Capítulo 34

Lo llevaron a una habitación pequeña con una mesa grande y muchas sillas. En los muros se abrían ventanas que daban a la oficina adyacente, llena de detectives que hacían su labor policial sentados ante sus escritorios, tal como se ve en Ley y orden. Persianas de madera filtraban la luz azul que entraba en la habitación, pintando la mesa y el suelo con largas sombras ondulantes.

Nadie lo molestó. No había un policía malo que le tirase de las orejas ni lo golpease con la guía telefónica, le aplastara los dedos en la puerta o le estrellase la cabeza contra la pared, como suele ocurrir en la tele. No. Tras registrar su ingreso, tomarle las huellas dactilares y fotografiarlo, lo dejaron solo en el cuarto, como si la policía se hubiera olvidado de él. Se quedó allí sentado, a solas. Durante horas, sin nada. Ni café, ni agua, ni lavabo, ni radio. Sin distracciones. Su crimen, su castigo y él. Nada más.

¿Se desesperó? ¿Despotricó contra sí mismo en silencio por haber permitido que eso ocurriese? ¿O se habrá dado cuenta, al fin, de lo que se siente al ser, como yo, un perro? Con el correr de esos minutos interminables, ¿entendió que estar solo no es lo mismo que sentirse solo? ¿Que estar solo es un estado neutral? ¿Que es como ser un pez ciego en el fondo del mar, sin ojos, y, por lo tanto, sin discernimiento? ¿Es posible? Lo que me rodea no afecta a mi ánimo. Mi ánimo afecta a lo que me rodea. ¿Es verdad? ¿Es posible que Denny haya apreciado la naturaleza subjetiva de la soledad, que es algo que sólo existe en la mente, no fuera de ella, y, que, como un virus, es incapaz de sobrevivir sin un anfitrión que lo acoja?

Me gusta pensar que, durante ese lapso, estuvo solo pero no se sintió solo. Me gusta pensar que pensó en lo que le ocurría, pero sin desesperar.

Entonces, Mark Fein irrumpió en la comisaría Este de la policía de Seattle. Irrumpió y se puso a gritar. Ése es el estilo de Mark Fein. Vehemente. Osado. Espectacular. Belicoso. Brama. Ruge. Intimida. Irrumpió, arremetió contra el mostrador de recepción, apabulló al sargento de guardia, sacó a Denny bajo fianza.

—¿De qué mierda va esto, Denny? —Mark lanzó la pregunta en cuanto llegaron a la esquina.

—No es nada. —Denny no tenía ganas de hablar.

—¿Cómo que «nada»? ¡Ella tiene quince años, hombre de Dios! ¿Cómo que no es nada?

—Miente.

—¿Sí? ¿Tuviste relaciones con esta chica?

—No.

—¿Penetraste alguno de sus orificios con tus genitales o con cualquier otro objeto?

Denny le clavó la mirada a Mark Fein, pero no respondió.

—Esto es parte de un plan, ¿no te das cuenta? —dijo Mark, frustrado—. No podía entender por qué se embarcaban en un pleito de custodia sin tener argumentos, pero esto lo cambia todo.

Denny seguía sin responder.

—Un pedófilo. Un delincuente sexual. Un estuprador. Un abusador de menores. ¿Te parece que esos términos sugieren algo beneficioso para tu hija?

Denny rechinó los dientes. Los músculos de sus mandíbulas se tensaron.

—Nos vemos en mi despacho mañana a las ocho y media —dijo Mark—. En punto.

Denny ardía de furia.

—¿Dónde está Zoë? —preguntó.

Mark Fein se plantó sobre la acera.

—La recogieron antes de que yo pudiese hacerlo. Parece que fue una operación bien sincronizada.

—Voy a buscarla —dijo Denny.

—¡No! —ladró Mark—. Déjalos en paz. No es momento de hacerse el héroe. Cuando caes en arenas movedizas, lo peor que puedes hacer es moverte.

—¿Así que caí en arenas movedizas? —preguntó Denny.

—Denny, en este momento estás en la más movediza de las arenas, en el pantano más peligroso.

Denny se dio la vuelta y emprendió la marcha.

—Y no abandones el estado —dijo la voz de Mark a sus espaldas—. Y, por Dios, Denny, no se te ocurra ni siquiera mirar a otra chica de quince años.

Pero Denny ya había dado la vuelta a la esquina.