Hice el giro de 180º más temerario de la historia de las carreteras rurales del condado de Sparling. Conduje tan rápido como pude y recé con todo mi corazón para que ese día, a diferencia del resto de los días, un policía del condado estuviera escondido en esta pequeña y remota carretera controlando la velocidad.
Por supuesto, no ocurrió.
«Tienes que pensar», me dije con desesperación. No podía simplemente conducir hasta allí y hacerlo todo bien.
Disminuí la velocidad al llegar al cementerio. Giré bruscamente el Chevette, atravesé la carretera y lo metí en una zanja sin importarme que se quedara ahí hasta pudrirse. Estaba fuera de la carretera.
Mi furioso método de aparcamiento no había hecho ningún ruido, salí silenciosamente del vehículo y cerré la puerta con muchísimo cuidado. Mi coche estaba en la zanja situada un poco más arriba de la esquina sureste de la superficie rectangular. La puerta principal se encontraba en el centro del perímetro del cementerio; las dos puertas auxiliares, ubicadas en la parte oeste, se abrían a una pista de tierra que discurría por fuera del perímetro de la verja hasta conectarse de nuevo con la carretera secundaria, localizada en la parte este de la propiedad.
Desde esa esquina, los árboles me tapaban la vista, pero aun así pude divisar un pequeño fragmento de algo blanco brillante cerca de la zona norte del cementerio, donde Jack Burns había sido enterrado: el Mercedes de Martin.
Mi cuerpo tembló. Obligué a mi cerebro a pensar, a planear.
La puerta principal estaba demasiado expuesta y era visible desde la mayor parte del cementerio, así que me agaché y caminé siguiendo la verja, a través de la maleza, intentando alejar los pensamientos sobre serpientes de mi mente. El funeral y la iglesia habían sido las ocasiones escogidas para decidir mi atuendo esa mañana; mi ropa y zapatos no eran en absoluto adecuados para caminar entre zanjas o trepar por cementerios. El rayón de la falda beige se enganchaba con todo, los tacones bajos de mis zapatos de salón se hundían en la tierra mojada y mi pelo suelto iba recolectando un buen surtido de semillas y hierbajos.
Llegué al camino de la esquina sureste y lo seguí, agachándome mucho mientras corría, una de las cosas más difíciles que he intentado hacer nunca.
Cada tres metros más o menos paraba a observar y escuchar; no escuché nada, no vi nada, maldije a los árboles y arbustos que por la mañana me habían parecido tan bonitos.
Alcancé la primera entrada de atrás.
Estaba bastante expuesta, aunque si Martin y Paul seguían cerca de la tumba de Jack, había varios arbustos y lápidas entre ellos y yo. No obstante, me tiré al suelo y empecé a avanzar a rastras. Llegué a una buena posición estratégica, tras una de las pocas criptas elevadas de Lawrenceton, y me dispuse a vigilar desde allí.
Mi corazón se hundió. El coche de Paul aún estaba aparcado en paralelo a la valla oeste. Solo podía ver la parte de atrás de la carpa verde, pero pude confirmar que el coche fúnebre y los empleados de la funeraria se habían marchado.
Avancé sigilosamente, abrazando el granito de la cripta. Confirmé lo que ya sabía: no había más coches. Solo quedaban Paul y Martin.
Y yo.
Entonces les vi. El costado izquierdo de Martin hacia mí, su espalda contra el ancho tronco de un roble. Su piel era varios niveles más blanca que la última vez que le había visto. Su rostro estaba cubierto de arrugas, algo que yo solo había visto una vez. «Así debió de ser su aspecto durante la guerra», pensé fugazmente.
Paul, de pie, con el costado derecho hacia donde yo estaba y la espalda hacia su coche, tenía una pistola en la mano. Le estaba hablando a Martin. No podía oírle, pero veía cómo movía su boca y Martin le escuchaba; lo supe al ver su cabeza ladeada.
Ningún arma. Yo no tenía ningún arma.
No podía correr y derribarle. No había suficientes elementos que me cubrieran entre la cripta y Paul.
¿Me dispararía?
Quizá no; quizá sí. A fin de cuentas, me amaba ¿no? Pero ¿y si disparaba? ¿Y si a pesar de ese disparo, a Martin no le daba tiempo a apresarle? Ninguno de los dos se salvaría.
Tenía que herir a Paul.
Y juro por Dios que quería hacerlo.
Pero no tenía nada excepto mis manos, y no pensaba que pudieran causarle el daño necesario para pararle durante el suficiente tiempo.
