Entradas separadas para perros y para gatos. Eso es lo que recuerdo con más claridad. Y una tercera entrada para animales con enfermedades infecciosas, que no discriminaba por especie. Al parecer, cuando perros y gatos se infectan, son iguales.
Recuerdo el dolor que sentí cuando el veterinario manipuló mis caderas. Después me puso una inyección y me sumí en un sueño muy profundo.
Cuando desperté, seguía mareado, pero ya no me dolía nada. Oí fragmentos de conversación. Términos como «displasia» y «artritis crónica» y «fractura no desplazada del hueso pélvico». También otros: «cirugía de reemplazo», «operación de emergencia», «soldadura», «umbral de dolor», «calcificación», «fusión». Y mi preferido: «viejo».
Denny me llevó al vestíbulo y me tendió sobre la alfombra marrón, que, de alguna manera, era acogedora en esa habitación en penumbra. El asistente le habló y le dijo otras cosas que, drogado como estaba, me confundieron. «Radiografía». «Sedantes». «Examen y diagnóstico». «Inyección de cortisona». «Medicamentos para el dolor». «Tarifa de emergencia nocturna». Y, claro, «ochocientos doce dólares».
Denny le tendió una tarjeta de crédito al ayudante del veterinario. Se agachó y me acarició la cabeza.
—Te pondrás bien, Zo —dijo—. Te has hecho una fisura en la pelvis, pero se curará. Sólo debes tomártelo con calma durante un tiempo y quedarás como nuevo.
—Señor Swift…
Denny se incorporó y regresó al mostrador.
—Su tarjeta ha sido rechazada.
Denny se puso rígido.
—¡Imposible!
—¿Tiene usted otra tarjeta?
—Tome.
Ambos se quedaron mirando la máquina azul donde se ponen las tarjetas y, al cabo de un momento, el ayudante meneó la cabeza.
—Se ha excedido de su límite.
Denny frunció el ceño y sacó otra tarjeta.
—Ésta es la que uso en los cajeros automáticos. Tiene que funcionar.
Volvieron a esperar. El mismo resultado.
—No lo entiendo. —Denny estaba desconcertado. Pude oír que su respiración se aceleraba, su corazón latía más deprisa—. Acabo de ingresar mi sueldo. Quizá aún no esté disponible.
El doctor apareció.
—¿Hay algún problema? —preguntó.
—Mire, tengo trescientos dólares de cuando ingresé el cheque del sueldo. Saqué un poco en efectivo. Tenga. —Denny desplegó los billetes ante el médico—. Estarán reteniendo el resto a la espera de que el cheque se confirme o algo así. —Denny tragó saliva. Había pánico en su voz—. Sé que tengo dinero en esa cuenta. Si no, puedo transferir algo mañana desde mi caja de ahorros.
—Tranquilo, Denny —le calmó el doctor—. Estoy seguro de que se trata de un malentendido.
Luego le dijo al ayudante:
—Hazle un recibo por los trescientos al señor Swift y déjale a Susan una nota diciéndole que volveremos a probar la tarjeta por la mañana.
El ayudante tomó el dinero. Denny se quedó mirando atentamente mientras el otro escribía el recibo.
—¿Podría quedarme con veinte? —Seguía titubeando. Noté que le temblaban los labios. Estaba agotado, conmovido, avergonzado—. Tengo que echarle gasolina al coche.
El ayudante miró al doctor, quien bajó la mirada y asintió en silencio antes de volverse, deseándonos las buenas noches por encima del hombro. El empleado le dio a Denny un billete de veinte dólares y un recibo, y Denny me llevó hasta el coche.
Cuando llegamos a casa, Denny me depositó en mi cama y, tomándose la cabeza entre las manos, se quedó sentado un largo rato en la oscuridad del cuarto, apenas alumbrado por las lámparas de la calle.
—No puedo —dijo—. No puedo más.
Alcé la vista. Me hablaba a mí. Me miraba.
—Han vencido —añadió—. ¿Te das cuenta?
¿Cómo iba a responderle? ¿Qué podía decir?
—No puedo ni hacerme cargo de ti. No puedo ni pagar la gasolina de mi coche. No me queda nada, Enzo. No queda nada en esta vida.
¡Dios, cuánto deseé poder hablar! Y tener pulgares. Lo habría agarrado del cuello de la camisa. Lo hubiese acercado a mí, tanto como para que sintiera mi aliento en su piel, y le habría dicho: «Sólo es una crisis. Algo pasajero. Apenas una cerilla que se enciende en la oscuridad implacable del tiempo. Tú eres el que me enseñó que nunca hay que darse por vencido. Tú me enseñaste que surgen nuevas oportunidades para los que están preparados, los que están listos. ¡Debes conservar la fe!».
Pero no podía decírselo. Sólo podía mirarlo.
—Lo intenté —dijo.
Lo dijo sólo porque no podía oírme. Porque no había oído ni una sola de mis palabras. Porque soy un perro.
—Tú has sido testigo —insistió—. Lo intenté.
Si me hubiese podido levantar sobre mis patas traseras. Si hubiera podido abrazarlo. Hablarle.
«No sólo lo he sido —le habría dicho—, aún lo soy».
Y entonces él habría entendido lo que quería decirle. Y se habría dado cuenta de todo.
Pero no podía oírme. Porque soy lo que soy.
Así que volvió a cubrirse la cara con las manos y se quedó allí sentado.
Yo no podía darle nada.
Estaba solo.