Capítulo 26

Ese año hubo olas de frío en cada uno de los meses de invierno. Cuando al fin tuvimos un día de primavera cálido, en abril, árboles, flores y hierbas resurgieron con tal potencia que, según dijo la televisión, se dictó la alerta para los alérgicos. Las farmacias se quedaron, literalmente, sin antihistamínicos. Las compañías farmacéuticas, que se lucran con la desdicha ajena, no podrían haber pedido nada mejor que un invierno frío y húmedo, lleno de inyecciones contra la gripe y medicamentos febrífugos, seguido de una primavera calurosa con niveles inéditos de polen en el aire. Creo que las personas no eran tan alérgicas a lo que las rodea antes de ponerse a contaminarlo, y a contaminarse a sí mismas, con todo tipo de productos químicos y toxinas. Pero, claro, nadie me pidió mi opinión. Mientras el resto del mundo se preocupaba por la fiebre del heno, los integrantes de mi mundo tenían otras cosas que hacer. Eve continuaba con su inexorable proceso de muerte, Zoë pasaba demasiado tiempo con sus abuelos, Denny y yo procurábamos hacer más lentos los latidos de nuestros corazones, para no sentir tanto el dolor.

Aun así, Denny se permitía alguna que otra diversión, y ese abril se presentó una. Una de las escuelas de pilotaje de coches con las que colaboraba le ofreció un trabajo. Los habían contratado para encargarles que consiguieran pilotos de carreras para un anuncio de televisión y contactaron con Denny. Lo harían en un circuito de California, el Thunderhill Raceway Park. Yo estaba al tanto del proyecto, pues Denny estaba entusiasmado y hablaba mucho de él. Lo que no había imaginado era que tenía intención de ir hasta allí en coche, un viaje de diez horas. Menos aún, que me llevaría con él.

¡Oh, cuánta alegría! ¡Denny y yo, y nuestro BMW! ¡Todo el día al volante, como un par de bandidos, socios en el delito, huyendo de la ley! ¡Vivir la vida que vivíamos, en la que uno podía escapar de los problemas disputando carreras, seguramente era un delito!

El viaje no fue nada especial. El centro de Oregón no es conocido por la belleza de sus paisajes, por más que otras partes del estado lo sean. Y aún había algo de nieve en los pasos de montaña del norte de California, lo que me hacía encogerme, pues me recordaba a Annika y cómo se había aprovechado de Denny. Por fortuna, la única nieve de las Siskiyous estaba amontonada en el arcén. La superficie de la carretera estaba despejada y húmeda. Y descendimos desde las alturas a los verdes campos del norte de Sacramento.

Asombrosa. Asombrosa la vastedad de ese mundo lleno de crecimiento y nacimientos, en esa estación de la vida ubicada entre el sueño del invierno y el calor agobiante del verano. Vastas colinas ondulantes cubiertas de hierba recién brotada, tachonada de flores silvestres. Hombres labrando la tierra con sus tractores, liberando una embriagadora mezcla de olores: humedad y putrefacción, fertilizante y combustible. En Seattle vivimos entre árboles y cursos de agua y sentimos que la cuna de la vida nos mece con suavidad. Nuestros inviernos no son fríos, nuestros veranos no son calurosos, y nos felicitamos por haber escogido tan buen lugar para tumbarnos a descansar y criar nuestros pollos. Pero en torno al circuito Thunderhill Raceway Park, ¡la primavera es primavera! Todo anuncia que esa estación ha llegado.

Por no hablar del circuito. Relativamente nuevo, bien mantenido, desafiante, con sus revueltas y cambios de rasante y tantas cosas que mirar. La mañana siguiente a nuestra llegada, Denny me sacó a correr, a pie. Recorrimos todo el circuito al trote. Lo hacía para familiarizarse con la superficie. Es imposible que veas de verdad una pista desde el interior de un coche que va a doscientos cincuenta kilómetros por hora o más. La única manera de sentirla de verdad es viéndola de cerca.

Denny me explicó qué buscaba: desigualdades del asfalto que se pudieran notar en la suspensión, rayas que le sirvieran como indicador de sitios donde frenar o virar. Tocaba el asfalto del ápice de las curvas. ¿Estaba gastado y liso? ¿Tendría mejor agarre si se desviaba levemente de su trazada? ¿Y había alteraciones del peralte en ciertas curvas, puntos que desde el interior del coche parecían llanos, pero que en realidad tenían una levísima inclinación? Por lo general, se construyen así para que el agua de lluvia corra y no forme charcos peligrosos en la pista.

Una vez que recorrimos todo el circuito, estudiando sus cinco kilómetros y quince curvas, regresamos al paddock. Habían llegado dos grandes camiones. Varios hombres uniformados erigían tiendas y doseles y disponían un elaborado servicio de comidas. Otros descargaban tres maravillosos e idénticos Aston Martin DB5, el modelo que hizo famoso James Bond. Denny se presentó a un hombre que, con una libreta en la mano, se paseaba con aire de estar al mando. Se llamaba Ken.

