Días después. Una semana. Dos. Desde que Denny se dio por vencido, el tiempo no significaba mucho para mí. Parecía enfermizo, sin energías ni fuerza vital. Yo también. En algún momento, cuando mis caderas aún no estaban curadas del todo, pero ya no me producían mucho dolor, aunque sí incomodidad, fuimos a visitar a Mike y Tony.
No vivían lejos de nosotros. Su casa era pequeña, pero demostraba que sus ingresos eran más altos que los nuestros. Denny me contó una vez que a Tony le tocó estar en el lugar y en el momento justos como para no volver a preocuparse por el dinero nunca más en su vida. Así es la vida. Así son las cosas. Tu coche va a donde van tus ojos.
Estábamos sentados en su cocina. Denny tenía frente a sí una taza de té y una carpeta marrón. Tony no estaba. Mike daba vueltas, nervioso.
—Es la decisión correcta, Den —dijo Mike—. Estoy contigo al cien por cien.
Denny no se movió ni habló. Se quedó mirando la carpeta con ojos carentes de expresión.
—Se trata de tu vida, de tu juventud —afirmó Mike—. Es tu momento. Los principios son importantes, pero tu vida también lo es. Y tu reputación.
Denny asintió con la cabeza.
—Lawrence obtuvo lo que querías, ¿no?
Denny asintió.
—El mismo régimen de visitas, al que se suman dos semanas en verano, una durante las vacaciones de Navidad y otra en las vacaciones escolares de febrero, ¿no?
Denny asintió.
—Y no tienes que pagar más manutención. La matricularán en una escuela privada de la isla Mercer. Y pagarán su educación universitaria.
Denny asintió.
—Y quedarás fichado sólo como infractor en un caso de acoso, en libertad provisional. No tendrás antecedentes por delitos sexuales.
Denny asintió.
—Denny —añadió Mike, serio—. Eres un tipo inteligente. De los más inteligentes que conozco. Te diré una cosa: es una decisión inteligente. Lo sabes, ¿no?
Durante un momento, Denny pareció confundido. Escrutó la mesa, estudió sus propias manos.
—Necesito un bolígrafo —dijo.
Mike tomó un bolígrafo de la mesa del teléfono, que tenía a sus espaldas. Se lo alcanzó a Denny.
Denny vaciló, con la mano levantada sobre los documentos de la carpeta. Miró a Mike.
—Siento como si me hubiesen abierto el vientre, Mike. Como si me hubiesen abierto y cortado los intestinos y tuviese que pasar lo que me queda de vida acarreando una bolsa de plástico llena de mierda. Tendré esta bolsa de cagar amarrada a la cintura, conectada con un tubo, toda mi vida, y cada vez que vaya a vaciarla al inodoro recordaré el momento en que me abrieron y disimularé con una sonrisa fingida en la cara, y me diré: «Bueno, al menos no me arruiné».
Mike pareció desconcertado.
—Es difícil —dijo.
—Sí —coincidió Denny—. Es difícil. Bonito bolígrafo.
Denny alzó el bolígrafo. Era uno de esos que se hacen como recuerdo, con una pieza móvil sobre un fondo de plástico transparente que se ve al mover el capuchón.
—Del parque zoológico Woodland —dijo Mike.
Miré mejor. En la parte superior del bolígrafo. Bajo el plástico transparente, se veía una sabana en miniatura. ¿Y la pieza móvil? Una cebra. Cuando Denny inclinó el bolígrafo, la cebra se deslizó por la sabana. La cebra está en todas partes.
De repente, me di cuenta de algo. La cebra. No es algo que está fuera de nosotros. La cebra es algo que está dentro. La cebra es lo peor de nosotros, cuando nos encontramos en el peor de los momentos. ¡El demonio que llevamos en nuestro interior!
Denny acercó la punta del bolígrafo al papel. Vi cómo la cebra se deslizaba hacia abajo, acercándose poco a poco a la línea donde iba la firma. Supe que quien firmaba no era Denny. ¡Era la cebra! ¡Denny nunca renunciaría a su hija a cambio de unas pocas semanas de vacaciones de verano y una exención de pagos por manutención!
Yo era un perro viejo. Recientemente atropellado por un coche. Pero reuní cuantas fuerzas pude. El resto, debo agradecérselo a los medicamentos para el dolor que Denny me había administrado antes. Me erguí, apoyándole las patas delanteras en el regazo. Estiré el pescuezo. Y, al momento siguiente, me encontré en la puerta de la cocina con los papeles entre los dientes. Mike y Denny me miraban, atónitos.
