente había conseguido sus cinco minutos con el doctor.
—La viuda me insiste en hablar con usted sobre el estado de salud de su marido —decía el doctor Zelman sin demasiado entusiasmo—, y por lo tanto, contestaré a sus preguntas.
Ralenticé mi paso.
—Según su opinión, ¿Jack Burns era alcohólico? —preguntó Dryden directamente.
—Sí —dijo Zelman—. Solo en los últimos dos o tres años ha acudido a mí en repetidas ocasiones por lesiones relacionadas con la bebida. En una ocasión se golpeó la cabeza al caerse, otra vez su coche colisionó contra un árbol y ha habido alguna otra situación del estilo.
—Por lo que conocía usted al señor Burns, ¿diría que sus facultades mentales estaban deterioradas?
—Sí, él…
Trinity salió de la recepción para dirigirse al despacho del doctor con unos archivos, así que, a pesar de mi inmensa curiosidad, ya no tenía excusa para andar merodeando por allí.
***
Tenía más cosas en las que pensar de las que me cabían en la cabeza. Había dejado a Angel en casa, prometiéndole llevar a la farmacia la receta de las vitaminas para el embarazo de camino del trabajo a casa. Estaba claro que Angel necesitaba un rato para sí misma y yo entendía perfectamente sus razones: decirle a tu vasectomizado marido de cuarenta y siete años que va a ser padre no era una envidiable situación. Quería hablar todo esto con Martin, pero lógicamente no podía decirle que Angel esperaba un bebé hasta que esta se lo dijera a su propio marido. Así que lo mejor era que me fuera a trabajar.
La biblioteca pública de Lawrenceton consta de un inmenso bloque de dos plantas más un espacio adicional algo más bajo, anexo a uno de los lados del edificio y habilitado para oficinas. Este nuevo espacio recién construido existía gracias en mayor parte a la donación de una persona anónima, más un par de donaciones extra y unos fondos de mejora del gobierno. Es con diferencia la parte más bonita de la biblioteca, así que es una pena que pase tan poco tiempo allí. Tiene una habitación grande para los empleados con una fila de relucientes taquillas para guardar los objetos personales, un microondas, un frigorífico, mesa, sillas y una cocina eléctrica. Además se ubican el despacho de Sam Clerrick (con un espacio exterior para su secretaria; aunque ahora solo tiene un voluntario a media jornada), y una sala «para la comunidad», donde varios clubs pueden llevar a cabo sus encuentros de forma gratuita siempre que lo planifiquen bien y con suficiente antelación. También hay un estupendo aseo para empleados.
El resto de la biblioteca, donde paso mis horas de trabajo, es un sencillo, viejo y decrépito edificio, tapizado con moqueta de exterior e interior que recuerda a césped seco con mostaza pisoteada, la habitual fila de estanterías grises de metal, una entrada que deja ver las dos alturas y una escalera que sube al segundo piso donde hay una galería que da toda la vuelta, cubierta con distintos sistemas de clasificación decimal Dewey y numerosas mesas y sillas para que los niños hagan sus deberes y los genealogistas investiguen. Hay también un área separada por un inteligente uso de estanterías y varios tablones de anuncios, designada como la «Habitación Infantil».
A pesar de sus inconvenientes en general, se respira un maravilloso olor a libros, y uno tiene la relajante e inteligente sensación de estar rodeado por generaciones y generaciones de pensamiento.
Llevo las bibliotecas en la sangre.
Obviamente hay alguna que otra cosa que me veo obligada a soportar trabajando en este maravilloso lugar, y una de ellas estaba aproximándose hacia mí. Lillian Schmidt, con los botones a punto de reventar y la faja chirriando, tenía las cejas elevadas en posición «¡Ajá! ¡Te he pillado!».
—Hoy llegamos tarde, ¿verdad? —soltó Lillian como disparo de inauguración.
—Sí, me temo que así es. Tuve que llevar a una amiga al médico.
—Me pregunto que ocurriría si todos los demás también hiciéramos eso. ¡Imagino que la biblioteca no se abriría!
