Capítulo 35

Las manos son las ventanas que dan al alma.

Mira las filmaciones de carreras que se hacen desde el interior de la cabina de un coche, y verás que lo que digo es cierto. La presa tensa y rígida sobre el volante de cierto piloto refleja su estilo de conducción tenso y rígido. La forma nerviosa en que algún otro cambia las manos de lugar refleja que no está cómodo en su vehículo. Las manos de un piloto deben mantenerse relajadas, sensibles, conscientes. El volante de un coche transmite mucha información. Una presa demasiado ceñida o nerviosa impide que esa información llegue al cerebro.

Dicen que los sentidos no operan en forma independiente, sino que se combinan en una parte especial del cerebro que crea una representación de la totalidad del cuerpo. Los sensores de la piel le cuentan al cerebro todo lo relativo a la presión, el dolor, el calor; los sensores de las articulaciones y los tendones le hablan al cerebro de la posición del cuerpo en el espacio; los sensores del oído informan del equilibrio, y los de los órganos internos, del estado emocional. Que un piloto restringiera voluntariamente un canal de información sería una estupidez; por el contrario, permitir que toda la energía fluya libremente es divino.

Ver que las manos de Denny temblaban me preocupó, y también a él. Tras la muerte de Eve, solía mirarse las manos, poniéndoselas frente a los ojos como si no le pertenecieran. Las alzaba y las veía temblar. Trataba de hacerlo cuando nadie lo veía.

«Nervios», me decía, cuando notaba que yo miraba. «Tensión». Se las metía en los bolsillos del pantalón y las dejaba allí, donde nadie las veía.

Cuando Mike y Tony me llevaron a casa, más tarde esa noche, Denny aguardaba en el porche, a oscuras y con las manos en los bolsillos.

—No sólo no quiero hablar —dijo—, sino que Mark me dijo que no lo hiciera. Así son las cosas.

Se quedaron en el caminillo de entrada, mirándolo.

—¿Podemos pasar? —preguntó Mike.

—No. —Denny no estaba para charlas. Luego, consciente de su brusquedad, quiso explicarse—. No tengo ganas de estar con nadie.

Se lo quedaron mirando.

—No hace falta que hables de lo que está ocurriendo —dijo Mike—. Pero hablar es bueno. No puedes guardarlo todo en tu interior. No es saludable.

—Es probable que tengas razón —replicó Denny—. Pero no funciono así. Necesito… asimilar… lo que ocurre antes de hablar. Pero ahora no puedo hacerlo.

Ni Mike ni Tony se movieron. Era como si estuviesen decidiendo si debían respetar el deseo de soledad de Denny, o irrumpir en la casa para acompañarlo por la fuerza. Se miraron y olí su ansiedad. Deseé con todas mis fuerzas que Denny entendiera cuánto se preocupaban por él.

—¿Estarás bien? —preguntó Mike—. ¿No tenemos que preocuparnos por la posibilidad de que dejes abierto el horno de gas y enciendas un cigarrillo o algo así?

—Es eléctrico. Y no fumo.

—Estará bien —le dijo Tony a Mike.

—¿Quieres que Enzo venga con nosotros o alguna otra cosa? —preguntó Mike.

—No.

—¿Quieres que te hagamos algo de compra?

Denny meneó la cabeza.

—Estará bien. —Tras repetir su comentario, Tony tiró del brazo de Mike encaminándose hacia su coche.

—Mi teléfono siempre está encendido —dijo Mike—. Admito consulta por todo tipo de crisis las veinticuatro horas. Si necesitas hablar, o cualquier otra cosa, llámame.

Se retiraron por la senda. Cuando se alejaban Mike gritó:

—¡Ya le dimos de comer a Enzo!

Se marcharon, y Denny y yo entramos. Sacó las manos de los bolsillos y se las miró. Temblaban.

—A los violadores no les dan la custodia de sus niñitas. ¿Entiendes lo que ocurre? —dijo.

Lo seguí hasta la cocina, temiendo, durante un momento, que hubiese mentido a Mike y Tony y que tal vez tuviese, a fin de cuentas, horno de gas. Pero no fue al horno, sino que tomó una copa del aparador. Luego, eligió una botella de la alacena. Se sirvió un trago.

Era absurdo. Estaba deprimido, tenso, con las manos temblorosas, ¿y se iba a emborrachar? No estaba dispuesto a tolerarlo. Le ladré.

Copa en mano, bajó la vista hacia mí. Le devolví la mirada. De haber tenido manos, lo hubiese abofeteado.

—¿Qué pasa, Enzo, no puedes soportar semejante comportamiento, una vulgaridad tan grande?

Volví a ladrar. Se trataba de una vulgaridad demasiado patética.

—No me juzgues —dijo—. Ésa no es tu tarea. Tu trabajo es apoyarme, no juzgarme.

Se bebió su copa y me fulminó con la mirada. Y no le hice caso, lo juzgué. Se estaba comportando como querían que se comportase. Lo hacían perder la serenidad, y estaba a punto de darse por vencido, y eso sería el fin, y yo tendría que pasar el resto de mi vida con un borracho que no haría más que mirar con ojos sin vida las imágenes que centellean en la pantalla de su televisor. Éste no era mi Denny. Era un personaje patético, surgido de un trillado drama televisivo. Y no me caía nada bien.

Salí de la estancia dispuesto a irme a dormir, pero no quería hacerlo en la misma habitación que ese impostor que se hacía pasar por Denny. Ese falso Denny. Fui al cuarto de Zoë, me tendí en el suelo junto a su cama y procuré dormir. Zoë era lo único que me quedaba.

Más tarde, no sé cuánto, apareció en el umbral.

—La primera vez que te llevé a pasear en coche, cuando eras un cachorro, vomitaste en el asiento —me dijo—. Pero no por ello renuncié a ti.

Alcé la cabeza. No entendía adónde quería llegar.

—Guardé la copa, no me la tomé entera. ¿Estás contento? ¿Te crees que soy un borracho?

Se volvió y se marchó. Lo oí deambular por la sala de estar antes de encender el televisor.

De modo que no se perdió en la botella, refugio de los débiles y los quejicas. Me entendió. Los gestos son todo lo que tengo.

Lo encontré en el sofá, mirando un viejo vídeo donde salíamos Eve, Zoë y yo en Long Beach, en la costa de Washington. Zoë estaba empezando a andar. Recuerdo bien ese fin de semana; parecíamos tan jóvenes, persiguiendo cometas en la amplia playa, de muchos kilómetros de longitud. Me senté junto al sofá y miré. Éramos tan ingenuos. No sabíamos adónde nos llevaría el camino, no teníamos ni idea de que nos separaríamos. Playa, mar, cielo. Estaban ahí para nosotros y nada más que para nosotros. Un mundo sin fin.

—Ninguna carrera se gana en la primera curva —dijo—. Pero muchas se pierden allí.

Lo miré. Tendió la mano, me la posó en la cabeza y me rascó las orejas como acostumbraba a hacer.

—Así es —me dijo—. Si vamos a ser vulgares, seamos vulgarmente positivos.

Sí, la carrera es larga. Y para ganarla, debes llegar al final.