—¡Enzo! —ordenó Denny—. ¡Suéltalo!
No le hice caso.
—¡Enzo! ¡Suelta! —gritó.
Meneé la cabeza.
—Ven, chico —dijo Mike.
Lo miré. Tenía un plátano. Hacía de policía bueno; Denny, de malo. Aquello era totalmente injusto. Sabe cuánto me gustan los plátanos. Así y todo, lo rechacé.
—¡Enzo, ven aquí, demonios! —vociferó Denny, lanzándose sobre mí.
Me escabullí.
Dado que mi movilidad era limitada, se trató de una persecución a baja velocidad. Pero aun así, se trató de una persecución. Hice amagos, fintas, regates, y me evadí de las manos que intentaban agarrarme del collar. No pudieron conmigo.
Cuando al fin me acorralaron en la sala de estar, aún tenía los papeles. Fui consciente de que todavía no estaba todo perdido, incluso en ese momento, cuando estaban a punto de agarrarme y arrancarme los papeles de la boca. Denny me enseñó que la carrera no termina hasta que no baja la bandera a cuadros. Miré a mi alrededor y vi que una de las ventanas estaba entornada. No parecía muy abierta, y tenía un mosquitero de alambre tejido. Pero bastaba.
A pesar de mi dolor, salté. Me propulsé con todas mis fuerzas. Pasé por la abertura, me estrellé contra el mosquitero, que cedió, y seguí camino. Y me encontré en el porche. Me escabullí al patio trasero.
Mike y Denny salieron a toda prisa por la puerta trasera. Jadeaban, pero ya no me perseguían. Más bien, parecían impresionados por mi hazaña.
—Se tiró —dijo Mike, con la respiración agitada.
—Por la ventana —concluyó Denny.
Sí. Me tiré por la ventana.
—Si lo hubiésemos grabado en vídeo nos podríamos ganar diez mil dólares en El vídeo casero más cómico de los Estados Unidos.
—Dame los papeles, Enzo —dijo Denny.
Los agité vigorosamente sin soltarlos. Mike se rió de mi empecinamiento.
—No es gracioso —refunfuñó Denny.
—Tiene su gracia —se defendió Mike.
—Dame los papeles —repitió Denny.
Dejé caer los papeles y los revolví con las patas delanteras. Los arañé, tratando de enterrarlos.
Mike volvió a reír.
Pero Denny estaba muy enfadado. Me fulminó con la mirada.
—Enzo —dijo—, te estoy advirtiendo.
¿Qué podía hacer yo? ¿No me había expresado con claridad? ¿No había comunicado mi mensaje? ¿Qué más podía hacer?
Sólo una cosa. Levanté una pata y oriné sobre los papeles.
Los gestos son lo único que tengo.
Cuando me vieron hacerlo, no pudieron evitarlo: se echaron a reír, esta vez los dos. Denny y Mike. Se rieron mucho. Hacía años que no veía a Denny reír así. Las caras se les pusieron rojas. Apenas podían respirar. Cayeron de rodillas y rieron hasta que no pudieron reír más.
—Muy bien, Enzo —dijo Denny—. Está bien.
Entonces, me acerqué, dejando los papeles empapados de orina sobre la hierba.
—Llama a Lawrence —le sugirió Mike a Denny—. Que los vuelva a imprimir para que puedas firmar.
Denny se incorporó.
—No —dijo—. Estoy con Enzo. Yo también me meo en su acuerdo. No me importa si firmarlo es, o no, lo más inteligente. No he hecho nada malo y no me voy a dar por vencido. No me rendiré jamás.
—Se van a enfurecer —suspiró Mike.
—Que se vayan a la mierda —dijo Denny—. O gano o me quedo sin combustible en la última vuelta. Pero no abandonaré. Se lo prometí a Zoë. No voy a abandonar.
Cuando llegamos a casa, Denny me dio un baño y me secó. Después encendió el televisor de la sala de estar.
—¿Cuál es tu preferido? —preguntó mirando el anaquel donde tenía sus vídeos, las carreras que nos encantaba ver juntos—. Ah, aquí hay uno que te gusta.
Lo puso. Ayrton Senna en el Gran Premio de Mónaco, 1984, surcando la lluvia a la zaga de quien encabezaba la carrera, Alain Prost. Senna habría ganado esa carrera si no la hubiesen suspendido por las condiciones climáticas. Cuando llovía, nunca llovía sobre Senna.
Vimos todo el vídeo sin interrupción, hombro con hombro, Denny y yo.