Respiré hondo.
—Ya llego lo suficientemente tarde —dije con una sonrisa—. Discúlpame, Lillian, pero no me puedo quedar aquí de charla. —Saqué la pequeña llave de mi taquilla, la abrí, metí el bolso dentro y guardé la llave en el bolsillo de mis pantalones. Me tocaba contar un cuento en dos minutos.
La bibliotecaria a la que sustituía, al menos de forma temporal, era la del área infantil.
Unos diez niños y niñas de preescolar esperaban ya sentados en un expectante semicírculo cuando me dejé caer en la voluminosa silla colocada en el centro de la sala.
—¡Buenos días! —dije con brío suficiente como para elevar un globo aerostático.
—¡Buenos días! —respondieron educadamente los niños a coro. Era el grupo de la guardería de la Primera Iglesia de Dios Creador, pero además había un par de niños habituales de los cuentacuentos. Las madres y cuidadoras estaban sentadas en una esquina formando un pequeño grupo, y sus rostros tenían esa expresión de alivio de saber que alguien más va a ocuparse de su carga, al menos durante unos minutos.
—Esta mañana voy a contaros la historia de Alexander y su mal día —dije tras lanzar una disimulada mirada al libro que mi amiga Lizanne Sewell había dejado en la silla: «Alexander y el día terrible, horrible, espantoso, horroroso». Muchos de los niños volvieron sus rostros impacientes en mi dirección, aunque algunos de ellos miraban a todos lados menos a mí.
—Seguro que algunos de vosotros habéis tenido un día terrible alguna vez, ¿verdad? Irene, ¿qué te pasó a ti en tu día terrible? —Esta pregunta iba dirigida a una niña que llevaba pegada una maravillosa y perfectamente legible cartulina con su nombre escrito. Irene se retiró su desordenado flequillo negro de los ojos y estrujó la tela de su camiseta con un puño mugriento.
—En mi mal día mi papá nos dejó a mi mamá y a mí y se fue a vivir a Memphis —dijo.
Cerré los ojos.
Solo eran las diez de la mañana.
—Vaya, Irene, eso sí que fue un día terrible —dije, asintiendo con seriedad para mostrar que le estaba dando a su problema la importancia que merecía—. ¿Alguien más que haya tenido un día terrible alguna vez? —miré al círculo rezando para que ninguno superara al de Irene.
—Un día tiré mi tazón de cereales —dijo un niñito del color del café. Intenté que no se me notara el alivio. Su madre no intentó ser tan discreta.
—Ese también fue un día terrible —reconocí—. Ahora voy a hablaros del día terrible de Alexander…, y si os estáis quietos podréis ver los dibujos del libro mientras os leo el cuento.
En un lado del cuarto, Lizanne movía la cabeza de un lado a otro, apretando los labios para evitar que le entrara la risa. Sin atreverme a mirar otra vez en su dirección, empecé el libro, uno de mis favoritos.
El resto del tiempo del cuento transcurrió sin ningún problema y la mayoría de los niños pareció disfrutar, lo que no siempre era el caso. Solo uno de ellos tuvo que ir al baño y solo dos hablaron entre ellos, algo que no estaba nada mal. Irene era una de las niñas de la guardería, así que su madre no estaba allí para reprenderme por traumatizar a Irene con mi pregunta.
—Lo mejor para Irene sería que su padre no regresara —me dijo una de las cuidadoras al oído mientras reunía al rebaño para regresar a la iglesia—. Bebía como un cosaco.
Por un momento pensé en Jack Burns empotrando su coche contra un árbol, pero enseguida me obligué a volver al presente. Me di cuenta de que la cuidadora estaba intentando que me sintiera mejor, así que la sonreí y agradecí el comentario.
—¡Volved pronto, niños! —exclamé alegremente, enérgica a más no poder.
Todos los pequeños sonrieron y se despidieron con las manos, incluso aquellos que no habían escuchado una palabra de las que había dicho.
