Capítulo 50

Llegó el verano de mi décimo cumpleaños, y nuestras vidas recuperaron algo de su equilibrio, aunque no eran satisfactorias. Aún pasábamos fines de semana alternos con Zoë, que se había puesto muy alta y que no dejaba pasar ocasión de cuestionar algún punto de vista establecido o encontrarle fallos a una teoría, o presentar alguna idea que hacía que Denny sonriese, orgulloso.

Mis caderas no quedaron del todo bien después del accidente, pero estaba decidido a no hacerle gastar a Denny más dinero del que tuvo que desembolsar aquella noche en la consulta del veterinario. Me aguanté el dolor, que a veces me impedía dormir durante toda la noche. Hice cuanto pude por seguir con el ritmo de nuestras vidas. Pero mi movilidad estaba tan severamente limitada que ya no podía correr, aunque sí trotar razonablemente bien. Creo que llevé dignamente las cosas, pues a veces oía a las personas que me conocen comentar qué vivaz se me veía y cómo los perros se curan deprisa y se adaptan a sus limitaciones.

El dinero seguía siendo un problema permanente, pues Denny se veía obligado a darle parte de su salario a los Gemelos Malignos, y el doctor Lawrence, sensato abogado, insistía en que sus pagos se mantuvieran al día. Afortunadamente, los jefes de Denny se mostraban generosos, pues le permitían cambiar sus horarios para que pudiese ocuparse de sus muchas obligaciones extralaborales, y también para que, algunos días, diera clases de conducción en circuitos Pacific, lo que le permitía sacar con facilidad algún dinero adicional para pagar al abogado.

A veces, los días que daba clases de pilotaje, Denny me llevaba a la pista y, aunque nunca me permitían acompañarlo en el coche, me gustaba quedarme en las gradas y verlo enseñar. Me gané alguna fama como perro de la pista. En especial, me agradaba trotar por el paddock, mirando cuál era la última moda en materia de coches para los jóvenes hombres y mujeres cuyas cuentas bancarias estaban colmadas de fondos producidos por inversiones bursátiles en el área tecnológica. Desde el delicado Lotus Exige hasta el espectacular Lamborghini, pasando por el clásico Porsche, siempre había algo bueno que ver.

Un día caluroso de fines de julio estábamos enseñando. Recuerdo que todos se encontraban en la pista y que vi que un hermoso Ferrari F430 rojo pasaba frente al paddock y se detenía frente a la sede de la escuela. Un hombre menudo, más bien viejo, se bajó del coche y el propietario de la escuela, Don Kitch, fue a su encuentro. Se abrazaron y hablaron durante unos minutos. Luego, el recién llegado se acercó al arcén para ver el circuito, y Don ordenó por radio a los encargados de pista que dieran por terminada la sesión y avisaran a los estudiantes de que ya era la hora de la pausa para comer.

Mientras los conductores bajaban de sus vehículos y los instructores les daban consejos y sugerencias útiles, Don llamó a Denny, que se aproximó. Lo seguí, pues sentía curiosidad por ver qué ocurría.

—Necesito que me hagas un favor —dijo Don a Denny.

Y, de pronto, el hombrecillo del Ferrari estaba con nosotros.

—Recuerdas a Luca Pantoni, ¿no? —preguntó Don—. Fuimos a cenar a tu casa hace un par de años.

—Claro. —Denny estrechó la mano de Luca.

—Su esposa preparó una cena deliciosa —dijo Luca—. Aún la recuerdo. Por favor, acepte mis sinceras y sentidas condolencias.

Al oír su acento italiano lo recordé. El hombre de Ferrari.

—Gracias —dijo Denny con voz queda.

—Luca quiere que tú le enseñes nuestro circuito —explicó Don—. ¿Puedes comerte un bocadillo entre sesiones, no? No necesitas comer en serio, ¿verdad?

—No hay problema. —Denny se puso rápidamente el casco y se dirigió al lado del acompañante del exquisito vehículo.

—Señor Swift —dijo Luca—. Si me lo permite, preferiría que usted condujera, así puedo mirar mejor.

Sorprendido, Denny miró a Don.

—¿Quiere que yo conduzca ese coche? —No era extraña su sorpresa. Al fin y al cabo, el F430 vale casi un cuarto de millón de dólares.

