Capítulo 17

Tu coche va a donde van tus ojos.

Fuimos al arroyo Denny, no porque se llamara así por Denny —ése no era el caso— sino porque es un lugar muy bello para pasear. Zoë estrenaba su primer par de botas de senderismo, yo iba sin correa. El verano en las Cascades siempre es agradable, fresco bajo el dosel de cedros y alisos. La senda está bien apisonada, lo que hace fácil andar a paso largo. Los lados de la senda son aún mejores para un perro: un lecho muelle y esponjoso de pinocha que se pudre y alimenta a los árboles con un continuo goteo de nutrientes. ¡Y qué olor!

Si aún hubiese tenido testículos, el olor me habría producido una erección.[1] Riqueza y fertilidad. Nacimiento y muerte, alimento y putrefacción. A la espera. A la espera de que alguien los huela, amontonados en capas sobre el suelo, cada fragancia con su propio peso, su propio lugar. Una buena nariz, como la mía, puede separar cada olor, identificarlo, disfrutarlo. Es raro que me deje llevar, pues practico para contenerme como lo hacen los humanos. Pero ese día de verano, ante todas las alegrías de las que gozábamos, los triunfos de Denny, la euforia de Zoë, e incluso Eve, que se mostraba ligera y libre, corrí por los bosques como un loco, saltando sobre arbustos y troncos caídos, persiguiendo sin malicia a las ardillas, ladrando como un loco a los arrendajos, rodando y rascándome el lomo con los palos, las hojas, las agujas de pino, la tierra.

Avanzábamos por el sendero, subiendo y bajando colinas, sorteando raíces y afloramientos rocosos, hasta llegar al lugar llamado las Lajas Resbaladizas, donde el arroyo corre sobre una serie de anchas rocas planas, estancándose en algunos lugares, corriendo en otros. A los niños les encantan las Lajas Resbaladizas, sobre cuya pizarra se deslizan como por un tobogán. Cuando llegamos, bebí la fría agua dulce, la última del deshielo del verano. Zoë, Denny y Eve se quedaron en traje de baño y chapotearon en el agua. Zoë era lo suficientemente grande como para deslizarse sola por algunos tramos. En otros, Eve se quedaba arriba, desde donde la hacía descender con un suave empujón, y Denny abajo, para recibirla. Cuando las rocas estaban secas, tenían adherencia, pero mojadas resbalaban. Y Zoë se deslizaba entre risas y chillidos hasta ir a dar al agua fría de una poza, a los pies de Denny, quien la cargaba en brazos y se la llevaba a Eve para que volviera a tirarla antes de regresar a su puesto. Una y otra vez.

A las personas, como a los perros, les encanta la repetición. Perseguir una pelota, recorrer la recta de un circuito de carreras, tirarse por un tobogán. Porque cada repetición es igual pero distinta al mismo tiempo. Denny llevaba a Zoë hasta donde estaba Eve, y regresaba a su lugar en la poza. Eve depositaba en el agua a Zoë, que gritaba y oponía una fingida resistencia antes de deslizarse hasta los brazos de su padre.

Hasta que, en una de las repeticiones, Eve puso a Zoë en el agua. Pero, en lugar de chillar y patalear, la niña encogió súbitamente las piernas para sacarlas del agua helada, haciéndole perder el equilibrio a su madre. Como pudo, Eve se las compuso para depositar a Zoë a salvo sobre una roca seca, pero su movimiento fue demasiado abrupto, demasiado repentino. Fue una reacción excesiva. Pisó las rocas que estaban bajo el agua, sin darse cuenta de lo resbaladizas que eran, como el hielo.

Perdió pie. Tendió los brazos, pero sus manos se aferraron al aire y nada más. Su puño se cerró, vacío. Su cabeza golpeó la roca con un fuerte crujido y rebotó. Golpeó, rebotó y volvió a golpear, como una pelota de goma.

Nos quedamos mirando durante lo que pareció un tiempo muy largo. Eve estaba inmóvil y Zoë, que una vez más había sido la causante del accidente, no sabía qué hacer. Miró a su padre, quien se acercó a ambas a toda prisa.

—¿Estás bien?

Eve pestañeó con fuerza, con expresión dolorida. Tenía sangre en la boca.

—Me mordí la lengua —dijo con voz débil.

—¿Y la cabeza?

—… duele.

—¿Puedes llegar al coche?

Yo iba por delante, guiando a Zoë. Denny llevaba del brazo a Eve. No se tambaleaba, pero se la veía perdida, y quién sabe dónde habría ido a parar si hubiese estado sola. Casi anochecía cuando llegamos al hospital de Bellevue.

—Probablemente tengas una conmoción leve —dijo Denny—. Pero tienen que verte.

—Estoy bien. —Eve lo repetía una y otra vez. Pero era evidente que no lo estaba. Estaba mareada, arrastraba las palabras y se adormilaba todo el tiempo. Pero Denny la despertaba, diciendo algo acerca de que no te debes dormir cuando has sufrido una conmoción.

Entraron en el hospital y me dejaron en el coche con la ventanilla apenas abierta. Me acomodé en el estrecho asiento del acompañante del BMW 3.0 CSi de Denny y me obligué a dormir; cuando duermo, no siento tantas ganas de orinar como cuando estoy despierto.