10

Me sorprendí a mí misma conduciendo hacia el hospital para ver a Arthur.

—Hay una agente de policía custodiando su habitación, tendrás que preguntarle a ella —dijo una voluntaria voluminosa y entrada en años desde el mostrador de información. Anduve por los ya familiares e incómodos pasillos, pensando en que si esto seguía así, quizá llegara a aprenderme el plano del edificio y descubrir el porqué de su diseño.

Arthur se encontraba en una habitación al final del pasillo para que los visitantes pudieran ser vistos con mucha antelación. Vigilando fuera de la habitación estaba efectivamente una mujer, corpulenta y de aspecto duro en su uniforme azul. «C. Turlock»[11] leí en su pequeña placa, y me pareció un nombre poco esperanzador.

Tal y como sospechaba, la agente Turlock, que estaba decidida a ser el perro guardián más gruñón que un compañero herido había tenido nunca, vio en mí a alguien extremadamente sospechoso. Teniendo en cuenta que mi cabeza llegaba a la altura de su codo y que ofrecí dejar mi bolso con ella, no entendí bien el origen de tanta sospecha. ¿Pensaría que mis gafas escondían una daga?

Si el propio Arthur no llega a preguntar a C. Turlock por qué le salía espuma por la boca, habría tenido que desistir. Al enterarse de quién estaba en la puerta, le ordenó a C. Turlock que me dejara pasar.

Arthur llevaba puesta una de esas horribles batas partidas por la parte de atrás. Podía ver el vendaje en la parte posterior de su hombro, donde la bata estaba apartada hacia un lado. Se notaba que estaba dolorido y recordé que si te apuñalan, aunque sea con una pequeña navaja, la experiencia es muy poco agradable.

Me puse a su lado, mirándole y sin saber muy bien qué decir. Sus ojos se encontraron con los míos al momento.

—¿Lo hizo Perry y tiró el cuchillo en una papelera dentro del edificio? —pregunté finalmente.

El rostro de Arthur pasó por cambios de veras increíbles. Primero mostró sorpresa, después terror y por último, se echó a reír. Una risa fuerte, desde el abdomen. C. Turlock asomó la cabeza para ver a qué venían las carcajadas. Arthur hizo un autoritario movimiento con su mano derecha y la agente cerró la puerta con rapidez.

La mano derecha continuó su recorrido hasta agarrar la mía, tirando de mí hacia la cama. Sin pestañear, miré esos ojos azul claro que durante un tiempo hacían que mis piernas temblaran.

—Nunca debí dejarte, ni casarme con Lynn —dijo Arthur.

—Sí, sí que debiste —respondí con rotundidad—. Y ahora tienes que volver con ella si es que ella aún quiere.

—¿Cómo puedo separarte de ese cabrón de pasado oscuro con el que te has casado?

Todos los problemas que Martin y yo teníamos pasaron por mi cabeza. Me encogí de hombros.

—Ni con una palanca —contesté.

—No creo que fuera Perry —concluyó tras un instante, soltando mi mano.

—¿Por qué?

—Faron Henske revisó todas las papeleras que hay desde el aparcamiento hasta la oficina desde donde Perry llamó al 911 —dijo Arthur—. Miró en los desagües y desmontó un lavabo. Faron no es ningún genio pero es un rastreador muy fiable. Además, en el centro aún quedaban el servicio de limpieza y algunos invitados rezagados charlando o recogiendo algunos adornos. Todos aseguran que Perry no se detuvo hasta llegar a la oficina.

—Y ya habéis desmontado la oficina, claro.

—Sí, por supuesto. —Arthur se recostó en la almohada. Solo le había visto una vez con tan mal aspecto, cuando le cuidé durante una gripe.

—Siento mucho que estés herido —lamenté.

—Siento mucho haberme caído encima de ti —contestó educadamente—. Paul dice que te tiré al suelo y claro, eso amortiguó mi caída. —Una sombra de su dura sonrisa se le dibujó en el rostro—. ¿Te hiciste daño?