—Asumo toda responsabilidad —contestó Luca.

Don asintió.

—Con mucho gusto —dijo Denny.

Y se metió en la cabina.

Era un coche bellísimo, equipado para la competición, no para usarlo en la calle. Tenía asientos y arneses de una sola pieza homologados por la FIA, jaula antivuelco completa, y, tal como yo sospechaba, volante de Fórmula 1. Los dos se abrocharon los cinturones, Denny pulsó el botón de encendido electrónico, y el motor despertó con un rugido.

Ah, ¡qué sonido! El zumbido del fantástico motor combinado con el ronquido gutural del inmenso tubo de escape. Denny apenas tocó el volante y cruzaron lentamente el paddock hasta llegar al comienzo de la pista.

Seguí a Don al aula, donde los estudiantes se habían repartido gruesos trozos de un bocadillo gigante y los masticaban, mientras conversaban y reían. La intensa mañana de clases de automovilismo les alegraría toda la semana.

—Si quieren ver algo especial —dijo Don—, tomen sus bocadillos y salgan a la pista. Hay una sesión inesperada, aprovechando la hora de comer.

El Ferrari era el único coche en la pista, que normalmente se cierra a la hora de comer. Pero ésta era una sesión excepcional.

—¿Qué ocurre? —le preguntó uno de los instructores a Don.

—Van a probar a Denny —respondió Don, con tono misterioso.

Todos salimos a tiempo para ver a Denny salir de la curva nueve y avanzar por la recta.

—Calculo que necesitará tres vueltas para entender la palanca de cambios secuencial —dijo Don.

En efecto, Denny comenzó poco a poco, como lo hizo cuando lo acompañé en Thunderhill. ¡Dios, cómo quisiera haberme encontrado en el lugar del afortunado Luca! Ser copiloto de Denny en un F430 debe de ser una experiencia increíble.

Empezó despacio, pero cuando pasó frente a nosotros por tercera vez, se produjo una evidente transformación en el vehículo. Ya no era un coche, sino un borrón rojo. Ya no zumbaba, sino que, al tomar la recta a tal velocidad que los estudiantes se miraron y rieron como si alguien acabase de contar un chiste verde, aullaba. Denny mostraba lo que sabía.

Al cabo de un instante, tan breve que uno se preguntaba si no habría tomado un atajo, el Ferrari apareció detrás del soto que marcaba la salida de la curva siete. Iba por lo más elevado del peralte, y sus alerones parecían completamente desplegados, como si fuera un avión. Luego oímos el ruido característico que se produce cuando la palanca electrónica baja rápidamente de sexta a tercera. Vimos los discos de freno cerámicos, tan calientes que relumbraban entre los rayos de magnesio de las ruedas. Enseguida, el motor rugió cuando el paso de combustible se abrió al máximo y vimos que el coche sorteaba la curva ocho como si fuese un trineo a reacción, como si corriera sobre rieles. La ardiente goma de sus neumáticos especiales se aferró al resbaladizo asfalto como si fuese velcro; oímos otra vez el ruido de los cambios, y el coche pasó como un proyectil frente a nosotros al tomar la curva nueve a no más de cinco centímetros de la barrera de cemento. El efecto doppler convirtió el ronquido del motor en un gruñido feroz, y, con un nuevo ruido de la palanca, el coche entró en la recta como un cohete y se perdió de vista.

—¡A la mierda! —dijo uno de los estudiantes.

Los miré y tenían la boca abierta. Todos permanecimos en silencio. Oímos el sonido de los cambios al pasar cuando Denny se dispuso a entrar en la curva cinco A, al otro lado del circuito. Aunque no lo veíamos, los maravillosos efectos de sonido nos permitían imaginarlo. Una vez más, Denny pasó frente a nosotros a un millón de kilómetros por hora.

—¿Se está acercando al límite de velocidad? —preguntó alguno.

Don sonrió y meneó la cabeza.

—Hace rato que pasó el límite —dijo—. Estoy seguro de que Luca le dijo que mostrara de qué es capaz, y eso es lo que está haciendo. —Luego, se volvió hacia los espectadores y bramó—: ¡Jamás conduzcan de esa manera! ¡Denny es un piloto de carreras profesional y el coche no es suyo! ¡No tiene que pagarlo si lo rompe!