«¿Y si el cuchillo aún estaba en su coche?». Este pensamiento se iluminó en mi cabeza como fuegos artificiales.
Tras un instante, me di cuenta de lo absurda que era la idea…, pero era todo lo que tenía. Cuando empecé a avanzar hacia el coche de Paul, por la parte de atrás de su visión periférica, pensé lo estúpido que era todo mi plan. Pero enseguida reflexioné durante un segundo: «Tuvo que dejar el cuchillo ahí durante la investigación en el centro social». En principio también tuvo que dejarlo ahí esa mañana mientras trabajaba en la comisaría… Y durante el funeral, ya que no pudo haberse desprendido de él durante la ceremonia en la iglesia ni más tarde en el cementerio. Por tanto, nuestra salvación dependía de si Paul Allison había o no estado lo suficientemente agotado la noche anterior para deshacerse del cuchillo y limpiar el escondite.
Paul había aparcado con el morro hacia el sur del pequeño camino de entrada, por lo que tenía que arrastrarme hasta el asiento del copiloto y rezar para que no tuviera el seguro puesto. Me daba miedo mirar en dirección a Paul y Martin, me daba miedo ver cómo disparaban a Martin, me daba miedo que los ojos de Martin se encontraran con los míos y que la expresión de su cara cambiase y Paul se diera la vuelta y me viera. Mientras me acercaba, oía la voz de Paul. Hablaba y hablaba, pero evité entender lo que decía.
Yo ya había utilizado todos los escondites disponibles, incluido el ángel de Early Lawrence. Había llegado a un punto donde tumbas y árboles bloqueaban mi paso y tenía que atravesar el camino con forma de ocho que discurría en el interior del cementerio. Lo haría en la intersección. Me quité los zapatos para no hacer crujir la grava y caminé con ligereza para que mis pies no hicieran ningún ruido. Arriesgué un vistazo, me había aproximado tanto que casi estaba detrás de Paul. Los ojos de Martin se concentraban en los de Paul. No sabía si me había visto o no.
Tenía que arriesgarme. Cogí una fuerte bocanada de aire y salí al descubierto. Di un paso sobre la grava, después otro, después pisé de nuevo la suave hierba y pude caminar rápidamente hasta la parte exterior del copiloto.
Miré la puerta. Estaba tan desesperada que durante un minuto mis ojos se negaban a enfocar.
La puerta no tenía el seguro puesto.
«Gracias, Dios mío», pensé. Agarré el tirador. Tuve que mirar otra vez y fijé mi vista en la espalda de Paul, intentando no ver a Martin. Que Paul fuera unos centímetros más alto que Martin me ayudó. No quería ver la cara de Martin y que mi presencia se reflejara en su rostro. Deseé con todas mis fuerzas que Martin no supiera que estaba allí… Y apreté el botón del tirador con el dedo pulgar.
A mí me pareció toda una explosión pero sabía que el ruido había sido leve. Dejé de respirar; la puerta del coche apenas abierta, esperando a ver si Paul se giraba hacia mí.
No lo hizo. Seguía hablando. Cogí aire. Estaba algo mareada por el alivio y por la falta de oxígeno.
Suavemente, muy suavemente, abrí la puerta. Tan despacio que mi pulgar se agarrotó. Lo retiré del botón. Solté mis dedos del tirador. Los moví durante un segundo o dos para que la sangre volviera a circular.
Me agaché de nuevo, mis doloridas rodillas protestaban a un nivel prácticamente imperceptible. Las costras se habían caído en la zanja hacía ya siglos; podía añadir «sangre» a la lista de los elementos que ensuciaban mi falda.
Pero mis rodillas no eran las responsables de esa pequeña mancha oscura en la tela azul del asiento del coche. Uno solo la veía si buscaba ver sangre.
Quizá Paul la mantuvo cubierta con el pequeño cuaderno que ahora casi la cubría y quizá desplazó sin querer el cuaderno al salir del coche.
Durante varios segundos miré la radio policial, pero no tenía ni la menor idea de cómo hacerla funcionar. Me daba pánico pensar que alguien podía llamar a Paul mientras yo estaba agazapada allí, junto al coche. Miré rápidamente el asiento delantero. Si el cuchillo estaba ahí, se encontraría por esa pequeña zona.
El lugar más sencillo para esconder un cuchillo con urgencia era en la hendidura entre el asiento y el respaldo.
