Durante las primeras dos semanas de nuestra nueva vida, Denny y yo en casa, Eve y Zoë en casa de los Gemelos, Denny los visitaba todas las tardes, al salir del trabajo. Yo me quedaba solo en casa. Cuando llegó Halloween, Denny iba menos, y, la semana del día de Acción de Gracias, sólo fue dos veces. Cada vez que volvía de casa de los Gemelos, me hablaba del buen aspecto de Eve y de cuánto mejoraba y de cómo pronto retornaría con nosotros. Pero yo también la veía los fines de semana, cuando me llevaban a visitarla, y sabía la verdad. Ella no mejoraba. Tampoco regresaría pronto a casa.
Todos los sábados, sin falta, Denny yo visitábamos a Eve cuando íbamos a buscar a Zoë para que durmiera en casa. Y también la veíamos los domingos, cuando llevábamos a Zoë de vuelta. Muchos domingos almorzábamos allí con nuestra familia política. Alguna que otra vez yo pernoctaba con Eve en la sala de estar. Pero nunca me necesitó tanto como aquella primera noche, cuando tuvo miedo. Los momentos que Zoë pasaba con nosotros deberían haber sido de alegría; pero no siempre estaba contenta. ¿Y cómo iba a estarlo, viviendo con una madre que se moría, y no con su muy vivo padre?
Durante un breve lapso, la educación de Zoë fue motivo de conflicto. A poco de comenzar su estancia con Maxwell y Trish, éstos le plantearon a Denny la posibilidad de matricularla en una escuela de la isla Mercer, pues cruzar el puente de la carretera 90 dos veces al día les resultaba agotador. Pero Denny se puso firme, pues sabía que a Zoë le encantaba la escuela de Madrona. Insistió, como padre y tutor legal, en que su hija debía permanecer allí. Además, repetía una y otra vez que tanto Zoë como Eve regresarían a casa en un futuro cercano.
Frustrado, Maxwell se ofreció a correr con los gastos educativos de Zoë si Denny le permitía inscribirla en una escuela privada de la isla Mercer. Las conversaciones de ambos eran frecuentes e intensas. Pero, incluso ante la persistencia de Maxwell, Denny demostró que tenía algo de héroe invencible, o de dóberman, no sé si por parte de madre o de padre, y nunca soltó la presa. Finalmente, impuso su punto de vista y Maxwell y Trish siguieron cruzando el lago dos veces al día.
—Si realmente lo hicieran por Zoë y Eve —me dijo Denny una vez—, no les molestaría hacer un viaje de quince minutos. No es un trayecto tan largo.
Sé que Denny echaba tremendamente de menos a Eve. Y también extrañaba a Zoë. Cuando más se notaba era esos días en que ella se quedaba a dormir y la acompañábamos a la parada del autobús por la mañana. Por lo general, era un lunes, o un jueves. Esas mañanas, nuestra casa parecía llena de electricidad, hasta tal punto que ni Denny ni yo necesitábamos el reloj despertador para levantarnos. Más bien aguardábamos ansiosos y a oscuras a que llegara la hora de despertar a Zoë. No queríamos perder ni un minuto de su compañía. Esas mañanas, Denny era una persona totalmente distinta. Se veía claramente en el amor con que preparaba la merienda que Zoë se llevaba, muchas veces poniendo en ella una nota plegada, con la esperanza de que la hiciese sonreír cuando la encontrara a la hora de comer. También se notaba en el cuidado con que preparaba los bocadillos de plátano y mantequilla de cacahuete, cortando delicadamente rodajas de idéntico espesor. En esas ocasiones, el plátano sobrante me tocaba a mí, para mi gran placer, pues es, después de las tortitas, mi comida preferida.
En aquel tiempo, cuando Zoë partía a bordo del autobús, el padre que tenía tres niños a veces nos invitaba a tomar un café. Normalmente aceptábamos e íbamos a la panadería buena de Madison y bebían café en las mesas puestas en la acera. Hasta aquella vez en que el otro padre dijo:
—¿Tu esposa trabaja? —Era evidente que procuraba explicarse la ausencia de Eve.
—No —dijo Denny—. Se está recuperando de un cáncer cerebral.
Al oírlo, el hombre agachó la cabeza con aire triste.
Después de ese día, cuando íbamos a la parada del autobús, el hombre se mostraba muy atareado, hablando con otros o mirando su teléfono móvil. Nunca volvió a hablarnos.