Lizanne no solo estaba ya lista para ayudarme a cambiar el contenido del tablón de anuncios, sino que además había preparado los elementos que irían en él. Utilizando cartulinas y hojas de contactos habíamos creado mariposas, colibríes, peces, libros, pelotas de béisbol y otros motivos de la primavera y el verano. Quizá estábamos siendo excesivamente optimistas con tanto libro, pero el programa de lectura de verano era desde siempre una de las mejores actividades de la biblioteca y Sam contaba conmigo para empezar a promocionarlo cuanto antes.
Tras comentar cómo había ido el cuentacuentos, Lizanne y yo empezamos a trabajar codo con codo, hablando sobre cómo nos quedaría el producto final de vez en cuando, pasándonos chinchetas, cenefas y demás. A veces, Lizanne paraba y se apretaba su protuberante vientre con la mano. Estaba ya de seis meses y el bebé se movía mucho, y cada vez que lo hacía, Lizanne sonreía de forma preciosa y pausada.
—¿Tiene Bubba ya pensado qué hacer si el bebé nace durante la sesión de la asamblea legislativa? —pregunté.
—Tiene por lo menos diez planes distintos —contestó Lizanne—, pero es posible que nazca antes de que le vuelvan a convocar.
Bubba Sewell, el marido de Lizanne, era representante del estado además de abogado local. Bubba era ambicioso e inteligente y, creo yo, una persona honesta. Lizanne era hermosa y de movimientos lentos, y de alguna forma siempre conseguía que todo la hiciera feliz. Me moría de ganas por saber cómo sería el carácter del bebé.
Lizanne se marchó a comer con su suegra, cuyas opiniones sobre la educación del bebé le eran amablemente indiferentes, y yo ayudé a unos niños de preescolar a escoger unos libros. La madre de un niño de nueve años con un virus estomacal vino a buscar libros y vídeos con los que mantener a su hijo entretenido, y seleccioné unos de ciencias naturales con muchas fotos asquerosas de ranas y serpientes.
Mi estómago rugía sin ninguna elegancia a la una de la tarde cuando la auxiliar de bibliotecaria llegó a la Habitación Infantil para sustituirme. Era una mujer gruesa de piel de color avellana llamada Beverly Rillington que no pasaría de los veintiún años. Ya fuera por cuestiones de raza, edad o nivel adquisitivo, Beverly y yo estábamos teniendo dificultades para conectar. Sam ya me había advertido de los roces que habían surgido con la anterior bibliotecaria, pero Beverly, contratada a través del programa de prácticas, era eficiente y responsable y Sam no tenía la intención de dejarla marchar.
—¿Qué tal? —preguntó Beverly aunque su mirada revelaba que en realidad no quería saberlo.
En un intento por romper el hielo, le conté cómo había ido el cuentacuentos de la mañana y lo de la desconcertante respuesta de Irene.
Beverly me miró como diciendo «deberías saber que si preguntas, vas a escuchar más de lo que deseas». Beverly me generaba ansiedad, me horrorizaba pensar que podía activar su susceptibilidad, y sin duda ella se sentía provocada simplemente por ser yo quien era y lo que era. Beverly nunca compartía nada de su vida personal y no mostraba ningún interés hacia lo que yo le contaba de la mía. Conectar con ella era uno de mis proyectos del año.
(«No puedo entender por qué», había sido la simple respuesta de Martin al contárselo).
Mientras le decía adiós a Beverly y me preparaba para volver a casa para despedir a mi marido y tener la entrevista con Dryden, yo también me pregunté por qué.
La respuesta llegó a mí de una forma bastante sencilla, en una sucesión de motivos. Beverly era muy buena con los niños, con todos los niños, algo que Dios había olvidado incluir en mi código genético. Beverly nunca llegaba tarde, siempre terminaba su trabajo con todos los puntos sobre las íes y, ¡lo mejor de todo!, Lillian Schmidt le tenía tanto miedo que evitaba el área infantil como la peste cuando Beverly se encontraba en su puesto de trabajo. Yo le debía mucho a mi auxiliar a muchos niveles y estaba decidida a soportar una pequeña dosis de falta de modales por todas esas razones, y alguna más.