Capítulo 46

Fue un invierno particularmente difícil para mí. Tal vez por las escaleras que llevaban al apartamento donde vivíamos. O quizá mi defecto genético se hacía sentir. O tal vez sólo fuera que estaba harto de ser perro.

Anhelaba desprenderme de este cuerpo, librarme de él. Me pasaba mis tristes y solitarios días contemplando a las personas que circulaban por la calle, espectáculo que veía por la ventana. Todos iban a algún lugar, todos tenían destinos importantes. ¿Y yo? No podía ni abrir la puerta para bajar a saludarlos. Y aunque hubiese podido hacerlo, tenía lengua de perro y no habría podido formar palabras para decirles nada. Tampoco podría estrecharle las manos. ¡Cuánto ansiaba hablar a esas personas! ¡Cuánto ansiaba participar en sus vidas! Quería participar, no sólo observar. Quería comprometerme con el mundo que me rodea, no ser sólo un amigo que brinda compañía.

Y, al recordar lo ocurrido, puedo decir que fue mi estado de ánimo, mi manera de ver la vida, lo que me llevó a ese coche y llevó a ese coche a mí. Tienes ante tus ojos lo que estás buscando.

Una noche, tarde, regresábamos del parque Volunteer. Habíamos alargado nuestro paseo, por lo general breve, debido a las especiales condiciones del tiempo. No hacía demasiado frío ni demasiado calor, soplaba una suave brisa y caía nieve. Recuerdo que la nieve me inquietaba. Seattle es lluvia. Lluvia templada, lluvia fría, pero es lluvia. No nieve. En Seattle hay demasiadas colinas como para que se asiente la nieve. Pero había nieve.

Denny solía dejarme sin correa cuando regresábamos del parque, y esa noche me alejé demasiado de él. Antes de llegar a la Décima Avenida, vacía de coches y personas, me quedé mirando cómo caían los copos, formando una delgada capa sobre la acera y la calle.

—¡Vamos, Zo! —Denny dio un fuerte silbido después de gritar.

Alcé la vista. Estaba al otro lado de la calle Aloha. Debía de haber cruzado sin que yo lo notara.

—¡Ven, chico!

Se dio una palmada en el muslo y yo, sintiéndome repentinamente desligado de Denny, como si entre ambos hubiese todo un mundo, no una calle de dos sentidos, salté al asfalto para ir con él.

De pronto exclamó:

—¡No! ¡Espera!

Los neumáticos no chillaron como suelen hacerlo. El suelo estaba cubierto de una fina capa de nieve. Los neumáticos rodaban en silencio. Apenas producían un siseo. El coche me atropelló.

Qué estúpido, pensé. Soy muy estúpido. Soy el perro más estúpido del planeta y tengo la cara dura de pretender llegar a ser humano. Qué estúpido.

—Tranquilo, chico.

Sus manos sobre mí. Cálidas.

—No lo vi…

—Ya lo sé.

—Apareció de pronto…

—Sí, entiendo, lo vi todo.

Denny me abrazó. Denny me levantó.

—¿Qué puedo hacer?

—Faltan algunas manzanas para llegar a casa. Es demasiado pesado como para que lo lleve en brazos. ¿Me llevas?

—Claro, pero…

—Trataste de frenar. Hay nieve en la calle.

—Nunca había atropellado a un perro.

—Apenas lo has tocado.

—No puedo creerlo…

—Está asustado, más que nada.

—Nunca había…

—Lo que acaba de ocurrir no tiene importancia —dijo Denny—. Pensemos en lo que hay que hacer ahora. Eso es lo importante. Súbete al coche.

—Sí. —Era sólo un muchacho. Me había atropellado un adolescente—. ¿Adónde vamos?

—No te preocupes. —Denny hablaba acomodándose en el asiento trasero y poniéndome sobre su regazo—. Respira hondo y arranca.