Lo preguntó como si quisiera que así hubiera sido.

—Solo tengo algún moratón y alguna herida. —Me aparté el pelo para que pudiera ver el chichón de mi frente.

—La próxima vez intentaré caerme sobre alguien más grande y aterrizar por delante en vez de por la espalda —dijo intentando hacer un chiste picante.

—Lynn es más grande que yo.

—Roe…

—Vale, disculpa. No sé qué ha pasado con tu matrimonio pero yo no soy tu vía de escape. Siempre guardaré buenos recuerdos tuyos y no quiero estropearlo.

—Veo que no te andas por las ramas, Roe.

—Es como tiene que ser.

—Te amo. —De pronto parecía tener veinte años, ser vulnerable y estar inundado de un deseo voraz.

—Amas lo que recuerdas. Te estuviste tirando a Lynn durante los tres o cuatro últimos meses de nuestra relación, así que yo diría que tu amor no fue nunca un asunto exclusivo.

—Te aprovechas ahora que estoy indefenso.

—Es el único momento en el puedo hacer que me escuches.

Las comisuras de sus labios se elevaron formando una sonrisa.

—De acuerdo, pero ahora escúchame, Roe. —Y buscó de nuevo mi mano—. Ten cuidado. Sé que amas a Bartell, pero al igual que tú me has dicho lo que piensas de mi matrimonio, yo te voy a decir lo que pienso del tuyo.

Ay, ay, ay. No quería escuchar esto.

—Ese tío y tú no jugáis en la misma división, Roe. Es despiadado y duro. Es mucho mayor que tú y nunca te verá como una igual.

Me parecía una acusación muy extraña para derribar a Martin y le miré con sorpresa. Por un momento temí que Arthur me contaría que había tenido bajo vigilancia a Martin y que este tenía una amante o estaba implicado en algún asunto criminal. A Arthur le encantaría descubrirle en cualquiera de esas situaciones y me lo haría saber al instante ya que, desde el día que conocí a Martin, me había estado previniendo para que no me casara con él.

Si Arthur no le había pillado es porque Martin no lo había hecho. Lo vi claro de repente. No me había dado cuenta de lo que me preocupaba este tema hasta que no sentí el alivio expandiéndose por mi cuerpo, aturdiéndome de alegría.

—No sé si él piensa que somos iguales —dije—. Somos tan diferentes que nos sería difícil encontrar una misma definición de «iguales», pero me deja ser yo misma y nunca ha intentado cambiarme, y nos lo pasamos muy bien juntos.

Nos miramos fijamente. Pensé en la boda de Arthur y Lynn, en lo herida y traicionada que me sentí. Me resultaba ya tan extraño y lejano que parecía como si esas emociones las hubiera sentido una amiga y se hubiera consolado conmigo.

—Adiós, Arthur. Espero que salgas pronto del hospital.

—Adiós Roe. Gracias por la visita. Sé que te puede la curiosidad por saber qué ocurrió. Le diré a Paul que te mantenga informada.

Estuve a punto de sentirme avergonzada, pero logré evitarlo.

—Gracias. Nos vemos —dije, y salí por la puerta.

—Agente Turlock —saludé con una inclinación de cabeza. Me devolvió el gesto a regañadientes. No tenía la sensación de haber hecho una nueva amiga.

Un vistazo a mi reloj me reveló que era casi la hora del funeral. Me cepillé el pelo y me soné la nariz en uno de esos baños de hospital con olor a ambientador químico, y conduje hasta la iglesia baptista Western Hill.

Western Hill[12] era fácilmente la iglesia más bonita de todo Lawrenceton, pueblo con numerosas iglesias. Se erigía, aislada sobre la cima de una colina en, obviamente, la zona noroeste del pueblo, compuesta mayormente por nuevos barrios residenciales. La iglesia contemplaba a Lawrenceton desde lo alto, como una presencia tranquila, puntiaguda y blanca de la que todo el mundo disfrutaba. Western Hill estaba ajardinada a la enésima potencia, con flores, arbustos y hierba que parecía recortada con un nivel. En su rivalidad con la iglesia baptista Antioch, más grande y con piscina interior, Western había ganado puntos con un aparcamiento que bordeaba a la iglesia por tres lados. Para asistir a Western Hill no era necesario hacer una caminata hasta el coche.