—Gracias por tu ayuda —dijo Ken—. Pero llegas temprano.

—Quería recorrer la pista a pie —explicó Denny.

—Como gustes.

—Ya lo hice, gracias.

Ken asintió con la cabeza y miró su reloj.

—Es demasiado temprano para los motores de competición —dijo—. Pero puedes quitarle el silenciador al tuyo. Sólo te pido que no hagas locuras.

—Gracias. —Denny estaba feliz, se notaba. Me guiñó un ojo.

Fuimos al camión del equipo y Denny tomó del brazo a uno de los técnicos.

—Soy Denny. Uno de los pilotos.

El hombre le estrechó la mano y dijo que su nombre era Pat.

—Tienes tiempo —dijo—. Ahí está el café.

—Daré unas vueltas con mi BMW. Ken me dijo que no hay problema. Me preguntaba si no tendrás un arnés para prestarme.

—¿Para qué necesitas un arnés?

Denny me echó una rápida mirada y Pat rió.

—Eh, Jim —le dijo a otro hombre—. Este tipo quiere que le prestemos un arnés para llevar a su perro a dar una vuelta.

Ambos rieron y quedé un poco confundido.

—Tengo algo mejor. —Lo dijo el que se llamaba Jim. Fue al tráiler del camión y, al cabo de un minuto, regresó con una sábana.

—Toma. Si el perro se caga, puedo hacerla lavar en el hotel.

Denny me dijo que me pusiera en el asiento del copiloto y así lo hice. Me envolvieron con la sábana, ajustándome contra el respaldo, de modo que sólo asomaba mi cabeza. Aseguraron la sábana desde atrás de algún modo.

—¿Demasiado apretado? —preguntó Denny.

Yo estaba demasiado excitado como para responder. ¡Iba a correr con él!

—No aceleres mucho hasta que te asegures de que su estómago puede soportarlo —dijo Pat—. Limpiar vómito de perro de los orificios de ventilación es lo peor que hay.

—¿Ya lo has hecho alguna vez?

—Ya lo creo. A mi perro le encantaba.

Denny rodeó el coche hasta quedar del lado del conductor. Tomó su casco del asiento trasero y se lo puso. Subió al vehículo y se abrochó el cinturón de seguridad.

—Un ladrido es para que aminore, dos para que acelere, ¿entendido?

Ladré dos veces, sorprendiendo a Denny, y también a Pat y a Jim, que lo miraban desde fuera.

—Sólo quiere correr —dijo Jim—. Tienes un buen perro.

El paddock del circuito Thunderhill está emplazado entre dos largas rectas paralelas. El circuito se abre desde allí en forma simétrica, como alas de mariposa. Tras pasar por la zona de los boxes, avanzamos con mucha lentitud hasta la entrada de la pista.

—Nos lo tomaremos con calma —dijo Denny.

Y partimos.

Estar en la pista era una experiencia nueva para mí. No había edificios, carteles indicadores, ni ninguna otra cosa que sirviese de referencia, que diera una idea de las proporciones. Era como correr por un campo, volar sobre una planicie. Denny circulaba, cambiaba, giraba con fluidez, pero noté que conducía de forma mucho más agresiva que en la calle. Mantenía el motor a más revoluciones y frenaba más abruptamente.

—Estoy buscando y memorizando indicios visuales —me explicó—. Puntos de giro, de frenado. Algunos pilotos se basan más en sus sensaciones. Encuentran un ritmo que consideran adecuado y se entregan a él. Pero yo soy muy visual. Las referencias me hacen estar cómodo. Ya tengo anotados montones de puntos de referencia en esta pista, aunque es la primera vez que la recorro. Son siete u ocho cosas específicas que vi en cada una de las curvas cuando recorrimos el circuito a pie.

En las curvas, me iba indicando cuál era el remate, cuál la salida. Acelerábamos en las rectas. No íbamos muy deprisa, sólo a unos cien kilómetros por hora. Pero, aun así, la velocidad se hacía sentir en las curvas, donde los neumáticos emitían un hueco sonido espectral, casi como el de un búho. Hallarme con Denny en la pista de carreras era una sensación especial. Era la primera vez que me llevaba. Me sentía seguro y relajado. Encontrarme firmemente asegurado al asiento era tranquilizador. Las ventanillas estaban abiertas y el viento era fresco y estimulante. Podría haberme pasado todo el día así.

Después de dar tres vueltas al circuito, me miró.

—Los frenos ya se calentaron —dijo—. Los neumáticos también.

No entendí por qué me lo decía.

—¿Quieres que demos una vuelta rápida?

¿Una vuelta rápida? Ladré dos veces. Volví a ladrar dos veces. Denny rió.

—Avisa si no te gusta —dijo—. Con un aullido largo. —Pisó con fuerza el acelerador.

No hay nada como la sensación de velocidad. Nada en el mundo se le puede comparar.

Cuando aceleramos y volamos por la primera recta, lo que me mantuvo inmovilizado en mi asiento no fue la sábana de Jim, sino la fuerza de la repentina aceleración.