Siguieron dando vueltas hasta que quedamos mareados y exhaustos de verlos. Luego, el coche aminoró la marcha para dar una vuelta de enfriamiento, y finalmente se detuvo en el paddock.

Todos los estudiantes se congregaron para ver cómo Denny y Luca emergían del ardiente vehículo. Los estudiantes cuchicheaban mientras tocaban, maravillados, la caliente ventana de cristal que protegía el magnífico motor.

—¡Todos al aula! —ladró Don—. Veamos cómo se comportaron en las curvas esta mañana.

Mientras los otros se marchaban, Don le dio un firme apretón en el hombro a Denny.

—¿Cómo fue?

—Increíble —dijo Denny.

—Me alegro. Te lo mereces.

Don se fue a dar su clase. Luca se nos aproximó con la mano extendida. En ella tenía una tarjeta.

—Quisiera que trabajase para mí. —Habló a Denny con su fuerte acento italiano.

Yo estaba sentado junto a Denny, que, por costumbre, bajó la mano y me rascó la oreja.

—Se lo agradezco —dijo Denny—. Pero no creo tener condiciones para vender coches de ese grado de exigencia.

—Yo tampoco creo que las tengas —convino Luca.

—Pero trabaja para Ferrari.

—Sí, en Maranello, en la sede de Ferrari. Ahí tenemos un estupendo circuito.

—Entiendo —dijo Denny—. Y me dice que quisiera que trabaje… ¿dónde?

—En el circuito. Necesitamos un instructor. A menudo, nuestros clientes lo necesitan cuando nos compran un coche.

—¿De instructor?

—Es una de las cosas que nos hacen falta. Pero más que nada, se ocuparía de probar los vehículos.

Denny abrió mucho los ojos y tomó una gran bocanada de aire. Yo también. ¿Ese tipo estaba diciendo lo que creíamos?

—En Italia —dijo Denny.

—Sí. Le proporcionaríamos un piso para usted y para su hija. Y, claro, también un coche, un Fiat, a nuestro cargo, como parte del paquete de compensación.

—Vivir en Italia y probar Ferraris —dijo Denny.

—Sí.

Denny estiró el cuello. Dio una vuelta completa y, mirándome, rió.

—¿Por qué yo? —preguntó—. Hay mil tipos capaces de conducir ese coche.

—Don Kitch dice que es excepcionalmente bueno en tiempo lluvioso.

—Lo soy. Pero el motivo no puede ser ése.

—No —dijo Luca—. Tiene razón. —Fijó sus ojos celestes en Denny y sonrió—. Pero le hablaré más acerca de mis motivos cuando nos encontremos en Maranello y vaya a cenar a mi casa.

Denny asintió y se mordió los labios. Golpeó la tarjeta de Luca con la uña del pulgar.

—Aprecio su generoso ofrecimiento. Pero me temo que hay ciertas cosas que me impiden abandonar el país, el estado incluso, en este momento. Así que no puedo aceptar.

—Estoy al tanto de sus problemas —dijo Luca—. Por eso estoy aquí.

Denny alzó la vista, sorprendido.

—Mantendré el puesto disponible para usted hasta que su situación se resuelva y pueda tomar su decisión sin que en ello pesen circunstancias pasajeras. Mi número de teléfono está en la tarjeta.

Luca sonrió y volvió a estrechar la mano de Denny. Se metió en el Ferrari.

—Me gustaría saber por qué me escogió.

Luca alzó un dedo.

—Cuando cenemos en casa. Entonces lo entenderá.

Se marchó.

Denny meneó la cabeza, atónito. Los estudiantes salieron del aula y se dirigieron a sus coches. Don se acercó.

—¿Y bien? —preguntó.

—No lo entiendo —dijo Denny.

—Le interesa tu carrera desde que te conoció —explicó Don—. Siempre que hablamos me pregunta cómo te va.

—¿Por qué le importa tanto?

—Te lo quiere decir él mismo. Lo único que puedo adelantarte es que admira la forma en que peleas por tu hija.

Denny pensó durante un momento.

—¿Y si no gano, qué?

—Perder la carrera no es deshonroso —dijo Don—. Lo deshonroso es no correr por temor a perder. —Se interrumpió—. Ahora, Saltamontes, ocúpate de tu estudiante. Ve a la pista, ¡ése es tu lugar!