El alba despunta en el horizonte y derrama su luz sobre la tierra. Siento que mi vida ha sido muy larga y al mismo tiempo muy corta. La gente habla de voluntad de vivir. Porque la gente le teme a la muerte. La muerte es oscura, desconocida, aterradora. Pero no para mí. No es el fin.
Oigo a Denny en la cocina. Huelo lo que hace. Prepara el desayuno, como solía hacer cuando éramos una familia, cuando Eve estaba con nosotros, y Zoë también. Durante todo el tiempo que pasó sin ellas, Denny comió cereales.
Recurriendo a todas mis fuerzas, consigo ponerme de pie. Aunque mis caderas están paralizadas y mis patas arden de dolor, renqueo hasta la puerta del dormitorio.
Envejecer es patético. Está lleno de limitaciones y reducciones. Sé que nos pasa a todos, pero se me ocurre que no necesariamente debe ser así. Creo que nos sucede a quienes lo pedimos. Y dado nuestro estado mental colectivo, el tedio que nos embarga a todos, es lo que escogemos. Pero un día nacerá un niño que se negará a envejecer, que se resistirá a reconocer las limitaciones del cuerpo, que vivirá con salud hasta que no necesite vivir más, no precisará respirar por rutina, hasta que su cuerpo ya no dé más de sí. Vivirá cientos de años. Como Noé. Como Moisés. Los genes de este niño pasarán a sus descendientes y vendrán otros como él. Y su configuración genética reemplazará a los genes de quienes necesitamos envejecer y decaer antes de morir. Creo que esto ocurrirá algún día. Pero también creo que no llegaré a ver ese mundo.
—¡Enzo! —me dice Denny cuando me ve—. ¿Cómo te sientes?
«Como la mierda», respondo. Pero, claro, no me oye.
—Te he hecho tortitas —anuncia en tono alegre.
Me esfuerzo en menear el rabo, pero lo cierto es que no tendría que haberlo hecho, porque ello me sacude la vejiga y siento que unas tibias gotitas de orina caen sobre mis patas.
—No hay problema, chico —dice—. Lo limpio.
Seca el charquito y me ofrece un trozo de tortita. Lo tomo en la boca, pero no puedo masticarlo ni saborearlo. Se queda sobre mi lengua, hasta que al fin cae de mi boca al suelo. Creo que Denny se da cuenta, pero no dice nada. Sigue dando vueltas a las tortitas antes de ponerlas a enfriar en la encimera.
No quiero que Denny se preocupe por mí. No quiero obligarlo a llevarme a una visita sin retorno al veterinario. Me ama mucho. Lo peor que podría hacerle a Denny sería obligarlo a que me haga daño. El concepto de eutanasia tiene sus méritos, sí, pero sus complicaciones emotivas son demasiadas. Prefiero, y mucho, la idea del suicidio asistido, desarrollada por un médico visionario, el doctor Kevorkian. Creó una máquina que le permite a un anciano moribundo pulsar un botón y responsabilizarse de su propia muerte. La máquina del suicidio no tiene nada de pasivo. Tiene un gran botón rojo. Lo pulsas o no. Es un botón de absolución.
Mi voluntad de morir. Quizá, cuando me convierta en hombre, invente una máquina de suicidio para perros.
Cuando regrese a este mundo, seré un humano. Caminaré como vosotros. Me lameré los labios con mi pequeña y hábil lengua. Estrecharé las manos de otros hombres, apresándolas firmemente con mi pulgar oponible. Y le enseñaré a la gente todo lo que sé. Y cuando vea a un hombre, mujer o niño en apuros, le tenderé la mano. A él. A ella. A ti. Al mundo. Seré un buen ciudadano. Un buen socio de esta empresa de la vida que todos compartimos.
Me acerco a Denny y le apoyo el hocico en el muslo.
—Ése es mi Enzo —dice.
Y se agacha por instinto. Llevamos juntos mucho tiempo. Me toca la cabeza y me acaricia el pliegue de las orejas. Con su toque humano.
Me ceden las patas y caigo.
—¡Enzo!
Está alarmado. Se agacha sobre mí.
—¿Estás bien?
Estoy más que bien. Me siento maravillosamente. Soy. Soy.
—¿Enzo?
Apaga el fogón que calienta la sartén. Me pone la mano sobre el corazón. El latido que siente, si es que siente algo, no es fuerte.
Todo cambió en los últimos días. Se va a reunir con Zoë. Me gustaría ver ese momento. Se van juntos a Italia. A Maranello. Vivirán en un apartamento en esa pequeña ciudad y conducirán un Fiat. Denny será un maravilloso piloto para Ferrari. Lo veo. Ya conoce el circuito a la perfección, porque es muy inteligente, muy veloz. Reconocerán su talento y lo escogerán entre los pilotos de prueba para evaluar la posibilidad de hacerlo correr en el equipo de Fórmula 1. La escudería Ferrari. Lo escogerán a él para que reemplace a Schumi, el irreemplazable.
—Pruébame —dirá, y lo probarán.
Verán su talento y lo harán piloto y no tardará en ser campeón de Fórmula 1 como Ayrton Senna. Como Juan Manuel Fangio. Jim Clark. Como Jackie Stewart. Nelson Piquet, Alain Prost, Niki Lauda, Nigel Mansell. Como Michael Schumacher. ¡Mi Denny!