Más rápido, más y más deprisa. Vi cómo se aproximaba la curva, oí el chillido del motor, y cuando entramos levantó el pie del acelerador y pisó el freno. La parte delantera del coche pareció contraerse y agradecí estar amarrado con la sábana, pues, de no ser por ella, habría ido a dar contra el parabrisas. Muy, muy poco a poco, los discos del freno fueron apretando los rotores. La fricción los recalentó mientras la energía se disipaba. Y enseguida viró a la izquierda, y con un movimiento fluido y continuo volvió a pisar el acelerador y comenzamos a salir de la curva. La fuerza centrífuga nos empujaba hacia fuera, pero los neumáticos nos mantenían agarrados al asfalto. Ya no ululaban. El búho había muerto. Los neumáticos chirriaban, gritaban, aullaban, gemían de dolor. Aflojó la presión sobre el volante al llegar al ápice y el coche apuntó a la recta. El motor estaba al máximo de su compresión y salimos volando, ¡volando!, de aquella curva, rumbo a la próxima y a la otra, y a la que venía después de ésa. Thunderhill tiene quince curvas. Quince. Y las amo a todas por igual. Las adoro a todas. Cada una es diferente, con su propia sensación particular. ¡Y todas son magníficas! Girábamos por el circuito más y más rápido.

—¿Estás bien? —me preguntó, echándome un vistazo mientras avanzábamos por la recta del fondo del circuito a doscientos kilómetros por hora.

Ladré dos veces.

—Si sigues insistiendo terminaré por gastar mis neumáticos. Venga, demos una vuelta más.

Sí, una vuelta más. Una vuelta más. Siempre una vuelta más. Vivo para dar una vuelta más. ¡Daría la vida por una vuelta más! ¡Por favor, Dios, dame una vuelta más!

Y esa vuelta fue espectacular. Alcé la vista mientras Denny me instruía.

—Mantén los ojos abiertos, mira a lo lejos. —Me tomó un tiempo darme cuenta de que los puntos de referencia, los indicadores visuales que había identificado durante nuestro recorrido a pie por la pista, pasaban a tanta velocidad que Denny ni siquiera los veía. ¡Los vivía! Había grabado en su cerebro el mapa del circuito, y lo tenía allí, como en un sistema de navegación GPS. Cuando aminorábamos la velocidad para entrar en una curva, mantenía la cabeza erguida, atento a la siguiente, no al trazado de aquella por la que íbamos. La presente curva no era más que un estado del ser para Denny. Era el lugar donde nos encontrábamos, y estaba feliz de encontrarse allí. Yo sentía el amor a la vida, la alegría que emanaban de él. Pero su atención y su intención estaban ya mucho más adelante, en la curva siguiente y la que venía después de ésa. Cada vez que respiraba, ajustaba, reevaluaba, corregía. Pero todo lo hacía de forma subconsciente. Entendí cómo planeaba las carreras, a qué piloto pasaría tres o cuatro vueltas más adelante. Su pensamiento, su estrategia, su mente; todo Denny se me reveló ese día.

Dimos una vuelta más lenta para ir enfriando el motor antes de detenernos en el paddock, donde todo el equipo nos aguardaba. Rodearon el coche, unas manos soltaron mi arnés y salté al asfalto.

—¿Te gustó? —me preguntó uno. Ladré un «¡sí!». Volví a ladrar y di un salto.

—Conduces de verdad —le dijo Pat a Denny—. Eres un piloto de verdad.

—Bueno, es que Enzo ladró dos veces —explicó Denny con una risa—. ¡Dos ladridos significan que acelere!

Rieron y ladré otras dos veces. ¡Más rápido! La emoción. La sensación. El movimiento. La velocidad. El coche. Los neumáticos. El sonido. El viento. La superficie de la pista. Las entrada a las curvas. La salida. El punto de giro. El lugar de frenado. La aceleración. ¡La aceleración es lo mejor!

No tengo nada más que comentar sobre ese viaje, porque nada hubiese podido ser más increíble que esas pocas vueltas veloces que Denny me dio. Hasta ese momento, yo sólo creía que amaba las carreras. Mi intelecto me decía que me agradaría ir en un coche de carreras. Hasta ese momento, creía, pero no sabía. ¿Cómo puede uno saberlo, sin haber estado en un coche a velocidad de competición, tomando las curvas al límite de la adherencia, frenando en el espacio de un pelo, con el motor rugiendo de ansiedad por cruzar la línea de llegada?

Pasé el resto del viaje como flotando. Soñaba con volver a correr a esa velocidad, aunque sospechaba —con razón, según se vio— que difícilmente volvería a hacerlo. Pero me había quedado en la memoria un recuerdo que podía revivir una y otra vez. Dos ladridos significa «más rápido». A veces, hasta el día de hoy, ladro dos veces dormido. Señal de que sueño que Denny me lleva a dar la vuelta al circuito Thunderhill, y que vamos a toda marcha por la recta y que ladro dos veces para decir «más rápido». ¡Una vuelta más, Denny! ¡Más rápido!