Deslicé mi mano dentro de la hendidura, cerca de la pequeña mancha. Sentí algo pegajoso. Sentí un objeto duro.
El cuchillo seguía ahí.
Mis dedos lo examinaron con cuidado, no quería agarrarlo por la cuchilla. Lo sujeté bien y lo saqué. Sangre antigua y oscura manchaba mis dedos: la pegajosidad que había sentido. Miré el cuchillo, deseando tener tiempo para ser escrupulosa. Había sangre seca en la cuchilla y en la empuñadura. Paul lo había clavado en el cuerpo de Arthur tanto como pudo.
No era más que una pequeña navaja marrón con útiles accesorios.
Desgraciadamente el único útil para mí era la cuchilla.
Me puse de pie. Tenía la navaja agarrada con la parte afilada apuntando hacia arriba; todas las novelas de crímenes que había leído me decían que esa era la forma de usarla. «Tenía que intentar clavársela bajo las costillas», recordé.
Rodeé el vehículo y me coloqué a unos tres o cuatro metros detrás de Paul. Estaba, curiosamente, indecisa. ¿Debía avanzar sigilosamente y apuñalarle? ¿Debía gritar y correr a toda velocidad por la hierba? Las condiciones del suelo, dividido por lápidas, baldosas de piedra, jardineras y una desgarradora tumba de un niño de unos dos años, decorada con un minúsculo guante de béisbol, me impedían el segundo tipo de acercamiento.
Empecé, por tanto, a dar silenciosos pasos sobre la hierba, sin atreverme a mirar a Martin, concentrándome en la parte inferior de la espalda de Paul donde clavaría la navaja.
Mis desnudos pies apenas hacían ruido y Paul seguía hablando.
—Nunca la has valorado lo suficiente. Tú no puedes ofrecerle la devoción que necesita —le decía a Martin—. Sales de viaje continuamente y la dejas sola. Un marido debe permanecer junto a su esposa. ¡Ahora ya sabes que dejarla con los empleados no funciona! Y permites que le hagan daño. ¡Si de verdad amaras a Aurora, no permitirías que nadie la hiciera daño!
Estaba totalmente decidida a matar a ese hombre y salvar la vida de Martin, pero ahora que estaba tan cerca, me di cuenta de que habría sido mejor correr a toda pastilla. Tanto esconderme para pasar inadvertida, tanto planear… me estaba sacando de quicio. Podía sentir el sudor emanando de mi frente, y mis manos temblaban.
Ahora estaba a solo un metro de la espalda de Paul y observé que se había quitado su americana tras el funeral: una capa menos que penetrar. Todo esto era mucho más difícil de lo que habría imaginado nunca.
Me mordí el labio, di el último paso. Mi mano izquierda se elevó para sujetar su hombro a la vez que mi mano derecha retrocedía para coger impulso y hundía el cuchillo.
Paul emitió un sonido horrible y su camisa comenzó a enrojecer en un círculo cada vez más amplio. Me separé de la navaja y pegué un salto hacia atrás, apartándome para cuando cayera.
—Deja que te vea o le disparo ahora mismo —dijo.
Tenía ganas de vomitar.
Lo había hecho. Había apuñalado a un hombre al que conocía, y ahí estaba, de pie, sin caer, sin derrumbarse. Hice lo que me pedía aunque mis piernas temblaban tanto que no pensé que lo fuera a conseguir.
La navaja, mucho más pesada por la empuñadura que por la cuchilla, resbaló de la herida y cayó al suelo. Emití un sonido horrible, pero no tan horrible como el sonido de la navaja dándose contra la tierra.
Por primera vez mis ojos se encontraron con los de Martin. Su expresión era indescifrable. Debía de estar hecho de piedra.
La expresión de Paul era más legible. Se había estado desahogando con Martin y no le había dado tiempo a cerrar sus puertas emocionales. Pude sentir su desolación cuando vio quién era la agresora.
—Oh, Aurora. ¿Cómo me has podido hacer esto? —preguntó con asombro.
Estaba tan conmocionada y confusa que estuve a punto de disculparme.
—Tienes que liberar a Martin —le dije, deseando que mi intensidad le absorbiera.
—Mira eso, Aurora —dijo Paul con dulzura—. ¿Has visto el lecho de flores que tengo para ti?
El «lecho de flores» eran todas las flores repartidas ordenadamente en la tierra recién removida.