Western era sin duda el mejor lugar para celebrar un funeral, aunque estaba convencida de que eso no se le pasó a Bess Burns por la cabeza cuando decidió formar parte de esta Iglesia años atrás.

El coche fúnebre, alargado y negro, estaba aparcado frente a las enormes puertas principales de Western, en el camino semicircular que discurría a lo ancho de la colina formando un elegante arco. Este camino solo se utilizaba para las ceremonias. Para las ocasiones normales, Western ofrecía las entradas traseras y el maravilloso aparcamiento. Utilicé una de esas pequeñas entradas y me encaminé hacia la puerta del santuario atravesando la zona destinada a la guardería. El techo del santuario tenía la altura de dos pisos, y tanto este techo como las paredes eran de un blanco deslumbrante y luminoso que recordaba al cielo. El sol atravesaba los altos ventanales arqueados arrojando un rayo de dramática luz que cruzaba el féretro de Jack, gris oscuro y sobre el que había un gran ramo de gladiolos blancos, colocado en los escalones que suben al altar.

Jack Burns iba a ser enterrado en un hermoso día.

Al haber entrado por la puerta del lado oeste del altar, tuve que caminar un poco hasta la parte posterior de la iglesia. Examiné la fila de los que portarían el féretro. Estaban sentados en el banco izquierdo de delante. Los conocía a todos, a los compañeros de Jack (Paul Allison, Faron Henske, el jefe de Policía Tom Nash Vernon, el sheriff Padgett Lanier y, para mi sorpresa, Lynn Liggett Smith) y a su hijo, Jack Junior. Me escabullí rápidamente, ya que no me apetecía que mis ojos se encontraran con los de ninguno de ellos, especialmente con los de Lynn.

La iglesia se estaba llenando con rapidez, me zambullí en el primer asiento de pasillo que encontré vacío y saludé a Sam y Marva Clerrick, sentados detrás de mí. Estaba más cerca del frente de la iglesia de lo que habría deseado, pero no quería sentarme en una de esas sillas plegables colocadas al final del todo. Me instalé, intenté meter mi bolso bajo el banco, empecé a arrodillarme y de pronto caí en la cuenta de que esta no era una iglesia con reclinatorio.

—Casi vuelves a darte contra el suelo, ¿verdad? —murmuró una voz en mi oído.

Tuve un momento de rabia absoluta al pensar que se trataba de Dryden. ¿Iba a abordarme cada vez que entraba en una iglesia?

Pero Martin, perfectamente vestido para la ocasión con un sobrio traje, se sentó en el banco junto a mí. Cogí su mano y la apreté; mi corazón latía de una forma ridícula. Tenía tantas ganas de verle que estuve en serio peligro de ponerme a llorar, algo que no habría pasado desapercibido dado que aún no había empezado la ceremonia.

—Al final has venido —susurré. Era una obviedad pero me apetecía decirlo de todas formas.

Me miró con el rabillo del ojo, con una pequeña sonrisa en sus labios.

—Te echaba de menos —dijo.

En ese momento, la música del órgano cambió de tonalidad y el director de la funeraria Jasper apareció en la entrada de la iglesia, indicación de que la familia había llegado. Bess Burns y su hija atravesaron el pasillo mientras la congregación se ponía en pie. De negro, Bess parecía haber perdido cinco kilos en pocos días, y el único maquillaje que cubría la redonda cara de Romney era un manantial de lágrimas. Conocía bien a Romney de sus tiempos de adolescente, recientemente superados, cuando venía a la biblioteca tres o cuatro veces por semana. Me impactó verla así de mayor.

Sustituí rápidamente mis pensamientos terrenales por unos más adecuados para la ocasión. Fuera quien fuera el Creador, Jack Burns, allá arriba en su ataúd de acero inoxidable, ya lo había visto cara a cara. Para este detective ya no quedaban misterios por descubrir.