Quisiera ver todo eso. Todo, desde el momento en que Zoë regrese, esta tarde, para volver a estar con su padre. Pero no creo que llegue a ver ese momento. Y, de todos modos, quien lo decida no seré yo. Mi alma aprendió lo que vino a aprender, y todas las demás cosas no son más que cosas. No podemos tener todo lo que queremos. A veces, no nos queda más remedio que creer.
—Tranquilo. —Acuna mi cabeza en su regazo. Lo miro.
Sé una cosa sobre las carreras bajo la lluvia. Sé que se trata de mantener el equilibrio. Sé que se trata de anticipar lo que va a ocurrir y tener paciencia. Sé que para tener éxito cuando llueve se requieren habilidades especiales en el manejo del coche. ¡Pero correr bajo la lluvia también tiene que ver con la mente! Con ser dueño del propio cuerpo. Con sentir que el coche no es más que una extensión del cuerpo. Sentir que la pista es una extensión del vehículo, y la lluvia una extensión de la pista y el cielo una extensión de la lluvia. Sentir que tú no eres tú; tú eres todo. Y todo eres tú.
Se suele decir que los pilotos son egoístas, ególatras. Yo mismo he dicho que son egoístas. Me equivoqué. Para ser campeón no debes tener ego alguno. No debes existir como entidad independiente. Debes entregarte a la carrera. No serías nada sin tu equipo, tu coche, tu calzado, tus neumáticos. No hay que confundir confianza y conciencia de uno mismo con egoísmo.
Una vez vi un documental. Era sobre perros en Mongolia. Decía que los perros, los perros que están preparados para dejar atrás su condición de tales, se reencarnan como humanos.
Estoy preparado.
Aun así…
Denny está muy triste. Me echará de menos. Preferiría quedarme con Zoë y él en el apartamento y mirar cómo pasan por la calle las personas y se hablan y se estrechan las manos.
—Siempre estuviste conmigo —me dice Denny—. Siempre fuiste mi Enzo.
Sí, así es. Tiene razón.
—Está bien —me dice—. Si necesitas marcharte ahora, puedes hacerlo.
Vuelvo la cabeza y ahí, ante mí, está mi vida. Mi infancia. Mi mundo.
Mi mundo es todo lo que me rodea. Los campos de Spangle, donde nací. Las redondeadas colinas cubiertas de dorada hierba que se mece al viento y me hace cosquillas en el vientre cuando camino sobre ella. El cielo, tan perfectamente azul, el sol, tan redondo.
Eso es lo que me gustaría, jugar un rato más en esos campos. Pasar un poco más de tiempo siendo yo antes de convertirme en otro. Eso es lo que me gustaría.
Y me pregunto: ¿Derroché mi condición de perro? ¿Desperdicié mi naturaleza por obedecer mis deseos? ¿Cometí un error, desdeñando el presente por anticipar el futuro?
Quizá sí. Un incómodo arrepentimiento de lecho de muerte. Tonterías.
—La primera vez que te vi —dice—, supe que éramos el uno para el otro.
¡Sí! ¡Yo también!
Una vez vi una película. Un documental. En la tele, que tanto veo. En una ocasión, Denny me dijo que no mirara tanto el aparato. Vi un documental sobre perros en Mongolia. Decía que cuando los perros mueren, regresan como humanos. Pero había algo más…
Siento su cálido aliento en el pescuezo, incluso en las patas delanteras. Se inclina sobre mí. Ya no puedo verlo, pero sé que se acerca a mi oído.
Los campos son tan vastos que podría correr para siempre en una dirección y correr para siempre al regresar. Estos campos no tienen fin.
—Está bien, chico —me dice suave, quedamente, al oído.
¡Ahora me acuerdo! El documental dice que cuando un perro muere, su alma va al mundo que nos rodea. Su alma, libre, corre por el mundo, corre por los campos, goza de la tierra, el viento, los ríos, la lluvia, el sol, el…
Cuando un perro muere, su alma es libre de correr hasta que llega el momento de renacer. Lo recuerdo.
—Está bien.
Cuando renazca como humano, buscaré a Denny. Buscaré a Zoë. Iré a donde estén ellos y les estrecharé la mano y les diré que Enzo les manda saludos. Se darán cuenta.
—Puedes irte.
Ante mí, veo mi mundo: los campos que rodean Spangle. No hay alambradas. Ni edificaciones. Ni gente. Sólo yo, la hierba, el cielo y la tierra. Sólo yo.
—Te quiero, Enzo.
Doy unos pasos por el campo. Es muy agradable, muy placentero estar en el aire fresco, oler los aromas que me rodean. Sentir el sol sobre mi piel. Sentir que estoy aquí.
—Puedes marcharte.
Reúno fuerzas y emprendo la marcha, y me gusta hacerlo. Es como si no tuviera edad, como si estuviese fuera del tiempo. Tomo velocidad. Corro.
—Está bien, Enzo.
No vuelvo la vista, pero sé que él está ahí. Ladro dos veces porque quiero que oiga, quiero que sepa. Siento sus ojos sobre mí, pero no miro atrás. Corro, internándome en el campo, en la vastedad del universo.
—Puedes marcharte —dice, detrás de mí.
Más deprisa. Corro más rápido y el viento me acaricia el rostro. El corazón me late locamente y ladro dos veces para que él, y todo el mundo, me oigan: ¡Más deprisa! Ladro dos veces para que lo sepa, para que recuerde. Lo que quiero ahora es lo que siempre quise.
¡Una vuelta más, Denny! ¡Una más! ¡Deprisa!