—Le mataré y después compartiremos el lecho de flores. Tú te mereces algo así de hermoso, así de frágil. Eres tan hermosa y frágil…
Negué con la cabeza, sin esperanza, sin saber qué decir. Paul estaba loco, pero no tanto como para no poder ejercer su trabajo. No creía poder engañarle teniendo en cuenta que su trabajo consistía en detectar mentiras.
—Paul, si liberas a Martin, estoy dispuesta a irme contigo —le propuse.
El goteo de sangre había menguado pero no cesado. Me sentía como si un perro me hubiera mordido y hubiera repartido mis trozos sobre el verde césped cortado. Sentía cómo las lágrimas empezaban a brotar. «Tal vez no fuera capaz de salvar a mi marido ni a mí misma. Pero tenía una oportunidad más».
Le ofrecí mis brazos a Paul Allison y caminé un poco más cerca.
—Paul, escúchame, tú eres… Lo siento muchísimo. —Y empecé a llorar desconsoladamente, pero no me cubrí la cara ni dejé caer los brazos.
—Cariño, tienes que quedarte donde estás —dijo Paul, con voz vacilante—. Por favor, no llores.
—No —dije, y continué andando lentamente, centímetro a centímetro, hasta rodear a Paul con mis brazos, sujetando los suyos a sus costados. Apoyé mi cabeza en su pecho. Qué extraño resultaba abrazar a alguien distinto a Martin: más alto, más delgado, menos musculoso. Podía sentir los latidos del corazón de Paul bajo mis mejillas. Había clavado un cuchillo en el cuerpo de este hombre. Su sangre manchaba mi mano y mi brazo izquierdo.
Sentí cómo dejaba caer su antebrazo extendido, el que sujetaba la pistola. Oí el ruido sordo del arma cayendo en la hierba. Sentí sus dos brazos rodeándome, acercándome hacia él por primera y última vez.
Escondió su rostro en mi pelo.
—Delicioso —dijo. Y Martin le golpeó en la cabeza con la culata de la pistola.
Nos costó muchísimo conseguir que nos creyeran, incluso después de que Lynn les dijera a los demás policías que Paul, con el corazón desbordado por la presión emocional del funeral, le había confesado, tras el entierro de Jack, que mantenía una «profunda relación» conmigo. También le había comentado algunos de los puntos que luego reprochó a Martin: que era un marido ausente y que había permitido calumnias contra mi persona.
Lynn se mostraba muy escéptica y poco convencida de las fantasías de Paul, y me conocía lo suficiente como para saber que se trataba solo de eso: fantasías.
Pero no le hacía feliz tener que testificar contra un compañero. A ningún miembro del cuerpo de policía le hacía gracia escuchar que uno de los suyos había asesinado a un oficial y a una civil y había herido a un detective y a un civil.
Paul había regresado a un estado mental más normal y había negado todo salvo su atracción por mí (algo no precisamente desconocido). Aseguró que Martin y yo le habíamos atacado sin previa provocación, que yo había malentendido algunas de sus palabras y que Martin había sustraído la pistola de su funda y le había golpeado con ella.
Por mucho que la policía se empeñase en creer a uno de los suyos, esa defensa no resultaba muy convincente. Además, había manchas de sangre que coincidían con la de Arthur en los asientos del coche de Paul. También había una mancha de sangre que coincidía con la de Arthur en la empuñadura, una mancha que la sangre de Paul no había sido capaz de borrar. Además, Jenny Tankersley, la piloto de armas tomar, fue a decirle a Lynn que había visto a Paul practicar virajes en una de las pequeñas avionetas que ella alquilaba y que había notado algo extraño: Paul abría la puerta del copiloto durante el vuelo y después realizaba un viraje cerrado para que la puerta se cerrara sola.
***
—Yo ya sabía que era alguien que iba detrás de ti —dijo Angel un día, el día que Paul, por fin, confesó el asesinato de Jack.
—Lo sabías, ¿no? —contesté—. Sí ya, seguro…
—Tú pensabas que era por mí, pero yo sabía que era por ti. Simplemente no lo estabas mirando desde el ángulo correcto.
—Tú, mucho más que yo, pareces una candidata a que alguien se enamore de ti de forma obsesiva —dije con rigidez.
—No es culpa tuya —añadió, protegiéndose los ojos del sol. Estábamos tumbadas en el solárium, con los biquinis puestos y una bebida fría en las manos. Estaba intentando desesperadamente sentirme tan despreocupada y alegre como el día, y rezaba por que esta frívola actividad me ayudara a conseguirlo. No había ni una nube en el cielo. El aceite me hacía brillar tan intensamente que parecía que me fueran a meter en la sartén. Hacía años que no intentaba ponerme morena; había huido del sol como de la peste y ahora, ahí estaba yo, intentando que mi vida resplandeciera y se aligerara.