Me pregunté si los detectives que iban a cargar con el féretro habrían pensado en eso. Pude ver un fragmento de sus caras cuando las giraron, al acceder el pastor a su púlpito. El aspecto de Paul era, a pesar de su palidez, decidido; el de Faron Henske, solemne, y el de Lynn Liggett, inexpresivo. Nunca me había imaginado a una mujer llevando un féretro, pero escuché a Marva susurrarle a Sam que Jack había mencionado a Lynn en su testamento. Igual que a Arthur. Pero como su herida le impedía cargar con el ataúd, Paul ocupaba su lugar.

Una vez el pastor terminó su discurso, el féretro permaneció cerrado (me podía creer perfectamente que no hubieran sido capaces de reconstruir a Jack), así que en vez de ver al fallecido, un ritual al que me alegraba renunciar, todos nos retiramos a nuestros coches y condujimos hacia Shady Rest. Sabíamos que encontrar sitio para aparcar en Shady Rest sería todo un triunfo, pero de todas formas yo cogí mi coche y Martin, su Mercedes. No quería dejar mi Chevette en Western Hill ya que no estaba exactamente de camino a casa.

Durante la breve ceremonia junto a la tumba, Martin y yo permanecimos de pie al sol, mientras nuestros zapatos se hundían en la tierra ablandada por la lluvia. Los porteadores del féretro dejaron las flores de sus ojales en el ataúd y el pastor imitó el gesto.

El director de la funeraria, un acicalado hombre rubio al que yo no conocía, se agachó hacia Bess y le susurró algo al oído; ella, despertándose de sus pensamientos, asintió y se puso de pie. El funeral había terminado.

Inmediatamente después, todos los asistentes se marcharon para reanudar sus quehaceres del domingo.

Romney Burns se dispuso a saludar a las personas a las que conocía mientras su madre mantenía una tranquila charla con el pastor. Presenté a Romney y Martin y hablamos, algo rígidamente, acerca del día y de la ceremonia. Romney parecía distante, anestesiada; me dio pena.

Jack Junior estaba fumándose un cigarro, solo, de pie, mirando hacia los campos adyacentes. Prefería mantenerme lejos de Jack Junior, quien evidentemente se encontraba en un estado muy volátil.

No obstante, no todos se habían percatado de ello. De alguna forma, sin tener en cuenta la postura de Jack, Faron Henske apoyó su enorme mano en el hombro de este en un intento por reconfortarle. Jack se apartó bruscamente, tiró su cigarrillo al suelo y de repente perdió el control. Los que mirábamos en esa dirección y le vimos estallar dimos a la vez un respingo.

El pastor estaba saliendo con su coche por la puerta principal. Se tenía que haber quedado unos minutos más.

—¡Lo hizo uno de vosotros! —gritó Jack. Los que no habían visto el episodio anterior se quedaron paralizados y el pobre Faron estaba hecho trizas por haber provocado esta tormenta.

—¡Él no le daría la espalda a un desconocido! ¡Lo hizo uno de vosotros!

Martin estaba rígido y sombrío. El director de la funeraria, más próximo a ambos, se pensaba si intervenir o no. Ganó el «no» y estoy convencida de que acertó. La única persona que podía gestionar esta situación se acercaba rápidamente pisando la blanda tierra. Bess, de negro, abrazó a su hijo y le habló sosegadamente al oído, sin derramar una lágrima. Romney, fornida y de tez rojiza como su padre, se mantuvo a unos metros de distancia, sin atreverse a unirse a ellos.

Parecía que la tensión de Jack iba diluyéndose, y las pocas personas que quedaban comenzaron a dispersarse hacia sus coches intentando que no se les notaran las ganas que tenían de largarse de allí. Martin y yo nos alejábamos, Jack lloraba. Giré mi cabeza y pude ver a Bess, Romney y a su hermano ir en dirección al coche de Jack y después marcharse.

Miré a mi marido de reojo. Si hay algo que Martin odie más que ver a desconocidos expresando sus intensas emociones, aún no lo he descubierto; esa es una de las razones por las que voy al cine con Shelby o Angel. Apretaba los labios y miraba al frente. Parecía que tuviera ganas de decir «muchas gracias, Roe» pero que se estaba conteniendo.

—Siento mucho haberte pedido que vinieras —lamenté con algo de irritación en mi voz. No podía disculparme por el comportamiento de Jack. Le miré con cautela, esperando a ver cuál era su estado de ánimo.

—¿Cuántos años recordará Lawrenceton esta pequeña escena? —preguntó. Me relajé.

—Por siempre jamás. ¿Crees que Jack Junior está en lo cierto?

—Sí —contestó Martin al instante—. Sí, creo que lo está.

Pensé en los rostros que rodeaban la tumba, todos ellos conocidos, familiares. Temblé bajo el ardiente sol y Martin me rodeó con sus brazos.

—Tengo la sensación —dijo Martin mirando al frente— de que no hemos estado en la misma onda últimamente.

Me pareció una forma de decirlo tan buena como otra cualquiera. Recordé a su primera mujer contándome que Martin no era un hombre que hablara sobre sus problemas y sentí que ahora lo hacía tan bien como podía, considerablemente mejor de lo que yo había previsto.

—He estado trabajando muchas horas. Al darle vueltas en mi regreso de Chicago, caí en que últimamente no nos hemos visto demasiado.

Esto iba casi demasiado bien.

—Intentaré estar más en casa —añadió Martin en pocas palabras pero no con poco esfuerzo—. Supongo que no me gustó que regresaras a tu trabajo sin decírmelo antes.

La sombra de una rama de roble sacudida por el viento se proyectó en su rostro.

—Posiblemente —dije con mucha prudencia— deberíamos hablar el uno con el otro un poco más. —Nos miramos con inquietud y cautela, como criaturas de distintos planetas que esencialmente tienen buenas intenciones pero que no utilizan el mismo lenguaje.

Tras un largo silencio, Martin asintió en reconocimiento y retomamos nuestro paseo hacia el coche. Cuando llegamos al Mercedes, blanco resplandeciente sobre el manto verde de hierba, Martin me giró hasta estar frente a frente, me aferró con ambos brazos y, para mi gran asombro, me empujó contra el coche y me besó apasionadamente.

—Bueno —dije cuando pude coger aire—, ha sido maravilloso pero ¿no crees que deberíamos posponer esto hasta llegar a casa?

—Se ha ido todo el mundo —respondió sin aliento y vi que era verdad, mayoritariamente. En el otro lado del cementerio, junto al Chrysler azul oscuro de Paul, el grupo de porteadores (excepto Jack Junior) mantenía una intensa conversación, y recordé que todos ellos eran agentes de policía con asesinatos que resolver.

El personal de la funeraria se había puesto manos a la obra nada más irse la viuda. El féretro estaba en su hueco, el dispositivo de descenso recogido, el director de la funeraria y otro hombre echaban tierra con una pala y un tercero cargaba las sillas plegadas en la furgoneta. Sabía, por experiencias pasadas, que pronto la tierra quedaría amontonada sobre la tumba, que pondrían todas las flores encima y que retirarían el césped artificial. La carpa se quedaría allí uno o dos días, después desaparecería y el cementerio volvería a su letargo.

—Te veo en casa —le dije a Martin mientras posaba la palma de mi mano en su mejilla.

Mientras avanzaba a empujones con mi Chevette a través del camino de grava hacia la puerta principal, pasé junto al coche de Paul. Él y Lynn eran los únicos que quedaban del grupo que estaba allí hacía solo unos minutos. Saludé con la mano al pasar y Lynn respondió con un movimiento de cabeza pero sin dejar de hablar con Paul. La palidez y los rasgos afilados de Paul nunca me habían parecido tan evidentes. Parecía angustiado por algo. Una de sus manos estaba extendida sobre el techo de su coche y parecía ser su apoyo principal para no caerse. No me contestó con un saludo o una sonrisa, sino que me miró tan fijamente que parecía estar clavándome un alfiler cual mariposa disecada. Me alegré de pasar de largo y estar de camino a casa. ¿Sobre qué discutirían? Paul parecía de veras confuso. Miré por el retrovisor y vi el coche de Lynn alejándose hacia la puerta principal, girando a la izquierda en vez de a la derecha, como yo había hecho.