Angel estaba tumbada boca arriba y miré de reojo hacia su tripa. Sin duda estaba abombada.
—Eso no es culpa mía —dijo.
Cerré los ojos y sentí cómo me ruborizaba.
—Tienes que superarlo, Roe, o te vas a volver loca. Hay mujeres embarazadas por todas partes.
Asentí, deseando que me viera hacerlo.
—Sabes que, cuando nazca el bebé, Shelby y yo tendremos que buscar otro sitio para vivir, ¿verdad?
—Me lo imaginaba —dije en voz baja. Me puse boca abajo y escondí la cara entre mis brazos.
—Es más, lo haremos antes. Mi madre me ha dicho que una vez nazca, estaré demasiado liada como para mudarme.
—¿Habéis estado ya viendo casas?
—No. Quiero que me acompañes.
Me apoyé en los codos para mirarla.
—Shelby encontró este sitio, así que yo quiero encontrar el próximo —explicó, como si todas las parejas funcionaran de esa forma—. Nunca he comprado una casa y no sé qué preguntar ni en qué fijarme. ¿Me acompañas?
—Claro. —Me sentía agradecida de llevar gafas oscuras.
De hecho, podría llamar a mi madre para que también estuviera alerta. Necesitarían al menos tres habitaciones, quizá tuvieran otro bebé…, o quizá la madre de Angel vendría a ayudarles con este…, y querrían un jardín para que el niño jugara. Hice una estimación del sueldo de Shelby y recorrí mentalmente los barrios de Lawrenceton que podrían encajarle.
—¿Querrás tener piscina? —pregunté.
Vi cómo los labios de Angel se curvaban en su lenta y poco habitual sonrisa.
—Claro —dijo—. Tenemos que hacer ejercicio de alguna forma.
Una sombra cruzó las piernas de Angel.
—¡Martin! —exclamé sorprendida—. Has vuelto temprano.
—Les he dicho que no me necesitaban en la reunión y que me podían preguntar lo que quisieran por teléfono —dijo, dejando su maletín de piel en el suelo y aflojándose el nudo de la corbata, un espectáculo que siempre me pareció sexy.
Últimamente casi nada me parecía sexy. Además, no había tenido tiempo de ir al cementerio a tranquilizarme. Me daba la sensación de que nunca más podría sentarme allí y estar en paz.
Angel dijo de repente:
—¡Me estoy friendo y el médico me ha dicho que tenga cuidado con el calor! —Cogió la toalla y la crema y se fue lanzada hacia su apartamento sin decir nada más. La oí subir corriendo las escaleras, y segundos después, bajar corriendo otra vez—. ¡Tengo que ir a comprar! —añadió gritando.
Sin duda era un poco extraño.
Abrí los ojos. Martin se había quitado su almidonada camisa blanca, los zapatos y los calcetines, y estaba bajándose los pantalones.
—¡Dios mío! —exclamé.
—No, solo soy yo —dijo.
—¿Le hiciste alguna señal a Angel para que se fuera?
—Sí, esta. —Y Martin señaló con el dedo la tumbona donde Angel se había estado cociendo, señaló después el garaje y haciendo mímica, imitó unas manos sobre un volante.
—¡¿Qué?! ¿Por qué?
—Porque quiero hacer el amor contigo en nuestro solárium, aquí mismo y ahora, y no quiero que Angel nos mire —dijo Martin.
—Oh.
—Porque últimamente no parece que te apetezca mucho hacerlo y he pensado que quizá un escenario exótico podría… estimular tu interés —continuó Martin, estimulando mi interés ahí mismo frente a Dios y al inmenso cielo azul.
—¡Martin! ¡No hagas eso!
—¿Por qué no?
—Pues… bueno, no sé…
—Pues entonces ¿por qué no lo hago un rato más?
—Ehhhh…, vale.
—Entonces quizá pueda mover esta tumbona junto a la tuya.
—Oh. Mmmmmm. ¿Y después?
—Estaba pensando que quizá podrías mostrarme cómo te extiendes ese aceite por todo tu cuerpo…
—¿Y después?
—Roe, ¡quizá soy demasiado viejo para un «después»!
—No, tú no —dije sin dudar.
Y acerté.