Quizá Lynn también creía que el agresor de Arthur era Perry, antiguo hijastro de Paul y actual amigo. Eso encajaría con el demacrado aspecto de la ya de por sí cara huesuda de Paul.

Pensé en lo enfadado que estaba la noche anterior cuando apuñalaron a Arthur, pensé en su inesperada elección de acompañante, una mujer con escaso gusto y dudoso criterio, tan distinta a Sally. Aun así, esa era la mujer cuyo trasero había agarrado ante mis ojos. De nuevo sentí una ráfaga de inquietud. Ese no era el estilo del tranquilo, conservador y controlado Paul.

Sin duda había perdido la cabeza la noche anterior… y también su desgastadísima voz al decirle a Jesse que ya había llamado a la comisaría.

Frené y me aparté hacia la cuneta. Por suerte había arcén y por suerte no venía nadie detrás.

Había llamado desde su coche.

Alguien más tuvo ocasión de esconder el cuchillo: el detective que nos había custodiado hasta que llegaron los demás agentes.

Pero ¿por qué? Me tapé la cara con las manos para poder concentrarme.

¿Por qué querría Paul apuñalar a Arthur? Nunca se habían caído especialmente bien pero habían trabajado juntos durante años sin perjudicarse mutuamente. ¿Qué pudo provocar…?

Arthur se acababa de separar de Lynn. ¿Y?

Y Arthur se había presentado a la cena de Pan-Am Agra con una muy inapropiada acompañante; por cierto, igual que Paul. Arthur me había observado durante todo el banquete. Mi marido se había dado perfecta cuenta de ello y si él se había percatado, seguro que otros también… ¿Apuñalaría Paul a Arthur por el deseo que Arthur sentía hacia mí? No tenía ningún sentido.

Sí, sí que lo tenía. Pero era tan bizarro, tan ridículo, que me costaba admitirlo. Había estado delante de mis narices todo el tiempo, y yo sin verlo, no me veía como ese tipo de mujer. Angel lo había sospechado desde el principio. Recordé cómo Angel me había mirado el día que Paul depositó el bolso de Beverly Rillington sobre el capó de su coche pensando que era el mío.

Paul apuñaló a Arthur porque habíamos salido durante meses y ahora expresaba públicamente que quería volver conmigo.

Paul atacó a Beverly porque Beverly me amenazó en público, delante de Perry, que habría relatado la escena a su expadrastro, tío y amigo. El bolso era la prueba de su venganza hacia Beverly por haberme despreciado.

Paul golpeó a Shelby en la cabeza porque Shelby estaba patrullando en mi jardín la noche que Paul quería… ¿Entrar en mi casa? ¿Mirar por la ventana? ¿Cantarme una serenata bajo la lluvia tocando la mandolina?

Me di una bofetada en la mejilla para seguir concentrándome, para no alejar los pensamientos que me producían náuseas. Apoyé mis manos en el volante. ¡Piensa, Roe, piensa!

Jack Burns, mi viejo enemigo, un hombre conocido por hablar mal de mí, un hombre al que Paul, su subordinado, veía cada día. La primera muerte.

Había estado tan obsesionada con la excepcionalidad de Angel que no había sido capaz de leer el verdadero mensaje. Jack Burns cayendo de una avioneta, de cabeza, y aterrizando en mi jardín. Como un gato trayéndome un ratón. Un trofeo.

«¿Ves lo que he hecho por ti?».

¡Ay, Dios mío! Y había dejado a Martin en el cementerio con Paul… Y Martin, en frente de ese hombre obsesivo, me había dado un beso que casi me chamusca el pelo.